sábado, 27 de agosto de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. Catequesis vocacional del Reverendo P. ANTONIO PAVIA (VIII) Desde la médula del alma




El Prólogo del evangelio de san Juan contiene la catequesis por excelencia acerca de la Palabra como fuente de la fe y, por lo mismo, fuente también de la espiritualidad cristiana. Estamos hablando de una sola fuente así como de una sola vida, la Eterna, y lo es porque mana del Dios vivo.

Si nos acercamos al Prólogo en cuestión, vemos que Juan establece una relación entre la Palabra y la fe siguiendo una línea ascendente. Una vez que identifica a la Palabra con Dios (Jn 1,1) por su poder creador, vital, y por su luz, nos hace saber, de una forma u otra, que la gran tentación del hombre es la de ponerse, bajo mil justificaciones, de perfil, ante ella, la Palabra.
Hablando de los pueblos del mundo en general, nos dice Juan que éste no la conoció, por más que las obras creadas por la Palabra son patentes y visibles, como tantas veces viene atestiguado a lo largo del Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos. Esta actitud del hombre revela su desconfianza hacia Dios. No es que le niegue, pues de hecho todos los pueblos de la tierra han levantado sus altares, formulado ritos y escogido mediadores ante sus dioses. Sin embargo, podemos percibir que esta forma de actuar no tenía otra intención que la de llevar a su territorio, a su campo de acción, el poder de lo alto, misterioso y oculto.

Lo que sucede es que en el fondo subyace un cierto miedo ante todo aquello que les superaba. Es por ello que se consideraba bueno marcar el propio territorio, Dios en lo suyo y nosotros en lo nuestro; tratando, a la vez, de contentarle con toda clase de sacrificios, bien para que nos proteja de los azotes de la naturaleza, bien para que no nos castigue. En realidad, todos estos pueblos hicieron lo que catequéticamente se nos dice de Adán y Eva cuando pecaron: “Oyeron el ruido de los pasos de Dios… y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Dios por entre los árboles del jardín” (Gé 3,8).

Sin embargo, en la relación de la humanidad con Dios, encontramos una aproximación -en realidad todo un salto cualitativo- cuando Él se da a conocer a un pueblo. Le llamará “mi pueblo”, y le acompañará por medio de su Palabra que, a su vez, se desplegará en múltiples obras de salvación a su favor.

Israel, el pueblo santo de Dios, testificará, una y otra vez, que sí, que el Dios vivo vino a su encuentro con su Palabra, cosa que no hizo con ningún otro pueblo de la tierra: “Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo a otro del cielo palabra tan grande como ésta? ¿Se oyó cosa semejante? ¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo hablando en medio del fuego…?” (Dt 4,32-33). Israel es consciente de su elección y de que su grandeza reside no solamente en que el Dios único se haya dirigido a él con su Palabra, sino en que ésta ha sido viva y eficaz. Completamos su confesión de fe antes iniciada: “¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales, prodigios…, como todo lo que vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en Egipto?” (Dt 4,34).

Sin embargo, Juan –volvemos al Prólogo de su evangelio- nos dice que su pueblo, el que tuvo un conocimiento tan especial de Dios por haber sido destinatario de su Palabra, también marcó sus distancias cuando ésta se hizo carne en Jesús de Nazaret. Así lo expresó el apóstol: “Vino a su casa –la Palabra- y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Aun contando con este rechazo, Dios vino, se encarnó y puso su tienda entre nosotros, en nuestro bien delimitado y marcado territorio de impiedad, para exorcizar nuestros temores y recelos.

Rompió nuestras cercas

Dios se hizo Emmanuel a fin de arrebatar a Satanás el veneno del miedo que había inoculado en nuestro corazón, que es en realidad la razón por la cual el hombre marca su autonomía frente a Dios. El Hijo de Dios se encarnó, murió y resucitó, dando muerte a todas las lacras con que Satanás nos había revestido; en su lugar, el Señor Jesús nos revistió del espíritu que nos hace dirigirnos a Dios con el nombre de Padre. “No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15).

Estamos hablando de la plenitud de la fe, plenitud que es fruto, ante todo, del increíble amor de Dios al hombre. Encerrados como estábamos en nuestro territorio, por cierto, bien cercado frente al peligro de la injerencia de Dios, reverenciándole, como quien dice, desde lejos por tantos miedos a los que ya hemos hecho referencia, Dios, que no se aviene a mirar distante al hombre, vino a su encuentro: se hizo Emmanuel.

Nos vio carentes de perspectiva, abrazados a fantasías, sobreviviendo en burbujas de felicidad, y nos dijo a todos: ¡Ánimo!, que soy yo; no temáis” (Mt 14,27). Este fue el anuncio que escucharon los apóstoles cuando estaban a punto de naufragar en su barca. A continuación invitó a Pedro -todos somos Pedro- a caminar sobre las aguas, imagen de la inestabilidad que nos hemos creado. “Pedro le respondió: Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas. ¡Ven!, le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús” (Mt 14,28-29). Se rompió el cerco, las alambradas del territorio marcado se hicieron añicos. Desde entonces, desde la encarnación de Dios, que incluye su victoria sobre la muerte junto con la invitación de participar de esta su victoria, el hombre ya no está limitado por nada ni por nadie. ¡Es hijo del Eterno, de Dios, del Infinito!

Hijo de Dios, sí, y así es como Juan culmina su secuencia en lo que a la graduación de la fe se refiere. Se parte de conocer al Creador por sus obras en el mundo, y alcanza su cénit al conocerle por su Palabra no tanto en cuanto concepto, sino en cuanto que encierra el hacer de Dios por todo aquel que la acoge; es un conocer que implica recibir. Oigamos a Juan: “A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

Llegamos -como he dicho- al culmen de la fe, de la espiritualidad, a la plenitud del amor de un hombre hacia Dios. Hablamos de un conocer, recibir y acoger la Palabra, el Evangelio. María de Nazaret es Madre de la Iglesia e Icono del discipulado porque su recibir precedió al concebir. El ángel se le acercó y no encontró ningún territorio marcado; por ello, la Palabra transmitida por Gabriel se hizo carne en ella. María la concibió y la dio a luz. He ahí, en brevísimas palabras, el auténtico y genuino plan pastoral: ésta es la evangelización en estado puro: recibir el Evangelio, concebirlo en las entrañas del alma y darlo a luz: anunciarlo.

María se nos presenta como el plan de pastoral vivo por excelencia; no está muerto en una letra, está vivo en su persona; por eso la podemos llamar Madre de todos los pastores según el corazón de Dios. Éstos también reciben primeramente el Evangelio, y lo conciben en sus entrañas. De ahí al hecho de anunciarlo no hay ningún paso, es como un pálpito natural. Hablamos del ritmo de Dios; no es el de la sabiduría de este mundo, mucho más enmarañado, es –repito- el de Dios, y por ser suyo es vivo y eficaz.

Una habitación para la Palabra

Insistimos en el binomio recibir/concebir la Palabra. Algo de esto saben los pastores según el corazón de Dios como, por ejemplo, Pablo, que se sabe habitado por Jesucristo; lo siente vivo en sus entrañas y le surge imperiosamente la necesidad de comunicarlo. A su muy conocida confesión “ya no soy yo quien vivo, es Jesucristo quien vive en mí” (Gá 2,20), podemos añadir otras como ésta, en forma de exhortación, que encontramos en su carta a los Efesios y que se asemeja a una llama que se eleva desde el horno de su alma: “…y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cual es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef 3,17-19).

En esta su forma de dirigirse a sus ovejas, reconocemos la ternura de Pablo. No se dirige a ellas con la autoridad que le podía conferir su título de apóstol de los gentiles otorgado por el mismo Hijo de Dios (Hch 26,17), sino como pastor que desea vivamente que sus ovejas participen de las gracias a él concedidas. Quiere con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas que todos los hombres, empezando por aquellos que le han sido confiados, tengan una experiencia del Señor Jesús tan determinante, en el mejor sentido de la palabra, como la suya. No se conforma con sentir estos impulsos, sino que los lleva a cabo.

Recorre Europa de punta a punta, e incluso las regiones más conocidas entonces del continente asiático; ninguna distancia quiebra su amor, ninguna dificultad, ningún contratiempo o persecución. Le apremia el hombre sin Dios, sin su amor, sin su salvación. Al amar así al Dios vivo y al hombre, Pablo lleva el mandamiento de Jesús a su máxima expresión. Recordemos la respuesta que dio al escriba que le preguntó cuál era el primer y más importante mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39). No necesitó Pablo ningún tratado para estudiar qué era la caridad o la perfección. El mismo Evangelio creó en sus entrañas el amor a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas; y, con esa riqueza en sus entrañas, se dirigió a los hombres y les anunció la Vida.

En la misma línea, y siempre movido por el celo de que sus ovejas participen no como espectadores, sino como actores de la incalculable riqueza que Dios derrama en el alma de los que se acercan a su Hijo por medio del Evangelio, Pablo dice a su rebaño de Colosas: “…Que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. La Palabra de Cristo habite en vosotros en toda su riqueza” (Col 3,15-16a).

No es corto el corazón del apóstol en sus deseos de que sus ovejas crezcan; las impulsa a fin de que sus almas se vean colmadas con los innumerables tesoros del Evangelio de Jesús. Al decirles y decirnos lo que hemos escuchado en la cita anterior, señala explícitamente que el corazón del hombre está capacitado para acoger, recibir y concebir la infinita riqueza de Dios por medio de su Hijo.

Acoger, recibir y concebir: he aquí el trípode que provoca la manifestación de Dios al mundo por medio de la predicación de sus pastores, los que dejaron a Dios que se hiciese Emmanuel en su terreno, también acotado. En su experiencia de la Encarnación, sus campos se abrieron al infinito. Fue entonces cuando les fue dado amar su heredad; al igual que el salmista, la consideraron preciosa: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).

Sin límites, ni vallas, ni cercas. Estos pastores, al igual que María, se abrieron a la Encarnación de Dios al tiempo que conocieron la libertad; sí, la libertad para salir de su encierro e ir al encuentro de sus hermanos. Ahí donde llega el Evangelio predicado desde la médula del alma, los pastores siguen rompiendo cercas y vallas; sus ovejas se abren al Dios vivo.

