tag:blogger.com,1999:blog-77119488214923472412024-03-06T03:33:43.746+01:00ADOREMOS A JESÚS SACRAMENTADOUnknownnoreply@blogger.comBlogger1309125tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-36961731403600900442022-04-09T10:02:00.001+02:002022-04-09T10:02:50.335+02:00DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR. CICLO C «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»<b></b>
<b>Lectura del libro del profeta Isaías (50, 4-7): No escondí el rostro ante ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.
</b>
El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.
El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado.
<b>Salmo 21,8-9.17-18a.19-20.23-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? R./
</b>
Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre si tanto lo quiere». R./
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos. R./
Se reparten mi ropa,
echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R./
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
«Los que teméis al Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel». R./
<b>Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (2, 6-11): Se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó sobre todo.
</b>
Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despo-jó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.
Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muer-te, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (22,14-71. 23,1-56): Pasión de nuestro Señor Jesu-cristo.
</b>
22 14Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él 15y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, 16porque os digo que ya no la volveré a co-mer hasta que se cumpla en el reino de Dios». 17Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; 18porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios». 19Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». 20Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. 21Pero mirad: la mano del que me entrega está conmigo, en la me-sa. 22Porque el Hijo del hombre se va, según lo establecido; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entre-gado!». 23Ellos empezaron a preguntarse unos a otros sobre quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso. 24Se produjo también un altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el ma-yor. 25Pero él les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen lla-mar bienhechores. 26Vosotros no hagáis así, sino que el mayor entre vosotros se ha de hacer como el me-nor, y el que gobierna, como el que sirve. 27Porque ¿quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. 28Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, 29y yo preparo para vosotros el reino como me lo preparó mi Padre a mí, 30de forma que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. 31Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. 32Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos». 33Él le dijo: «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte». 34Pero él le dijo: «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocer-me». 35Y les dijo: «Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?». Dijeron: «Na-da». 36«Pero ahora, el que tenga bolsa, que la lleve consigo, y lo mismo la alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y compre una. 37Porque os digo que es necesario que se cumpla en mí lo que está escrito: “Fue contado entre los pecadores”, pues lo que se refiere a mí toca a su fin». 38Ellos dijeron: «Se-ñor, aquí hay dos espadas». Él les dijo: «Basta». 39Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. 40Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación». 41Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba 42diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». 43Y se le apareció un ángel del cielo, que lo con-fortaba. 44En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. 45Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los en-contró dormidos por la tristeza, 46y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tenta-ción». 47Todavía estaba hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. 48Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hom-bre?». 49Viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?». 50Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. 51Jesús intervino diciendo: «De-jadlo, basta». Y, tocándole la oreja, lo curó. 52Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él: «¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de un bandido? 53Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis. Pero esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas». 54Después de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacer-dote. Pedro lo seguía desde lejos. 55Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos. 56Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo: «También este estaba con él». 57Pero él lo negó diciendo: «No lo conozco, mujer». 58Poco después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pero Pedro replicó: «Hombre, no lo soy». 59Y pasada co-sa de una hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también estaba con él, porque es galileo». 60Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas». Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. 61El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había di-cho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». 62Y, saliendo afuera, lloró amargamen-te. 63Y los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, dándole golpes. 64Y, tapándole la cara, le preguntaban diciendo: «Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?». 65E, insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas. 66Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdo-tes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, 67y le dijeron: «Si tú eres el Mesías, dínoslo». Él les dijo: «Si os lo digo, no lo vais a creer; 68y si os pregunto, no me vais a responder. 69Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios». 70Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Él les dijo: «Vosotros lo decís, yo lo soy». 71Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimo-nios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca».
23 1Y levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato. 2Y se pusieron a acusarlo diciendo: «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey». 3Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le res-ponde: «Tú lo dices». 4Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre». 5Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí». 6Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; 7y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió. 8Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. 9Le hacía muchas preguntas con abun-dante verborrea; pero él no le contestó nada. 10Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco. 11Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. 12Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre sí. 13Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, 14les dijo: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; 15pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muer-te. 16Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». 17[«Por la fiesta tenía que soltarles a uno»] 18Ellos vocife-raron en masa: «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás». 19Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. 20Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, 21pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». 22Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escar-miento y lo soltaré». 23Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. 24Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: 25soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad. 26Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. 27Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. 28Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, 29porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventura-das las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. 30Entonces empeza-rán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”; 31porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?». 32Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. 33Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. 34Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. 35El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegi-do». 36Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, 37diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». 38Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». 39Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». 40Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? 41Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». 42Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». 43Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». 44Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, 45porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. 46Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró. 47El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este hombre era justo». 48Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. 49Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto. 50Había un hombre, llama-do José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo 51(este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. 52Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. 53Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía. 54Era el día de la Prepa-ración y estaba para empezar el sábado. 55Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguie-ron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. 56Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
¡La Salvación! Realidad histórica y designio de Dios. Aquí está el centro del mensaje del Domingo de Ramos. El Siervo de Yahveh (Isaías 50, 4-7) sufre golpes, insultos y salivazos, pero el Señor le ayuda y le enseña el sentido del dolor. San Pablo, en el himno cristológico de la carta a los Filipenses (Filipenses 2, 6-11), canta a Cristo que «se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo». En la narración de la Pasión según San Lucas, Jesús afronta sufrimientos indecibles e incontables, a la manera de un esclavo, pero sabe que todo está dispuesto por el Padre y por ello le confía su Espíritu. Su abajamiento le mereció la exaltación y la gloria de la Resurrección. La exaltación de los Ramos y la Pasión están en mutua referencia aunque el primer paso suene a triunfo y el segundo a humillación. Las lecturas de la Misa que median entre el Evangelio de los Ramos y la lectura de la Pasión hacen como un puente que une los dos misterios de la vida de Jesús (San Lucas 19, 28-40. San Lucas 22, 14 -23, 56).
<b>La Semana Santa</b>
En todo el orbe católico se celebra hoy día el Domingo de Ramos, que conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, donde había de consumar el sacrificio de sí mismo en la cruz para salvación de todo el género humano. Con esta celebración concluyen los cuarenta días de la Cuaresma y se da comienzo a la Semana Santa. Los días más santos son los del Triduo pascual: desde el Jueves Santo en la tarde hasta el Domingo de Resurrec¬ción. En los países de tradición cristiana se cesa del trabajo en estos días para desti-narlos a la contemplación de los miste¬rios que nos dieron la salvación.
<b>La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
</b>
En el Evangelio de Lucas la entrada de Jesús en Jerusalén adquiere una gran importancia. En efecto, desde el versículo 9,51 hasta el capítulo 10, se nos presenta a Jesús «subiendo a Jerusalén». Cuando em-pezó a moverse hacia ese destino el evangelista lo destaca así: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9,51). La «asunción» de Jesús es el conjunto de su Pasión, Muerte y Resurrección. La expresión textual dice: «endureció su rostro para dirigirse a Jerusalén». Indica una resolución firme con un propósito deliberado. Jesús sabía bien a qué iba a Jerusa-lén. Sucesi¬vamente, el Evangelio recordará a menudo este movimiento hacia la ciudad santa.
Gran parte de la lectura que relata la entrada en Jerusalén se concen¬tra sobre el hecho de que Jesús en-tró en la ciudad montado en un asno. En efecto, antes de entrar, Jesús se detuvo al pie del monte de los Olivos, que está al frente de la ciudad, y desde allí mandó a dos de sus discípulos a Betania a buscar un asno, dándoles esta instrucción: «Encontra¬réis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre: desatadlo y traedlo». Todo deja entender que es algo que el mismo Jesús había arreglado con co-noci¬dos suyos. Por eso basta¬ría decir a los dueños del asno: «El Señor lo nece¬sita», para que lo dejaran ir. Y así ocurrió. «Y echando sus mantos sobre el pollino, hicieron montar a Jesús». Y en esta cabalgadu¬ra entró en Jerusalén.
¿Por qué reviste tanta importancia esta circuns¬tancia? Es que así estaba anunciado que entra¬ría en Je-rusa¬lén el Rey de Israel. El profeta Zacarías lo ve ocu¬rrir así y exclama: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de ale¬gría, hija de Jerusa¬lén! Ha aquí que viene a ti tu Rey: justo él y victorioso, humilde y monta¬do en un asno, en un pollino, cría de asna» (Zac 9,9).Así lo quiso hacer Jesús para dejar claro que en Él se cum-ple eso y «todo lo que los profetas escribieron acerca del Hijo del hombre». La gente entendió el gesto y su significado. Por eso al paso de Jesús montado sobre el pollino «extendían sus mantos por el camino... y llenos de alegría se pusieron a alabar a Dios a grandes voces: '¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!».
Los fariseos al ver las aclamaciones de la gente piensan que son excesivas y que Jesús no merece ser acla¬mado como Rey y Mesías. Por eso dicen a Jesús: «Maestro, reprende a tus discípulos». Lo hacen con su habitual falta de sinceridad, llamándolo «Maestro», no porque adhieran a su doctrina, sino por temor a la gente. Jesús responde: «Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras». Jesús, no obstante, su humildad, responde reafirmando su condición de Rey y Mesías. Por algo ha querido llegar a Jerusalén en esa forma. Y lo hace con una frase enigmática que sólo Él podía pronunciar. En efecto, sólo Él puede asegurar, que en la hipótesis de que la multitud callara, gritarían las piedras. Cuando Jesús fue crucificado «esta¬ba el pueblo mirando» (Lc 23,35), en silencio. Ya no gritan. Ha llegado el momento de que griten las piedras. Y así fue. Cuando Jesús murió, «tembló la tierra y las rocas se partieron» (Mt 27,51).
<b>La Pasión del Señor según San Lucas
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El relato de la Pasión según San Lucas, al igual que su Evangelio, está destinado a cristianos no judíos provenientes del paganismo. Lucas relaciona los hechos de la Pasión con el ministerio apostólico de Jesús que ha precedido, y con el tiempo de la Iglesia, subsiguiente a la resurrección del Señor. Sabido que el rela-to de Lucas es el de la misericordia y perdón. Dos de las palabras que leemos en Lucas y que son pronun-ciadas por Jesús antes de morir, son de perdón y consuelo, aún en medio de su propio dolor: «Padre, per-dónales porque no saben lo que hacen» (23,34) y «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43) dirigidas al buen ladrón.
El Misterio de la Cruz de Cristo
En la Pasión del Señor Jesús se cumplió el repetido anuncio sobre su muerte violenta en Jerusalén. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué fue de esa manera tan cruel y violenta? La respuesta más profunda y váli-da solamente Dios puede darla, pues estamos pisando el terreno insondable del Plan amoroso de la reden-ción realizada por Jesucristo.
Sin embargo, si es importante que entendamos que ni Dios Padre ni Jesús quisieron el sufrimiento, la Pasión dolorosa y la muerte violenta por sí mismas pues son realidades negativas sin valor autónomo. Eso hubiera sido un sadismo absurdo por parte del padre y masoquismo patológico por parte de Jesús. El valor del dolor, Pasión y Muerte de Cristo radica en el significado que reciben desde una finalidad superior, es decir desde el Plan Salvador de Dios.
Nos consta la repugnancia natural de Jesús, como hombre que era, ante los sufrimientos de su pasión, tanto físicos (torturas, flagelación, corona de espinas, crucifixión), como síquicos (traición de Judas, nega-ciones de Pedro, deserción de discípulos, etc.). No obstante...«no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Este es el motivo y la razón de la obediencia de Cristo; el querer del Padre que es la salvación de los hombres por el amor que le tiene. Jesús carga la Cruz de su Pasión por fidelidad al Padre y por su amor solidario con toda la humanidad. El valor redentor de la Cruz viene de la realidad de que Jesús, siendo inocente, se ha hecho, por puro amor, solidario con los culpables y así ha transformado, desde dentro su situación. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento y del dolor productos del pecado. El mal del sufrimiento, en el misterio redentor de Cristo, queda superado y de todos modos trans-formado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien.
<b>Una palabra del Santo Padre:
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«Jesús nos sorprende desde el primer momento. Su gente lo acoge con solemnidad, pero Él entra en Jerusalén sobre un humilde burrito. La gente espera para la Pascua al libertador poderoso, pero Jesús vie-ne para cumplir la Pascua con su sacrificio. Su gente espera celebrar la victoria sobre los romanos con la espada, pero Jesús viene a celebrar la victoria de Dios con la cruz. ¿Qué le sucedió a aquella gente, que en pocos días pasó de aclamar con hosannas a Jesús a gritar “crucifícalo”? ¿Qué les sucedió? En reali-dad, aquellas personas seguían más una imagen del Mesías, que al Mesías real. Admiraban a Jesús, pero no estaban dispuestas a dejarse sorprender por Él. El asombro es distinto de la simple admiración. La ad-miración puede ser mundana, porque busca los gustos y las expectativas de cada uno; en cambio, el asombro permanece abierto al otro, a su novedad. También hoy hay muchos que admiran a Jesús, porque habló bien, porque amó y perdonó, porque su ejemplo cambió la historia... y tantas cosas más. Lo admiran, pero sus vidas no cambian. Porque admirar a Jesús no es suficiente. Es necesario seguir su camino, de-jarse cuestionar por Él, pasar de la admiración al asombro.
¿Y qué es lo que más sorprende del Señor y de su Pascua? El hecho de que Él llegue a la gloria por el camino de la humillación. Él triunfa acogiendo el dolor y la muerte, que nosotros, rehenes de la admiración y del éxito, evitaríamos. Jesús, en cambio —nos dice san Pablo—, «se despojó de sí mismo, […] se humilló a sí mismo» (Flp 2,7.8). Sorprende ver al Omnipotente reducido a DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR. CICLO C
«¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»
nada. Verlo a Él, la Palabra que sabe todo, enseñarnos en silencio desde la cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes que tiene por trono un patíbu-lo. Ver al Dios del universo despojado de todo. Verlo coronado de espinas y no de gloria. Verlo a Él, la bon-dad en persona, que es insultado y pisoteado. ¿Por qué toda esta humillación? Señor, ¿por qué dejaste que te hicieran todo esto?
Lo hizo por nosotros, para tocar lo más íntimo de nuestra realidad humana, para experimentar toda nues-tra existencia, todo nuestro mal. Para acercarse a nosotros y no dejarnos solos en el dolor y en la muerte. Para recuperarnos, para salvarnos. Jesús subió a la cruz para descender a nuestro sufrimiento. Probó nuestros peores estados de ánimo: el fracaso, el rechazo de todos, la traición de quien le quiere e, incluso, el abandono de Dios. Experimentó en su propia carne nuestras contradicciones más dolorosas, y así las redimió, las transformó. Su amor se acerca a nuestra fragilidad, llega hasta donde nosotros sentimos más vergüenza. Y ahora sabemos que no estamos solos. Dios está con nosotros en cada herida, en cada mie-do. Ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el madero de la cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas».
Papa Francisco. Homilía del Domingo de Ramos. 28 de marzo de 2021
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. San Juan Pablo II ha tenido la osadía de hablar del Evangelio del sufrimiento, ciertamente del su-frimiento de Cristo, pero, junto con Él, del sufrimiento del cristiano. Estamos llamados a vivir este Evangelio en las pequeñas penas de la vida, estamos llamados a predicarlo con sinceridad y con amor. ¿Cómo vivo esta realidad en mi vida cotidiana?
2. ¿Cómo voy a vivir mi Semana Santacon el Señor y desde el corazón de la Madre?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 599-623
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO presidente de ADORACION NOCTURNA ESPAÑOLA en TOLEDO
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-25232207254051827972022-03-29T12:40:00.001+02:002022-03-29T12:40:12.617+02:00Domingo de la Semana 4ª de Cuaresma. Ciclo C
«Convenía celebrar una fiesta y alegrarse»
Lectura del libro de Josué (5, 9a.10-12): El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua.
En aquellos días, dijo el Señor a Josué: «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto».
Los hijos de Israel acamparon en Gilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, pa-nes ácimos y espigas tostadas. Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Salmo 33,2-3.4-5.6-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias. R./
Contempladlo, y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
El afligido invocó al Señor,
él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. R./
Lectura de la Segunda carta de San Pablo a los Corintios (5, 17-21): Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo.
Hermanos: Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros.
En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (15, 1-3.11-32): Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovie-ron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y san-dalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas muje-res, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un ban-quete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos en-contrado”».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
«Dejaos reconciliar con Dios», he aquí una clave de lectura de las lecturas de este cuarto Domingo de Cuaresma. En la Primera Lectura Dios ofrece su perdón a su pueblo, concediéndole entrar en la tierra pro-metida, después de cuarenta años de vagar sin rumbo por el desierto. En la parábola evangélica el padre abraza tiernamente al hijo menor perdonándolo, y le hace ver al hijo mayor lo infinito de su corazón. En la Segunda Lectura, San Pablo nos enseña que Dios nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación.
«Hoy nos ha quitado la deshonra de Egipto»
Josué es el sucesor de Moisés como caudillo de los israelitas. Su nombre era Oseas hasta que Moisés le cambió de nombre a Josué que significa «Dios es salvación» (ver Nm 13,16). Josué fue elegido para co-mandar el ejército mientras el pueblo atravesaba el desierto. El «libro de Josué» nos refiere a la invasión de Canaán y la distribución de la tierra entre las doce tribus. El oprobio de Egipto termina al entrar el pueblo elegido en la tierra prometida y al renovar la circuncisión (Jos 5,2-3). La circuncisión era el signo externo de la alianza de Abraham con Dios (ver Sir (Eclesiástico) 44,20). La palabra «Gilgal» significa «círculo de pie-dra» y se ha convertido en el nombre propio de varias localidades. El Gilgal de Josué se encuentra entre el Jordán y Jericó, pero su lugar exacto es desconocido. El maná será la comida del desierto, alimento mara-villoso que Dios ha dado a su pueblo hasta entregarle la tierra prometida (ver Ex 16).
¿A quiénes dirige esta parábola?
Para entender la intención de la parábola del padre misericordioso y descubrir quiénes son sus destinata-rios, es necesario tener en cuenta la ocasión en que Jesús la dijo. En este caso la situación concreta de los oyentes está indicada en los primeros ver¬sículos del capítulo 15 de Lu¬cas: «Todos los publicanos y los pe-cado¬res se acerca¬ban a Jesús para oírlo, y los fariseos y los escri¬bas murmura¬ban diciendo: 'Éste acoge a los pecadores y come con ellos'. Entonces les dijo esta pará¬bola...». El auditorio está compuesto por dos grupos de personas bien caracterizadas: por un lado, los publica¬nos y pecado¬res, que se acercan a Jesús y son acogidos por él, hasta el punto de que come con ellos; por otro lado, los fariseos y escri¬bas que censu-raban la actuación de Jesús.
Antes que nada, hay que decir que, si los pecadores se acercaban a Jesús y querían oírlo, es porque es-taban bien dispuestos hacia Él y esto significa que ya habían empren¬dido el camino de la conver¬sión. En efecto, nadie se acerca a la «fuente de toda santidad» y escucha con ánimo positivo sus «palabras de vida eterna», si a continuación quiere seguir pecan¬do. En ese caso no se habrían acercado a Jesús, pues «todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censu¬radas sus obras» (Jn 3,20). Po-demos imaginar entonces que Jesús estaba contento de verse rodeado de todas esas personas que esta-ban dispues¬tas a cambiar de vida. Los fari¬seos, en cambio, «que se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9), no creen que sea posible la con¬versión de los pecadores y reprochan a Jesús que, aco-gién¬dolos y comiendo con ellos, está apro¬bando su pecado.
El hijo más joven se va de la casa...
El hijo menor despreciando abiertamente el amor del padre toma la parte de la herencia que le perte¬nece y se va a un país lejano donde derrocha toda su fortuna vivien¬do como un libertino. San Juan Pablo II nos explica cómo «el hombre - todo hombre - es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre» .
La parábola se detiene a describir con detalles la miseria en que cayó el hijo lejos de su padre. Dos ras-gos interesantes «país (o región) lejano» a un judío le podía sonar como región pagana. De hecho así se deduce por la finca donde se criaban puercos, prohibido entre los judíos. Los cerdos eran considerados im-puros y comer su carne era censurado como odiosa abominación idolátrica (ver Lv 11,7. Dt 14,8. Is 65,4). La carne del cerdo simbolizaba suciedad y corrupción oponiéndola a lo santo y puro (ver Prv 11,22. Mt 7,6).
