sábado, 26 de diciembre de 2015

Domingo Octava de Navidad. La Sagrada Familia: Jesús, María y José. Ciclo C «Todos los que le oían quedaban asombrados»

María conservaba todas estas cosas en su corazón.

**********************************
Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas Iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa Familia de Nazaret,
que el próximo Sínodo de los Obispos
haga tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.

                                                                               (Papa Francisco)




Lectura del primer libro de Samuel (1,20-22.24-28)

«Ana concibió y dio a luz un hijo, al que puso por nombre Samuel, pues dijo: ¡Al Señor se lo pedí! Cuando su marido Elcaná subió con toda su familia para ofrecer al Señor el sacrificio anual y cumplir sus promesas, Ana no quiso subir, sino que dijo a su marido: Cuando el niño haya sido destetado, yo lo llevaré para presentárselo al Señor y que se quede allí para siempre. Después subió con el niño al templo del Señor en Siló, llevando un novillo de tres años, una medida de harina y un odre de vino.

Cuando inmolaron el novillo y presentaron el niño a Elí, Ana le dijo: Señor mío, te ruego que me escuches; yo soy la mujer que estuvo aquí, junto a ti, rezando al Señor. Este niño es lo que yo pedía, y el Señor me ha concedido lo que le pedí. Ahora yo se lo cedo al Señor; por todos los días de su vida queda cedido para el Señor. Y se postraron allí ante el Señor».

Lectura de la primera carta de San Juan (3,1-2.21-24)

«Considerad el amor tan grande que nos ha demostrado el Padre, hasta el punto de llamarnos hijos de Dios; y en verdad lo somos. El mundo no nos conoce, porque no lo ha conocido a él. Queridos, ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Queridos míos, si nuestra conciencia no nos condena, podemos acercarnos a Dios con confianza, y lo que le pidamos lo recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros según el mandamiento que él nos dio. El que guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él. Por eso sabemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado».

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (2, 41 -52)

«Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.

Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando". El les dijo: "Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.»



& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

En el hogar de Nazaret se verifica plenamente el ideal del amor fraterno que resume la hermosa y exigente exhortación del apóstol San Juan: «que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros según el mandamiento que Él nos dio». (Segunda Lectura). En la Primera Lectura y en el Evangelio se mencionan dos familias y dos mujeres; entre las que parece darse un cierto paralelismo, con algunas semejanzas y con muchas diferencias. Son la familia de Ana y de María. A ambas Dios les concedió un hijo de un modo singular: el profeta Samuel a Ana, Jesús de Nazaret a María. Ambas saben del llamado especial a su hijo y están dispuestas a responder al amoroso Plan de Dios.

J «Ahora yo se lo cedo al Señor por todos los días de su vida»

Siló era la ciudad donde se plantó la «tienda de la adoración» (el tabernáculo), después de la conquista de Canaán.  Siló se convirtió en el centro del culto de Israel y la tienda de campaña será sustituida por una construcción más sólida. Todos los años se celebraba una fiesta especial (ver Jue 21,19-21). Los padres de Samuel (Ana y Elcaná) acudían a Siló pata adorar a Dios. En una de esas visitas Ana, que oraba a Dios pidiéndole un hijo, le prometió que si Dios se lo concedía, ella se lo devolvería para consagrarlo a su servicio. Nació entonces Samuel y Ana cumplió su promesa. Entregó a su hijo al santuario y Samuel se crió en el templo bajo los cuidados de Elí. Samuel, cuyo nombre significa «su nombre es Dios», es considerado el último de grandes jueces de Israel y uno de los primeros profetas.

Una noche Samuel recibió un mensaje en el que se decía que la familia de Elí sería castigada por la crueldad de sus hijos. Al morir Elí, Samuel tuvo que enfrentar una situación muy difícil. Israel fue derrotado por los filisteos y el pueblo creía que Dios ya no se preocupaba más de ellos. Samuel mandó destruir los ídolos falsos y gobernó en paz durante toda su vida. Cuando llegó a anciano nombró jueces a sus hijos pero el pueblo quería un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió  a David como siguiente rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel.      

