lunes, 1 de agosto de 2011

TEMA DE REFLEXIÓN PARA EL MES DE AGOSTO

Todos los meses procuro insertar el Tema que, confeccionado por la Dirección Espiritual de nuestro Consejo nacional, se nos remite a todos los Consejos Diocesanos para que, divulgados entre todas nuestras Secciones sea el punto de reflexión con el que iniciaremos en la gran noche del Adorador en su Vigilia mensual.
Observo con alegría las muchas consultas que se hacen mensualmente posiblemente de Turnos a los que a la fecha de su Vigilia puedan carecer de tal información.

Los sacramentos de la iniciación cristiana

El Bautismo (I)

Los tres primeros Sacramentos –Bautismo, Confirmación, Eucaristía- se denominan de la iniciación cristiana, porque tienen la principalísima finalidad de convertirnos en nueva criatura, en hijos de Dios en Cristo. El Bautismo es el nacimiento a la vida sobrenatural cristiana; la Confirmación, el desarrollo y el asentamiento en el alma de esa vida sobrenatural, por la acción del Espíritu Santo y la Eucaristía, el arraigo de esa vida de Cristo en el alma, vivida más personalmente con Él.

“Mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen los fundamentos de toda la vida cristiana. La participación en la naturaleza divina que los hombres reciben como don, mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna; así, por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez, con más abundancia, los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1212).

El nacimiento y la conversión a la vida divina son el resultado de recibir la Gracia, la participación en la naturaleza divina, que injerta en nosotros un principio de vida sobrenatural. El cristiano está verdaderamente injertado en Cristo. Nos convertimos en hijos de Dios en Cristo sin dejar de ser seres humanos y, siendo hombres-hijos de Dios en Cristo, comenzamos a vivir y actuar.

Este proceso, repetimos, comienza con el Bautismo:

“El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión. El bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la palabra” (Catecismo, n. 1213).

“El Bautismo no sólo purifica de todos los pecados sino que también convierte al neófito en una nueva creación, un hijo adoptivo de Dios, que ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina, miembro de Cristo, coheredero con Él y templo del Espíritu Santo” (Catecismo, n. 1265)

La acción de la Gracia en la persona del bautizado se puede resumir en estas palabras del Catecismo, a las que tendremos ocasión de referirnos a lo largo de estas reflexiones:

“-le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales (Fe, Esperanza, Caridad);

-le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los Dones del Espíritu Santo;

-le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.
Así, todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo” (Catecismo de la Iglesia, n. 1266)

Con el Bautismo, el bautizado deja de ser solamente una criatura “a imagen y semejanza” y se convierte en verdadero hijo de Dios en Cristo, al actualizarse, al hacerse acto, en esa “participación” la capacidad –potencia- de ser hijo de Dios, con la que todo ser humano llega a este mundo.

Esta nueva condición del hombre bautizado no se pierde jamás. “El Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (carácter) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación” (Catecismo de la Iglesia, n. 1272).

Esta afirmación significa que el bautizado nunca pierde su condición de hijo de Dios en Cristo, raíz y fundamento de la vida sobrenatural, del vivir nosotros en Dios, con Cristo, en el Espíritu Santo; y del vivir Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en nosotros. Es el fundamento y la razón por la que podemos decir que todo cristiano está injertado en Cristo y que, con San Pablo, podemos también llegar a afirmar que Cristo vive en mí.

-¿Retraso innecesariamente el bautizo de un hijo, de un nieto?

-Cuando asisto y participo en un bautizo, ¿procuro revivir mi propio bautismo, y dar gracias a Dios por haberlo recibido?

-¿Soy consciente de que el Bautismo, al convertirme en hijo de Dios en Cristo, entro a formar parte de la propia familia de Dios?