He hablado del Evangelio predicado desde la médula del alma. Quizá a alguien le pueda parecer un poco irreal esta expresión y hasta cursi. Bueno, la he tomado de san Agustín, sin duda un gran pastor según el corazón de Dios. Oigamos cómo se expresó: No retengamos la Palabra, no perdamos la Palabra concebida en la médula del alma. Lo dicho, un gran pastor. Recibió la Palabra, la concibió en su alma y la anunció con sus labios.


«Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» Domingo de la Semana 22ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C


Lectura del libro del Eclesiástico (3,19-21.30-31): Humíllate, y así alcanzarás el favor de Dios.


Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor.

«Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos». Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes.

La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces. Un corazón prudente medita los proverbios, un oído atento es el deseo del sabio.

Salmo 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11


R./ Tu bondad, oh, Dios, preparo una casa para los pobres.

Los justos se alegran, // gozan en la presencia de Dios, // rebosando de alegría. // Cantad a Dios, tocad a su honor; // su nombre es el Señor. R./

Padre de huérfanos, protector de viudas, // Dios vive en su santa morada. // Dios prepara casa a los desvalidos, // libera a los cautivos y los enriquece. R./

Derramaste en tu heredad, oh, Dios, una lluvia copiosa, // aliviaste la tierra extenuada; // y tu rebaño habitó en la tierra // que tu bondad, oh, Dios, // preparó para los pobres. R./

Lectura de la carta a los Hebreos (12,18-19.22-24a): Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.


Hermanos: No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase hablando. Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miradas de ángeles, a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (14, 1.7-14): El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.


Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.

Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro y te diga: “Cédele el puesto a éste”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.

Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

El vínculo que podemos encontrar entre los textos litúrgicos de este Domingo es la humildad. Es la actitud del hombre ante las riquezas del mundo material o espiritual (Primera Lectura). Es y debe ser la actitud correcta de todo hombre, y particularmente del cristiano, en las relaciones con los demás (Evangelio). Y, sobre todo, debe ser la actitud propia del hombre en su relación con Dios; una actitud en la que descubre su propia pequeñez ante la magnanimidad de Dios (Segunda Lectura).

Entendiendo el contexto

El Evangelio de hoy comienza ubicando el contexto de lo que va a acontecer: «Sucedió que, habiendo ido Jesús en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando» (Lc 14,1). Tres cosas podemos destacar en esta introducción: el tiempo: día sábado; el lugar: la casa de un fariseo; la ocasión: un banquete con varios otros invitados. Después de esta introducción sigue un episodio, que no hace parte de la lectura dominical: «Había allí, delante de Jesús, un hombre hidrópico». Seguramente este hombre se había enterado de que Jesús estaba allí y había venido a postrarse ante él suplicándole que lo sanara. ¿Qué hacer?

Por un lado, es claro que la Ley prohíbe hacer cualquier trabajo en sábado, y Jesús declaró que Él había venido a «dar cumplimiento a la Ley» (Mt 5,17). Por otro lado, es claro que este hombre está privado de la salud. Jesús opta por curar al enfermo y lo despide. De esta manera enseña que la vida humana tiene un valor sagrado e inviolable y que la Ley, incluido el precepto del sábado, está formulada por Dios «para que el hombre tenga vida y la tenga en abundancia». El respeto de la vida humana y el cuidado de ella, desde su concepción hasta su fin natural, está en el centro de la enseñanza de Cristo.

En seguida el Evangelio se centra en el banquete. Jesús se fija en la conducta de los invitados y, notando cómo elegían los primeros puestos, les dice una parábola: «Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto...». En realidad, más que una parábola en sentido estricto, ésta es una enseñanza de sabiduría humana. Y, aunque sea una norma de la más elemental prudencia humana, los invitados que Jesús observaba no la cumplían.

La literatura sapiencial

Con estas recomendaciones de sabiduría humana y de sana convivencia, Jesús adopta el estilo de la literatura sapiencial. Sabemos que varios libros de la Biblia pertenecen a este género: Job, Proverbios, Cohelet (Eclesiastés), Sirácida (Eclesiástico) y Sabiduría. También se encuentra el género sapiencial en parte de otros libros. Jesús revela tener conocimiento de esta literatura, pues la parábola que propone toma su enseñanza del libro de los Proverbios. Allí se hace la misma recomendación: «No te des importancia ante el rey, no te coloques en el sitio de los gran¬des; porque es mejor que te digan: 'Sube acá', que ser humillado delante del príncipe» (Prov. 25,6-7). Es la misma enseñanza que, para hacerla más incisiva, Jesús la propone en forma de parábola, según su estilo propio y característico de enseñar.

La literatura sapiencial floreció en el Antiguo Oriente, especialmente en Egipto y Mesopotamia, donde se componían proverbios, fábulas y poemas para enseñar el arte del bien vivir, conforme al orden del universo. De allí fue tomada por Israel, pero mirada bajo el prisma de su propia fe en un Dios creador y salvador que dirige todo el universo. Y en esta forma fue adoptada como parte de los libros sagrados. Pero la canonización mayor de estos libros les viene por el hecho de que Jesús los conozca y los cite. Tan sólo del libro de los Proverbios, el Nuevo Testamento tiene catorce citas textuales y una veintena de alusiones. Justamente en el Evangelio de hoy encontramos una de éstas.

Sin embargo, alguien podría preguntar: ¿Qué tiene que ver este tipo de consideraciones de prudencia y sabiduría humana con las virtudes sobrenaturales de fe, esperanza y caridad, que constituyen la perfección de la vida cristiana? ¿Por qué se ocupa Jesús de estas cuestiones de vida social? Él se ocupa de las virtudes humanas naturales, porque ellas son el terreno fértil en que pueden echar raíces las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad. Donde faltan las virtudes humanas de la honestidad, la lealtad, el amor a la verdad, la fidelidad a la palabra empeñada y a los compromisos asumidos, etc., y las virtudes cristianas naturales de la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la modestia, la tolerancia, la generosidad, etc., es imposible que florezcan las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad.

Cuando alguien, por ejemplo, es deshonesto, o mentiroso, o mantiene negocios turbios y fraudulentos, no se puede pretender que sobresalga en la caridad; cuando alguien es vanidoso y soberbio y ambiciona los primeros lugares para alcanzar gloria humana, es imposible que brille por la fe y la esperanza sobrenaturales. Por otro lado, donde las virtudes sobrenaturales han encontrado un terreno apto para florecer, ellas perfeccionan ulteriormente al hombre en las virtudes natura¬les. Por eso, las virtudes humanas y cristianas naturales resplande¬cen con mayor brillo en los santos.

La reina de las virtudes

La parábola es de mera sabiduría humana y como tal contiene una sabia enseñanza para el diario vivir. Pero es claro que Jesús no se queda sólo en este nivel. Él no sólo está dando una norma de elemental buena educación. Lo que Jesús quiere enseñar es la virtud de la humildad. Por eso la sentencia conclusiva: «El que se ensalce, será humillado; y el que se humille será ensalzado», se refiere, en primer lugar, a nuestra relación con Dios. «Será humillado» y «será ensalzado» por Dios. La humildad es la reina de las virtudes. Ella hace resplandecer todas las demás virtudes y sin ella todas las demás virtudes perecen.

«Humilde» se deriva de la palabra latina «humilis», que a su vez proviene de «humus» (tierra). Humilde es pues el que está al ras del suelo o se mueve cerca del suelo. Algo que responde exactamente a nuestra condición de criatura ya que humilde es el que, con sabiduría y realismo, reconoce la distancia que le separa de su Creador.

Santa Teresa de Ávila, sin apelar a latines, dio una certera definición de humildad, quizás la mejor que existe: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y se me puso delante...esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad» (Moradas sextas 10,8).


Más aún podemos decir que toda la historia de la salvación es el cumplimiento de esa sentencia luminosa de Jesús. En efecto, si todo el género humano se vio comprometido y sometido a la muerte, fue por el orgullo de nuestros primeros padres. Dios les había dado todos los bienes, incluido el más grande de todos que es su propia amistad e intimidad. El único límite que les puso fue el de su propia humanidad. Bastaba que el hombre reconociera su condición de ser humano. El único precepto: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» equivale a éste otro: «Conténtate con ser hombre y no quieras ser Dios». Pero no. El ser humano quiso traspasar también este límite y cedió a la tentación de ser dios: «El día que comiereis se os abrirán los ojos y seréis como dioses» (Gen 3,5). Y comió. Pero no fue dios, sino que volvió al polvo de donde había sido tomado: «Polvo eres y en polvo te convertirás» (Gen 3,19). El hombre se exaltó y fue humi¬llado. Ésta es la eterna historia del hombre autosufi¬ciente que quiere realizarse al margen de Dios.

Cristo, en cambio, para redimirnos hizo el camino contrario, como lo dice hermosamente el himno de la carta a los Filipenses 2,6-11: «Cristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres... se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz». Ésta es también la historia de la bien-aventurada Virgen María que es capaz de decir: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu - se alegra en Dios mi salvador - porque - ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, - por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada».

¿A quién invitar?

Aprovechando de que estaba en un banquete, Jesús siguió dando un criterio sobre la elección de los invitados: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos». ¡Qué distinto es este criterio del que se usa en la vida corriente! Las listas de invitados parten siempre por los más poderosos y precisamente en vista de la retribución que ellos puedan ofrecer. Jesús dice: «Ellos te invitarán a su vez, y tendrás ya tu recompensa», quedarás pagado en esta tierra.

En cambio, si se invita a los que no pueden corresponder, la recompensa no será de ellos, ¡será de Dios! Y no será en bienes de esta tierra. Por eso dice: «Se te recompensará en la resurrección de los justos», es decir, eternamente en el cielo. ¡Qué extraño poder de retribución tienen los pobres! Es que Jesús se identificó con ellos de la manera más plena: «Tuve hambre y me disteis de comer... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,35.40). La recompensa será ésta: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34).

Una palabra del Santo Padre:


«En este momento, tantos hermanos y hermanas nuestros son martirizados en el nombre de Jesús, están en este estado, tienen en este momento la alegría de haber sufrido ultrajes, incluso la muerte, en el nombre de Jesús.