Para este hijo pródigo era imposible no comparar la miseria que sufría, aun siendo hijo, con la felicidad de que gozaba el último de los jornale¬ros en la casa de su padre. Comienza así su proceso de conversión: «entrando en sí mismo...» Era plenamente consciente de haber faltado al amor del padre y tenía listo el dis-curso que le diría para implorar su misericordia. Con tal de estar de nuevo en la casa del padre, le bastaba con ser tratado como uno de sus jornale¬ros. Es cierto que quiere volver al padre; pero algo no nos agrada. Es que este hijo está movido por el interés y no por el amor. Lo que lo hace volver es el recuerdo de la vida regala¬da que tenía junto a su padre -«pan en abun¬dancia»-, y no el dolor de haberlo ofendi¬do. Si, en lugar de haberle ido mal, hubiera tenido éxito, no habría vuelto a su padre. Está movido por una motivación im-perfecta. Y, sin embargo, hay que ver cómo lo recibe el padre; a él ¿qué le importa la motivación? El padre está movido por puro amor hacia el hijo y no hay en él nada de amor pro¬pio ofendido; está movido por pura miseri¬cordia: «Estando el hijo toda¬vía lejos, lo vio su padre y, conmo¬vido, corrió hacia él, se echó a su cue-llo y lo besó efusivamen¬te». Y ordena: «Cele¬bremos una fies¬ta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta».
El hijo mayor
La parábola ya habría estado completa hasta aquí sin embargo se prolonga en un segundo acto a causa de la difi¬cultad del hombre para comprender la misericordia divina. Entra ahora en escena el hijo mayor. No comprende al padre y no acepta que goce por la vuelta de su hermano. Cuando oyó el sonido de la música y las danzas «el hijo mayor se irritó y no quería entrar». Reprocha la actitud del padre sin embargo él se muestra grande también con este hijo. Esperaba de él plena adhesión en su alegría, y se encuentra con la murmu¬ración. Pero no repara en sus propios sentimientos, sino en el malestar del hijo. Por eso, olvidado de sí mismo, «sale a suplicarle». Le dice: «Hijo, tú estás siempre conmi¬go». Tiene la esperanza de que esto le baste. Si el hijo hubiera estado movido por el amor, la compa¬ñía del padre le habría bastado. Se habría ale-grado con lo que se alegra el padre y se habría adherido plenamente también a la decisión de celebrar la vuelta del hermano. Pero no estaba movido por el amor. La pará¬bola termina aquí. No nos dice cuál fue la reac¬ción del hermano mayor: ¿Entró a la fiesta, o se obstinó en su rechazo?
Dios es Amor
Que Dios es omnipotente y puede hacerlo todo, esto todos lo comprenden; que Dios es infinitamente sa-bio y todo lo sabe, también lo aceptan todos; pero que «Dios es Amor» y que es miseri¬cordioso, esto difícil-mente lo com¬prende el hombre. Y, sin embargo, es en esto que debemos imitar¬lo y no en aquello. En efec-to, Jesús nos dice: «Sed vosotros misericor¬diosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36). Este es el núcleo de la revelación bíblica: Dios es Amor. San Pablo nos dice en la carta a los Corintios, que todo hombre muerto y resucitado con Cristo adquiere ontológica y espiritualmente un nuevo ser, es una «nueva criatura» en Cristo, en cuanto que el hombre viejo desaparece. Una renovación o transformación no puede ser el resultado del esfuerzo humano. Dios, mediante el don de la reconciliación, abre de par en par la puer-ta para que el hombre pueda reconciliarse con Dios Padre, consigo mismo y con sus hermanos. Dios confía a sus apóstoles el deber de continuar la obra de Jesucristo: ser artesanos de la reconciliación.
Una palabra del Santo Padre:
«Partamos desde el final, es decir de la alegría del corazón del Padre, que dice: «Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (vv. 23-24). Con estas palabras el padre interrumpió al hijo menor en el momento en el que estaba confesando su culpa: «Ya no merezco ser llamado hijo tuyo...» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que, en cambio, se apresura a restituir al hijo los signos de su dignidad: el mejor vestido, el anillo y las san-dalias. Jesús no describe a un padre ofendido y resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: «Me la pagarás»: no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al contrario, lo único que le interesa al padre es que este hijo esté ante él sano y salvo, y esto lo hace feliz y por eso celebra una fiesta. La acogida del hijo que regresa se describe de un modo conmovedor: «Estaba él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, co-rrió, se echó a su cuello y le besó» (v. 20). Cuánta ternura; lo vio cuando él estaba todavía lejos: ¿qué sig-nifica esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo regresaba; ese hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. ¡Cuán bonita es la ternura del padre! La mise-ricordia del padre es desbordante, incondicional, y se manifiesta incluso antes de que el hijo hable. Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: «He pecado... trátame como a uno de tus jornaleros» (v. 19). Pero estas palabras se disuelven ante el perdón del padre. El abrazo y el beso de su papá le hacen comprender que siempre ha sido considerado hijo, a pesar de todo. Es importante esta enseñanza de Je-sús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por lo tanto, nadie nos la puede quitar, ni siquiera el diablo. Nadie puede quitarnos esta dignidad.
Esta palabra de Jesús nos alienta a no desesperar jamás. Pienso en las madres y en los padres preo-cupados cuando ven a los hijos alejarse siguiendo caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequis-tas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien se encuentra en la cárcel, y le parece que su vida se haya acabado; en quienes han hecho elecciones equivocadas y no logran mirar hacia el futuro; en todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen no merecerlo... En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en la situación más fea de la vida, Dios me es-pera, Dios quiere abrazarme, Dios me espera.
En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la misericordia del padre. Él ha es-tado siempre en casa, ¡pero es tan distinto del padre! A sus palabras le falta ternura: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya... y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo...» (vv. 29-30). Vemos el desprecio: no dice nunca «padre», no dice nunca «hermano», piensa sólo en sí mismo, hace alarde de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo servido; sin embargo, nunca ha vivido con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado nunca un cabrito para tener una fiesta. ¡Pobre padre! Un hijo se había marchado, y el otro nunca había sido verdaderamente cercano. El sufrimien-to del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o por-que nos marchamos lejos o porque estamos cerca sin ser cercanos.
El hijo mayor, también él necesita misericordia. Los justos, los que se creen justos, también ellos necesi-tan misericordia. Este hijo nos representa a nosotros cuando nos preguntamos si vale la pena hacer tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para tener una compensación, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de «trocar» con Dios, sino de permanecer en el seguimiento de Jesús que se entregó en la cruz sin medida.
«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (v. 31). Así dice el Padre al hijo mayor. Su lógica es la de la misericordia. El hijo menor pensaba que se merecía un castigo por sus pecados, el hijo mayor se esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias diferentes, pero ambos razonan según una lógica ajena a Jesús: si hacen el bien recibes un premio, si obras mal eres castigado; y esta no es la lógica de Jesús, ¡no lo es! Esta lógica se ve alterada por las palabras del padre: «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado» (v. 31). El padre recuperó al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano. Sin el menor, incluso el hijo mayor deja de ser un «hermano». La alegría más grande para el padre es ver que sus hijos se recono-cen hermanos».
Papa Francisco. Audiencia General. 11 de mayo de 2022
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Todos tenemos algo de ambos hijos. ¿Actualmente, con qué hijo me identifico más?
2. Acerquémonos confiadamente, en estos días de Cuaresma, al sacramento del «amor misericor-dioso del Padre»: el sacramento de la reconciliación.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1425 -1426. 1440 -1470
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-88045792354101116672022-03-18T11:58:00.001+01:002022-03-18T11:58:07.340+01:00Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo C «Señor, déjala por este año todavía»<b></b>
<b>Lectura del libro del Éxodo (3,1-8ª 13-15): “Yo soy” me envía a vosotros.
</b>
En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios.
El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: «Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza».
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy».
Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Y añadió: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob».
Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios. El Señor le dijo: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egip-cios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel».
Moisés replicó a Dios: «Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha en-viado a vosotros”. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?». Dios dijo a Moisés: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros».
Dios añadió: «Esto dirás a los hijos de Israel: “El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».
<b>Salmo 102,1-2.3-4.6-7.8.11: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
</b>
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor hace justicia // y defiende a todos los oprimidos; // enseñó sus caminos a Moisés // y sus ha-zañas a los hijos de Israel. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // Como se levanta el cielo sobre la tierra, // se levanta su bondad sobre los que lo temen. R./
<b>Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (10,1-6.10-12): La vida del pueblo con Moi-sés en el desierto fue escrita para escarmiento nuestro.</b>
No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesa-ron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo ali-mento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los se-guía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendi-dos en el desierto.
Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (13,1-9): Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
</b>
En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mez-clado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. Pero el viñador respondió: “Señor, déjala toda- vía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
A partir de este tercer Domingo de Cuaresma la liturgia de la Palabra se centra abiertamente en el tema de la conversión de vida como preparación para la renovación de nuestras promesas bautismales. La con-versión, antes que sea demasiado tarde, es la respuesta adecuada al amor de Dios (Evangelio). Así habre-mos aprendido la lección del pueblo de Israel (Segunda Lectura), a quien Dios reveló su nombre y lo liberó de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés (Primera Lectura).
¡El que se crea estar de pie...cuidado que no se caiga!
Ante una ligera condena a la conducta del pueblo judío, San Pablo en su carta a los Corintios nos avisa: «¡cuidado no te caigas!» Y desarrolla todo un análisis del Antiguo Testamento iluminado por la luz del Nuevo Testamento. Es decir, la historia del pueblo de Israel sucedió como ejemplo y fue escrita para escarmiento nuestro. Sin embargo, leemos en el siguiente versículo: «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Cor 10,13).
Recordemos que la ciudad de Corinto era una ciudad griega abarrotada de gentes de muy distintas na-cionalidades y era famosa por su comercio, su cultura, por las numerosas religiones que en ella se practi-caban y, lamentablemente famosa, por su bajo nivel moral. La iglesia en Corinto había sido fundada por el mismo Pablo en su segundo viaje misionero (entre los años 50- 52) y ahora recibía malas noticias sobre ella. Al encontrarse con algunos miembros de la iglesia de Corintio que habían venido a verlo para pedirle consejo sobre la comunidad, Pablo escribe esta importante carta.
¿Pensáis que ellos eran más culpables que los demás?
El Evangelio de hoy nos revela el método que tenía Jesús para exponer su enseñanza. A partir de una si-tuación real concreta que está viviendo el pueblo lo instruye en las verdades de la fe. En ese momento to-dos estaban impacta¬dos por dos hechos sangrientos y fuera de lo común. El primero se refiere a la extrema crueldad de Pilato, agravada por la profana¬ción del culto. El incidente debe de haber transcurrido en la Pas-cua, cuando los laicos podían tomar parte del sacrificio. Pilato los mandó matar cuando ofrecían los sacrifi-cios, así pudo mezclar la sangre humana con la de las víctimas. El hecho de que ahora le den la noticia a Jesús, prueba que no distaba mucho del suceso. El segundo, es un hecho fortuito: en esos días se había desplomado la torre de Siloé y había aplastado a dieciocho personas inocentes. Reducidos a escala, estos hechos se asemejan a los que diariamente golpean al mundo de hoy y de los cuales tenemos noti¬cia a dia-rio. Con su enseñanza Jesús nos ayuda a leer e interpre¬tar esos hechos.
Ante ambos hechos Jesús repite el mismo comentario: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecado-res que todos los demás galileos porque padecieron estas cosas?... ¿pensáis que esos dieciocho eran más culpables que los demás habitan¬tes de Jerusalén?» La mentalidad primitiva, presente también hoy en algunas personas, habría afirmado que ellos habían sufrido esa muerte tan trágica como castigo por su ex-cesiva maldad. «Eso te lo ha mandado Dios, ¡algo habrás hecho!», solemos escuchar ante una enferme-dad o una desgracia. Pero Jesús rechaza esa mentalidad y responde Él mismo a su pregunta: «No, os lo aseguro». Las víctimas de los desas¬tres natura¬les, de los accidentes y de la maldad del hombre mismo no han padecido eso porque sean «más pecadores que los demás». Esta es la primera enseñanza de Jesús. Su pregunta contiene, sin embargo, la afirma¬ción del pecado de todos los hom¬bres; es decir, «las víctimas son tan pecadores como los demás». Así resulta reafirmada la enseñanza de que todos los males son siem-pre conse¬cuen¬cia del pecado y de la ruptura del hombre, de todos los hombres. No existe ningún mal, ni natural, ni acciden¬tal, ni intencio¬nal, que no sea conse¬cuencia del pecado del hombre.
«Si no os convertís...todos pereceréis del mismo modo»
La atención ahora es trasladada desde las víctimas a los oyentes y, en último término, a cada uno de no-sotros. En otras palabras, Jesús nos dice: «Vosotros sois igualmente pecadores, o más pecadores, que esos galileos y que esos diecio¬cho que murieron aplastados, y si no os convertís -lo repite dos veces-, todos pereceréis del mismo modo». El único modo de escapar a un fin tan trági¬co es convertirse. Muchas veces pensamos: ¿De qué tengo que convertirme yo? ¿Qué tengo que cambiar…si no soy malo? Y esta pregunta nos lleva a formularnos la siguiente pregunta... ¿en qué consiste la conver¬sión?
Las facultades superiores del ser humano son la inteligencia y la voluntad. Estas son las facultades que lo distinguen como ser racional y libre, es decir, dueño de sus actos. El término «conversión» toca a ambas facul¬tades, pero más directamente a la inteligencia. Lo dice claramente el término griego «metanóia». El prefijo «meta» significa «cambio», y el sustantivo «nous» significa «inteligencia, mente». El concepto se traduce por «cambio de mente, cambio de percepción de las cosas». Y en esto consiste principal¬mente la conversión. Nosotros, en cam¬bio, cuando nos preguntamos de qué tenemos que convertir¬nos, examinamos a menudo nuestra voluntad, es decir, las culpas cometidas por debilidad, por falta de una voluntad más fir-me. ¡Y muchas veces no descubrimos ninguna falta en este rubro! Por eso, aunque hace diez años que uno no se confie¬sa, se pregunta: ¿de qué me voy a confesar? ¿Yo no he hecho cosas tan malas? No he mata-do...no he robado... Sin embargo, si examináramos nuestras motivaciones y criterios en nuestro modo de ver las cosas y y la comparamos con los de Cris¬to, encontraríamos muchas cosas de qué confesarnos.
Cuando alguien cambia de modo de pensar y adopta los criterios de Cristo, entonces ha tenido una ver-dadera conversión. Entonces entra el segundo aspecto del concepto de «meta¬noia»: el dolor por la conduc-ta anterior y el arrepenti¬miento. El apóstol San Pablo ofrece un ejemplo magnífico de auténtica y profunda conversión. Mientras vivía en el judaísmo, en lo que respecta al cumplimiento, es decir, a la voluntad, era irreprochable. El mismo lo dice: «Yo era hebreo e hijo de hebreos... en cuanto al cumplimiento de la ley, intachable» (Fil 3,5-6). En cuanto a la voluntad, no tenía nada que reprochar¬se. Pero luego agrega: «Todo lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aun: juzgo que todo es pér-dida ante la sublimidad del conoci¬miento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). Ahora puede asegurar: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16). La conversión verdadera consiste en buscar tener los mismos criterios de Cristo.
La parábola de la viña estéril
En su primera predicación Jesús había agregado una nota de urgencia: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: Convertíos...». Esta misma urgencia es la que imprime Jesús a su llamado a la conversión con la parábola que consti¬tuye la segunda parte del Evangelio de hoy. Accediendo a los ruegos del viñador, el Señor consien¬te en tener paciencia y esperar aún otro año para que la viña dé su fruto. Que-da así fijado un día perentorio: «Si dentro de ese plazo no da fruto, la cortas». Esta parábo¬la está ciertamen-te dirigida al pueblo de Israel al cual Dios había mandado sin cesar sus profetas sin embargo también en la predica¬ción a los gentiles se les advierte que se ha acabado ya el tiempo de la conversión. Recorda¬mos la predicación de Pablo ante los intelec¬tua¬les griegos cuando fue invita¬do a hablar en el Areópago de Atenas: «Dios, pasando por alto los tiempos de la ignoran¬cia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justi¬cia...» (Hech 17,30-31).
<b> Una palabra del Santo Padre:
</b>
«La conversión implica el dolor de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de excluirlos para siempre de la propia vida. Para excluir el pecado, hay que rechazar también todo lo que está relacionado con él, las cosas que están ligadas al pecado y, esto es, hay que rechazar la mentalidad mun-dana, el apego excesivo a las comodidades, el apego excesivo al placer, al bienestar, a las riquezas. El ejemplo de este desapego nos lo ofrece una vez más el Evangelio de hoy en la figura de Juan el Bautista: un hombre austero, que renuncia a lo superfluo y busca lo esencial. Este es el primer aspecto de la con-versión: desapego del pecado y de la mundanidad. Comenzar un camino de desapego hacia estas cosas.
El otro aspecto de la conversión es el fin del camino, es decir, la búsqueda de Dios y de su reino. Desapego de las cosas mundanas y búsqueda de Dios y de su reino. El abandono de las comodidades y la mentalidad mundana no es un fin en sí mismo, no es una ascesis solo para hacer penitencia; el cristiano no hace “el faquir”. Es otra cosa. El desapego no es un fin en sí mismo, sino que tiene como objetivo lograr algo más grande, es decir, el reino de Dios, la comunión con Dios, la amistad con Dios. Pero esto no es fácil, porque son muchas las ataduras que nos mantienen cerca del pecado, y no es fácil… La tentación siempre te tira hacia abajo, te abate, y así las ataduras que nos mantienen cercanos al pecado: inconstan-cia, desánimo, malicia, mal ambiente y malos ejemplos. A veces el impulso que sentimos hacia el Señor es demasiado débil y parece casi como si Dios callara; nos parecen lejanas e irreales sus promesas de con-solación, como la imagen del pastor diligente y solícito, que resuena hoy en la lectura de Isaías (cf. Is 40,1.11). Y entonces sentimos la tentación de decir que es imposible convertirse de verdad.¿Cuántas ve-ces hemos sentido este desánimo? “¡No, no puedo hacerlo! Lo empiezo un poco y luego vuelvo atrás”. Y esto es malo. Pero es posible, es posible. Cuando tengas esa idea de desanimarte, no te quedes ahí, por-que son arenas movedizas: son arenas movedizas: las arenas movedizas de una existencia mediocre. La mediocridad es esto. ¿Qué se puede hacer en estos casos, cuando quisieras seguir pero sientes que no puedes? En primer lugar, recordar que la conversión es una gracia: nadie puede convertirse con sus pro-pias fuerzas. Es una gracia que te da el Señor, y que, por tanto, hay que pedir a Dios con fuerza, pedirle a Dios que nos convierta Él, que verdaderamente podamos convertirnos, en la medida en que nos abrimos a la belleza, la bondad, la ternura de Dios. Pensad en la ternura de Dios. Dios no es un padre terrible, un pa-dre malo, no. Es tierno, nos ama tanto, como el Buen Pastor, que busca la última de su rebaño. Es amor, y la conversión es esto: una gracia de Dios. Tú empieza a caminar, porque es Él quien te mueve a caminar, y verás cómo llega. Reza, camina y siempre darás un paso adelante».
Papa Francisco. Ángelus, 6 de diciembre de 2020
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. «En la oración tiene lugar la conversión del alma hacia Dios, y la purificación del corazón», nos dice San Agustín. ¿He buscado al Señor en la oración diaria?
2. ¿Cuáles son los criterios que debo de cambiar? ¿Qué criterios tiene Jesús que yo no tengo?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1427 – 1433.
el texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente de ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA en en TOLEDO
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-39628514828168446362022-03-13T12:46:00.001+01:002022-03-13T12:46:42.677+01:00DOMINGO DE LA SEMANA 2ª DE CUARESMA. CICLO C «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió»<b></b>
<b>Lectura del libro del Génesis (15, 5-12.17-18): Dios inició un pacto fiel con Abrahán.
</b>
En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes con-tarlas». Y añadió: «Así será tu descendencia».
Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia. Después le dijo: «Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte en posesión esta tierra». Él replicó: «Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseer-la?». Respondió el Señor: «Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón». Él los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba.
Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos: «A tu descendencia le daré esta tierra, desde el río de Egipto al gran río Éufrates».
<b>Salmo 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación. R./
</b>
El Señor es mi luz y mi salvación, // ¿a quién temeré? // El Señor es la defensa de mi vida, // ¿quién me hará temblar? R./
Escúchame, Señor, // que te llamo; // ten piedad, respóndeme. // Oigo en mi corazón: // «Buscad mi rostro». // Tu rostro buscaré, Señor. R./
No me escondas tu rostro. // No rechaces con ira a tu siervo, // que tú eres mi auxilio; // no me deseches. R./
Espero gozar de la dicha del Señor // en el país de la vida. // Espera en el Señor, sé valiente, // ten áni-mo, espera en el Señor. R./
<b>Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (3, 17-4,1): Cristo nos configurará según su cuerpo glorioso.
</b>
Hermanos, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros.
Porque —como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que an-dan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus ver-güenzas; solo aspiran a cosas terrenas.
Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesu-cristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, que-ridos.
o bien, más breve
<b>Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (3, 20-4, 1:) Cristo nos configurará según su cuer-po glorioso.</b>
Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucris-to. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, que-ridos.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (9, 28b-36): Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió.
</b>
En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Hare-mos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no conta-ron a nadie nada de lo que habían visto.
Pautas para la reflexión personal
<b>El vínculo entre las lecturas
</b>
Jesucristo en el Evangelio (Lucas 9, 28b-36) revela la plenitud de la Ley y de la Profecía apareciendo a los discípulos entre Moisés y Elías. Revela igualmente su propia plenitud que resplandece en su ser resplan-deciente y transfigurado. En Jesucristo llega también a su plenitud el pacto, la promesa extraordinaria, he-cha a Abraham (Génesis 15, 5-12.17-18). En la carta a los Filipenses , San Pablo nos enseña que la pleni-tud de Cristo es comunicada a los cristianos, ciudadanos del cielo, que «transformará nuestro miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo» (Filipenses 3, 17-4,1).
<b>La fe de Abraham
</b>
«Muchas obras buenas había hecho Abraham más no por ellas fue llamado amigo de Dios, sino des-pués que creyó, y que toda su obra fue perfeccionada por la fe», nos dice San Cirilo. Tan grande fue su fe, que Abraham creyó contra toda esperanza que Dios le daría una descendencia numerosa. Por la fe había abandonado su patria, por la fe había soportado las más grandes aflicciones y penalidades; por la fe estaría dispuesto a renunciar a todo y hasta de sacrificar su único hijo. Por eso es llamado, como leemos en el Ca-tecismo, de «padre de todos los creyentes» . El singular ritual que hemos leído en la Primera Lectura se trata de un rito común entre los pueblos antiguos (ver Jer 34,18s). Al celebrar un pacto, los contrayentes pasaban por entre los animales sacrificados, dando con ello a entender que en caso de quebrantar uno el pacto, merecía la suerte de aquellos animales. Este rito era común también en Roma y en Grecia. «La an-torcha de fuego» que recorre el espacio intermedio entre las víctimas es símbolo de la presencia de Dios que cumple y sella el pacto.
Ante todo...¿qué significa «transfiguración»?
La palabra «transfiguración», que da el nombre a este episodio, es la traducción de la palabra griega «metamorfo¬sis», que significa «transformación». Los relatos que leemos en los Evangelios de San Marcos y San Mateo, no sabiendo cómo expresar lo que ocurrió, dicen literalmente que Jesús «se metamorfo¬seó ante ellos». Pero San Lucas prefiere evitar la expresión para que no se piense que Jesús se transformó en otro; es lo que podría sugerir la palabra «metamorfosis». Lucas dice simplemente que «el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos se volvieron de un blanco fulgurante». Por ese mismo motivo, cuando tradu-cimos esa expresión de los relatos de Marcos y Mateo, decimos que Jesús «se transfiguró ante ellos». De aquí el nombre Transfiguración.
«Ocho días después de estas palabras...»
Lo primero que nos llama la atención es que la lectu¬ra comience con la segunda parte del versículo 28, y se nos despier¬ta la curiosidad por saber qué dice la primera parte. El versículo completo dice: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al mon-te a orar». Ahora mayor es nuestra curio¬sidad por saber qué ocurrió ocho días antes y cuáles fueron las palabras que dijo Jesús en esa ocasión. Por medio de esta cronología tan precisa, el mismo evangelista sugiere vincular la Transfigura¬ción con lo ocurrido antes. Ocho días antes había tenido lugar el episodio de la profesión de fe de Pedro (ver Lc 9, 18-21). Es interesante ver cómo el relato mencionado es introducido por San Lucas de manera análoga: «Sucedió que mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y Él les pregun¬tó: '¿Quién dice la gente que soy yo?». Los apóstoles citan diversas opinio-nes que flotaban en el ambiente; sin embargo Pedro, en representación de todos dice: «El Cristo de Dios». Dicho en castellano habría que leerlo: «El Ungido de Dios». Lo que Pedro quiere decir es que, según ellos, Jesús es el «Ungido » (Mesías), el hijo de David prometido por Dios a Israel para salvar al pueblo.
«Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle»
Sin embargo, esa noción era insuficiente ya que «ocho días después...» los apóstoles van a escuchar ¡qué dice Dios mismo sobre Jesús! Esta es la idea central de la Transfigura¬ción. «Y vino una voz desde la nube que decía: 'Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle'». Con estas palabras -corroboradas por el hecho mismo de la Transfiguración de Jesús- Dios nos revela la iden¬tidad de Jesús. La nube nos hace recordar otra gran manifestación de Dios a su pueblo, esa vez en el monte Sinaí cuando les dio el decálogo. Dios dijo a Moisés: «Mira: voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo, y así te dé crédito para siempre» (Ex 19,9).
El título «mi Elegido», dado por Dios, informa a los apóstoles que Jesús es el hijo de David, el Salvador que esperaban. En efecto, Dios usa los términos del Salmo 89 que, aunque dichos en tiempos verba¬les pre-té¬ritos, se entendían referidos a un David futuro, a un Ungido (Mesías) por venir (ver Sal 89,4.21). La voz de la nube declara que ese Elegido es Jesús. Por otro lado, la voz ha decla¬rado que éste mismo es su Hijo. Quiere decir que ha sido engendrado por Dios y posee en plenitud su misma naturale¬za divina, es decir, que es Dios verdadero. Por tanto, sólo en Jesús todo otro hombre o mujer puede ser «elegido» y sólo en él pue-de ser adopta¬do como hijo de Dios. Noso¬tros estamos llamados a ser hijos de Dios en el Hijo; somos hijos de Dios en la medida en que estemos incor¬porados a Cristo por el Bautis¬mo y los demás sacramentos, so-bre todo, por nuestra parti¬cipación en la Eucaristía.
La alegría de la oración
El relato se abre diciendo que «Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Y sucedió que mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió...». El evangelista quiere subrayar que el hecho ocurrió dentro de la oración de Jesús. Él subió al monte para orar. Y en medio de la oración fue rodeado de una luz fulgurante. Viendo los após¬toles a Jesús orar y revelar ante ellos su gloria exclaman: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». El Evangelio agrega que Pedro «no sabía lo que decía». Pero una cosa él sabía bien: que era bueno estar allí ante esa visión de Cristo. Podemos concluir que, si al revelar Jesús un rayo de su divinidad nos entusiasma de esa manera y nos llena de una alegría tan total, ¡qué será cuando lo veamos cara a cara! (ver 1Cor 13,12; 1Jn 3,2).
«Ciertas palabras...»
No nos hemos olvidado de que hemos mencionado que la Transfiguración ocurrió ocho días después de la profesión de Pedro y de «ciertas palabras...» de Jesús. Esas palabras fueron el primer anuncio de su pa-sión. Inmediatamente después de la profesión de Pedro, Jesús comenzó a decir: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado... ser matado, y al tercer día resucitar» (Lc 9,22). Estas palabras tienen rela-ción estrecha con la Transfiguración, pues enuncian el tema que trataban Moisés y Elías con Jesús: «Con-versa¬ban con él... Moisés y Elías, los cuales apare¬cían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cum-plir en Jerusalén». Los após¬toles eran reacios a en¬frentar el tema de la pasión, pues no concebían que Je-sús, reconocido como «la fuerza salvadora» suscitada por Dios, tuviera que sufrir y ser muerto; Moisés y Elías, en cam¬bio, hablaban del desenlace que tendría el camino de Jesús en Jerusalén como de su mayor título de gloria. Ellos comprendían que por medio de su pasión Jesús llevaría hasta el extremo el amor a su Padre y a los hombres, pues por su muerte en la cruz daría la gloria debida a su Padre y obtendría para los hombres la redención del pecado.
<b>Una palabra del Santo Padre:
</b>
«En este domingo, la liturgia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor. La página evangélica de hoy cuenta que los apóstoles Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de este suceso extraordinario. Jesús les tomó consigo «y los lleva aparte, a un monte alto» (Mateo 17, 1) y, mientras rezaba, su rostro cambió de aspecto, brillando como el sol, y sus ropas se convirtieron en cándidas como la luz. Aparecieron entonces Moisés y Elías, y empezaron a hablar con Él. En ese momento, Pedro dijo a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (v. 4). Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió.
El evento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza —así seremos nosotros, con Él—: nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de los hermanos.
La ascensión de los discípulos al monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de separar-se de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de poner-nos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios. En esta ascensión espiritual, en esta separación de las cosas mundanas, estamos llamados a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la medi-tación del Evangelio, de la lectura de la Biblia, que conduce hacia una meta rica de belleza, de esplendor y de alegría. Y cuando nosotros nos ponemos así, con la Biblia en la mano, en silencio, comenzamos a es-cuchar esta belleza interior, esta alegría que genera la Palabra de Dios en nosotros. En esta perspectiva, el tiempo estivo es momento providencial para acrecentar nuestro esfuerzo de búsqueda y de encuentro con el Señor. En este periodo, los estudiantes están libres de compromisos escolares y muchas familias se van de vacaciones; es importante que en el periodo de descanso y desconexión de las ocupaciones cotidianas, se puedan restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando el camino espiritual.
Al finalizar la experiencia maravillosa de la Transfiguración, los discípulos bajaron del monte (cf v. 9) con ojos y corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer también nosotros. El redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es fin en sí mismo, pero nos lleva a «bajar del monte», cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cris-to y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros her-manos, especialmente para quien sufre, para los que se encuentran en soledad y abandono, para los en-fermos y para la multitud de hombres y de mujeres que, en distintas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia. En la Transfiguración se oye la voz del Padre celeste que dice: «Este es mi hijo amado, ¡escuchadle!» (v. 5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre preparada a acoger y custodiar en el corazón cada palabra del Hijo divino (cf. Lucas 1, 51). Quiera nuestra Madre y Madre de Dios ayudarnos a entrar en sintonía con la Palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. A Ella encomendamos las vacaciones de todos, para que sean serenas y pro-vechosas, pero sobre todo el verano de los que no pueden tener vacaciones porque se lo impide la edad, por motivos de salud o de trabajo, las limitaciones económicas u otros problemas, para que aun así sea un tiempo de distensión, animado por las amistades y momentos felices».
Papa Francisco. Ángelus, domingo 6 de agosto de 2017
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo estoy viviendo mi vida de oración en esta Cuaresma?
2. ¿Qué puedo hacer para acoger la invitación deser «hombres y mujeres transfigurados»?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 551 - 556.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-30604584485036146882022-02-25T09:27:00.001+01:002022-02-25T09:27:09.467+01:00Domingo de la Semana 8ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «Cada árbol se conoce por su fruto»<b></b>
<b>Lectura del libro del Eclesiástico (27, 4-7):: No elogies a nadie antes de oírlo hablar.
</b>
Cuando se agita la criba, quedan los desechos; así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos. El horno prueba las vasijas del alfarero, y la persona es probada en su conversación. El fruto revela el culti-vo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona.
No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona.
<b>Salmo 91,2-3.13-14.15-16: Es bueno darte gracias, Señor. R./
</b>
Es bueno dar gracias al Señor // y tocar para tu nombre, oh Altísimo; // proclamar por la mañana tu misericordia // y de noche tu fidelidad. R./
El justo crecerá como una palmera, // se alzará como un cedro del Líbano: // plantado en la casa del Señor, // crecerá en los atrios de nuestro Dios. R./
En la vejez seguirá dando fruto // y estará lozano y frondoso, // para proclamar que el Señor es justo, // mi Roca, en quien no existe la maldad. R./
<b>Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 54-58): Nos da la victoria por medio de Jesucristo.
</b>
Hermanos: Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, en-tonces se cumplirá la palabra que está escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?».
El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley.
¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles.
Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 39-45): De lo que rebosa el corazón habla la boca.
</b>
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendi-zaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mo-ta del ojo de tu hermano. Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Uno de los títulos que tanto los discípulos como sus enemigos solían dar a Jesús es el de Maestro . En la lectura del Evangelio veremos claramente cómo Jesús se hace merecedor de este título ya que conoce profundamente el corazón del hombre. Podríamos decir que penetra en las honduras más recónditas del alma y del espíritu para explicar de manera sencilla una verdad difícil de negar: es más fácil reconocer los defectos del otro que los propios y «de lo que rebosa el corazón habla la boca». El libro del Eclesiástico, en su milenaria sabiduría, nos hablará del mismo tema: la palabra manifiesta el pensamiento del hombre. La carta a los Corintios es una exhortación a mantenerse firmes en la Palabra de Dios que ha tenido pleno cumplimiento en Jesucristo: vencedor del pecado y de la muerte.
La brizna y la viga
El Evangelio de este Domingo debemos de ubicarlo en lo que se llama «el sermón de la llanura» ya que hace parte del ministerio de Jesús en Galilea. Este pasaje es eminentemente kerigmático y nos revela la agudeza, profundidad y claridad del «Maestro Bueno». Jesús conoce y observa la conducta del hombre y descubre la incoherencia cuando se trata de juzgar las accio¬nes del prójimo en relación a las propias. Hacia el otro usamos una medida estricta y rígida; pero cuando se trata de juzgar las propias acciones sacamos un metro flexible y elástico. Y esto resulta tan evidente que a menudo raya en lo ridículo. Somos severos para juzgar a los demás y benevolentes para juzgar nuestra propia con¬ducta. Cualquier pequeña falta del prójimo la declaramos grave e imperdo¬nable y hasta nos horrori¬zamos de su maldad; pero cuando nosotros hacemos lo mismo, podemos citar inmediata¬mente mil disculpas de manera que nos resulta siempre expli-cable y comprensi¬ble.
Cambiar esta aproximación hacia nosotros y hacia el prójimo es lo que se llama «convertirse». En efec-to, el Evangelio nos enseña a ser severos en juzgar nuestras propias faltas y pecados; y nos invita a reco-nocerlos con humildad y sin atenuantes en el sacramento de la Reconciliación. Por otro lado, nos llama a ser tolerantes y comprensi¬vos con las faltas del prójimo. ¿Quién no recuerda la bella descripción que hace Pablo de la cari¬dad, como la virtud fundamental cristiana? «La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cr 13,7).
Esta enseñanza la presenta Jesús de manera viva e imagina¬tiva por medio de una parábola. Jesús sabe que en pocas palabras puede desnudar lo más profundo que existe en el corazón del hombre. «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Có-mo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo' no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?».Antes de entrar a juzgar una pequeña falta en la conducta de nues¬tro prójimo -una brizna- conviene examinarse a sí mismo para corregir nuestros graves pecados -sacar la viga- que nos impiden ver la verdad. Y «el que dice que no tiene pecado -nos advierte San Juan- se engaña y la verdad no está en él» (1Jn 1,8). Precisamen¬te el que dice que no tiene peca¬do, es porque la inmensa viga que tie-ne en su ojo le impide ver y se cree libre de culpa.
Llegado a este punto de su discurso, Jesús parece dejar la parábola para dirigirse a su auditorio y, por qué no decirlo, a nosotros mismos, para decir: «¡Hipócrita !, saca primero la viga de tu ojo, y entonces po-drás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano». Hipócrita es una califica¬ción muy fuerte pero fue usada por Jesús con aquellos que aparentan lo que no son para usurpar la admiración y la alaban-za de los hombres. A continuación, Jesús nos da un criterio para no dejarnos engañar por las apariencias y conocer el fondo de una persona. Lo hace también a través de una comparación irrefutable: «Cada árbol se conoce por su fruto». Si queremos conocer el fondo bueno o malo de una persona o de una obra hay que examinar los frutos: «Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno». Y como si fuera poco, Jesús todavía agrega: «No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas».
El corazón del hombre
En las Sagradas Escrituras el fondo de una persona, ese núcleo íntimo de donde nacen sus decisiones y se fraguan sus proyectos y acciones, es el corazón. Allí están sus valo¬res, sus intereses, sus motivaciones ocultas, sus tesoros. El corazón del hombre lo ve sólo Dios; ante Dios el cora¬zón del hombre está al descu-bier¬to. Ya desde antiguo la Escritura nos enseña que «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, porque el hombre mira las aparien¬cias, pero Dios mira el corazón» (1S 16,7). Sabemos que ante Dios no podemos aparentar, que Él nos juzga según lo que somos. Cada uno es lo que es ante Dios, por más que los hombres tengan acerca de uno un concepto distin¬to. La persona es buena o mala según como sea su corazón. De ahí brotan los pecados y los malos deseos.
Por eso Jesús concluye: «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del tesoro malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca». La conversión del hombre será cambiar su corazón. El Espíritu Santo se derrama en el corazón y allí lo transfor¬ma. Por eso San Pablo nos propone este criterio: «Los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, pacien¬cia, afabilidad, bondad, fide-lidad, manse¬dumbre, dominio de sí» (Ga 5,22). Esta es la radiogra¬fía infalible de un corazón bueno. Con manifiesto aburri¬miento Pablo enumera también los frutos del árbol malo: «Los obras de la carne son cono-cidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, odios, discordias, celos, iras, divisiones, embria¬gueces, orgías y cosas semejantes» (Ga 5,19-20). Por los frutos se conoce el árbol, sobre todo, de esta manera nos podemos conocer ¬a nosotros mismos, que es lo más difícil.
La palabra manifiesta el pensamiento del hombre
El libro del Eclesiástico se denomina también Siracida por su autor «Jesús, hijo de Sirá, hijo de Eleazar, de Jerusalén» (Eclo 50,27). Por la misma razón se le conoce también como el libro de Ben Sirá o del hijo de Sirá. El nombre de «Eclesiástico» deriva de la tradición latina y son las enseñanzas de un maestro de sabiduría que enseñó en Jerusalén a finales del siglo III y principios del II A.C.
Los consejos del libro del Eclesiástico en relación a las habladurías, no por elementales, dejan de ser va-liosos, más aún teniendo en cuenta que todo el mundo ha prestado atención a lo que puedan haber dicho terceras personas en relación a un ser querido. Por otro lado debemos de preguntarnos con sinceridad: «¿quién no ha pecado con su lengua?» (Eclo 19,16). Justamente la senda que nos coloca la lectura es la pedagogía del silencio y de la escucha; para así poder conocer de verdad al otro. San Juan Crisóstomo nos dice: «No juzguéis por las sospechas; no juzguéis antes de estar seguros si lo que se refiere es real; no condenéis a nadie antes de imitar a Dios, que dice ‘bajaré y veré’ (Gn 18,21)».
Una palabra del Santo Padre:
Quien juzga «se equivoca siempre». Y se equivoca, afirmó, «porque se pone en el lugar de Dios, que es el único juez: ocupa precisamente ese puesto y se equivoca de lugar». En práctica, cree tener «el poder de juzgar todo: las personas, la vida, todo». Y «con la capacidad de juzgar» considera que tiene «también la capacidad de condenar». El Evangelio refiere que «juzgar a los demás era una de las actitudes de esos doctores de la ley a quienes Jesús llama «hipócritas». Se trata de personas que «juzgaban todo». Pero lo más «grave» es que obrando así, «ocupan el lugar de Dios, que es el único juez». Y «Dios, para juzgar, se toma tiempo, espera». En cambio estos hombres «lo hacen inmediatamente: por eso el que juzga se equi-voca, simplemente porque toma un lugar que no es para él».