J «Seremos semejantes a Él» 

En estos días de la Octava de Navidad una de las certezas que podemos tener es la del inmenso amor que Dios nos tiene. La razón por la cual Dios se hace Hombre como nosotros no es otra sino la de ofrecernos un bien que sólo Él nos puede otorgar: la vida eterna. Esta certeza debe de llenar nuestro corazón de esperanza ya que Dios nos hace hijos suyos y nos hace herederos de la felicidad eterna. El ser hijos de Dios es pura gracia; consecuencia de haber nacido de Él (1Jn  2,29); sólo desde aquí es posible la existencia del cristiano y de la comunidad reunida en torno a Jesús. La filiación divina es una realidad actual. Lo demuestra la acción del Espíritu, sin la cual no sería posible la existencia cristiana en el mundo y frente a él (ver 1Jn 2,20.27).

La recta y sana conciencia es la de aquél que vive de acuerdo a lo que cree. Es decir la coherencia nos lleva a «acercarnos a Dios con confianza». Muy diferente al miedo provocado por la cercanía de Dios que tuvieron nuestros primeros padres tras la primera nefasta caída (ver Gn 3,8). Al acercarnos con la suficiente confianza a Dios podremos dirigirnos a Él por medio de la oración, con la garantía de ser oídos, ya que el cumplimiento de su voluntad es el mejor argumento para abrir sus oídos (ver St 5,16b; Jn 9,31). Dios atiende la oración de aquél que cumple sus mandamientos. Estos se desdoblan en dos: creer y amar. Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros. Ésta es la mejor síntesis de la insuperable unidad de los mandamientos. El párrafo termina con la siguiente afirmación: el guardar sus mandamientos tiene como consecuencia la comunión mutua y permanente entre Dios y el creyente. El argumento decisivo de dicha comunión para el creyente es la posesión del Espíritu Santo. La confesión auténtica de la fe cristiana y el amor mutuo son argumento definitivo de la presencia del Espíritu.

K «Todos que lo oían estaban estupefactos» 

Jesús de Nazaret es el mismo Verbo de Dios  que “acampa” entre nosotros. Y Él, Creador del cielo y de la tierra, pudo prescindir de todos los bienes de esta tierra y de los honores de los hombres; pero no pudo prescindir de una familia. Por eso, Él no sólo nace de María Virgen, sino de María unida en matrimonio con José, de manera que al Hijo de Dios hecho hombre se le ofreciera el ambiente humano en el que debe venir a este mundo todo hombre: la familia. Por eso la Iglesia ha establecido que el Domingo que cae dentro de la Octava de Navidad, que es como un gran día de Navi­dad que dura ocho días, se celebre la solemnidad de la Sagrada Familia. Y el Evange­lio de este Domingo nos pre­senta un episodio de la infan­cia de Jesús en que actúan todos los miembros de esa fami­lia. Se trata de la pérdida de Jesús en el templo cuando él tenía doce años.

La ley de Israel pedía que los muchachos judíos que hubieran llegado a la edad de la pubertad fueran a Jerusalén tres veces al año (ver Ex 23,14-17). Jesús tiene ya doce años, y aunque los rabinos no consideraban obligatoria esta ley hasta los trece, muchos padres llevaban a sus hijos antes de esa edad. Por lo que leemos que «sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua», podemos afirmar que Jesús, antes de comenzar su ministerio público, ya tenía familiaridad con Jerusalén y sobre todo con el templo. La pascua era una de las fiestas más importantes y se celebraba el 14 de Nisán. En esa noche la familia sacrificaba un cordero. Recordaba el primero de esos sacrificios que tuvo lugar exactamente antes que Dios librará a los israelitas de Egipto.

 Al principio, la pascua se celebraba en los hogares, pero en los tiempos del Nuevo Testamento[1] era ya la fiesta principal, con afluencia de «peregrinos», que se celebraba en Jerusalén, como leemos en la lectura. Cuando Jesús tuvo doce años, subie­ron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasa­dos los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Esto se explica porque las familias subían a la fiesta en caravanas y es posible que un niño estuviera a cargo de otros familiares. No lo encontra­ron y debieron volver a Jerusalén en su búsqueda. Al tercer día «lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles; todos los que lo oían, estaban estupefactos por su inteli­gencia y sus respuestas». Este es el único episodio que conocemos de la niñez de Jesús. Y Él ya se presenta como un verdadero maestro cuya enseñanza concentra la atención y la admiración de todos.