Para huir del orgullo solo está el camino de abrir el corazón a la humildad, y a la humildad no se llega sin la humillación. Esta es una cosa que no se entiende naturalmente. Es una gracia que debemos pedir.

La gracia de la imitación de Jesús. Una imitación testimoniada por esos muchos hombres y mujeres que sufren humillaciones cada día por el bien de su familia y cierran la boca, no hablan, soportan por amor de Jesús.

Y esta es la santidad de la Iglesia, esta es alegría que da la humillación, no porque la humillación sea bonita, no, eso sería masoquismo, no: porque con esa humillación se imita a Jesús. Dos actitudes: la de la cerrazón que te lleva al odio, a la ira, a querer matar a los demás, y la de la apertura a Dios en el camino de Jesús, que te hace aceptar las humillaciones, incluso las fuertes, con esta alegría interior porque estás seguro de estar en el camino de Jesús».
Francisco. Homilía 17 de abril de 2015 en Santa Marta.



Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Humildad es andar en verdad. ¿Cómo vivo la humildad en mi vida cotidiana? ¿Soy humilde? ¿Qué me falta para vivir esta virtud?

2. ¿A quién invitaría a un banquete? ¿Cuándo ayudo a alguien, busco que ella me retribuya el favor? ¿Soy generoso y desinteresado?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1803-1804. 1810-1813. 2779.


Texto facilitado por JUAN RAMON POLIDO, Presidente diocesano de A.N.E. Toledo

sábado, 20 de agosto de 2016

VIVAMOS NUESTRO DOMINGO A LO LARGO DE LA SEMANA: Lecturas y reflexiones del Domingo de la Semana 21ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C


«Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos»


Lectura del libro del profeta Isaías (66, 18-21): De todas las naciones traerán a todos vuestros hermanos

Esto dice el Señor: «Yo, conociendo sus obras y sus pensamientos, vendré para reunir las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Les daré una señal, y de entre ellos enviaré supervivientes a las naciones: a Tarsis, Libia y Lidia (tiradores de arco), Túbal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todas las naciones, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos, a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi santa montaña de Jerusalén -dice el Señor-, como los hijos de Israel traen ofrendas, en vasos purificados, al templo del Señor. También de entre ellos escogeré sacerdotes y levitas -dice el Señor-».

Salmo 116, 1. 2

R. / Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Alabad al Señor todas las naciones, // aclamadlo todos los pueblos. R. /
Firme es su misericordia con nosotros, // su fidelidad dura por siempre. R. /

Lectura de la carta a los Hebreos (12, 5-7.11-13): El Señor reprende a los que ama

Hermanos. Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: «Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos».
Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos? Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce frutos apacibles de justicia a los ejercitados en ella.
Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que se cura.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (13, 22-30): Vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa en el reino de Dios

En aquel tiempo, Jesús, pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salven?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”; pero él os dirá: “No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir. “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad.” Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a lsaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

Los textos litúrgicos se mueven entre dos polos: uno, la llamada universal a la salvación; el otro, el esforzado empeño desde la libertad y cooperación del hombre. El libro de Isaías (Primera Lectura) termina hablando del designio salvador de Yahveh a todos los pueblos y a todas las lenguas.

El Evangelio, por su parte, nos indica que la puerta para entrar en el Reino es estrecha y que sólo los esforzados entrarán por ella. En este esfuerzo de nuestra libertad nos acompaña el Señor, con su pedagogía paterna que no está exenta de corrección, aunque no sea ésta la única forma de pedagogía divina ya que el corrige a los que realmente ama (Segunda Lectura).

 «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas»

El interlocutor anónimo que pregunta a Jesús sobre el número de los que se salvarán, está refiriéndose a una cuestión habitual en las escuelas rabínicas, y frecuentemente repetida en todos los tiempos. Todos los rabinos en la época de Jesús estaban de acuerdo en afirmar que la salvación era monopolio de los judíos; pero según algunos, no todos los que pertenecían al pueblo elegido se salvarían. Justamente el mensaje de la lectura evangélica, más que el número de los salvados e incluso que la dificultad misma para salvarse, como podría sugerir la imagen de «la puerta estrecha»; es la oferta universal de salvación de parte de Dios donde «vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios».

Se verifica así en plenitud la visión de la Primera Lectura tomada del libro del profeta Isaías. En un cuadro grandioso se describe la universalidad de la salvación de Dios a partir de Jerusalén, que se convierte simultáneamente en foco de irradiación misionera y de atracción cultual para todas las naciones. En ninguna parte del Antiguo Testamento se yuxtaponen con tal relieve el universalismo de la salvación de Dios y el particularismo judío. El texto nos hace recordar aquel pasaje que dice el Señor: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7 citado en Mt 11,17).

«¿Son pocos los que se salvan?»


El Evangelio de este Domingo nos dice cómo Jesús iba caminando rumbo a Jerusalén, atravesando ciudades y pueblos, e iba enseñando. Podemos imaginar a Jesús proclamando la palabra de Dios como los antiguos profetas de Israel. Donde llega¬ba, seguramente reunía al pueblo en la plaza y les enseñaba. Su enseñanza era nueva y asombrosa. Jamás al¬guien había enseñado así. En efecto, los maestros de Israel enseñaban diciendo: «Moisés en la ley dijo...» o «La ley dice...». Jesús, en cambio, enseña diciendo: «Yo os digo». Inclu¬so presentaba su enseñan¬za de una manera que podía parecer impía a los oídos judíos: «Habéis oído que se dijo: 'No matarás'; mas yo os digo...» (Mt 5,21s). No es que Jesús deroga¬ra el mandamiento de Dios; pero Él con su auto¬ridad es una nueva instancia de volun¬tad divina; da al mandamiento una mayor profundización. Por eso cuando Jesús terminaba de ense¬ñar, «la gente se quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).

No es raro, entonces que la gente aprovechara la sabi¬duría de Jesús para resolver dudas acerca de cuestio¬nes fundamentales sobre la existencia humana. Es así que en uno de esos pueblos, uno se le acercó corriendo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eter¬na?» (Lc 18,18). O, como refiere el Evangelio de hoy: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Si alguien hiciera esta pre¬gunta a otra persona, sería objeto de burla. ¿Quién puede responder eso? Lo notable en este caso es que el que pregunta está convencido de que Jesús sabe la respuesta. Podemos calcu¬lar la expectativa de todos los presen¬tes que estaban pendientes de los labios de Jesús.

Ahora bien, ¿qué fue lo que enseñó Jesús para motivar semejante pregunta? Y ¿por qué está formulada en esa forma? Jesús tiene que haber dicho algo que llevara a concluir que los que se salvan son pocos. Pudo haber dicho, por ejemplo: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24). Seguramente entre los oyentes había pocos que estuvieran dispuestos a perder la vida por Jesús. O bien, pudo haber dicho: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,22; 24,13). Tampoco habría muchos que aceptaran ser odiados de todos por causa de Jesús. En otra ocasión, ante las palabras de Jesús, los oyentes concluyeron, no sólo que serían pocos los que se salvarían, sino que nadie podría salvarse: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (Lc 18,26).

 La respuesta del Maestro...

Algo que no podemos dejar de recordar es que a ningún maestro de este tierra se le podría hacer semejante pregunta ya nadie sería capaz de aventurarse a dar una respuesta. Por eso, la respuesta que Jesús da merece toda nuestra aten¬ción. Antes de examinarla aclaremos qué se entiende por «salvación». Es claro que aquí se entiende por salvación aquel estado de felicidad definitiva y eterna que se tiene después de la muerte y que consiste en el conocimiento y el amor de Dios. El nombre «salvación» es exac¬to, porque el estado en que se encuentran los hombres al venir a este mundo es de pecado, es decir, de privación del amor de Dios. Todos nece¬sitamos ser salvados. Pero, ¿son pocos o muchos los que se salvan?

El que pregunta ciertamente tiene la convicción, al menos, de que no todos se salvan. La duda se refiere a la propor¬ción entre los que se salvan y los que se pierden, y él parece tener la idea de que son menos los que se salvan. Por eso formula la pre¬gunta de esa manera. Lo más grave es que la respues¬ta de Jesús le da la razón: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán».

¡Muchos no podrán entrar! En la respuesta de Jesús se percibe que para los oyen¬tes es claro que en las ciudades hay una puerta ancha por donde entran los carros y camellos cargados, y otra estre¬cha, por donde entran los peatones, uno por uno y sin carga. Es por aquí por donde hay que entrar, es decir, todo lo que tengamos de superfluo estorba para entrar a la vida eter¬na. Tal vez la forma completa de la respuesta de Jesús es la que reproduce Mateo: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la puerta y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo en¬cuen¬tran» (Mt 7,13-14).

Si la carga es tanta y no cabe por la puerta estre¬cha, mientras se pugna por hacer entrar todo sin decidirse a despo¬jarse, «el dueño de casa se levanta¬rá y cerrará la puer¬ta». ¡Cerrará incluso la puerta estrecha! El Señor continúa con esta parábola: «Los que hayáis quedado fuera os pondréis a llamar a la puerta, diciendo: '¡Señor, ábrenos!' Y os responderá: 'No sé de dónde sois'» Los de fuera recibi¬rán esta sentencia:

«¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!». La situación de los que queden fuera es así descri¬ta: «Allí será el llanto y el rechinar de dientes». Cuando se cierre la puerta, los que hayan quedado fuera no podrán argüir excusas ni presentar recomendacio¬nes. Jesús da, como ejemplo, una recomendación particular que no val¬drá y que se dirige a los que están allí escuchando su enseñanza. En ese día no podrán decir: «Has enseñado en nuestras plazas... somos tu pueblo. ¡Ábrenos!». A éstos advierte que la salvación no está restringida a Israel sino a todos los pueblos de la tierra.

 «Luchad por entrar...»