Pero, precisó el Papa, «no sólo se equivoca; también se confunde». Y «está tan obsesionado de eso que quiere juzgar, de esa persona —tan, tan obsesionado— que esa pajilla no le deja dormir». Y repite: «Pero yo quiero quitarte esa pajilla». Sin darse cuenta, sin embargo, de la viga que tiene él» en su propio ojo. En este sentido se «confunde» y «cree que la viga sea esa pajilla». Así que quien juzga es un hombre que «confunde la realidad», es un iluso.
No sólo. Para el Pontífice el que juzga, «se convierte en un derrotado» y no puede no terminar mal, «porque la misma medida se usará para juzgarle a él», como dice Jesús en el Evangelio de Mateo. Por lo tanto, «el juez soberbio y suficiente que se equivoca de lugar, porque toma el lugar de Dios, apuesta por una derrota». Y ¿cuál es la derrota? «La de ser juzgado con la misma medida con la que él juzga», recalcó el obispo de Roma. Porque el único que juzga es Dios y aquellos a quienes Dios les da el poder de hacerlo. Los demás no tienen derecho de juzgar: por eso hay confusión, por eso existe la derrota».
Aún más, prosiguió el Pontífice, «también la derrota va más allá, porque quien juzga acusa siempre». En el «juicio contra los demás —el ejemplo que pone el Señor es la «pajilla en tu ojo»— siempre hay una acu-sación». Exactamente lo opuesto de lo que «Jesús hace ante el Padre». En efecto, Jesús «jamás acusa» sino que, al contrario, defiende. Él «es el primer Paráclito. Después nos envía al segundo, que es el Espíri-tu». Jesús es «el defensor: está ante el Padre para defendernos de las acusaciones».
Pero si existe un defensor, hay también un acusador. «En la Biblia —explicó el Pontífice— el acusador se llama demonio, satanás». Jesús «juzgará al final de los tiempos, pero en el ínterin intercede, defiende». Juan, señaló el Papa, «lo dice muy bien en su Evangelio: no pequéis, por favor, pero si alguno peca, piense que tenemos a uno que abogue ante el Padre». Así, afirmó, «si queremos seguir el camino de Jesús, más que acusadores debemos ser defensores de los demás ante el Padre». De aquí la invitación a defender a quien sufre «algo malo»: sin pensarlo demasiado, aconsejó, «ve a rezar y defiéndelo delante del Padre, como hace Jesús. Reza por él».
Pero, sobre todo, repitió el Papa, «no juzgues, porque si lo haces, cuando tú hagas algo malo, serás juz-gado». Es una verdad, sugirió, que es bueno recordar «en la vida de cada día, cuando nos vienen las ga-nas de juzgar a los demás, de criticar a los demás, que es una forma de juzgar».
Papa Francisco. Misa en la capilla DOMUS SANCTAE MARTHAE. Lunes 23 de junio de 2014
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, PRESIDENTE DIOCESANO de ADORACION NOCTURNO ESPAÑOLA, TOLEDO
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-10518843176923134572022-02-20T20:08:00.003+01:002022-02-20T20:08:55.207+01:00Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022 «Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»<b></b>
<b>Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
</b>
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
<b>Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
</b>
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
<b>Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial</b>
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
</b>
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
¬
David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-53043468277806602192022-02-20T15:57:00.002+01:002022-02-20T15:57:32.403+01:00Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022
«Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»
Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
¬
David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-58096799972543539982022-02-20T15:48:00.002+01:002022-02-20T15:48:40.272+01:00Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022
«Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»
Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
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David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-83598489628449494382022-02-20T12:35:00.004+01:002022-02-20T12:35:46.842+01:00Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022 «Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»<b></b>
<b>Lectura del primer libro de Samuel (26,</b> 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
<b>Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./</b>
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
<b>Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial</b>
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
</b>
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
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David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845xto facilitado
Texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA, en toledp
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-40061497574483932742022-02-12T11:19:00.002+01:002022-02-12T11:19:35.201+01:00Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-23361815072850502152022-02-12T11:19:00.000+01:002022-02-12T11:19:09.421+01:00Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»<b></b>
<b>Lectura del libro del profeta Jeremías (17, 5-8): Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor.</b>
Esto dice el Señor: «Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor.
Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto».
<b>Salmo 1,1-2.3.4.6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. R./</b>
Dichoso el hombre // que no sigue el consejo de los impíos, // ni entra por la senda de los pecadores, // ni se sienta en la reunión de los cínicos; // sino que su gozo es la ley del Señor, // y medita su ley día y noche. R./
Será como un árbol // plantado al borde de la acequia: // da fruto en su sazón // y no se marchitan sus hojas; // y cuanto emprende tiene buen fin. R./
No así los impíos, no así; // serán paja que arrebata el viento. // Porque el Señor protege el camino de los justos, // pero el camino de los impíos acaba mal. R./
<b>Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 12.16-20) Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido.</b>
Hermanos: Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resuci-tado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de mo-do que incluso los que murieron en Cristo han perecido.
Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad.
Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 17.20-26): Bienaventurados los pobres. Ay de vo-sotros, los ricos.
</b>
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de dis-cípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vues-tro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profe-tas».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas de este Domingo nos muestran el único y el auténtico camino para la verdadera felicidad que el hombre busca infatigablemente alo largo de toda su vida. La ruta, que no es la que el “mundo” ofre-ce, sigue este itinerario: las bienaventuranzas de Jesús (Evangelio). Ellas proclaman la dicha del Reino para aquellos que son pobres porque han puesto en Dios su única riqueza confiando plenamente en Él (Primera Lectura) y confirman así su esperanza en Jesucristo resucitado (Segunda Lectura).
Las bienaventuranzas
Las bienaventuranzas son una de las enseñanzas más cono¬ci¬das del Evangelio de Jesucristo, y también una de las más impactantes. Nadie que se ponga sinceramente ante estas sentencias puede dejar de sen-tirse interpe¬lado¬, más aun si el que las lee es un cristiano y, por tanto, cree que el Evan¬gelio es la misma Pala¬bra de Dios. Hay sólo dos reacciones posibles: o se da crédito a estas palabras y se toman actitudes consecuentes que cambien nuestra vida; o se despachan con cinismo, como hicieron los oyen¬tes de San Pablo en el areópago de Ate¬nas: «Sobre esto ya te oiremos otra vez» (Hech 17,32).
Las bienaventuranzas se encuentran en dos de los Evangelios: Mateo y Lucas. Pero ambas versiones di-fieren. En Mateo las bienaventuranzas son nueve, están dichas en tercera persona (salvo la última) y tienen la finalidad de exponer un progra¬ma de vida conforme con el Reino de los cielos (ver Mt 5,3.10). En Lucas, en cambio, son sólo cuatro, están dichas en segunda perso¬na («bienaventurados voso¬tros») y, sobre todo, Lucas transmi¬te además las correspondientes cuatro maldiciones.
¿A quiénes se dirige Jesús con el pronombre «voso¬tros»? En el episodio precedente Jesús ha elegido los doce apóstoles. Bajando con ellos, se detuvo en un paraje llano donde estaba una multitud de discípulos suyos y una gran muchedumbre del pueblo, que habían venido para oírlo y ser curados de sus enfermeda-des. Era cierto que la fama de Jesús y de sus milagros se había difundido como el fuego. Lo escuchaban, entonces, tres catego¬rías de personas: los doce, los demás discípulos y el pueblo. Entre estos últimos había todo tipo de personas, rico y pobre; hambriento y satisfecho; afligido y gozador. Todos nos podemos reco-nocer en este heterogéneo auditorio.
¡Un mensaje paradojal!
Si en el tiempo de Jesús esta enseñanza ya tenía toda su fuerza paradojal, ¡qué decir hoy día en que es-tamos sumidos y agobiados por el consumismo y en que la felici¬dad de una persona se mide por su poder adquisitivo! Hoy día todo parece decir: «Dichosos los que pueden comprar muchos bienes y gozar mucho de los placeres que ofrece este mundo». Toda la publici¬dad nos quiere convencer de que en eso consiste la felicidad. Y desde pequeños vamos poco a poco cediendo a estos “falsos criterios”.Jesús, en cambio, nos ad¬vierte: «¡Ay de ellos!, porque ya han recibido su consue¬lo». No se nos dice qué les espera después, pero su desti¬no será tal, que hay que compadecerse de ellos, a pesar de sus efímeras alegrías actuales: «¡Ay de ellos!».
La principal de las bienaventuranzas es la primera, con su opuesta maldición. En ellas se establece un claro contraste entre los pobres y los ricos: «Bienaventurados vosotros, los pobres... ¡Ay de vosotros, los ricos!». No se puede negar que ésta es una afirmación insólita y muy opuesta, como ya hemos dicho a los criterios que hoy rigen. Si Jesús se hubiera detenido allí, su afirma¬ción habría sido inexplicable; pero Él si-gue adelante indicando por qué unos son dichosos y otros desgraciados.
Igualmente descubrimos en la Primera Lectura del profeta Jeremías una contraposición de sabor sa-piencial que plantea la antítesis entre el hombre que confía totalmente en Dios y el que se fía solamente de los hombres, apartando su corazón de Dios. El primero es árbol fecundo, plantado junto al agua, y el se-gundo es cardo árido en la estepa del desierto. Estas ideas también las tenemos presentes en el bello salmo responsorial: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, más se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche! Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace sale bien» (Salmo 1, 1- 3).
¿Cuándo cambiará la situación presente?
Con sinceridad muchas veces, viendo el mal que va ganando espacio en el mundo, nos hemos pregun-tado: ¿Cuándo cambiará esta situación? ¿Es que Dios cierra su oído y su vista al mal en el mundo? La res-puesta la encontramos en la última bienaventuranza: «Grande será vuestra recompensa en el cielo». La situación futura tendrá lugar después de la muerte y será eterna. Esta enseñanza es formulada aquí por medio de propo¬si¬ciones univer¬sa¬les; pero Jesús tam¬bién la expuso de manera más viva y dramática por medio de una parábola: la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (ver Lc 16,19-31). Esto es exacta-mente lo que promete Dios a los hombres. Esta es la promesa que nosotros debemos de acoger. ¡Y no nos hagamos vanas ilusiones!
Esto queda más claro en las dos siguien¬tes bienaventuranzas -sobre los que padecen hambre y los que lloran-, que son una formu¬lación más concreta de la primera, pues aquí resuena como un campa¬nazo el adver¬bio de tiempo «ahora»: los que padecen hambre y lloran ahora, por este breve tiempo presente, serán saciados y reirán por toda la eternidad; en cambio, los que están saciados y ríen ahora, por este breve tiem-po presente, pade¬ce¬rán hambre y llora¬rán por toda la eternidad ¡y sin reme¬dio! Por eso los primeros son dicho¬sos y los segundos desgraciados.
San Pablo estaba bien asentado en esta enseñanza de las bienaventuranzas de Jesús como lo revela es-ta certeza que expresa en su segunda carta a los Corin¬tios: «No desfallece¬mos, aún cuando nuestro hom-bre exte¬rior se va desmoronan¬do... En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2Cor 4,16-17). La tribulación presente es leve y dura un mo-mento; la gloria futura es un pesado caudal que supera toda medida y dura eternamente. Esta certeza se fundamenta, justamente, en la resurrección de Jesucristo ya que: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana» (1Cor 15,17).
¿La pobreza es querida por Dios?
Hay que enfrentar un problema y deshacer una crítica que muchos en la historia superficial¬mente han hecho al cristia¬nis¬mo. Se le acusa de que con esta doctrina los cristianos se evaden de la realidad histórica actual y piensan solamente en el cielo. Alguno se preguntará: ¿En qué quedan todos los esfuerzos por su-pe¬rar la pobreza si Cristo enseña: «biena¬venturados los pobres»?
En realidad, el cristianismo es la única religión que no se evade de la historia y por lo tanto no es «esca-pista»; justamente porque su Dios, siendo eterno e inmutable, entró en la historia y se hizo hombre, dando a la dignidad del hombre toda su gran¬deza. Y para responder a la segunda pregunta, debemos reconocer que no hay un camino más seguro para superar la pobreza que, precisamente, amar la pobreza. Éste es el úni-co camino efi¬caz. Si todos, escu¬chando la ense¬ñanza de Cristo, amáramos la pobreza siendo Dios nuestra única y verdadera riqueza, entonces habría, tal vez, una mejor y más justa distribución de los bienes mate-riales entre los hombres.
La Iglesia desde su Enseñanza Social nos enseña, nos guía y nos ilumina de manera clara y concreta sobre la postura que debemos tener ante los problemas sociales que ciertamente existen y ante los cuales hay que tener una clara postura: ser solidarios, buscar el bien común, buscar y respetar a la persona huma-na (desde la concepción hasta su muerte natural) y vivir la subsidiariedad. El cristiano no es el que cree en «fuerzas cósmicas», en «piedras filosofales», en «otras vidas»; no. El cristiano es el que vive el amor y ca-ridad aquí y ahora. El que entendió esto más profun¬damente fue San Francisco de Asís, que en su testa-men¬to breve escribía: «Que los hermanos se amen siempre entre sí como yo los he amado y los amo; que siempre amen y obser¬ven a nuestra Señora de la Santa Pobreza y que sean siempre fieles súbditos de los prelados de la santa Madre Iglesia».
Una palabra del Santo Padre:
«Queridos amigos: El programa evangélico de las bienaventuranzas es trascendental para la vida del cristiano y para la trayectoria de todos los hombres. Para los jóvenes y para las jóvenes es sencillamente un programa fascinante. Bien se puede decir que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuestas por Jesús, ha comprendido y puede hacer realidad todo el Evangelio. En efecto, para sintonizar plena y certeramente con las bienaventuranzas, hay que captar en profundidad y en todas sus dimensiones las esencias del mensaje de Cristo, hay que aceptar sin reserva alguna el Evange-lio entero.
Ciertamente el ideal que el Señor propone en las bienaventuranzas es elevado y exigente. Pero por eso mismo resulta un programa de vida hecho a la medida de los jóvenes, ya que la característica fundamental de la juventud es la generosidad, la abertura a lo sublime y a lo arduo, el compromiso concreto y decidido en cosas que valgan la pena, humana y sobrenaturalmente.
La juventud está siempre en actitud de búsqueda, en marcha hacía las cumbres, hacia los ideales no-bles, tratando de encontrar respuestas a los interrogantes que continuamente plantea la existencia humana y la vida espiritual. Pues bien, ¿hay acaso ideal más alto que el que nos propone Jesucristo?
Por eso yo, Peregrino de la Evangelización, siento el deber de proclamar esta tarde ante vosotros, jóve-nes del Perú, que sólo en Cristo está la respuesta a las ansias más profundas de vuestro corazón, a la plenitud de todas vuestras aspiraciones; sólo en el Evangelio de las bienaventuranzas encontraréis el sen-tido de la vida y la luz plena sobre la dignidad y el misterio del hombre (Cfr. Gaudium et Spes, 22).
Jesús de Nazaret comenzó su misión mesiánica predicando la conversión en el nombre del reino de Dios. Las bienaventuranzas son precisamente el programa concreto de esa conversión. Con la venida de Cristo, Hijo de Dios, el reino se hace presente en medio de nosotros: «Está dentro de nosotros», y al mis-mo tiempo ese reino constituye la escatología, es decir, la meta definitiva de la existencia humana. Pues bien, cada una de las ocho bienaventuranzas señala esa meta ultratemporal.
Pero al mismo tiempo cada una de las bienaventuranzas afecta directa y plenamente al hombre en su existencia terrena y temporal. Todas las situaciones que forman el conjunto del destino humano y del com-portamiento del hombre están comprendidas de forma concreta, con su propio nombre, en las bienaventu-ranzas. Estas señalan y orientan en particular el comportamiento de los discípulos de Cristo, de sus testi-gos. Por eso las ocho bienaventuranzas constituyen el código más conciso de la moral evangélica, del esti-lo de vida del cristiano».
San Juan Pablo II. Hipódromo de Monterrico en Lima. Sábado 2 de Febrero de 1985.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo vivo el mensaje de las bienaventuranzas en mi vida cotidiana?
2. ¿Vivo realmente la pobreza de espíritu? ¿Cuáles son mis riquezas, ya que «dónde está mi tesoro ahí estará mi corazón» (ver Mt 6,21)?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1716- 1724.
<b>Publicación JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA, Sección TOLEDO</b>
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-17286441665386711152022-01-29T18:14:00.002+01:002022-01-29T18:14:46.142+01:004ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 4, 21-30<b></b>
<b>Hoy comienza el evangelio con la frase con la que terminaba el domingo anterior</b>. Jesús ha ido a la sinagoga de Nazaret y comenta unas palabras que ha leído del profeta Isaías. El profeta hablaba de las maravillas que Dios haría en los tiempos mesiánicos con los enfermos, predicándose la bondad de Dios a los pobres. Jesús comenta: “Hoy se están realizando estas maravillas”. Seguramente que hablaría bastante de esto último: sobre la bondad de Dios que se derrama sobre todos, pero muy especialmente con los pobres y oprimidos. El era un instrumento de Dios.
<b>El evangelio de hoy es para contarnos la reacción de la gente a las palabras de Jesús. </b>Parece que al principio hay una buena reacción de la mayoría, admirados por las palabras de Jesús, llenas de gracia. Pero poco a poco viene la extrañeza, la envidia de algunos que no soportan que uno de los suyos les venga a dar lecciones, sobre todo cuando Jesús llegase a las conclusiones: de que todos debemos ser imitadores de la bondad de Dios, y especialmente en un sentido universalista. A la envidia siguió el odio y al odio las acciones violentas. La gente, como suele suceder muchas veces, como sucedería el Viernes Santo, sigue a los principales del pueblo en la violencia.
<b>Dicen algunos que quizá san Lucas resume diversas visitas de Jesús a Nazaret</b>. En una le admirarían entusiasmados, pero en otra dominarían los envidiosos hasta llegar a querer matar a Jesús. Otros dicen que no hubo un cambio tan grande de sentimientos, sino que, cuando dice el evangelista que “se admiraron” era en sentido peyorativo: es decir que se extrañaron, con cierto estupor, de que un paisano suyo, sin instrucción, hijo de José, que había sido un hombre sencillo, ahora no sólo interpretase a Isaías, sino que se tomase la libertad de cambiar en algo el mensaje. Esto es porque Jesús no leyó todo lo que el profeta decía, que añadía: “proclamar el desquite de nuestro Dios”. Estas últimas palabras acentuaban un sentimiento nacionalista e incitaban a los violentos a vengarse de los enemigos y de los extranjeros. Jesús conscientemente no habló de este sentimiento, sino que acentuó más la misericordia de Dios.
<b>Como Jesús se vio atacado, se defendió acentuando la misericordia de Dios con algunos extranjeros, como aparecía en el Ant. Testamento.</b> Así recordó la misericordia de Dios con una mujer libanesa y un general sirio. Este recuerdo hoy mismo en Israel sería como una bomba. Es lo que pasó con aquellos nazaretanos que, como la mayoría de los galileos, eran muy nacionalistas y fanáticos de su Dios, como si sólo fuese bueno para ellos y fuese extraño y hostil para los extranjeros. Al anunciar este año de gracia de parte de Dios para todos, los nazaretanos creían que Jesús fuese un traidor.
<b>Esta frase: “¿No es éste hijo de José?”, es como una excusa para no seguir las palabras de Jesús. </b>Nosotros también ponemos excusas a Dios, cuando nos habla por medio del papa y de algún buen predicador. Ponemos excusas pensando que es una persona como nosotros. Las buscamos con tal de no seguir la bondad del Señor.
También hoy se nos propone a Jesucristo como modelo a seguir. Dios quiere hablar a través de nosotros. Nos escoge para que seamos profetas, dando testimonio de la bondad de Dios con nuestras obras y a veces con nuestras palabras. Pero nos da miedo, nos dan ganas de dimitir para no complicarnos la vida. Esto le pasó al profeta Jeremías. Hoy leemos en la 1ª lectura cómo Dios le manda ir a predicar y le tiene que dar ánimo, como si tuviera que ir a una batalla. En realidad para predicar el Reino de Dios en este mundo, donde domina la comodidad, se necesita ser valiente.