El término en griego de «luchad» (agonizesthe, de agonizomai) es una fuerte exhortación a luchar, a trabajar fervientemente, hacer el máximo esfuerzo por conquistar un bien que, aunque posible, es difícil y arduo de alcanzar. Se trata de un esfuerzo con celo persistente, enérgico, acérrimo y tenaz, sin doblegarse ante las dificultades que se presentan en la lucha. Implica también un entrar en competencia, luchar contra adversarios. El término lo utiliza San Pablo en su carta a Timoteo: «Combate (agonizou) el buen combate de la fe» (1Tim 6,12). Pablo lo alienta a no desistir en el combate excelente de la fe, a esforzarse sin desmayo en una lucha que, porque perfecciona al hombre y porque lo orienta hacia la plenitud de la vida eterna, es hermosa y preciosa. Pablo resalta que es necesario, por parte de quien ha recibido el don de la fe, el esfuerzo sostenido en esa lucha: mediante la decidida cooperación con el don y la gracia recibidos, se conquista la vida eterna. Y dado que no es fácil acceder a ella, el esfuerzo ha de ser análogo al que realiza un luchador en vistas a conquistar la victoria.

Para pasar por «la puerta estrecha» hay que trabajar esforzadamente, hay que luchar el buen combate de la fe, hay que obrar de acuerdo a la justicia y santidad, de acuerdo a la caridad y a la solidaridad: ¡hay que obrar bien, y ello demanda al cristiano, en un mundo que prefiere la puerta amplia y el camino fácil, un continuo esfuerzo por la santidad!

Una palabra del Santo Padre:

«Él (el Señor Jesús), en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir Señor, Señor sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial. Él habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán. Él puso como piedra de toque y señal distintiva el amor hacia Sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos. Por ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta ¿Cuáles?, le responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo.

A quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo y tome la cruz cada día. Exige que el hombre esté dispuesto a dejar por Él y por su causa todo cuanto de más querido tenga, como el padre, la madre, los propios hijos, y hasta el último bien -la propia vida -. Pues añade Él: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y luego ya nada más pueden hacer. Yo os diré a quien habéis de temer: Temed al que una vez quitada la vida, tiene poder para echar al infierno. Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor y de bondad».

(Pío XII, Radiomensaje sobre la conciencia y la moral. 23 de marzo de 1952)



 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Hagamos un examen y veamos cuáles son las cargas que me impiden entrar por la puerta estrecha.

2. Leamos el pasaje de Hb 12,5-7.11-13 ¿Cuántas veces me resulta difícil entender la pedagogía de Dios?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2012 - 2016

domingo, 14 de agosto de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. Catequesis vocacional del Rvdo. D. Antonio Pavía. VII


Amaron su vida

De las más variadas formas, los Padres de la Iglesia nos dicen que el seguimiento a Jesucristo y su identificación con Él van al unísono. Respecto al seguimiento es necesario decir que está a años luz del servilismo, que no deja de ser un sometimiento. Digamos que el seguimiento, al contrario del servilismo, engendra una identificación que respira comunión de vida y de misión con el Hijo de Dios.

Partiendo, pues, de esta identidad/comunión de vida con el Señor Jesús, pasamos a ver, con los ojos de la fe y del amor, lo que significa compartir la misma misión del Buen Pastor. Se comparte la misma misión por el hecho de que se comparte la vida entregada por el mundo. Hablamos de entrega o, mejor dicho, de la capacidad para entregarse, de ser entregado por el Padre al mundo para que sea salvado prolongando la misión del Hijo (Jn 3,16-17). El Señor Jesús da a sus pastores la capacidad de darse al mundo como Él se dio.

Así es. Los discípulos/pastores según el corazón de Dios hacen una experiencia en consonancia y de la mano de Jesucristo. Son entregados como Él al mundo no pasivamente, sino desde la libertad de su aceptación. Aun haciendo hincapié en su libertad, no podríamos hablar de identificación, de comunión con su Buen Pastor, si no compartieran también su certeza de que entregan su vida y la recuperan con el sello de la inmortalidad.
Para no quedarnos en simples supuestos que podrían derivar peligrosamente hacia ensoñaciones fantasiosas,comunes a todas las religiones inventadas por los hombres, abrimos el Evangelio de nuestro Señor, sus palabras de vida, con el fin de apoyar lo que estamos diciendo. Nos sustentamos, pues, en el Evangelio, que, como nos dice el apóstol Pablo, irradia vida e inmortalidad (2Tm 1,10).

Desde esta fe que llamamos adulta, nos acercamos al testimonio que nos brinda el mismo Hijo de Dios, testimonio que expresa su total y absoluta confianza y certeza de que se deja entregar, ofrece su vida, no de forma inconsciente e irresponsable, sino como vencedor, pues sabe que la recobra. Para que no quede la menor duda sobre esta su libertad, Jesús puntualiza que nadie le quita la vida, sino que es Él quien la entrega voluntariamente: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17-18).

He ahí un rasgo, por cierto no accidental sino absolutamente esencial, que identifica a aquellos a quienes Jesús llama para ser sus discípulos y que cobra especial relevancia en sus pastores. Lo serán según su corazón si este rasgo brilla en todo su esplendor a lo largo de su misión. Es evidente -continuamos con la cita bíblica de Juan- que la relación de estos pastores con el Padre es muy parecida a la de Jesús. Al igual que Él, saben que su Padre les ama por el hecho de entregar su vida. No estamos hablando de heroísmos ni oblaciones ciegas, sino de certezas, las mismas que las de su Señor, y que se resumen en hacer suyo confiadamente su confesión y testimonio: Nadie nos quita la vida, la damos voluntariamente, tenemos poder para darla y poder también para recuperarla… Por eso nos ama nuestro Padre, por esa nuestra identidad con su Hijo. Ha sido de Él de quien hemos recibido este poder.

Tengo la impresión de que, a estas alturas, más de uno está moviendo nerviosamente su cabeza al leer que se puede participar del poder del Hijo de Dios hasta este punto. Bueno, en primer lugar he de decir que el Evangelio de Jesús es la Gracia de todas las gracias para los que creen en él, es decir, para los que lo acogen sin reservas. Pablo dirá a los cristianos de Colosas que cuando les fue predicado el Evangelio oyeron y conocieron la gracia de Dios: “…instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros, y fructifica y crece entre vosotros lo mismo que en todo el mundo, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en la verdad…” (Col 1,5b-6).


Al servicio de su rebaño

Si la Palabra, el Evangelio de Jesús, es don, es gracia, no nos debería extrañar en absoluto que Dios hiciese a los que lo reciben sin reservas en sus entrañas, partícipes del poder de su Hijo. Sin embargo y para los reticentes, fijémonos, no sin asombro y estupor, que en el Prólogo del evangelio de Juan se nos hace saber que a todos aquellos que recibieron, acogieron en su corazón, la Palabra, Dios les dio poder para hacerse hijos de Dios. Se nos habla de un nuevo nacimiento, y además, cualitativamente superior al originado por la carne y la sangre: “…Pero a todos los que la recibieron –la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; éstos no nacieron de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1,12-13).

Hablamos del poder creador de Dios por el cual le es dado al hombre la capacidad de dar el salto a la trascendencia e inmortalidad, la vida eterna que tantas veces oímos en labios de Jesús. De este poder emana la potestad de los pastores según el corazón de su Buen Pastor para dar la vida, sabiendo, al igual que Él, que el Príncipe de este mundo no tiene poder alguno sobre ellos, sobre la vida que entregan. Más aún, son conscientes de que, al entregarla así, con una libertad tan meridiana, manifiestan ante el mundo entero que aman y confían en su Padre como amó y confió su Maestro y Señor. “… Llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según Él me ha mandado” (Jn 14,30b-31).

Son, pues, pastores al servicio de su rebaño, del mundo entero. Lo son incondicionalmente, y no por heroísmo o porque tengan un plus de generosidad que los hace destacar sobre los demás. Por supuesto que tampoco realizan su misión con el estigma del victimismo. ¡Dios nos libre de estos “pastores”! Entregan su vida por el mundo porque se han dejado crear/hacer por Dios. En su libertad, le dijeron: ¡Aquí estamos para ser entregados y recuperados por Ti!

Sólo desde estos parámetros de total y absoluta libertad y confianza, podemos ver, en toda su profundidad, la real dimensión de esta entrega. No existe en absoluto ningún desprecio a la propia vida, como quizá alguien podría suponer leyendo lo que Pablo dice en su catequesis de despedida a los presbíteros de Éfeso. Al final de su exhortación y como broche de oro, les testifica que tiene el mañana puesto en manos de Dios; sabe que su ministerio pastoral según el corazón de su Señor, lleva implícitos sufrimientos y cadenas. Dicho esto, confiesa triunfalmente: “…Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,24).
No hay la menor duda de que este no considerar su vida digna de estima provoca sorpresa en unos y escándalo en otros. Quizás los que se escandalizan sean los menos indicados para dar lecciones a nadie, pues es posible que su propia vida no sea ya más que un desecho de lo que la palabra vida significa; más aún, quizá no llega a ser más que el grito estruendoso de una muerte anunciada. Se llega a esta ínfima calidad de vida cuando ya no se espera más allá de lo que el cuerpo, la mente, las emociones y sensaciones puedan dar de sí.

Dios es de fiar

No considero mi vida digna de estima, dice Pablo. Pero sí considero -repetimos la expresión- digna de estima la Vida alcanzada para mí por el Hijo de Dios. Se entregó al Padre y, gracias a esa entrega, hemos sido vivificados: “…la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rm 5,8-10).

Pablo, pastor, sigue las huellas de su Buen Pastor y en Él se apoya. Se entregó a la muerte por mí –dirá- y ¡está vivo! Yo también, y he recibido de Él el don, la capacidad de entregarme al Evangelio: ¡Patrimonio de los pecadores! Por eso moverá cielo y tierra por predicar el Evangelio en toda ocasión. Recordemos a este respecto su exhortación a su colaborador Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo…”(2Tm 4,2) para que todos puedan hacer suya su experiencia de fe: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). La comunión de Pablo con Jesucristo en su misión es su fuerza; por ello proclama que todo lo puede en Jesús que le conforta (Flp 4,13). Nos parece ver en el apóstol la figura del salmista que, de la mano de Dios, su Buen Pastor, confesó: “Él conforta mi alma” (Sl 23,3).

Pablo no está delirando, así como tampoco ninguno de los apóstoles llamados personalmente por Jesús, que también despreciaron su vida al considerar que su pastoreo era infinitamente superior a sus proyectos existenciales. Sin duda que también ellos al igual que todos los tuvieron; su sorpresa es que Jesús sobrepasó –repito- infinitamente sus expectativas al confiarles su pastoreo. En Él creyeron y pusieron todo su corazón, mente y alma. Entregaron su vida por Jesús y su Evangelio sabiendo que la recuperaban tal y como Él les había dicho: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).

Repito, creyeron en palabras de Jesús como ésta, y ahí reside su secreto. Al igual que la confesión que David le hizo a Dios: “tus palabras son de fiar” (2S 7,28), también consideraron fiables las de su Hijo. Supieron muy bien que eran palabras no tanto para ser escritas en unos recordatorios o enmarcadas en documentos institucionales, cuanto para ser grabadas en la médula del alma. Así lo creyeron y salieron a buscar al hombre que no sabe vivir. Lo encontraron y le dijeron: hemos recibido el poder de entregar la vida y recobrarla, y por eso estamos aquí, ofreciéndoos el Evangelio de la gracia y de la vida; os lo ofrecemos porque queremos que también vosotros seáis reengendrados en y por Jesucristo (2Co 5,17).

Así fueron y evangelizaron los primeros pastores. Así son y evangelizan los pastores según el corazón de Dios de todos los tiempos. No tienen encadenado, esterilizado, el Evangelio de la vida y de la gracia bajo el peso de innumerables simposios, cursos, reuniones que, a veces, son tan banales que sólo sirven para darse culto a sí mismos tanto los que los dan como los que los reciben.

Estos pastores saben lo que son, y que lo son por Aquel que les llamó. Puesto que han llegado a ser pastores por Él, su Buen Pastor, son conscientes de hasta dónde descendió su Señor para llamarlos. Por eso todos pueden hacer suya la confesión de Pablo: “No soy digno de ser llamado apóstol" (1Co 15,9). Con esta su riqueza y pobreza a cuestas, ¡bendita y liberadora pobreza!, ponen su vida al servicio de la Vida; son como antorchas luminosas en manos de Dios (Flp 2,15). Recorren el mundo entero con el más noble y alto de los fines: hacer que el hombre, a la luz de sus antorchas, encuentre su alma… y se deje hacer por el Señor Jesús (Jn 1,12).

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana; lecturas y reflexiones de la Misa del Domingo de la Semana 20ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C


«¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división»


Lectura del libro del profeta Jeremías (38, 4-6.8-10): Me has engendrado para pleitear por todo el país.

En aquellos días, los dignatarios dijeron al rey: « Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
Respondió el rey Sedecías: «Ahí lo tenéis, en vuestras manos. Nada puedo hacer yo contra vosotros».
Ellos se apoderaron de Jeremías y lo metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el aljibe no tenía agua.
Ebedmelek abandonó el palacio, fue al rey y le dijo: «Mi rey y señor, esos hombres han tratado injusta-mente al profeta Jeremías al arrojarlo al aljibe, donde sin duda morirá de hambre, pues no queda pan en la ciudad». Entonces el rey ordenó a Ebedmélec, el cusita: «Toma tres hombres a tu mando y sacad al profe-ta Jeremías del aljibe antes de que muera».

Salmo 39, 2. 3: 4. 18

R.  Señor, date prisa en socorrerme.

Yo esperaba con ansia al Señor;  él se inclinó y escuchó mi grito. R. 
Me levantó de la fosa fatal,  de la charca fangosa;  afianzó mis pies sobre roca,  y aseguró mis pasos. R. 
Me puso en la boca un cántico nuevo,  un himno a nuestro Dios.  Muchos, al verlo, quedaron sobrecogi-dos  y confiaron en el Señor. R. 
Yo soy pobre y desgraciado,  pero el Señor se cuida de mí;  tú eres mi auxilio y mi liberación:  Dios mío, no tardes. R. 

Lectura de la carta a los Hebreos (12,1- 4): Corramos, con constancia, en la carrera que nos toca.

Hermanos: Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (12, 49-53): No he venido a traer paz, sino división.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

Todas las lecturas de este Domingo nos hablan del anuncio de la Palabra de Dios y el precio que lleva aceptarla. El mensaje anunciado por Jeremías lleva a que sea arrojado en el pozo de Malkiyías (Primera Lectura). Las duras palabras de Jesús sobre el fuego del juicio, sobre el bautismo en la sangre de la cruz y sobre la espada que divide; sin duda escandalizaron a sus oyentes. Finalmente es la bendita Cruz de Je-sucristo el camino que tenemos que recorrer para llegar al cielo prometido (Segunda Lectura).

 El escándalo de la verdad

Al profeta Jeremías nunca le resultó fácil cumplir la misión que Dios le había encomendado. El recibió el encargo de anunciar un futuro sombrío para su pueblo, y aconsejarle decisiones que no eran para nada del agrado de las autoridades. Por eso intentaron eliminarle, hacer callar su voz. Los hechos narrados debemos de situarlos durante el sitio de Jerusalén por el rey Nabucodonosor (entre los comienzos del 588 y julio del 587). Jeremías ya estaba en prisión ya que había sido acusado de desmoralizar a los pocos combatientes que quedaban y a toda la población. ¿De qué se le acusa exactamente? Jeremías anuncia de parte de Dios que la ciudad será tomada; quien se rinda a los caldeos vivirá. «Así dice Yahveh: Quien se quede en esta ciudad, morirá de espada, de hambre y de peste, más el que se entregue a los caldeos vivirá, y ese saldrá ganando. Así dice Yahveh: Sin remisión será entregada esta ciudad en mano de las tropas del rey de Babilonia, que la tomará» (Jer 38, 2-3). Y eso es exactamente lo que ocurrió. El Señor utilizará un pueblo pagano como medio para educar severamente a su «Pueblo escogido».

Jeremías no puede dejar de anunciar lo que el Señor le ordena transmitir sin embargo esta actitud es incomprendida por las autoridades; ¿cómo entender lo que Dios les estaba pidiendo? Jeremías será bajado a un pozo lleno de cieno para que allí muera olvidado y abandonado, pero no importa, él sabe que Dios no lo abandonará. Le salvará por medio de un etíope, de un pagano; y la verdad de Dios por él transmitida prevalecerá y vencerá. Y así fue. Jerusalén fue tomada y destruida por el ejército caldeo, y gran parte de la población deportada, como esclava, a la tierra de los vencedores. El salmo responsorial 39 nos remite al martirio de Jeremías: «Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos».

 «No habéis resistido…hasta llegar a la sangre»

Jeremías no es el único que es martirizado por ser fiel al mensaje de Dios; en la carta a los Hebreos vemos como Dios permite a los primeros cristianos pasar por un sin fin de sufrimientos. ¿Cómo es posible que Dios dejase intervenir las fuerzas del mal en modo tan manifiesto? Por eso la carta a los Hebreos les invita a poner la mirada en Jesús, «el que inicia y consuma la fe», que se sometió a la Cruz soportando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. En lenguaje más coloquial se podría for-mular así: ¿te escandaliza el mal? ¡Mira a Jesucristo en la cruz! ¿Estás desanimado? ¡Mira a Jesucristo sentado a la derecha del trono de Dios! A la luz de Cristo nuestro sufrimiento se convertirá en testimonio de fe y gloria.

 «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra»

Cualquier persona que lea los Evangelios con atención recibe la impresión clara de que Jesús fue un maestro incomparable. El apelativo espontáneo que sus contemporáneos le daban era el de «maestro». Pero Él no enseñaba cosas de este mundo; Él vino a este mundo a revelarnos verdades sublimes que la inteligencia humana por sí sola no puede alcanzar y que el lenguaje humano no puede expresar. Así se lo dice a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimo-nio de lo que hemos visto... Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,11-13). Estas «cosas del cielo» son las que Jesús da a conocer a sus amigos: «A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Pero estas cosas del cielo no se dejan encerrar en nuestro lenguaje humano. Es necesario otro lenguaje que resuene directamente en nuestro interior. Esta explicación nos puede ayudar a entender la imagen que Jesús utiliza al inicio del texto evangélico. «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera inflamado!». Es obvio que Jesús no vino a encender fuego real, sino que se trata de una imagen. Lo que Jesús vino a traer a la tierra es una realidad espiritual que no tiene representación visible. Pero ¿por qué usa Jesús la imagen del fuego? ¿Qué quiere decir con ella? El fuego es una realidad inquietante. Cuando estalla, nadie puede quedar impávido, pues se propaga y devora todo a su paso. Ante el fuego todo se pone en actividad.

Por eso ya se usaba en la Escritura para expresar el celo por la gloria de Dios. Elías no halla otro modo mejor para decir lo que siente por su Dios ante el pecado de su pueblo: «Ardo en celo por Yahveh, el Dios de los Ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas...» (1Rey 19,9-10). Lo que Elías siente por Dios es como un fuego que lo quema dentro. Por eso, cuando el Sirácide repasa la historia del pueblo dice: «Entonces surgió el profeta Elías como fuego, su palabra abrasaba como antorcha» (Si 48,1). Por su parte, el profeta Jeremías, para evitarse problemas, quiso desoír la palabra de Dios; pero no pudo. Y lo explica así: «Había en mi corazón algo así como fuego ardiente, encendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía» (Jr 20,9).

Luego Jesús usa otra imagen: «Con un bautismo tengo que ser bautizado». Y expresa la misma urgen-cia: «¡Qué angustiado estoy hasta que se cumpla!». Es cierto que Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán. Pero no se refiere a ese rito, pues ese rito ya había tenido lugar, y Jesús habla de algo que aún debía cumplirse. El término «bautismo» significa «purificación por medio del agua». Jesús está hablando de una purificación, pero no de suciedad material, sino del pecado, que grava nuestra conciencia. Y Él debía pasar por esta purificación, «tengo que ser bautizado», no por sus pecados, pues Él era sin tacha, sino por los pecados de todo el mundo: «La sangre de Cristo, que... se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo» (Hb 9,14). A Jesús le urgía nuestra salvación del pecado y para obtenerla estaba ansioso de dar su vida. Este es el sentido de la cruz. El mismo celo por la gloria de Dios y por la salvación de los hombres que tenía Jesús debe encenderse en todos los cristianos. Jesús quiere que este fuego los abrase a todos.