También Jesús tuvo que ser valiente. No busca halagar a nadie, sino que descubre las actitudes falsas, para que triunfe siempre la verdad. Aquellos nazaretanos creían conocer a Jesús y cerraron su corazón a la palabra de Dios. Nosotros a veces cerramos nuestro corazón, porque nos dejamos llevar por prejuicios. Dios no tiene acepción de personas, sino que acepta al que hace el bien, sea de donde sea.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-90020400781372965112022-01-29T18:05:00.001+01:002022-01-29T18:05:28.673+01:004ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 4, 21-30 Hoy comienza el evangelio con la frase con la que terminaba el domingo anterior<b></b>. Jesús ha ido a la sinagoga de Nazaret y comenta unas palabras que ha leído del profeta Isaías. El profeta hablaba de las maravillas que Dios haría en los tiempos mesiánicos con los enfermos, predicándose la bondad de Dios a los pobres. Jesús comenta: “Hoy se están realizando estas maravillas”. Seguramente que hablaría bastante de esto último: sobre la bondad de Dios que se derrama sobre todos, pero muy especialmente con los pobres y oprimidos. El era un instrumento de Dios.
El evangelio de hoy es para contarnos la reacción de la gente a las palabras de Jesús. Parece que al principio hay una buena reacción de la mayoría, admirados por las palabras de Jesús, llenas de gracia. Pero poco a poco viene la extrañeza, la envidia de algunos que no soportan que uno de los suyos les venga a dar lecciones, sobre todo cuando Jesús llegase a las conclusiones: de que todos debemos ser imitadores de la bondad de Dios, y especialmente en un sentido universalista. A la envidia siguió el odio y al odio las acciones violentas. La gente, como suele suceder muchas veces, como sucedería el Viernes Santo, sigue a los principales del pueblo en la violencia.
Dicen algunos que quizá san Lucas resume diversas visitas de Jesús a Nazaret. En una le admirarían entusiasmados, pero en otra dominarían los envidiosos hasta llegar a querer matar a Jesús. Otros dicen que no hubo un cambio tan grande de sentimientos, sino que, cuando dice el evangelista que “se admiraron” era en sentido peyorativo: es decir que se extrañaron, con cierto estupor, de que un paisano suyo, sin instrucción, hijo de José, que había sido un hombre sencillo, ahora no sólo interpretase a Isaías, sino que se tomase la libertad de cambiar en algo el mensaje. Esto es porque Jesús no leyó todo lo que el profeta decía, que añadía: “proclamar el desquite de nuestro Dios”. Estas últimas palabras acentuaban un sentimiento nacionalista e incitaban a los violentos a vengarse de los enemigos y de los extranjeros. Jesús conscientemente no habló de este sentimiento, sino que acentuó más la misericordia de Dios.
Como Jesús se vio atacado, se defendió acentuando la misericordia de Dios con algunos extranjeros, como aparecía en el Ant. Testamento. Así recordó la misericordia de Dios con una mujer libanesa y un general sirio. Este recuerdo hoy mismo en Israel sería como una bomba. Es lo que pasó con aquellos nazaretanos que, como la mayoría de los galileos, eran muy nacionalistas y fanáticos de su Dios, como si sólo fuese bueno para ellos y fuese extraño y hostil para los extranjeros. Al anunciar este año de gracia de parte de Dios para todos, los nazaretanos creían que Jesús fuese un traidor.
Esta frase: “¿No es éste hijo de José?”, es como una excusa para no seguir las palabras de Jesús. Nosotros también ponemos excusas a Dios, cuando nos habla por medio del papa y de algún buen predicador. Ponemos excusas pensando que es una persona como nosotros. Las buscamos con tal de no seguir la bondad del Señor.
También hoy se nos propone a Jesucristo como modelo a seguir. Dios quiere hablar a través de nosotros. Nos escoge para que seamos profetas, dando testimonio de la bondad de Dios con nuestras obras y a veces con nuestras palabras. Pero nos da miedo, nos dan ganas de dimitir para no complicarnos la vida. Esto le pasó al profeta Jeremías. Hoy leemos en la 1ª lectura cómo Dios le manda ir a predicar y le tiene que dar ánimo, como si tuviera que ir a una batalla. En realidad para predicar el Reino de Dios en este mundo, donde domina la comodidad, se necesita ser valiente.
También Jesús tuvo que ser valiente. No busca halagar a nadie, sino que descubre las actitudes falsas, para que triunfe siempre la verdad. Aquellos nazaretanos creían conocer a Jesús y cerraron su corazón a la palabra de Dios. Nosotros a veces cerramos nuestro corazón, porque nos dejamos llevar por prejuicios. Dios no tiene acepción de personas, sino que acepta al que hace el bien, sea de donde sea.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-5129097332036846122022-01-29T17:53:00.006+01:002022-01-29T17:53:40.647+01:004ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 4, 21-30 Hoy comienza el evangelio con la frase con la que terminaba el domingo anterior. Jesús ha ido a la sinagoga de Nazaret y comenta unas palabras que ha leído del profeta Isaías. <b></b>El profeta hablaba de las maravillas que Dios haría en los tiempos mesiánicos con los enfermos, predicándose la bondad de Dios a los pobres. Jesús comenta: “Hoy se están realizando estas maravillas”. Seguramente que hablaría bastante de esto último: sobre la bondad de Dios que se derrama sobre todos, pero muy especialmente con los pobres y oprimidos. El era un instrumento de Dios.
<b>El evangelio de hoy es para contarnos la reacción de la gente a las palabras de Jesús. </b>Parece que al principio hay una buena reacción de la mayoría, admirados por las palabras de Jesús, llenas de gracia. Pero poco a poco viene la extrañeza, la envidia de algunos que no soportan que uno de los suyos les venga a dar lecciones, sobre todo cuando Jesús llegase a las conclusiones: de que todos debemos ser imitadores de la bondad de Dios, y especialmente en un sentido universalista. A la envidia siguió el odio y al odio las acciones violentas. La gente, como suele suceder muchas veces, como sucedería el Viernes Santo, sigue a los principales del pueblo en la violencia.
Dicen algunos que quizá san Lucas resume diversas visitas de Jesús a Nazaret. En una le admirarían entusiasmados, pero en otra dominarían los envidiosos hasta llegar a querer matar a Jesús. Otros dicen que no hubo un cambio tan grande de sentimientos, sino que, cuando dice el evangelista que “se admiraron” era en sentido peyorativo: es decir que se extrañaron, con cierto estupor, de que un paisano suyo, sin instrucción, hijo de José, que había sido un hombre sencillo, ahora no sólo interpretase a Isaías, sino que se tomase la libertad de cambiar en algo el mensaje. Esto es porque Jesús no leyó todo lo que el profeta decía, que añadía: “proclamar el desquite de nuestro Dios”. Estas últimas palabras acentuaban un sentimiento nacionalista e incitaban a los violentos a vengarse de los enemigos y de los extranjeros. Jesús conscientemente no habló de este sentimiento, sino que acentuó más la misericordia de Dios.
<b>Como Jesús se vio atacado, se defendió acentuando la misericordia de Dios con algunos extranjeros, como aparecía en el Ant. Testamento.</b> Así recordó la misericordia de Dios con una mujer libanesa y un general sirio. Este recuerdo hoy mismo en Israel sería como una bomba. Es lo que pasó con aquellos nazaretanos que, como la mayoría de los galileos, eran muy nacionalistas y fanáticos de su Dios, como si sólo fuese bueno para ellos y fuese extraño y hostil para los extranjeros. Al anunciar este año de gracia de parte de Dios para todos, los nazaretanos creían que Jesús fuese un traidor.
Esta frase: “¿No es éste hijo de José?”, es como una excusa para no seguir las palabras de Jesús. Nosotros también ponemos excusas a Dios, cuando nos habla por medio del papa y de algún buen predicador. Ponemos excusas pensando que es una persona como nosotros. Las buscamos con tal de no seguir la bondad del Señor.
<b>También hoy se nos propone a Jesucristo como modelo a seguir. Dios quiere hablar a través de nosotros.</b> Nos escoge para que seamos profetas, dando testimonio de la bondad de Dios con nuestras obras y a veces con nuestras palabras. Pero nos da miedo, nos dan ganas de dimitir para no complicarnos la vida. Esto le pasó al profeta Jeremías. Hoy leemos en la 1ª lectura cómo Dios le manda ir a predicar y le tiene que dar ánimo, como si tuviera que ir a una batalla. En realidad para predicar el Reino de Dios en este mundo, donde domina la comodidad, se necesita ser valiente.
También Jesús tuvo que ser valiente. No busca halagar a nadie, sino que descubre las actitudes falsas, para que triunfe siempre la verdad. Aquellos nazaretanos creían conocer a Jesús y cerraron su corazón a la palabra de Dios. Nosotros a veces cerramos nuestro corazón, porque nos dejamos llevar por prejuicios. Dios no tiene acepción de personas, sino que acepta al que hace el bien, sea de donde sea.
padre, don SILVERIO
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-53157050290156031712022-01-29T17:46:00.000+01:002022-01-29T17:46:11.393+01:00Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 30 de enero de 2022 «Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó»<b></b>
<b>Lectura del libro del profeta Jeremías (1, 4-5.17-19): Te constituí profeta de las naciones.
</b>
En los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones. Tú cíñete los lomos: prepá-rate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte —oráculo del Señor—».
<b>Salm0 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17: Mi boca contará tu salvación, Señor. R./
</b>
A ti, Señor, me acojo: // no quede yo derrotado para siempre. // Tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, // inclina a mí tu oído y sálvame. R./
Sé tú mi roca de refugio, // el alcázar donde me salve, // porque mi peña y mi alcázar eres tú. // Dios mío, líbrame de la mano perversa. R./
Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza // y mi confianza, Señor, desde mi juventud. // En el vientre ma-terno ya me apoyaba en ti, // en el seno tú me sostenías. R./
Mi boca contará tu justicia, // y todo el día tu salvación, // Dios mío, me instruiste desde mi juventud, // y hasta hoy relato tus maravillas. R./
<b>Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 31-13,13) Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.
</b>
Hermanos: Ambicionad los carismas mayores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente.
Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mo-ver montañas, pero no tengo amor, no sería nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimien-to se acabará. Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (4, 21-30): Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es en-viado a los judíos.
</b>
En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que aca-báis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Mé-dico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm».
Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Is-rael había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin em-bargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
<b> Pautas para la reflexión personal
</b>
El vínculo entre las lecturas
Este Domingo las lecturas nos van a ayudar a meditar en algo que es fundamental para todo ser hu-mano: ¿qué es lo que Dios quiere de mí? ¿Para qué he sido creado? ¿Cuál es mi misión en este pasajero mundo? Jeremías, Pablo y el Señor Jesús nos van a mostrar, cada uno, la misión a la cual Dios nos ha convocado. Tres hombres con una única misión. El centro es sin duda Jesucristo, plenitud de la revelación. Nuestro Señor Jesús es el enviado del Padre para traernos la reconciliación a todos los hombres, sin distin-ción alguna entre judíos y gentiles (Evangelio).
La misión profética de Jesús está prefigurada en Jeremías, el gran profeta de Anatot durante el primer cuarto del siglo VI a.C., de cuya vocación y misión, en tiempos de la reforma religiosa del rey Josías y luego durante el asedio y la caída de Jerusalén, trata la Primera Lectura. Pablo, antes Saulo de Tarso, lleva ade-lante la enorme misión evangelizadora dada a los apóstoles directamente por Jesús, compartiéndonos en esta bella lectura, lo único que debe de alimentar el corazón del hombre: el amor.
«Antes de formarte…antes que salieras del seno…te consagré»
La vocación de Jeremías nos ayuda a entender el maravilloso designio de Dios para cada uno de noso-tros. Como la mayoría de las narraciones vocacionales, subraya la irrupción de Dios en la vida del hombre como algo inesperado y diferente. La palabra indica el carácter personal de esa comunicación divina; el imperativo expresa la experiencia del impulso irresistible; la objeción no es mero desahogo, sino que recoge las dificultades reales de la llamada y supone su libertad de aceptación; el signo externo, finalmente, equiva-le a las credenciales del enviado. Saber qué es lo que Dios quiere de mí debe ser una constante experiencia vital, pero aquí vemos ese primer momento crucial donde la persona toma conciencia de su propia dignidad y por lo tanto, de su llamado personal.
La misión de arrancar y arrasar, edificar y plantar (ver Jr 18,7; 31,28; 24,6; 31,40; 42,10 y 45,4), resume admirablemente las dos dimensiones fundamentales de la misión profética de Jeremías y, porqué no decir-lo, de todo cristiano: denuncia del pecado y el error; anuncio de la salvación y la reconciliación de Dios. La misión recibida obliga al profeta a estar preparado interna y externamente. Deberá hacer acopio de fortale-za para soportar los obstáculos y enemigos; comenzando por su propia fragilidad personal. Dios sale al en-cuentro y le dice que no tema porque «yo estoy contigo para salvarte».
«La mayor de todas es la caridad»
La Segunda Lectura es sin duda, una de las páginas más bellas de toda la Sagrada Escritura. Alguien ha llamado a esta singular página paulina el Cantar de los Cantares de la Nueva Alianza. También se la conoce habitualmente con el título de «himno al amor» o «himno a la caridad»; no tanto por el ritmo poético, que no es evidente, cuanto por el bello contenido. Este himno no está desvinculado del contexto inmediato, pues aunque su mensaje es eterno, cada línea, cada afirmación está orientada a iluminar a los corintios sobre el tema de los carismas.
Todo el mensaje se despliega en tres magníficas estrofas. Ante todo sin amor hasta las mejores cosas se reducen a la nada (1 Cor 13,1-3). Ni los carismas más apreciados, ni el conocimiento más sublime, ni la fe más acendrada, ni la limosna más generosa, valen algo desconectados del amor. Sólo el amor, el verdade-ro amor cristiano hace que tengan valor todas las realidades y comportamientos del creyente. En un se-gundo párrafo nos dice que el amor es el manantial de todos los bienes (1 Cor 13,4-7). En esta estrofa enumera san Pablo quince características o cualidades del verdadero amor al que presenta literariamente personificado de manera semejante a como se personifica a la sabiduría en los pasajes del Antiguo Testa-mento citados más arriba. Siete de estas cualidades se formulan positivamente y otras ocho de forma ne-gativa. Y se trata de cosas sencillas y cotidianas para que nadie piense que el amor es cosa de «sabios y entendidos». Pero al mismo tiempo se insinúa que ser fieles a este amor supone un comportamiento heroi-co, porque el común de los hombres, los corintios en concreto, actúan justamente al revés.
Finalmente, el amor es ya aquí y ahora lo que será eternamente ya que por él participamos de la misma vida divina (1 Cor 13,8-13). El amor del que aquí habla San Pablo no es el amor egoísta y autosuficiente. Es el amor cristiano (ágape) que se dirige conjuntamente a Dios y a nuestros hermanos, y que ha sido derra-mado por el Espíritu Santo en nuestros corazones (ver Rom 5,5); es, en fin, un amor sin límites como el que nos ha mostrado Jesús al entregarse por cada uno de nosotros.
Nos ha dicho Benedicto XVI en Deus Caritas est: «Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un “mandamiento” externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “ todo para todos” (cf. 1 Co 15, 28)» .
«¿No es éste el hijo de José?»
Cualquier persona que lea con atención el Evangelio de hoy puede percibir que se produce un cambio brusco en la multitud que escuchaba a Jesús. Después del discurso inaugural en que Jesús, explicando la profecía mesiánica de Isaías, la apropia a su persona (como se comentaba el Domingo pasado), el Evange-lio observa: «Todos en la sinagoga daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca». En términos modernos se podría decir que Jesús gozaba de gran populari-dad. Pero al final de la lectura la situación es exactamente la contraria ya que querían arrojarlo por despe-ñadero. ¿Qué pasó? ¿Por qué se produjo este cambio en el público? Lo que media entre ambas reacciones no es suficiente para explicar un cambio tan radical.
Cuando Jesús concluyó sus palabras, ganándose la admira¬ción y el entusiasmo de todos, a alguien se le ocurrió poner en duda su credibilidad recordando la humildad de su origen. Recordemos que esto ocurría en Nazaret donde Jesús se había criado. No pueden creer que alguien a quien conocen desde pequeño pueda haberse destacado así, y se preguntan: «¿De dónde le viene esto? ¿Qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?... ¿No es éste el carpintero, el hijo de Ma¬ría...?» (Mc 6,2-3). La envidia, esta pasión humana tan anti-gua, entra en juego y los ciega, impidiéndoles admitir la realidad de Jesús. Esto da pie para que Jesús diga la famosa sentencia: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria». Y les cita dos episodios de la historia sagrada en que Dios despliega su poder salvador sobre dos extranjeros. Cuando un predicador goza de prestigio y aceptación puede decir a sus oyentes esto y mucho más sin provocar por eso su ira. Es que aquí hay algo más profundo; aquí está teniendo cumplimiento lo que todos los evangelis-tas regis¬tran perple¬jos: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibie¬ron» (Jn 1,11). Estamos ante el misterio de la iniquidad humana: aquél que era «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14) iba a ser rechazado por los hombres hasta el punto de someterlo a la muerte más ignominiosa. Pero, aunque «nadie es profeta en su tierra» y la autoridad de Jesús era contesta¬da, aunque fue sacado de la sinagoga y de la ciudad a empujo-nes con intención de despeñarlo, sin embargo, Jesús mantiene su majestad, y queda dueño de la situación.
El pueblo de Israel, que había esperado y anhelado la venida del Mesías durante siglos y generaciones, cuando el Mesías vino, no lo reconocieron. Es que tenían otra idea de lo que debía ser el Mesías y no fueron capaces de convertir¬se a la idea del Mesías que tenía Dios. Un Mesías pobre que no tiene dónde reclinar su cabeza, que anuncia la Buena Noticia a los pobres y los declara «bienaventurados», que come con los pu-blicanos y pecadores y los llama a conver¬sión, esto no cuadraba con la idea del Mesías que se había for-mado Israel. La aceptación de Jesús como el Salvador, exigía un cambio radical de mentalidad; para decir-lo breve, exigía un acto de profunda fe. Y este Evangelio se sigue repitiendo hoy, porque también hoy Je-sús, por medio de su Iglesia, sigue diciendo las mismas cosas que provocaron el rechazo de sus contempo-ráneos. Y esas cosas provocan el rechazo también de muchos hombres y mujeres de hoy. También hoy es necesario un acto de confianza para aceptar a Jesús; estamos hablando del verdadero Jesús, es decir, del Jesús que no se encuentra sino en su Iglesia. Porque también hoy hay muchos que se han hecho una idea propia de Jesús, una idea de Jesús que les es simpática y que no los incomoda de ninguna manera, porque no les exige nada.
Una palabra del Santo Padre:
El Papa partió del relato del retorno de Jesús a Nazaret, como lo propone Lucas (4, 16-30) en uno de los pasajes del Evangelio entre los más «dramáticos», en el que —dijo el Pontífice— «se puede ver cómo es nuestra alma» y cómo el viento puede hacer que gire de una parte a otra. En Nazaret, como explicó el San-to Padre, «todos esperaban a Jesús. Querían encontrarle. Y Él fue a encontrar a su gente. Por primera vez volvía a su lugar. Y ellos le esperaban porque habían oído todo lo que Jesús había hecho en Cafarnaúm, los milagros. Y cuando inicia la ceremonia, como es costumbre, piden al huésped que lea el libro. Jesús hace esto y lee el libro del profeta Isaías, que era un poco la profecía sobre Él y por esto concluye la lectu-ra diciendo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”».
La primera reacción —explicó el Pontífice— fue bellísima; todos lo apreciaron. Pero después en el ánimo de alguno empezó a insinuarse la carcoma de la envidia y comenzó a decir: «¿Pero dónde ha estudiado éste? ¿No es éste el hijo de José? Y nosotros conocemos a toda la familia. ¿Pero en qué universidad ha estudiado?». Y empezaron a pretender que Él hiciera un milagro: sólo después creerían. «Ellos —precisó el Papa— querían el espectáculo: “Haz un milagro y todos nosotros creeremos en ti”. Pero Jesús no es un artista».