 «No penséis que he venido a traer paz»

La segunda parte del texto evangélico es muy difícil de entender, pues parece contradecir la predi¬cación de la Iglesia, sobre todo, en este tiempo. En efecto, cuando todos hablan de reconci¬lia¬ción y de paz, el Señor dice: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división». Pero no sólo parece contradecir la predicación de la Iglesia, sino la predicación de Cristo mismo y la realidad del Evangelio como tal. La palabra «evangelio» significa «buena noticia». A una noticia se daba el nombre de «evan¬gelio», sobre todo, cuando su contenido era la paz, por ejemplo, cuando se anunciaba la paz a un pueblo que estaba sufriendo el asedio del enemigo. Isaías dirá, con claro sentido mesiá¬nico: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia (evan¬geliza) la paz!» (Is 52,7). Ese anuncio es un evangelio porque quien lo recibe pasa de una situa¬ción de temor y de sometimiento a una situación de gozo y salvación.

Por eso al anuncio de Jesucristo se llamó «evangelio»: el que lo recibe pasa de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. El mismo Cristo dice: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27). Y cuando se aparece a sus discípulos después de su resurrec¬ción les repite: «Paz a vosotros» (Jn 19,1¬9). También encon¬tramos en Jesús un modelo de unidad: «Padre, que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). ¿Cómo se explica, entonces, que ahora asegure: «No he venido a traer paz a la tierra, sino divi¬sión»?

La clave de comprensión es que aquí Cristo está hablando en estilo profético. Por eso dice: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no os la doy como la da el mundo». Jesús habla de la paz que Él trae, que no consiste en el mero bienestar de este mundo, ni en el equili¬brio inestable de las potencias bélicas. Esa es la paz que da el mundo. Esa paz tiene bases frágiles y es falsa, es una máscara de la verdadera paz; esa es la paz que Cristo no ha venido a traer al mundo, sino a denun¬ciar. Con esa decla¬ración, Jesús se sitúa en la tradición de los anti¬guos profetas de Israel. Nunca estuvo mejor, ni más prós¬pero el Reino de Israel que cuando Jeremías se puso a gritar: «No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan: 'Paz tendréis'. Os están embaucando» (Jr 23,16-17).

El verdadero profeta veía que esa situa¬ción de prosperidad encerraba una falsedad, que no podía perdu-rar. Había una máscara de paz, sin realidad. Es que no puede haber verda¬dera paz donde hay desprecio de Dios y abuso de los pode¬rosos contra los débiles. Por eso el profeta Jere¬mías se ve obligado a anunciar: «Mirad que, como una tor¬menta, la ira del Señor ha estallado; un torbellino remo¬linea; sobre la cabeza de los malos descarga» (Jr 23,19). La diferencia entre el profeta verdadero y el falso es que uno anuncia la verdad, aunque sea incómoda, y el otro busca halagar los oídos de sus oyentes.

El falso profeta anuncia lo que los hombres quieren oír, busca complacer a la mayoría, su mensaje coincide con el consen¬so de los hombres. Jesucristo, en cambio, anun¬ció la verdad salvífica, aunque le costara la vida. Dice a los de su tiempo: «Vosotros tratáis de matar¬me, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios» (Jn 8,40). Y a sus discí¬pu¬los les advirtió: «Bienaventurados vosotros cuando los hombres os odien... por causa del Hijo del hombre... así hicieron vuestros padres con los profetas... Ay de voso¬tros cuando todos hablen bien de vosotros: así hicieron vues¬tros padres con los falsos profe¬tas» (Lc 6,22.26).

Hoy día hay muchos que piensan encontrar la paz en el consenso de las mayorías. Esa no será nunca la paz de Cristo, pues en temas de fe y de moral (es decir, en temas que interesan la salvación del hombre) el consenso de la mayoría no es nunca la verdad. La verdad en la histo¬ria ha avanzado y se ha establecido por el ministerio de los profetas, voces aisladas que terminaban siendo acalla¬das, empezando por Cristo mismo. Pero su sacrificio era fecundo y hacía avanzar la verdad en el mundo. Así se suprimió el aborto y la exposición de los niños, que era consenso; así se suprimió el divorcio, que era consenso de los adultos en perjuicio de los niños; así se suprimieron los juegos en el circo... la lista es larga. Lamentablemente hoy en día la realidad parece aceptar «por consenso» lo que antes se había suprimido por el principio rector que el mismo Jesús nos había dejado: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

 Una palabra del Santo Padre:

«En el relato de la pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38). Es la pregunta de un escéptico, que dice: "Tú afirmas que eres la verdad, pero ¿qué es la verdad?". Así, suponiendo que la verdad no se puede reconocer, Pilato da a entender: "hagamos lo que sea más práctico, lo que tenga más éxito, en vez de buscar la verdad". Luego condena a muerte a Jesús, porque actúa con pragmatismo, buscando el éxito, su propia fortuna. También hoy muchos dicen: "¿Qué es la verdad? Podemos encontrar sus fragmentos, pero ¿cómo podemos encontrar la verdad?".

Resulta realmente arduo creer que Jesucristo es la verdad, la verdadera Vida, la brújula de nuestra vida. Y, sin embargo, si caemos en la gran tentación de comenzar a vivir únicamente según las posibilidades del momento, sin la verdad, realmente perdemos el criterio y también el fundamento de la paz común, que sólo puede ser la verdad. Y esta verdad es Cristo. La verdad de Cristo se ha verificado en la vida de los santos de todos los siglos. Los santos son la gran estela de luz que en la historia atestigua: Ésta es la vida, este es el camino, ésta es la verdad. Por eso, tengamos el valor de decir sí a Jesucristo: "Tu verdad se ha verificado en la vida de tantos santos. Te seguimos"».

Benedicto XVI. Discurso a los jóvenes ante la basílica de Santa María de los Ángeles.



Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Un ejemplo sobre «el fuego» que debemos vivir se nos ofrece en la vida admirable de San Francisco Javier. En una carta escribe a San Ignacio desde la India: «Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que de esto se ocupen. Muchas veces me viene el deseo de ir a las Univer-sidades de esas partes, sobre todo a la de París, y pasar por sus claustros gritando, como hombre que tiene perdido el juicio: ‘¡Cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por vuestra negligencia!’» (Carta desde Cochín, 15 enero 1544). ¿Vivo yo este celo por transmitir la Palabra de Dios?

2. En la Carta a los Hebreos tenemos la medida exacta para nuestra lucha contra el pecado: «No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado». ¿Es demasiado? ¿Qué piensas de ello?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 214- 227. 863- 865. 2074

Texto facilitado por D. Juan Ramón Pulido. Presidente Diocesano de la A.N.E. en Toledo

domingo, 7 de agosto de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. II. Catequesis Vocacional del Rvdo. D. Antonio Pavía. fascículo VI


Como dioses o como Dios

El estigma por antonomasia que el hombre lleva marcado a causa del pecado original es el de hacerle prisionero de la mentira, la gran mentira a la que se adhirieron Adán y Eva cuando fueron tentados en su relación con Dios. La gran mentira que salió de la boca de Satanás fue: ¡Seréis como dioses! Adán y Eva prefirieron la ensoñación del mentiroso a la Palabra de vida que Dios les había dado. Conocieron así algo que hasta entonces les había sido extraño: el miedo que lleva consigo el pregón de la muerte.

Seréis como dioses, oyeron. Oyeron y creyeron. Desde entonces, el hombre cambió la tutela del Pastor de la Vida por la del pastor de la muerte. Dura nos parece la descripción que nos ofrece el salmista acerca del hombre que llega incluso a considerarse satisfecho de haber vivido entre límites tan estrechos: “…Así andan ellos, seguros de sí mismos, y llegan al final, contentos de su suerte. Como ovejas son llevados al abismo, los pastorea la Muerte…” (Sl 49,14-15).

Así es por increíble que parezca; es tal el sometimiento que el tutor, el adalid de la Mentira ha impuesto al hombre, que éste llega a conformarse, más aún, a estar contento con su suerte. En su despotismo, Satanás lo ha llevado a adherirse existencialmente con la intrascendencia. He ahí sus logros, los magníficos y extraordinarios logros que le ha producido su delirio de ser como Dios. Y no es esto lo más trágico; lo que realmente denota su aniquilamiento y servilismo es que –repetimos al salmista- “está contento con su suerte”. Y es que Satanás es el mayor especialista en la monstruosidad que supone el lavado de cerebro; nadie tan manipulador del ser humano como él.

La cuestión es que Dios no está contento con la suerte del hombre, no se queda impasible asistiendo como espectador a su destrucción. Dios, que oye las voces más profundas, sabe de los gritos del corazón que son como manos que intentan aferrarse a plenitudes que, sistemáticamente, le han sido negadas por el suplantador de la vida. Así le llamamos: suplantador. Promete lo que no tiene: la vida.


Como he dicho, Dios ama demasiado al hombre como para darle la espalda aunque éste lo haya hecho así invariablemente una y otra vez. Dios ama y se vuelve; irrumpe en la historia de la humanidad eligiendo un pueblo como punta de lanza, para hacer brillar ante todos los demás pueblos de la tierra lo más genuino, la insondable grandeza del hombre salido y creado por Él: a su imagen y semejanza. Se escogió un pueblo: Israel; y le fue catequizando de forma que sus hijos descubrieran que eran preciosos a sus ojos: “Dado que eres precioso a mis ojos, que eres estimado, y yo te amo” (Is 43,4a). Sólo cuando el hombre descubre que es amado por Dios con un amor eterno (Jr 31,3), y lo vive íntimamente, llega a tener como muy poca cosa, como algo insignificante, las melódicas baladas de sus falsos pastores que, al igual que Satanás, repiten: “seréis como dioses”.
Cuando Dios se asomó a la tierra para escogerse un pueblo en el que sembrar la Verdad y la Trascendencia, no buscó entre la flor y nata de la humanidad entre otras cosas porque no lo necesitaba: cuando se crea, se crea. Esto es lo que puede hacer Dios y lo hace: escoger y crear. Israel es consciente de lo sorprendente y asombroso de su elección, y así nos lo hace saber: “No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres…” (Dt 7,7-8).

Mucho más que dioses

Dios acompaña a su pueblo a lo largo de su historia; lo acompaña y cuida de él. Aparentemente no se distingue mucho de todos los demás; digamos que participa de todo aquello que se refiere a guerras, asesinatos, intrigas, injusticias, que hacen parte de la historia de la humanidad en general. Israel tiene estos mismos sellos y, por si fuera poco, a pesar de ser un pueblo elegido, llegan hasta cansarse de Dios que les eligió. Sin embargo, así como el agua de la lluvia va penetrando lenta y persistentemente en la tierra áridahasta empaparla, convirtiendo la sequedad en una especie de vergel, también en este pueblo, duro y obstinado de corazón como todos los demás, empieza a dar fruto la Palabra que Dios le va dando. Es como si estuviera tejiendo las entrañas espirituales de su pueblo.

Prueba de lo que estamos diciendo -¡hay tantas a lo largo del Antiguo Testamento!- nos la ofrece el autor del salmo 16. Su oración si bien iluminada por el Espíritu Santo, revela sin duda una experiencia muy personal. Más o menos, nos viene a decir qué sentido tiene “llegar a ser como dioses” si éstos son inmensamente menores que él en la dimensión que Dios le ha hecho. ¿Cómo va a entrar en el corazón de estos dioses si él es mayor que ellos? ¿Cómo le van a satisfacer si todos juntos son extraños a la plenitud de su corazón? “Digo al Señor: Tú eres mi bien, los dioses y señores de la tierra no me satisfacen… El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi destino está en sus manos, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad…” (Sl 16).

La catequesis de este hombre orante es bellísima. Si los dioses y señores de la tierra, los que me ofrece el Tentador, no me satisfacen, ¿por qué voy a querer ser como ellos? Si los bienes que están al alcance de mis manos son insuficientes, no alcanzan la altura de lo que yo soy como hombre, ¿qué esperanza puedo poner en ellos? He ahí la razón de ser de la oración de nuestro salmista. Con este ejemplo vemos cómo sí es cierto que la Palabra que Dios siembra en su pueblo una y otra vez, da sus frutos, porque esta oración solamente pudo salir de un corazón habitado por su Palabra.

Alguien podría juzgar a este hombre y, por extensión, a todos aquellos que se dejan llevar por Dios, como enemigo de los bienes de este mundo, lo que no se corresponde con la verdad. Nuestro salmista está poniendo a la persona en el centro de la creación, no debajo de ella. Me explico. Este hombre entendió con toda su claridad la palabra que escucharon Adán y Eva en la creación: “Llenad la tierra y sometedla” (Gé 1,28). He ahí la clave del sabio cuyo prototipo es nuestro salmista: Los bienes de la tierra están a mi servicio, no yo al suyo; soy yo quien los someto, no ellos a mí.

En realidad, nuestro amigo es todo él una profecía del Hombre Nuevo por excelencia: Jesucristo, en quien se cumple en plenitud la Palabra dada a Israel. Es más, le conocemos como la Palabra del Padre hecha carne (Jn 1,14). Gracias a Él, el salmista es también una profecía acerca de todos aquellos que, a lo largo de la historia, lleguemos a ser sus discípulos en espíritu y en verdad.

Jesús, el Hombre Nuevo, el Buen Pastor, “llama a sus ovejas –a los que quieren ser sus discípulos- una a una y las saca fuera” (Jn 10,3b). Las saca fuera del recinto de impiedad y mentira, adonde las condujo y dejó recluidas aquel que les prometió solemnemente “seréis como dioses”. Las sedujo, las engañó y las apelmazó entre cercas. Al oír la voz del Buen Pastor, estas ovejas empezaron a desperezarse, se despertaron y se dijeron unas a otras: “¡Luego eran mentira los altos, la barahúnda de los montes!” (Jr 3,23). Entendemos este texto aclarando que los altos y los montes designan el culto a los ídolos.

Semejantes a Él

Sí, mentira fue lo que oyeron Adán y Eva, y que nosotros hemos seguido oyendo de parte de los ídolos. Sí, mentira y tan ilusorio que nos hicimos infantiles, porque los ídolos “tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen, ni un soplo siquiera hay en su boca. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza” (Sl 135,16-18).

Cierto es, no tienen palabras de vida los ídolos porque son mudos. Sin embargo, al igual que Adán y Eva, hemos oído la voz del “padre de la Mentira” (Jn 8,44), quien, de maltrato en maltrato, de vejación en vejación, de delirio en delirio, nos encerró entre cercas. Nos retuvo engañados hasta que vino a nuestro encuentro el Buen Pastor quien, a pesar de las protestas de nuestros cancerberos, penetró en sus dominios y nos invitó a salir siguiendo sus pasos. Sentado estaba Mateo en la mesa de los impuestos que iba cobrando, separando una parte sustanciosa para él: peor y más nefasta cerca imposible. Jesús pasó a su lado “…y le dijo: Sígueme…” (Mt 9,9).

Al “seréis como dioses”, oído y aceptado por el hombre de todos los tiempos, Jesús oyó: “Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). De la palabra a la Palabra, de la promesa a la Promesa, de la mentira a la Verdad. Jesús, en cuanto hombre de fe, se aferró a la Palabra, a la Promesa, a la Verdad; y aun así no sería suficiente. La incomparable belleza y plenitud de su pastoreo se hizo visible cuando los suyos pudieron testificar al mundo entero que pasaron del “seréis como dioses” a ser hijos de Dios.

Lo testificó también Juan, en nombre de todos los apóstoles, de las primeras comunidades cristianas al proclamar “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Buena noticia donde las haya. El apóstol viene a proclamar que no les interesa ser como dioses sino ser semejantes al Dios vivo. Oigamos cómo culmina su texto anterior: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2).

Juan, pastoreado por su Buen Pastor, a su vez pastorea desde el corazón nuevo que el Evangelio de su Señor ha creado en él. Sabe que también sus ovejas, al igual que todo hombre, han oído muchas veces a aquel que viene a su encuentro para “robar, matar y destruir” (Jn 10,10a). En realidad, Satanás es terriblemente monótono en cuanto monotemático, no sale de su “seréis como dioses”.

Juan, buen pastor semejante a su Señor, abre las infinitas riquezas del Evangelio del Resucitado a los rebeldes e inconformes, a los insumisos, a los que detestan la cerca que les apelmaza. Con el amor, cuidado y solicitud, recibidos del Señor Jesús, pone en los oídos de éstos la gran promesa llena de gracia y de verdad; que todos los que creen en la Palabra, en el Evangelio del Señor Jesús, reciben el poder para llegar a ser hijos de Dios: “A todos los que la recibieron –la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

Lo que acabamos de oír sería absolutamente increíble si no nos llegara del mismo Dios. Habría que preguntarse si todos son capaces de entender esto. La respuesta es sí. Claro que hay una condición: está al alcance de los inmortalmente apasionados por el Evangelio. Él es la buena noticia que rompe cercas, cadenas y todo dominio del Mentiroso. Buena noticia a la que se abrazan los hambrientos de vida y libertad. Estos hambrientos reconocen la voz de los pastores según el corazón de Dios y les siguen, aunque no a ellos, sino al que puso su Voz en sus labios.

Como dioses o como Dios. Y dejamos a Pedro -otro de los pastores verdaderos de primerísima hora- que nos enriquezca con su testimonio. No deseéis ser como dioses, -parece decirnos- que es muy poco; no como dioses, sino como Dios; que para esto envió a su Hijo entre nosotros, para que pudiéramos llegar a participar de su propio ser, de su divinidad: “Pues su divino poder –el de Jesucristo- nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad… por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2P 1,3-4).









Lecturas y reflexiones de la Misa del Domingo de la Semana 19ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana


«También vosotros, estad preparados»


1ª lectura:

Con lo que castigaste a los adversarios, nos glorificaste a nosotros,
llamándonos a ti
Lectura del libro de la Sabiduría 18, 6-9
La noche de la liberación les fue preanunciada a nuestros antepasado, para que, sabiendo con
certeza len que promesas creían, tuvieran buen ánimo.
Tu pueblo esperaba la salvación de los justos y la perdición de los enemigos, pues con lo que castigaste
a los adversarios, nos glorificaste a nosotros, llamándonos a ti.
Los piadosos hijos de los justos ofrecían sacrificios en secreto y establecieron unánimes esta ley divina:
que los fieles compartirían los mismos bienes y peligros, después de haber cantado las alabanzas de los
antepasados.

Salmo: Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20 y 22

R. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad. R
Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti. R.

2ª lectura: Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios

Lectura de la carta a los Hebreos 11, 1-2. 8-19

Hermanos:

La fe es fundamento de lo que se espera, y garanatía de lo que no se ve.
Por ella son recordados los antiguos.

Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió
sin saber adónde iba.

Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob,
herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y
constructor iba a ser Dios.

Por la fe también Sara, siendo estéril, obtuvo “vigor para concebir” cuando ya le había pasado la
edad, porque consideró fiel al que se lo prometía.

Y así, de un hombre, marcado ya por la muerte, nacieron hijos numerosos, como las estrellas del cielo
y como la arena incontable de las playas.

Con fe murieron todos éstos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos,
confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra.

Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde
habían salido, estaban a tiempo para volver.

Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.

Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad.
Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: ofreció a su hijo único, el destinatario
de la promesa, del cual le había dicho Dios: «Isaac continuará tu descendencia».
Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar de entre los muertos,
de donde en cierto sentido recobró a Isaac.


Evangelio: Estad preparados

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 32-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.
Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en
el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará
también vuestro corazón.

Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que
aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.

Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os
digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo.

Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir
un boquete en casa.

Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».
Pedro le dijo:
- «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?».
El Señor le respondió:

- «¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para
que les reparta la ración de alimento a sus horas?

Bienaventurado aquel criado a quien su señor, al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad os
digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes.

Pero si aquel criado dijese para sus adentros: “Mi señor tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los
criados y criadas, a comer y beber y emborracharse, vendrá el señor de ese criado el día que no espera
y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor, y le hará compartir la suerte de los que no son fieles.
El criado que conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad,
recibirá muchos azotes; pero el que sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos.
Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá».




Pautas para la reflexión personal

El vínculo entre las lecturas

«En confiada y vigilante espera», así podemos resumir el contenido principal del mensaje litúrgico de hoy. Esta es la actitud de Abrahán y Sara, y de todos aquellos que murieron en espera de la promesa hecha por Dios (Segunda Lectura). Esta es la actitud de los descendientes de los patriarcas, esperando con confianza, en medio de duros trabajos, la noche de la liberación (Primera Lectura). Ésta es la actitud del cristiano en este mundo, entregado a sus quehaceres diarios, esperando con corazón vigilante la llegada de su Señor (Evangelio).