Jesús no hizo milagros en Nazaret. Es más, subrayó la poca fe de quien pedía el «espectáculo». Estos, observó el Papa Francisco, «se enfadaron mucho, y, levantándose, empujaban a Jesús hasta el monte para despeñarle y matarle». Lo que había empezado de una manera alegre corría peligro de concluir con un crimen, la muerte de Jesús «por los celos, por la envidia». Pero no se trata solamente de un suceso de hace dos mil años, evidenció el Obispo de Roma. «Esto —dijo— sucede cada día en nuestro corazón, en nuestras comunidades» cada vez que se acoge a alguien hablando bien de él el primer día y después cada vez menos hasta llegar a la habladuría casi al punto de «despellejarlo». Quien, en una comunidad, parlotea contra un hermano acaba por «quererlo matar», subrayó el Pontífice. «El apóstol Juan —recordó—, en la primera carta, capítulo 3, versículo 15, nos dice esto: el que odia en su corazón a su hermano es un homi-cida». Y el Papa añadió enseguida: «estamos habituados a la locuacidad, a las habladurías» y a menudo transformamos nuestras comunidades y también nuestra familia en un «infierno» donde se manifiesta esta forma de criminalidad que lleva a «matar al hermano y a la hermana con la lengua».
Entonces, ¿cómo construir una comunidad?, se preguntó el Pontífice. Así «como es el cielo», respondió; así como anuncia la Palabra de Dios: «Llega la voz del arcángel, el sonido de la trompa de Dios, el día de la resurrección. Y después de esto dice: y así para siempre estaremos con el Señor». Por lo tanto, «para que haya paz en una comunidad, en una familia, en un país, en el mundo, debemos empezar a estar con el Se-ñor. Y donde está el Señor no hay envidia, no está la criminalidad, no existen celos. Hay fraternidad. Pida-mos esto al Señor: jamás matar al prójimo con nuestra lengua y estar con el Señor como todos nosotros estaremos en el cielo».
Papa Francisco. Misa matutina. Lunes 2 de septiembre de 2013
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo puedo predicar la Palabra de Dios en mi vida diaria? ¿En qué momentos lo podría hacer?
2. Todos estamos llamados a conocer lo que Dios quiere de nosotros de manera particular. Recemos para saber entender nuestra vida desde lo que Dios quiere.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 494. 781. 897-913.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-65269847362755526562022-01-29T17:37:00.002+01:002022-01-29T17:37:40.496+01:00Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-2993066958820686512022-01-29T17:37:00.000+01:002022-01-29T17:37:15.125+01:00Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 30 de enero de 2022 «Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó»<b></b>
<b>Lectura del libro del profeta Jeremías (1, 4-5.17-19): Te constituí profeta de las naciones.
</b>
En los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones. Tú cíñete los lomos: prepá-rate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte —oráculo del Señor—».
<b>Salm0 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17: Mi boca contará tu salvación, Señor. R./
</b>
A ti, Señor, me acojo: // no quede yo derrotado para siempre. // Tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, // inclina a mí tu oído y sálvame. R./
Sé tú mi roca de refugio, // el alcázar donde me salve, // porque mi peña y mi alcázar eres tú. // Dios mío, líbrame de la mano perversa. R./
Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza // y mi confianza, Señor, desde mi juventud. // En el vientre ma-terno ya me apoyaba en ti, // en el seno tú me sostenías. R./
Mi boca contará tu justicia, // y todo el día tu salvación, // Dios mío, me instruiste desde mi juventud, // y hasta hoy relato tus maravillas. R./
<b>Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 31-13,13) Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.
</b>
Hermanos: Ambicionad los carismas mayores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente.
Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mo-ver montañas, pero no tengo amor, no sería nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimien-to se acabará. Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (4, 21-30): Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es en-viado a los judíos.
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En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que aca-báis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Mé-dico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm».
Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Is-rael había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin em-bargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
<b>Pautas para la reflexión personal
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El vínculo entre las lecturas
Este Domingo las lecturas nos van a ayudar a meditar en algo que es fundamental para todo ser hu-mano: ¿qué es lo que Dios quiere de mí? ¿Para qué he sido creado? ¿Cuál es mi misión en este pasajero mundo? Jeremías, Pablo y el Señor Jesús nos van a mostrar, cada uno, la misión a la cual Dios nos ha convocado. Tres hombres con una única misión. El centro es sin duda Jesucristo, plenitud de la revelación. Nuestro Señor Jesús es el enviado del Padre para traernos la reconciliación a todos los hombres, sin distin-ción alguna entre judíos y gentiles (Evangelio).
La misión profética de Jesús está prefigurada en Jeremías, el gran profeta de Anatot durante el primer cuarto del siglo VI a.C., de cuya vocación y misión, en tiempos de la reforma religiosa del rey Josías y luego durante el asedio y la caída de Jerusalén, trata la Primera Lectura. Pablo, antes Saulo de Tarso, lleva ade-lante la enorme misión evangelizadora dada a los apóstoles directamente por Jesús, compartiéndonos en esta bella lectura, lo único que debe de alimentar el corazón del hombre: el amor.
«Antes de formarte…antes que salieras del seno…te consagré»
La vocación de Jeremías nos ayuda a entender el maravilloso designio de Dios para cada uno de noso-tros. Como la mayoría de las narraciones vocacionales, subraya la irrupción de Dios en la vida del hombre como algo inesperado y diferente. La palabra indica el carácter personal de esa comunicación divina; el imperativo expresa la experiencia del impulso irresistible; la objeción no es mero desahogo, sino que recoge las dificultades reales de la llamada y supone su libertad de aceptación; el signo externo, finalmente, equiva-le a las credenciales del enviado. Saber qué es lo que Dios quiere de mí debe ser una constante experiencia vital, pero aquí vemos ese primer momento crucial donde la persona toma conciencia de su propia dignidad y por lo tanto, de su llamado personal.
La misión de arrancar y arrasar, edificar y plantar (ver Jr 18,7; 31,28; 24,6; 31,40; 42,10 y 45,4), resume admirablemente las dos dimensiones fundamentales de la misión profética de Jeremías y, porqué no decir-lo, de todo cristiano: denuncia del pecado y el error; anuncio de la salvación y la reconciliación de Dios. La misión recibida obliga al profeta a estar preparado interna y externamente. Deberá hacer acopio de fortale-za para soportar los obstáculos y enemigos; comenzando por su propia fragilidad personal. Dios sale al en-cuentro y le dice que no tema porque «yo estoy contigo para salvarte».
«La mayor de todas es la caridad»
La Segunda Lectura es sin duda, una de las páginas más bellas de toda la Sagrada Escritura. Alguien ha llamado a esta singular página paulina el Cantar de los Cantares de la Nueva Alianza. También se la conoce habitualmente con el título de «himno al amor» o «himno a la caridad»; no tanto por el ritmo poético, que no es evidente, cuanto por el bello contenido. Este himno no está desvinculado del contexto inmediato, pues aunque su mensaje es eterno, cada línea, cada afirmación está orientada a iluminar a los corintios sobre el tema de los carismas.
Todo el mensaje se despliega en tres magníficas estrofas. Ante todo sin amor hasta las mejores cosas se reducen a la nada (1 Cor 13,1-3). Ni los carismas más apreciados, ni el conocimiento más sublime, ni la fe más acendrada, ni la limosna más generosa, valen algo desconectados del amor. Sólo el amor, el verdade-ro amor cristiano hace que tengan valor todas las realidades y comportamientos del creyente. En un se-gundo párrafo nos dice que el amor es el manantial de todos los bienes (1 Cor 13,4-7). En esta estrofa enumera san Pablo quince características o cualidades del verdadero amor al que presenta literariamente personificado de manera semejante a como se personifica a la sabiduría en los pasajes del Antiguo Testa-mento citados más arriba. Siete de estas cualidades se formulan positivamente y otras ocho de forma ne-gativa. Y se trata de cosas sencillas y cotidianas para que nadie piense que el amor es cosa de «sabios y entendidos». Pero al mismo tiempo se insinúa que ser fieles a este amor supone un comportamiento heroi-co, porque el común de los hombres, los corintios en concreto, actúan justamente al revés.
Finalmente, el amor es ya aquí y ahora lo que será eternamente ya que por él participamos de la misma vida divina (1 Cor 13,8-13). El amor del que aquí habla San Pablo no es el amor egoísta y autosuficiente. Es el amor cristiano (ágape) que se dirige conjuntamente a Dios y a nuestros hermanos, y que ha sido derra-mado por el Espíritu Santo en nuestros corazones (ver Rom 5,5); es, en fin, un amor sin límites como el que nos ha mostrado Jesús al entregarse por cada uno de nosotros.
Nos ha dicho Benedicto XVI en Deus Caritas est: «Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un “mandamiento” externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “ todo para todos” (cf. 1 Co 15, 28)» .
«¿No es éste el hijo de José?»
Cualquier persona que lea con atención el Evangelio de hoy puede percibir que se produce un cambio brusco en la multitud que escuchaba a Jesús. Después del discurso inaugural en que Jesús, explicando la profecía mesiánica de Isaías, la apropia a su persona (como se comentaba el Domingo pasado), el Evange-lio observa: «Todos en la sinagoga daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca». En términos modernos se podría decir que Jesús gozaba de gran populari-dad. Pero al final de la lectura la situación es exactamente la contraria ya que querían arrojarlo por despe-ñadero. ¿Qué pasó? ¿Por qué se produjo este cambio en el público? Lo que media entre ambas reacciones no es suficiente para explicar un cambio tan radical.
Cuando Jesús concluyó sus palabras, ganándose la admira¬ción y el entusiasmo de todos, a alguien se le ocurrió poner en duda su credibilidad recordando la humildad de su origen. Recordemos que esto ocurría en Nazaret donde Jesús se había criado. No pueden creer que alguien a quien conocen desde pequeño pueda haberse destacado así, y se preguntan: «¿De dónde le viene esto? ¿Qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?... ¿No es éste el carpintero, el hijo de Ma¬ría...?» (Mc 6,2-3). La envidia, esta pasión humana tan anti-gua, entra en juego y los ciega, impidiéndoles admitir la realidad de Jesús. Esto da pie para que Jesús diga la famosa sentencia: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria». Y les cita dos episodios de la historia sagrada en que Dios despliega su poder salvador sobre dos extranjeros. Cuando un predicador goza de prestigio y aceptación puede decir a sus oyentes esto y mucho más sin provocar por eso su ira. Es que aquí hay algo más profundo; aquí está teniendo cumplimiento lo que todos los evangelis-tas regis¬tran perple¬jos: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibie¬ron» (Jn 1,11). Estamos ante el misterio de la iniquidad humana: aquél que era «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14) iba a ser rechazado por los hombres hasta el punto de someterlo a la muerte más ignominiosa. Pero, aunque «nadie es profeta en su tierra» y la autoridad de Jesús era contesta¬da, aunque fue sacado de la sinagoga y de la ciudad a empujo-nes con intención de despeñarlo, sin embargo, Jesús mantiene su majestad, y queda dueño de la situación.
El pueblo de Israel, que había esperado y anhelado la venida del Mesías durante siglos y generaciones, cuando el Mesías vino, no lo reconocieron. Es que tenían otra idea de lo que debía ser el Mesías y no fueron capaces de convertir¬se a la idea del Mesías que tenía Dios. Un Mesías pobre que no tiene dónde reclinar su cabeza, que anuncia la Buena Noticia a los pobres y los declara «bienaventurados», que come con los pu-blicanos y pecadores y los llama a conver¬sión, esto no cuadraba con la idea del Mesías que se había for-mado Israel. La aceptación de Jesús como el Salvador, exigía un cambio radical de mentalidad; para decir-lo breve, exigía un acto de profunda fe. Y este Evangelio se sigue repitiendo hoy, porque también hoy Je-sús, por medio de su Iglesia, sigue diciendo las mismas cosas que provocaron el rechazo de sus contempo-ráneos. Y esas cosas provocan el rechazo también de muchos hombres y mujeres de hoy. También hoy es necesario un acto de confianza para aceptar a Jesús; estamos hablando del verdadero Jesús, es decir, del Jesús que no se encuentra sino en su Iglesia. Porque también hoy hay muchos que se han hecho una idea propia de Jesús, una idea de Jesús que les es simpática y que no los incomoda de ninguna manera, porque no les exige nada.
Una palabra del Santo Padre:
El Papa partió del relato del retorno de Jesús a Nazaret, como lo propone Lucas (4, 16-30) en uno de los pasajes del Evangelio entre los más «dramáticos», en el que —dijo el Pontífice— «se puede ver cómo es nuestra alma» y cómo el viento puede hacer que gire de una parte a otra. En Nazaret, como explicó el San-to Padre, «todos esperaban a Jesús. Querían encontrarle. Y Él fue a encontrar a su gente. Por primera vez volvía a su lugar. Y ellos le esperaban porque habían oído todo lo que Jesús había hecho en Cafarnaúm, los milagros. Y cuando inicia la ceremonia, como es costumbre, piden al huésped que lea el libro. Jesús hace esto y lee el libro del profeta Isaías, que era un poco la profecía sobre Él y por esto concluye la lectu-ra diciendo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”».
La primera reacción —explicó el Pontífice— fue bellísima; todos lo apreciaron. Pero después en el ánimo de alguno empezó a insinuarse la carcoma de la envidia y comenzó a decir: «¿Pero dónde ha estudiado éste? ¿No es éste el hijo de José? Y nosotros conocemos a toda la familia. ¿Pero en qué universidad ha estudiado?». Y empezaron a pretender que Él hiciera un milagro: sólo después creerían. «Ellos —precisó el Papa— querían el espectáculo: “Haz un milagro y todos nosotros creeremos en ti”. Pero Jesús no es un artista».
Jesús no hizo milagros en Nazaret. Es más, subrayó la poca fe de quien pedía el «espectáculo». Estos, observó el Papa Francisco, «se enfadaron mucho, y, levantándose, empujaban a Jesús hasta el monte para despeñarle y matarle». Lo que había empezado de una manera alegre corría peligro de concluir con un crimen, la muerte de Jesús «por los celos, por la envidia». Pero no se trata solamente de un suceso de hace dos mil años, evidenció el Obispo de Roma. «Esto —dijo— sucede cada día en nuestro corazón, en nuestras comunidades» cada vez que se acoge a alguien hablando bien de él el primer día y después cada vez menos hasta llegar a la habladuría casi al punto de «despellejarlo». Quien, en una comunidad, parlotea contra un hermano acaba por «quererlo matar», subrayó el Pontífice. «El apóstol Juan —recordó—, en la primera carta, capítulo 3, versículo 15, nos dice esto: el que odia en su corazón a su hermano es un homi-cida». Y el Papa añadió enseguida: «estamos habituados a la locuacidad, a las habladurías» y a menudo transformamos nuestras comunidades y también nuestra familia en un «infierno» donde se manifiesta esta forma de criminalidad que lleva a «matar al hermano y a la hermana con la lengua».
Entonces, ¿cómo construir una comunidad?, se preguntó el Pontífice. Así «como es el cielo», respondió; así como anuncia la Palabra de Dios: «Llega la voz del arcángel, el sonido de la trompa de Dios, el día de la resurrección. Y después de esto dice: y así para siempre estaremos con el Señor». Por lo tanto, «para que haya paz en una comunidad, en una familia, en un país, en el mundo, debemos empezar a estar con el Se-ñor. Y donde está el Señor no hay envidia, no está la criminalidad, no existen celos. Hay fraternidad. Pida-mos esto al Señor: jamás matar al prójimo con nuestra lengua y estar con el Señor como todos nosotros estaremos en el cielo».
Papa Francisco. Misa matutina. Lunes 2 de septiembre de 2013
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo puedo predicar la Palabra de Dios en mi vida diaria? ¿En qué momentos lo podría hacer?
2. Todos estamos llamados a conocer lo que Dios quiere de nosotros de manera particular. Recemos para saber entender nuestra vida desde lo que Dios quiere.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 494. 781. 897-913.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-30893148978863906042022-01-21T10:49:00.000+01:002022-01-21T10:49:41.286+01:00Domingo de la Semana 3ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar»<b></b>
<b><b>Lectura del libro de Nehemías 8,2-4a.5-6. 8-10: Leyeron el libro de la Ley, explicando su sentido.
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En aquellos días, el día primero del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la co-munidad: hombres, mujeres y cuantos tenían uso de razón. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura del libro de la ley.
El escriba Esdras se puso en pie sobre una tribuna de madera levantada para la ocasión. Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levanta-das: «Amén, amén». Luego se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra.
Los levitas leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que enten-dieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que ins-truían al pueblo dijeron a toda la asamblea: «Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tris-tes ni lloréis» (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley).
Nehemías les dijo: «Id, comed buenos manjares y bebed buen vino, e invitad a los que no tienen nada preparado, pues este día está consagrado al Señor. ¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!».
<b><b>Salmo 18,8.9.10.15: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. R./
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La ley del Señor es perfecta // y es descanso del alma; // el precepto del Señor es fiel // e instruye a los ignorantes. R./
Los mandatos del Señor son rectos // y alegran el corazón; // la norma del Señor es límpida // y da luz a los ojos. R./
El temor del Señor es puro // y eternamente estable; // los mandamientos del Señor son verdaderos // y enteramente justos. R./
Que te agraden las palabras de mi boca, // y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, // Señor, Roca mía, Redentor mío. R./
<b><b>Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 12, 12-30: Vosotros sois el cuerpo de Cris-to, y cada uno es un miembro.
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Hermanos: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuer-po, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Pues el cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos.
Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser par-te del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿dónde estaría el oído?; si fuera todo oído, ¿dónde estaría el olfato? Pues bien, Dios distribuyó cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Sin embargo, aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo.
El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No os nece-sito». Sino todo lo contrario, los miembros que parecen más débiles son necesarios. Y los miembros del cuerpo que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan.
Pues bien, Dios organizó el cuerpo dando mayor honor a lo que carece de él, para que así no haya divi-sión en el cuerpo, sino que más bien todos los miembros se preocupen por igual unos de otros. Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él.
Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro.
Pues en la Iglesia Dios puso en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas; en el ter-cero, a los maestros; después, los milagros; después el carisma de curaciones, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas.
¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?
<b><b>Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1,1-4; 4, 14-21: Hoy se ha cumplido esta Escritura.
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Ilustre Teófilo: Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos ocula-res y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clava-dos en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Jesús es el Maestro Bueno que va a explicar el sentido pleno de las Escrituras ya que Él mismo es la «Palabra» viva del Padre «que habitó entre nosotros». En la Primera Lectura vemos al sacerdote Esdras que lee el libro de la Ley ante todo el pueblo, «explicando el sentido, para que pudieran entender lo que se leía».En la sinagoga de Nazaret, Jesús se levanta, un día de sábado, para hacer la lectura del volumen del profeta Isaías, que le fue entregado por el sacristán de la sinagoga (Evangelio). Luego explica, ante un ató-nito grupo, el cumplimiento de la profecía de Isaías: «Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que aca-báis de escuchar». Todos los miembros de la Iglesia de Dios tenemos que alimentarnos de la Palabra y para ello cada uno debe de responder a las gracias y dones que Dios nos ha dado para la edificación de todos.
«No estéis tristes: la alegría de Yahveh es vuestra fortaleza»
El rey persa Artajerjes dio autorización para que Nehemías, copero real y un judío piadoso que vivía en el destierro, se pusiera al mando de un grupo de israelitas que regresaban a Jerusalén en el año 445 a.C.
El libro de Nehemías recoge las memorias de un dirigente celoso por su pueblo que deposita toda su confianza en Dios. Para Nehemías orar era casi tan natural como respirar. Al regresar a Jerusalén anima al pueblo a reconstruir las murallas de la ciudad teniendo siempre una fuerte oposición.
Entre los escombros encuentran los libros de la ley. Israel escucha después de largos años nuevamen-te la palabra de Dios y llora. Llora de emoción por haber encontrado el gran tesoro del pueblo elegido. El sacerdote Esdras proclama el libro de la ley durante toda la mañana hasta el mediodía. Al momento de abrir Esdras el libro de la ley para proclamar la palabra de Dios, todo el pueblo se pone de pie. «Hoy es un día consagrado al Señor, no hagáis duelo, ni lloréis... No estéis tristes pues el gozo del Señor es vuestra forta-leza». El pueblo se siente profundamente conmovido, confiesa sus yerros y se convierte de nuevo a Dios.
«Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es su miembro»
San Pablo hace la analogía entre el cuerpo humano y la Iglesia. Del mismo modo que el cuerpo es uno pero poseedor de muchos miembros, la Iglesia es una por el Espíritu Santo que la habita pero sus miembros son muchos. La diversidad de miembros y de carismas es una riqueza para el apóstol. Nadie debe ser me-nospreciado. Nadie puede decir a otro: «no te necesito» o decirse a sí mismo: «no soy importante»; ya que todos los miembros son necesarios, especialmente los más débiles. Concluye Pablo insinuando que no to-dos los carismas son iguales. Existe una jerarquía y un orden necesario. A la cabeza están los apóstoles, los que hablan de parte de Dios, los encargados de enseñar. Después vienen otros carismas. Para San Pablo la realidad carismática abarca la vida entera de la comunidad. Y es muy significativo que los primeros ca-rismas pertenecen a aquellos que tienen una responsabilidad en la Iglesia.
«Ilustre Teófilo…»
Imitando el estilo de los historiadores de su tiempo, San Lucas nos indica el minucioso cuidado con el que ha reunido las tradiciones anteriores. Él no es un testigo ocular y con su obra no sólo quiere hacer histo-ria, sino confirmar la enseñanza que los miembros de su comunidad han recibido. El prólogo nos informa, además, del proceso por el cual se llega a escribir un Evangelio. En el origen de todo está el mismo Jesús y los testigos oculares que han predicado los hechos y dichos del Maestro. Poco a poco han ido surgiendo diversos relatos a los que San Lucas ha tenido acceso. En su caso, muy probablemente entre otros, el mismo Evangelio de San Marcos. Estos relatos, junto con otras tradiciones propias, le han permitido com-poner su Evangelio.
¿Quién es el «ilustre Teófilo» al que dedica Lucas su obra? Su nombre significa «amigo de Dios» y es probable que haya sido personaje importante. El título que se le da, «ilustre», lo usa San Lucas en el libro de los Hechos (ver Hch 23,26; 24,3; 26,25) para describir los altos cargos gubernamentales. Según esto, de-bemos concluir que se trataría de una persona de alto rango social, amigo personal de Lucas. El ilustre Teó-filo no reaparece sino en el prólogo del libro de los Hechos de los Apóstoles: «El primer libro lo escribí, Teófi-lo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch 1,1).
Esto nos permite deducir que la obra de Lucas se compone de dos tomos, el Evangelio y los Hechos, que abrazan respecti¬vamente la vida y el ministe¬rio de Jesús y la historia de la Iglesia naciente. El objetivo de su obra es que Teófilo conozca la solidez de la enseñanza en que «ha sido catequizado» (así dice literal-mente). El verbo «katecheo» contiene la raíz de la palabra «eco» y según su etimología significa: «Hacer resonar desde lo alto». Lo que Lucas escribe es una Palabra que tiene su origen en lo alto y que sido reve-lada a los hombres en el ministerio y la vida de Jesús de Nazaret y en la vida de la Iglesia. El Catecismo es justamente la exposición ordenada y completa de todo esto. De aquí el acento en que estas cosas han sido transmitidas por «los servidores de la Palabra» (Lc 1, 2), y la repetición a modo de estribillo del libro de los Hechos: «La Palabra de Dios iba creciendo... La Palabra de Dios crecía y se multiplicaba... » (ver Hch 6,7; 12,24; 19,20).
«Hoy se ha cumplido…»
La segunda parte del Evangelio de hoy nos presenta a Jesús en la sinagoga de su pueblo natal Nazaret. Era su costumbre ir a la sinagoga el sábado. Pero esta vez ocurre algo nuevo: Jesús se alza para hacer la lectura. Tocaba un pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anun-ciar a los pobres el Evange¬lio...». Cuando terminó la lectura, «todos los ojos esta¬ban fijos sobre Él». Era necesario explicar este texto. Para todos era claro que esa profecía anunciaba un Ungido (Mesías) por el Espíritu Santo, un personaje que se espe¬raba en algún momento del futuro para traer la liberación a los cau-tivos y promulgar un «año de gracia del Señor», es decir, un Jubileo definitivo. Pero todos querían oír qué homilía haría Jesús. Si era claro que se hablaba del Mesías espera¬do, había que decir cuándo vendría, cuá-les serían los signos que indicarían la inminencia de su venida, cómo sería su venida, cuál sería su aspecto externo, etc. Había muchas preguntas que responder.
Jesús da una explicación que responde a todo eso: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Esta frase contiene uno de esos "hoy" que no tienen ocaso y que están siempre abiertos. Es lo que comenta la Carta a los Hebreos: «Exhortaos mutuamente cada día mientras dure este 'hoy' para que nin-guno de vosotros se endurezca» (Hebr 3,13). Jesús quiere decir que «hoy» ha tenido cumplimiento la espe-ranza de los siglos, hoy son los tiempos del Mesías, ya no se debe esperar más. Todas las antiguas profe-cías que decían: «Aquel día vendrá el Señor y salvará a su pueblo», tienen su cumplimiento hoy. Hoy «se ha cumplido el tiempo» (Mc 1,15), hoy «ha llegado la pleni¬tud de los tiempos» (Gal 4,4). Otro sentido aún más profundo de las palabras de Jesús es éste: la profecía leída tiene cumplimiento hoy porque «tiene cumplimiento en mí». Yo soy el único que puede leer las palabras de esta profecía con propiedad: «El Espí-ritu Santo está sobre mí porque me ha ungido a mi». La profecía no se refiere a otro que vendrá sino a mí que estoy aquí. A la pregunta que sobre estas profecías de Isaías hacía el eunuco etíope al diácono Felipe: «¿Eso lo dice el profeta de sí mismo o de otro?» (Hch 8,34), Jesús le respon¬dería: «Lo dice de mí».
Una palabra del Santo Padre:
««Jesús comenzó a predicar» (Mt 4,17). Así, el evangelista Mateo introdujo el ministerio de Jesús: Él, que es la Palabra de Dios, vino a hablarnos con sus palabras y con su vida. En este primer domingo de la Palabra de Dios vamos a los orígenes de su predicación, a las fuentes de la Palabra de vida. Hoy nos ayu-da el Evangelio (Mt 4, 12-23), que nos dice cómo, dónde y a quién Jesús comenzó a predicar.
1. ¿Cómo comenzó? Con una frase muy simple: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (v. 17). Esta es la base de todos sus discursos: Nos dice que el reino de los cielos está cerca. ¿Qué signi-fica? Por reino de los cielos se entiende el reino de Dios, es decir su forma de reinar, de estar ante noso-tros. Ahora, Jesús nos dice que el reino de los cielos está cerca, que Dios está cerca. Aquí está la nove-dad, el primer mensaje: Dios no está lejos, el que habita los cielos descendió a la tierra, se hizo hombre. Eliminó las barreras, canceló las distancias. No lo merecíamos: Él vino a nosotros, vino a nuestro encuen-tro. Y esta cercanía de Dios con su pueblo es una costumbre suya, desde el principio, incluso desde el Antiguo Testamento. Le dijo al pueblo: “Piensa: ¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como yo lo estoy contigo?” (cf. Dt 4,7). Y esta cercanía se hizo carne en Jesús.
Es un mensaje de alegría: Dios vino a visitarnos en persona, haciéndose hombre. No tomó nuestra condición humana por un sentido de responsabilidad, no, sino por amor. Por amor asumió nuestra humani-dad, porque se asume lo que se ama. Y Dios asumió nuestra humanidad porque nos ama y libremente quiere darnos esa salvación que nosotros solos no podemos darnos. Él desea estar con nosotros, darnos la belleza de vivir, la paz del corazón, la alegría de ser perdonados y de sentirnos amados.
Entonces entendemos la invitación directa de Jesús: “Convertíos”, es decir, “cambia tu vida”. Cambia tu vida porque ha comenzado una nueva forma de vivir: ha terminado el tiempo de vivir para ti mismo; ha comenzado el tiempo de vivir con Dios y para Dios, con los demás y para los demás, con amor y por amor. Jesús también te repite hoy: “¡Ánimo, estoy cerca de ti, hazme espacio y tu vida cambiará!”. Jesús llama a la puerta. Es por eso que el Señor te da su Palabra, para que puedas aceptarla como la carta de amor que escribió para ti, para hacerte sentir que está a tu lado. Su Palabra nos consuela y nos anima. Al mismo tiempo, provoca la conversión, nos sacude, nos libera de la parálisis del egoísmo. Porque su Palabra tiene este poder: cambia la vida, hace pasar de la oscuridad a la luz. Esta es la fuerza de su Palabra.
2. Si vemos dónde Jesús comenzó a predicar, descubrimos que comenzó precisamente en las regio-nes que entonces se consideraban “oscuras”. La primera lectura y el Evangelio, de hecho, nos hablan de aquellos que estaban «en tierra y sombras de muerte»: son los habitantes del «territorio de Zabulón y Nef-talí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles» (Mt 4,15-16; cf. Is 8,23-9,1). Galilea de los gentiles: la región donde Jesús inició a predicar se llamaba así porque estaba habitada por diferentes personas y era una verdadera mezcla de pueblos, idiomas y culturas. De hecho, estaba la vía del mar, que representaba una encrucijada. Allí vivían pescadores, comerciantes y extranjeros: ciertamente no era el lugar donde se encontraba la pureza religiosa del pueblo elegido. Sin embargo, Jesús comenzó desde allí: no desde el atrio del templo en Jerusalén, sino desde el lado opuesto del país, desde la Galilea de los genti-les, desde un lugar fronterizo. Comenzó desde una periferia.
De esto podemos sacar un mensaje: la Palabra que salva no va en busca de lugares preservados, es-terilizados y seguros. Viene en nuestras complejidades, en nuestra oscuridad. Hoy, como entonces, Dios desea visitar aquellos lugares donde creemos que no llega. Cuántas veces preferimos cerrar la puerta, ocultando nuestras confusiones, nuestras opacidades y dobleces. Las sellamos dentro de nosotros mien-tras vamos al Señor con algunas oraciones formales, teniendo cuidado de que su verdad no nos sacuda por dentro. Y esta es una hipocresía escondida. Pero Jesús —dice el Evangelio hoy— «recorría toda Gali-lea […], proclamando el Evangelio del reino y curando toda enfermedad» (v. 23). Atravesó toda aquella re-gión multifacética y compleja. Del mismo modo, no tiene miedo de explorar nuestros corazones, nuestros lugares más ásperos y difíciles. Él sabe que sólo su perdón nos cura, sólo su presencia nos transforma, sólo su Palabra nos renueva. A Él, que ha recorrido la vía del mar, abramos nuestros caminos más tortuo-sos —aquellos que tenemos dentro y que no deseamos ver, o escondemos—; dejemos que su Palabra entre en nosotros, que es «viva y eficaz, tajante […] y juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12).
3. Finalmente, ¿a quién comenzó Jesús a hablar? El Evangelio dice que «paseando junto al mar de Ga-lilea vio a dos hermanos […] que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”» (Mt 4,18-19). Los primeros destinatarios de la llamada fueron pescadores; no personas cuidadosamente seleccionadas en base a sus habilidades, ni hombres piadosos que estaban en el templo rezando, sino personas comunes y corrientes que trabajaban.
Evidenciamos lo que Jesús les dijo: os haré pescadores de hombres. Habla a los pescadores y usa un lenguaje comprensible para ellos. Los atrae a partir de su propia vida. Los llama donde están y como son, para involucrarlos en su misma misión. «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). ¿Por qué inmediatamente? Sencillamente porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son sufi-cientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Sólo Él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida. Como lo hizo con aquellos discípulos que lo escucharon».
Papa Francisco. III Domingo del Tiempo Ordinario, 26 de enero de 2020
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Tengo presente la lectura de la Biblia en mi vida? ¿La leo regularmente? ¿La estudio y rezo con ella?
2. Todos los bautizados hacemos parte del Cuerpo de Cristo: la Santa Iglesia. Participo activamente, rezo, me preocupo por la Iglesia. ¿Qué hago para acercarme más a la Iglesia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 436. 695.714. 1286.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente de ADORACION NOCTURNA ESPAÑOLA, Toledo
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-48155731530519005672022-01-20T08:48:00.002+01:002022-01-20T08:48:57.104+01:00Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-9099935859138601342022-01-20T08:48:00.000+01:002022-01-20T08:48:32.396+01:003ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 1, 1-4. 4, 14-21
Hoy el evangelio tiene dos partes muy determinadas. Comienza con el principio del evangelio de san Lucas, pues en este año en los evangelios de los domingos ordinarios leeremos a san Lucas, y continúa con la 1ª predicación de Jesús en Nazaret. El prólogo está muy bien escrito en el sentido literario. San Lucas, que era médico y tenía cierta cultura, hace que sus escritos tengan un estilo más elegante que el de otros escritores del N. Testamento. Acompañaba a san Pablo, que las palabras habladas a veces se desvirtúan y no permanecen como puede ser un escrito. Y se pone a realizar esa labor de una forma ordenada.
Para ello se basa en otros escritos, como sería el evangelio de Marcos y el de Mateo, por lo menos los discursos de Jesús, escritos poco antes. Habría algún otro escrito perdido. Pero sobre todo pregunta a los que vivieron con Jesús “desde los orígenes”. Con esto da a entender que, si no pudo conversar con la misma Virgen María, se informaría bien para poder describir la historia desde antes de nacer Jesús. Lo escribe, como era la costumbre, dedicándolo a una persona. Aquí su amigo Teófilo.
En la segunda parte del evangelio de hoy se nos propone la primera predicación de Jesús en Nazaret. Ya había enseñado por varias sinagogas y su buena fama corría por toda aquella región. Volvió a su pueblo, no donde había nacido, sino donde había vivido casi toda su vida y donde vivía su madre. Como era sábado, fue a la sinagoga. La costumbre era que además de las oraciones solía haber dos lecturas. La primera era sobre la ley en los primeros libros de la Biblia. El comentario lo hacía un “doctor de la ley”. Después venía otra lectura, que solía ser de los profetas, pero el comentario lo podía hacer cualquier hombre mayor de treinta años. Con más razón si era un visitante y si tenía fama de hablar, como era el caso de Jesús. Había gran expectación.
Jesús lee una partecita del profeta Isaías. No se sabe si ya estaba reglamentada esa lectura o fue escogida por Jesús. Lo cierto es que pone interés en leer la parte que le interesa explicar. Con mucho arte el evangelista pone detalles: enrolló el libro, pues eran pergaminos, se lo dio al asistente, se sentó y todos tenían fijos los ojos en él. Se ve que había mucha expectación. En parte, sería por la fama y en parte ya por la manera de leer y lo que escogió y lo que no quiso escoger.
Todos estaban acostumbrados a que la explicación se basase en lo que el profeta pensaba para su tiempo; pero Jesús lo hace actual y se lo aplica a sí mismo: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Es un esquema de la predicación. Pero tuvo que ser algo vibrante escuchar las razones de Jesús actualizando la Palabra de Dios.
Lo primero habla del Espíritu de Dios. Si estaba sobre el profeta, si había cubierto a María y había llenado a otras personas, como Isabel y el anciano Simeón, ¡Cómo sería en Jesús, que siempre estuvo con El, pero sobre todo fue ungido, hasta rebosar, en el día del bautismo! Jesús no habla de promesas, sino de realidades: Ha llegado la verdadera liberación por parte de Dios. Jesús no es como tantos mesías falsos que prometen felicidad a base de placeres que pasan y dejan vidas rotas quizá desde la juventud. Jesús nos habla de la liberación del pecado, el odio, la guerra, la violencia, las injusticias, la opresión. La liberación que predica Jesús es por medio de la confianza en Dios y la preocupación por el hermano. Si hay amor, ayudaremos al pobre, al encarcelado, al enfermo y a todo necesitado. La obra de liberación por medio de Jesús se realizaba ya aquel día; pero debe continuar por medio de nosotros. El mensaje de Jesús continúa hoy y quizá en nosotros mismos, porque nosotros mismos estamos a veces ciegos en el espíritu, somos cautivos de nuestra soberbia y debemos ser pobres de espíritu para estar aptos para escuchar con fruto la palabra de Dios.
Jesús hablaba de esperanza, de salvación, como si todos los días fueran años de gracia. Esas palabras del profeta eran el resumen de la acción misionera de Jesús.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-32719241898701438732022-01-14T19:29:00.000+01:002022-01-14T19:29:36.879+01:00Domingo de la Semana 2ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «Haced lo que él os diga»<b></b>
<b>Lectura del libro del profeta Isaías (62,1-5): El marido se alegrará con su esposa.
</b>
Por amor a Sion no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su jus-ticia, y su salvación llamee como antorcha.
Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te lla-marán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi predilecta», y a tu tierra «Desposa-da», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo.
Como un joven se desposa con una doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo.
<b>Sal 95,1-2a.2b-3.7-8a.9-10a.c: Contad a todos los pueblos las maravillas del Señor. R./
</b>
Cantad al Señor un cántico nuevo, // cantad al Señor, toda la tierra; // cantad al Señor, bendecid su nombre. R./
Proclamad día tras día su victoria, // contad a los pueblos su gloria, // sus maravillas a todas las nacio-nes. R./
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, // aclamad la gloria y el poder del Señor, // aclamad la gloria del nombre del Señor. R./
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, // tiemble en su presencia la tierra toda. // Decid a los pue-blos: «El Señor es rey, // él gobierna a los pueblos rectamente». R./
<b>Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 4-11): El mismo y único espíritu reparte a cada uno, como a él le parece.
</b>
Hermanos: Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espí-ritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu.
Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A es-te se le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas.
El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.
<b>Lectura del Santo Evangelio según San Juan (2,1-11): En Caná de Galilea Jesús comenzó sus sig-nos.
</b>
En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discí-pulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: «No tienen vino». Jesús le dice: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: «Sacad ahora y llevadlo al mayordomo». Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus dis-cípulos creyeron en él.
<b> Pautas para la reflexión personal
</b>
El domingo II del tiempo ordinario, en este ciclo C que comenzamos, está ocupado por la lectura de un evangelio especial: el signo de las Bodas de Caná. Uno de los "misterios" que introdujo el papa Juan Pablo II en su propuesta de reforma del rosario. Efectivamente todo el relato apunta mucho más que a un milagro, que a una exteriorización del poder divino en Jesús; los mismos términos utilizados -agua, vino, boda, purifi-cación- nos habla de que hay algo que penetrar y descifrar. El propio Juan no habla (en ningún caso, tam-poco en éste) de "milagro" sino de "signo".
En la antigüedad se celebraba el 6 de enero la manifestación del Señor, la Epifanía, comprendiendo en ella tres aspectos: la manifestación ante los gentiles bien dispuestos -simbolizados en los Magos-, la mani-festación al Israel penitente -simbolizado en el bautismo en el Jordán-, y la manifestación a los suyos, preci-samente en las Bodas de Caná (puede leerse un poco más sobre este carácter de la Epifanía aquí). En Occidente la fiesta del 6 de enero fue concentrándose cada vez más en la evocación del hecho de la lle-gada de los "reyes magos" y por tanto convirtiéndose en la memoria de algo pasado, en vez de la celebra-ción de una epifanía siempre nueva para cada generación, e incluso para cada año. La liturgia conserva trazos de aquella celebración inicial al colocar el bautismo del Señor al domingo siguiente de Reyes, y en el caso del ciclo litúrgico C, al leer las Bodas de Caná en este domingo.
¿Qué es lo que hay que penetrar en este signo? ¡Parece tan transparente! y sin embargo evoca un gran misterio, al que nos ayuda a acercarnos la primera lectura. Sabemos por la "teoría litúrgica" que la primera lectura y el evangelio de los domingos (y sólo algunas veces también la segunda) están relacionados; el problema es que esa relación no siempre se ve a primera vista: en ocasiones será que tratan el mismo te-ma, en otras ocasiones, que están contrapuestas, o que la primera propone un misterio y el evangelio lo descifra, o la primera anuncia, y el evangelio "cumple". Esa relación la percibimos unas veces en temas, pero también en "climas", en "formas de contar", o en palabras, imágenes o metáforas que se repiten. ¡La liturgia es toda una escuela de lectura profunda de la Biblia!
Decía que la primera lectura nos ayuda a descifrar el misterio de las Bodas de Caná, porque ella habla también de una boda:
«Como un joven se casa con su novia,
así te desposa el que te construyó;
la alegría que encuentra el marido con su esposa,
la encontrará tu Dios contigo.»
No se trata de cualquier relación de Dios con su pueblo, sino de una relación nueva y distinta la que anuncia el profeta. Desde antiguo Dios era conocido como "Padrino de Israel" (Gn 31,42), "Protector" (Ex 18,4), "Salvador" (2Sm 22,3), incluso "Padre" (Sal 89,27), y muchos nombres más, que van bordando la trama de una relación enteramente personal con Dios. Sin embargo, los profetas llegan aun más lejos, e Isaías cantará a Dios como el Esposo de Jerusalén. Y por tanto la salvación ya no es sólo un rescate, no es librar a Israel (a cada uno de nosotros) de las consecuencias desdichadas, pero aun a nuestro nivel, de nuestra mala conducta; la salvación es entrar en una relación nueva con Dios, que sólo puede ser descripta con una imagen también nueva: una boda, donde el Esposo es el propio Dios, y la Esposa su pueblo redi-mido.
Jesús va a una boda, eso no tiene mucho de especial, bodas hay siempre en todos los pueblos; sin em-bargo en estas bodas ocurre algo que sólo ven algunos: aquellos a quienes se les manifestó por anticipado las Bodas donde el propio Cristo es el Novio, que comparte con los suyos el Vino Nuevo. A una palabra de su madre, el tiempo se detiene, e incluso se curva y transcurre al revés: lo que todavía no ocurrió ocurre por anticipado, antes de la Hora, y los discípulos tienen ante la vista el misterio del vino dispuesto para la Boda. Ese vino no podría ocurrir sin la muerte de Jesús, no puede ocurrir si no llega a ser su sangre. Sin embargo unos pocos pueden verlo anticipadamente, ¿quiénes?:
«El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua)»
«En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.»
Los discípulos y los esclavos son los únicos que tienen acceso de primera mano a este banquete euca-rístico que, en misterio, Jesús celebró, a instancias de su madre, en el medio de un pueblo que no llegó, presumiblemente, a enterarse de lo que pasaba esa noche.
Jesús va a una boda en el pueblo, y en ella celebra anticipadamente su propia Boda; podemos ver ese acontecimiento que ocurre en las narices de todos pero no a la vista de todos, o seguir celebrando la boda del pueblo; podemos incluso gozar de algunos de sus frutos, y beber un vino nuevo de calidad extraordina-ria, sin apenas percatarnos, ni preguntarnos, por su origen. Sin embargo, quienes estaban allí como escla-vos fueron avisados, y quienes estaban próximos, pudieron descifrar el signo, y entrar a partir de allí en un tiempo nuevo.
El tiempo de la Iglesia, este tiempo de espera y preparación que es nuestra vida, tiene mucho que ver con esta curvatura en el tiempo de la historia: vivimos en el mundo, pero habiendo visto el signo y creído en él. No podemos reprochar a los que no ven el signo -¡no se les muestra a todos!-, no podemos lamentarnos porque todos gozan ya de algunos frutos de la redención sin que lleguen a creer; pero podemos, sí, estar atentos a esta plenitud, a esta verdadera salvación ya realizada, que está ocurriendo todo el tiempo a la vis-ta de los humildes y de los discípulos, en las narices de todos, pero cuyo desciframiento sólo tienen unos pocos. Agradezcamos ser contados entre ellos.
<b>Una palabra del Santo Padre:</b>
«En la introducción encontramos la expresión «Jesús con sus discípulos» (v. 2). Aquellos a los que Jesús llamó a seguirlo los vinculó a Él en una comunidad y ahora, como una única familia, están todos invi-tados a la boda. Dando inicio a su ministerio público en las bodas de Caná, Jesús se manifiesta como el esposo del pueblo de Dios, anunciado por los profetas, y nos revela la profundidad de la relación que nos une a Él: es una nueva Alianza de amor. ¿Qué hay en el fundamento de nuestra fe? Un acto de misericor-dia con el cual Jesús nos unió a Él. Y la vida cristiana es la respuesta a este amor, es como la historia de dos enamorados. Dios y el hombre se encuentran, se buscan, están juntos, se celebran y se aman: preci-samente como el amado y la amada en el Cantar de los cantares. Todo lo demás surge como consecuen-cia de esta relación. La Iglesia es la familia de Jesús en la cual se derrama su amor; es este amor que la Iglesia cuida y quiere donar a todos.
En el contexto de la Alianza se comprende también la observación de la Virgen: «No tienen vino» (v. 3). ¿Cómo es posible celebrar las bodas y festejar si falta lo que los profetas indicaban como un elemento típi-co del banquete mesiánico (cf. Am 9, 13-14; Jl 2, 24; Is 25, 6)? El agua es necesaria para vivir, pero el vino expresa la abundancia del banquete y la alegría de la fiesta. Es una fiesta de bodas en la cual falta el vino; los recién casados pasan vergüenza por esto. Imaginad acabar una fiesta de bodas bebiendo té; sería una vergüenza. El vino es necesario para la fiesta. Convirtiendo en vino el agua de las tinajas utilizadas «para las purificaciones de los judíos» (v. 6), Jesús realiza un signo elocuente: convierte la Ley de Moisés en Evangelio, portador de alegría. Como dice en otro pasaje Juan mismo: «La Ley fue dada por medio de Moi-sés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (1, 17).
Las palabras que María dirige a los sirvientes coronan el marco nupcial de Caná: «Haced lo que Él os diga» (v. 5). Es curioso, son sus últimas palabras que nos transmiten los Evangelios: es su herencia que entrega a todos nosotros. También hoy la Virgen nos dice a todos: «Lo que Él os diga —lo que Jesús os diga—, hacedlo». Es la herencia que nos ha dejado: ¡es hermoso! Se trata de una expresión que evoca la fórmula de fe utilizada por el pueblo de Israel en el Sinaí como respuesta a las promesas de la Alianza: «Ha-remos todo cuanto ha dicho el Señor» (Ex 19, 8). Y, en efecto, en Caná los sirvientes obedecen. «Les dice Jesús: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. “Sacadlo ahora, le dice, y llevadlo al maes-tresala”. Ellos lo llevaron» (vv. 7-8). En esta boda, se estipula de verdad una Nueva Alianza y a los servido-res del Señor, es decir a toda la Iglesia, se le confía la nueva misión: «Haced lo que Él os diga». Servir al Señor significa escuchar y poner en práctica su Palabra. Es la recomendación sencilla pero esencial de la Madre de Jesús y es el programa de vida del cristiano. Para cada uno de nosotros, extraer del contenido de la tinaja equivale a confiar en la Palabra de Dios para experimentar su eficacia en la vida. Entonces, jun-to al jefe del banquete que probó el agua que se convirtió en vino, también nosotros podemos exclamar: «Tú has guardado el vino bueno hasta ahora» (v. 10). Sí, el Señor sigue reservando ese vino bueno para nuestra salvación, así como sigue brotando del costado traspasado del Señor.
La conclusión del relato suena como una sentencia: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos» (v. 11). Las bodas de Caná son mucho más que el simple relato del primer milagro de Jesús. Como en un cofre, Él custodia el secreto de su per-sona y la finalidad de su venida: el esperado Esposo da inicio a la boda que se realiza en el Misterio pas-cual. En esta boda Jesús vincula a sí a sus discípulos con una Alianza nueva y definitiva. En Caná los dis-cípulos de Jesús se convierten en su familia y en Caná nace la fe de la Iglesia. A esa boda todos nosotros estamos invitados, porque el vino nuevo ya no faltará».
(Papa Francisco. Audiencia General del 8 de junio de 2016.)
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Acudamos diariamente a María para que ella nos ayude y enseñe a decir en los momentos difíciles de nuestra vida: «Haced lo que Él os diga».
2. ¿Cuáles son los dones que Dios me ha dado y que debo de poner al servicio de la comunidad? ¿Los conozco?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 494- 495. 502- 511.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-46420290616933479562022-01-12T19:23:00.004+01:002022-01-12T19:23:33.391+01:00`LA COMUNIDAD EN LAS REDES SOCIALES HOY``` *CAÑA CASCADA*`
<i>Como nos alegra el alma está profecía de Isaías sobre Jesús: "No quebrará la caña cascada" (Is 42,3). Son palabras muy consoladoras para los que con nuestras debilidades emprendimos la senda del Discipulado. Caminamos con la evidencia de que Jesús no quebró la caña cascada, el corazón titubeante de sus Apóstoles ante su crucifixión. Resucitado fue a su encuentro y los transformó en piedras firmes de su Iglesia (2 Pe 2,4-5). Nos detenemos en dos de ellos: Pedro y Judas; los dos le traicionaron sin embargo su reacción ante su pecado fue diferente. Judas no creyó en el perdón de Jesús, no se creyó digno de ser perdonado por Él; había oído de sus labios la parábola del hijo pródigo pero no la guardó en su corazón. En cambio Pedro supo esperar a Jesús. A pesar de sus negaciones le amaba tanto que no estaba dispuesto a perderle. Se encontraron a orillas del mar; Jesús Resucitado y Pedro con el corazón y el alma quebrados. Jesús le miró a los ojos como la primera vez (Jn 1,42)... y le confió sus ovejas para que se las apacentara (Jn 21,15-17). Así es como nos ama el Señor Jesús
P. Antonio Pavía
comunidadmariamadreapostoles.com<b></b></i>
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La sabiduría hace su propio elogio, en medio de su pueblo, se gloría. En la asamblea del Altísimo abre su boca, delante de su poder se gloría. Entonces me dio orden el creador del universo, el que me creó dio re-poso a mi tienda, y me dijo: "Pon tu tienda en Jacob, entra en la heredad de Israel."
Antes de los siglos, desde el principio, me creó, y por los siglos subsistiré. En la Tienda Santa, en su pre-sencia, he ejercido el ministerio, así en Sión me he afirmado, en la ciudad amada me ha hecho él reposar, y en Jerusalén se halla mi poder.
He arraigado en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.
Salmo 147: Acción de gracias por la restauración de Jerusalén. R./
Glorifica al Señor, Jerusalén; // alaba a tu Dios, Sión: // que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, // y ha bendecido a tus hijos dentro de ti; // ha puesto paz en tus fronteras, // te sacia con flor de hari-na. R./
Él envía su mensaje a la tierra, // y su palabra corre veloz; // manda la nieve como lana, // esparce la escarcha como ceniza; R./
hace caer el hielo como migajas // y con el frío congela las aguas; // envía una orden, y se derriten; // sopla su aliento, y corren. R./
Anuncia su palabra a Jacob, // sus decretos y mandatos a Israel; // con ninguna nación obró así, // ni les dio a conocer sus mandatos. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (1,3-6.15-18): Nos ha destinado en la persona de Cris-to a ser sus hijos.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprocha-bles ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.
Por eso yo, que he oído hablar de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesu-cristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vues-tro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (1,1-18): La Palabra se hizo carne, y acampó entre no-sotros.
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hi-jo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a co-nocer.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Este domingo es una prolongación de la fiesta de Navidad, aunque su contenido es más teológico y ele-vado; este matiz nos invita a profundizar, especialmente a través de la tercera lectura tomada del prólogo del evangelio de san Juan, leída también en la “misa del día” el día 25, pero que hoy cobra especial protago-nismo, al invitarnos a ir más allá de lo que recordamos en estas entrañables fiestas. Y es que Cristo Jesús, Sabiduría personificada de Dios, su Verbo, es consustancial con el Padre. De Él, de su eternidad, de su ac-ción creadora de cuanto existe nos habla san Juan, para añadir, al final, que el Verbo se hizo carne y que habitó entre nosotros (Jn 1, 14), el misterio principal que estamos celebrando estos días.
Esta Sabiduría de la primera lectura, para la Iglesia se identifica con la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo encarnado, Cristo, Palabra eterna de Dios, enviado ahora como Profeta y Maestro autén-tico.
Por su parte, el apóstol san Pablo, en la segunda lectura, abundando en este mensaje, nos dice que, desde antes de la creación del mundo, Dios, el Dios Uno y Trino, nos amó y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Cristo. Dios es quien actúa primero y por pura iniciativa suya nos bendice con toda clase de bendiciones y gracias, lo que debería provocar siempre en nosotros la respuesta que nos ofrece el mismo apóstol: Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendicio-nes (Ef 1,39). La bendición descendiente de Dios y la que nosotros le tributamos con nuestra alabanza se encuentran en la persona de Cristo. En Él Dios nos eligió para que seamos santos.
El Evangelio de San Juan
En el pasaje evangélico san Juan nos ha presentado un dilema: unos reciben a esa Persona que es la Palabra viva de Dios, y otros no. Esa Palabra era la Luz, pero la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la re-cibió; aún más, vino a su casa y los suyos no la recibieron (Jn 1, 7 y 11). Una profunda tristeza invade el corazón del creyente. Ayer fue el pueblo de Israel, que después de esperar durante tantos siglos al Me-sías, cuando por fin se cumplieron todas las promesas y las profecías no lo quisieron recibir, porque no se ajusta-ba a lo que ellos imaginaban. También hoy se le rechaza porque tampoco aceptan sus enseñanzas. La tris-teza aumenta de grado cuando se uno encuentra con no pocos que un día creyeron en Él y, a la primera dificultad, lo abandonaron. Alentamos la esperanza de que regresen de nuevo.
Todos necesitamos la luz que brota de esta Palabra; todos la necesitamos para descubrir el sentido de nuestra vida. Como Sabiduría personificada, que es el propio Cristo, nos ayuda a ver las cosas desde los ojos de Dios -“luz de los que creen en Él”-.
Una reflexión final:
Pronto terminarán estas fiestas de Navidad; lo que viene después no es un punto y aparte, sino un punto y seguido, es decir, el encuentro dominical o acaso diario, con Cristo, la Palabra viviente que nos dirige una y otra vez Dios Padre.
En la celebración de la Eucaristía encontraremos nuestra más profunda y eficaz “formación permanen-te”, la escuela que nos ayuda a crecer en nuestra fe y en nuestra vida cristiana. Si con el salmista pedimos a Dios “enséñanos tus caminos”, la respuesta nos vendrá de la Palabra que nos habla en nuestras celebra-ciones comunitarias o en la lectura que podamos hacer personalmente o en grupo.
Dios nos eligió en Cristo… para que fuésemos santos (Ef. 1,4); el secreto para serlo consiste en hacer siempre la voluntad de Dios: la Virgen María nos lo dice con su respuesta al anuncio del ángel: hágase en mí según tu palabra. Habrá, pues, que esforzarse en ajustar nuestro estilo de vida a la Palabra que Dios nos dirige. Es así como viviremos en la luz, creceremos en la fe y en la esperanza, y nos sentiremos estimula-dos a vivir según Cristo.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. En este momento de la historia en que nos toca vivir, el misterio de Cristo está presente y actuando en medio de nosotros. ¿Reconozco la presencia de Dios en mi vida a Través de la Palabra?
2. “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” ¿Me preparo y predispongo a recibir la Palabra e invoco al Espíritu Santo para ello? ¿Imito para ello a la Santísima Virgen?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 456 - 469.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-19555191952324908902021-12-31T13:16:00.001+01:002021-12-31T13:16:40.136+01:00 6 de Enero. EPIFANIA DEL SEÑOR. <b> Epifanía significa manifestación de Dios. Dios se revela a todos: ricos y pobres, poderosos y humildes, judíos y no judíos. Después de nacer se manifestó a los pastores, pero luego se manifestó a los magos de oriente. Hoy también quiere manifestarse a todos. Veamos las enseñanzas que el suceso de los magos nos da para que Dios se manifieste en nosotros y a través de nosotros en otros muchos.
1- “Ven la estrella”: En realidad hay muchas estrellas. Unos las ven y otros no. Estas estrellas pueden ser nuestros familiares y amigos. Especialmente es la Iglesia en general con los responsables y con todos los que quieren ser fieles al Señor. Nosotros podemos y debemos ser estrellas para otros muchos: con nuestras palabras y consejos; pero sobre todo con nuestro buen ejemplo de vida.
2- “Se ponen en camino”: No basta ver la estrella. Hay que actuar. No basta saber el camino. Hay que ponerse a caminar. Y esto aunque no sepamos el camino exacto, como les pasaba a los magos. Dejémonos conducir por las enseñanzas de la Iglesia.
3- “La estrella desapareció”: No todo es fácil en el camino hacia Dios. Hay momentos difíciles, que pueden llegar a ser como “noches oscuras”. Dios siempre está con nosotros, nunca nos abandona. Debemos seguir teniendo esperanza.
4- “Y preguntaron”: Para responder está la Iglesia y especialmente los sacerdotes. Hay que ser valientes y consultar. Puede ser una catequista que nos oriente en la fe. Lo importante es consultar, ya que Dios verá en ello un deseo del bien. Aunque se pregunte a una persona equivocada, como hicieron los magos que fueron a Herodes para consultar. Pero Dios se valió del malo para darles una buena respuesta.
5- “Apareció de nuevo la estrella”: Dios parece que se esconde. Si todo fuese muy fácil no tendríamos mérito. Pero Dios siempre termina por consolar a aquel que sinceramente le busca de corazón.
6- “Y encontraron a Jesús”: Jesús debe ser el final de toda nuestra búsqueda espiritual. Nosotros no vamos tras de unas ideas o filosofías; Vamos tras de una persona que es Dios que se hizo hombre por nuestro amor. Y nuestra tranquilidad es que le podemos encontrar. Está sobre todo en la Eucaristía. Está también en los sencillos, en los pobres, en su Palabra, en el amor fraternal.
7- “Y le ofrecieron sus dones”: ¿Qué le ofreceremos nosotros? Lo mejor que le podemos ofrecer es nuestro corazón; pero, juntamente con él, también le ofrezcamos nuestro trabajo apostólico, de modo que podamos hacer que al menos alguien se acerque un poco más al Señor. Si queremos simbolizar los dones de los magos, podemos ofrecerle el oro de nuestro amor como la mejor ofrenda a Dios, el incienso, que es nuestra constante oración que se eleva al cielo, y la mirra, que es la aceptación paciente de los trabajos, sufrimientos y dificultades de nuestra vida.
8- “Y se volvieron por otro camino”: Quien encuentra verdaderamente a Jesús no puede seguir el camino anterior. Debe comenzar a vivir por otro camino, el camino de la justicia, de la paz, del amor.
Quizá la intención principal de san Mateo, cuando contaba el suceso de los magos, era exponer, como luego lo hizo a través de todo el evangelio, que el mensaje de Jesús es universal, que no es sólo para una raza o una nación, sino para todo el mundo. Por eso al recordar este suceso, la Iglesia nos estimula a trabajar por la evangelización de todas las gentes. Este es un día misionero por excelencia, porque Jesús no sólo se manifestaba a los judíos, sino desde el principio nos enseñó que había venido para salvar a todos los pueblos.
</b>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7711948821492347241.post-15715935643153998932021-12-31T10:25:00.002+01:002021-12-31T10:25:21.810+01:00*LOS CINCO MINUTOS DEL ESPÍRITU SANTO* Jueves, 30 de Diciembre de 2021<b></b>
<i>El Espíritu Santo es luz. Eso significa muchas cosas:
La luz del sol hace posible la vida. Si el sol se apagara, la vida desaparecería en esta tierra. Por eso, la luz también simboliza la vida, y el Espíritu Santo es una fuente permanente de vida. Habitando en lo más íntimo de cada cosa, la hace existir con su poder. Pero de un modo especial, el Espíritu Santo es vida para nuestra intimidad, porque Él es amor, y sin el amor no hay vida que valga la pena.
La luz también es necesaria para caminar, para ver el camino, para saber a dónde vamos. Si alguna vez hemos hecho la experiencia de caminar a oscuras, perdidos y desorientados, sabemos lo que significa la luz. Y cuando aparece una pequeña claridad que nos orienta, la amamos y la agradecemos. El Espíritu Santo es luz. Él nos hace descubrir por dónde tenemos que caminar y hacia dónde tenemos que ir. Cuando lo invocamos con sinceridad, Él nos ilumina para tomar las decisiones correctas.
La luz también nos permite ver las cosas, descubrir sus colores, su belleza. Cuando dejamos que el Espíritu Santo ilumine cada cosa, podemos ver su hermosura y disfrutarlas mucho más.
Demos gracias al Espíritu Santo porque Él derrama su luz en nuestra vida.
Amén.</i>
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