La misteriosa solidaridad

La exhortación que Jesús al inicio del Evangelio, continúa y se relaciona con la lectura del Domingo pasado: el desprendimiento de los bienes materiales en aras de la solidaridad fraterna: «Vended vuestros bienes y dad limosna...porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Así lo resalta fuertemente la primera lectura que es una evocación «sapiensal» y agradecida de la primera pascua a la salida de los israelitas de Egipto: «Porque los justos, hijos de los santos, te ofrecían en secreto el sacrificio, y concordes establecieron esta ley de justicia, que los justos se ofrecían a recibir igualmente los bienes como los males». Sin duda nos llama poderosamente la atención la misteriosa solidaridad que une a toda la humanidad en un mismo destino. ¡Cuánto más deberíamos de tenerla en cuenta al ser todos miembros de un mismo Cuerpo en Cristo Jesús!

«La seguridad de lo que se espera»

La Segunda Lectura comienza con una definición teológica de la fe: «es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve». La palabra griega «seguridad», etimológicamente quiere decir «sub-stancia», lo que está debajo, lo que sirve de base y fundamento, significa que es lo que le da base y realidad subsistente a las cosas que esperamos. Podemos afirmar que la fe es la «convicción» de que existen las cosas que esperamos; o si se quiere, la «garantía» de que existen las cosas celestiales.

Tan ciertas y seguras son las realidades que indica la fe que «los antiguos o mayores», nuestros modelos de virtud y personas prudentes, se acreditaron de ella y la cultivaron con esmero. Estos «antiguos» son los antepasados de Israel; son los «padres»; es decir los patriarcas en general, los antecesores de los judíos, de los cuales contarán en este capítulo de la carta a los Hebreos, sus hazañas por la fe. La lectura de este Domingo nos lleva directamente al versículo octavo que se refiere a la fe de Abraham: modelo y padre de los creyentes.
En la segunda parte de la lectura se acentúa la actitud de provisionalidad que mantuvo en tensión la fe de los patriarcas en camino hacia la patria definitiva. Vieron de lejos la tierra prometida y la saludaron, confesando y reconociendo que en esta tierra eran extranjeros y peregrinos.

 El pequeño rebaño de Dios

El Evangelio de este Domingo comienza con unas palabras extraordinariamente consoladoras de Jesús. Ellas son la conclusión de su enseñanza acerca de la confianza en su amorosa Providencia: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino». Jesús llama al grupo de sus discípulos «pequeño rebaño». Esta es la única vez que se usa esta metáfora en el Evangelio de Lucas.

Por eso para entender su sentido, como ocurre con muchos temas del Evangelio, es necesario recurrir al antecedente del Antiguo Testamento. Allí esta metáfora es corriente: el rebaño es el pueblo de Israel y su pastor es Dios. El fiel expresaba su confianza en Dios cantando: «El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sl 23,1.4). Se entiende que el pastor es Dios. Con este pastor el rebaño no tiene nada que temer.

Jesús llama a sus discípulos de «pequeño rebaño» no sólo porque son poco numerosos, sino, sobre todo, porque está compuesto por gente sencilla, por gente de poco peso en el mundo. Es claro que Jesús en su vida no fue seguido por la gente importante (ver Jn 7,47-48). Es más, si alguien se tiene por «importante», tiene que hacerse pequeño para entrar en este rebaño: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3; cf. Lc 18,17).

 Las cosas que pasan...

Cada persona maneja un volumen más o menos grande de información para su vida en esta tierra. Y esto es verdad a todo nivel. Por decir lo menos, todos conocen los precios de los artículos de consumo habitual, el recorrido de los autobuses de la ciudad, los programas de tele¬visión o de radio que le inte¬resan, los equipos de fútbol y su formación, los entrena¬dores, etc. Pero toda esa información se refie¬re a cosas que van cambiando: manejamos un cúmulo inmen¬so de información acerca de cosas que envejecen, se dete¬rioran y pasan. Acerca de todo eso, nos dice «la Imitación de Cristo» con incuestionable verdad: «Todas las cosas pasan, y tú con ell¬as».

Es oportuno examinarnos para ver cuánta dedicación y tiempo le damos aquellas otras cosas que no pasan, porque son eternas. ¿Leemos el Evangelio cada día un tiempo equiva¬lente al que destinamos a leer el diario o a ver las noticias en TV? ¿Qué es más importante para nosotros, los bienes de esta tierra o los bienes eternos? ¿Dónde está nuestro tesoro? Estas mismas preguntas hacía Jesús a los hombres de su tiempo ofreciéndonos un criterio que es sumamente claro: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».

Dicho en otras palabras: aquello que ocupa tu atención, eso es tu tesoro. Si nuestra vida es gobernada por información banal y superflua, quiere decir que nuestro tesoro son los bienes de esta tierra, aunque digamos otra cosa, o quera¬mos engañar¬nos. Escuchemos la recomenda¬ción del Señor: «Haceos bolsas que no se deterio¬ran, un tesoro inagota¬ble en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla». Los bienes de esta tierra son caducos, duran poco, se deterio¬ran y defraudan; en el contexto del destino eterno del hombre son menos que nada. Atesorar esos bienes, diría el sabio Qohelet, es esfuerzo inútil, es como «atrapar vientos» (Ecle1,14). San Pablo nos dice: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conoci¬miento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura» (Fil 3,7-8).

¡Estar preparados...!

En seguida Jesús nos exhorta a estar vigilantes, como están los siervos que esperan a su señor para abrirle apenas llegue. La venida del Hijo del hombre puede considerarse bajo un doble aspecto y ambas exigen estar bien preparados. Una se refiere a su venida al fin del tiempo, para poner fin a la historia. Entonces «vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos». De ésta no sabemos «ni el día ni la hora». Por eso la actitud cristiana es vivir en permanente espera. Sin embargo muchos pensarán: «para esa última venida de Cristo falta mucho». Admitamos que sea así. En todo caso, podemos acotar con bastante precisión el momento de su otra veni¬da, la que pondrá fin a mi propia vida en esta tierra. Ocurrirá en cualquier momento. La actitud que Jesús re¬prueba es la del que dice: «Mi señor tarda en venir» y, por eso, se despreocupara y dejara de vigilar.

Todo esto se aclara más si se considera que está dicho por Jesús como un comentario a la parábola sobre aquel hombre que había atesorado rique¬zas para disfrutar «muchos años». La conclusión de esa parábo¬la era ésta: «Dios le dijo: ¡Ne¬cio! Esta misma noche te reclama¬rán el alma; las cosas que preparas¬te ¿para quién serán?» (Lc 12,20). El mayor desastre sería que llegara el Hijo del hombre y nos encon¬trara distraídos y des-preocupados, demasiado absorbi¬dos por las cosas de esta tierra. Al que se encuentre en ese caso, dice Jesús, «lo separará y le señalará su suerte entre los infieles». En cambio, para el que tiene su tesoro en el cielo y espera con gozo la venida del Señor, dice esta bienaventuran¬za: «Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuen¬tra así. En verdad os digo que lo pondrá al frente de toda su hacienda».

 ¿Para nosotros o para todos?

Ante la parábola sobre la vigilancia, Pedro intervie¬ne para preguntar a Jesús: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?» Pedro establece una diferen¬cia entre ellos -se refiere a los Doce- que estaban siem¬pre con Jesús, que habían sido instruidos por Él y que recibirían la respon¬sabilidad de continuar su misión salvífica, y todos los demás hombres. Jesús en su respues¬ta alude directamente a Pedro y a los demás apóstoles hablando del «administrador fiel y pru¬dente a quien el señor pondrá al frente de su servidum¬bre», y reconoce que hay una diferencia. Si son fieles recibirán mayor recom¬pensa; pero si son infieles recibirán mayor castigo. En efecto, el siervo que desobe¬dece, conociendo la voluntad de su señor, «recibirá muchos azotes»; en cambio, el que obra contra la voluntad de su señor, sin conocerla, "reci¬birá pocos azotes". Jesús concluye advirtiendo: «A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más».

Una palabra del Santo Padre:

«Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo, León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como “la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su conservación”. El Pontífice califica el trabajo como “personal”, ya que “la fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada”.

El trabajo pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es más, el hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo tiene una dimensión social, por su íntima relación bien sea con la familia, bien sea con el bien común, “porque se puede afirmar con verdad que el trabajo de los obreros es el que produce la riqueza de los Estados”. Todo esto ha quedado recogido y desarrollado en mi encíclica Laborem exercens.

Otro principio importante es sin duda el del derecho a la “propiedad privada”. El espacio que la encíclica le dedica revela ya la importancia que se le atribuye. El Papa es consciente de que la propiedad privada no es un valor absoluto, por lo cual no deja de proclamar los principios que necesariamente lo complementan, como el del destino universal de los bienes de la tierra.

Por otra parte, no cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera principalmente, es el de la propiedad de la tierra. Sin embargo, esto no quita que todavía hoy conserven su valor las razones aducidas para tutelar la propiedad privada, esto es, para afirmar el derecho a poseer lo necesario para el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea la forma concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir sosteniéndolo hoy día, tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios de producción, como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas partes del mundo, incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada».

Juan Pablo II. Carta Encíclica Centessimus annus, 6.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. El futuro de cada hombre, con todo su espesor, es imprevisible. El meteorólogo puede prever el tiempo para mañana, aunque con riesgo de equivocarse. El economista puede prever la inflación en el país durante el mes de mayo o el próximo año, con mayor o menor aproximación. Pero la historia del hombre es imposible de prever, porque es una historia de libertad. Libertad del hombre, y sobre todo libertad de Dios.

2. La imprevisibilidad del futuro reclama vigilancia. El hombre prudente, sensato, no considera la actitud vigilante algo simplemente posible. La vigilancia es la mejor opción. Vigilar para saber descubrir la acción del Espíritu en tu interior, en el interior de los hombres. Vigilar es mantener íntegras la fe, la esperanza y la caridad, «cuando Él venga» o cuando nosotros vayamos a Él. La vigilancia no es una opción, es una necesidad vital. ¿Cómo vivo la sana vigilancia en mi vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1006- 1014.