L «¿Por qué nos has hecho esto?...»

Este es, sin duda, uno de aquellos pasajes que nos desconciertan un poco ya que no resulta «políticamente correcto» escuchar la repuesta de Jesús a la pregunta de su Madre. Su Madre expresa su preocupación y le dice: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angus­tiados te andábamos buscando». Cuando María dice «tu padre» es obvio que se refiere a ­San José. Sabemos que cuando le llegó el anuncio del ángel Gabriel, ella estaba desposada con «un hombre de la casa de David, llamado José». De manera que, cuando el ángel, refiriéndo­se al niño que sería concebido en su seno, le dijo: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre», está afirmando que José sería el padre adoptivo del niño y que con María formarían una verdadera familia. Durante su ministe­rio público, Jesús es llamado «hijo de David» por vía de José. Pero en la res­puesta de Jesús aparece por primera vez de manera clara la con­ciencia de su filia­ción divina: «¿Por qué me buscabais? ¿No sa­bíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Este «mi Padre» debió sonar como un campanazo; se refiere a Dios y lo llama así. Jesús es hijo de David y es Hijo de Dios; es verdadero hombre y verdadero Dios.

María sabía perfectamente desde la anunciación, ocurrida doce años atrás (todas esas cosas ella las había conservado meditándolas en su cora­zón), que el hijo de sus entrañas, no era hijo de José sino «Hijo del Altísimo», como le había dicho el ángel Gabriel: «Él será grande y será llamado Hijo del Altísi­mo... el que ha de nacer santo (sin intervención de varón) será llama­do Hijo de Dios» (Lc 1,32.35). La pregun­ta de María se explica porque ésta es la primera vez en que Jesús responde al llamado de su Padre, aunque deba por eso ser causa de angustia para sus padres de esta tierra. Así demues­tra que él tiene perfecta conciencia de ser «el Hijo», y nos enseña que cuando se trata de la obediencia filial a su Padre, toda otra obediencia debe ceder. La obedien­cia de Jesús a sus padres terrenales es ejemplar; sólo la obediencia a Dios es superior.

Por eso, aunque es verdad que Él tiene que estar en la casa de su Padre, después de respon­der a ese reclamo, «bajó con ellos y vino a Naza­ret, y vivía sujeto a ellos». Jesús conocía y observaba fielmente el mandamiento que ordena «honrar padre y madre», y al hombre que le pre­gunta qué tiene que hacer para alcanzar la vida eterna, entre otros mandamientos, le dice: «Honra a tu padre y a tu madre» (Lc 18,20). Pero con su actitud nos enseña que el primero de los mandamientos es: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12,30).Cada cristiano también tiene a Dios como Padre y el Plan de Dios sobre nosotros debe prevalecer sobre toda otra considera­ción.

Debemos resolver aún un problema. El Evangelio dice que ellos (María y José) no comprendieron la respuesta que les dio. ¿Qué es lo que no comprendieron? Ya dijimos que la incomprensión no está en el hecho de que llame a Dios: «mi Padre», ni tampoco en que obedezca al llamado del Padre por encima de toda otra observancia. Eso ellos lo com­prendían. La observa­ción de Lucas no tiene como objeti­vo destacar algo negativo en María y José; es una adver­tencia diri­gida a los lectores para indicar la difi­cultad de todos para compren­der el misterio de la cruz.

El tema de la incompren­sión reapa­rece cada vez que se anuncia la Pasión y la Muerte de Jesús. La pregunta que Jesús hace a sus padres en el templo tiene el mismo sentido que la que hace a Pedro cuando con la espada quiere impedir su prendimiento: «Vuelve la espada a la vaina. El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11). María es la única que, con el tiempo, comprende perfectamente, porque ella «conser­vaba cuidadosa­mente todas las cosas en su corazón». Por eso, cuando al final del Evange­lio, ante la tumba vacía de Jesús, se hace a las piadosas mujeres una pregunta similar: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,5), María no está allí. Ella ya comprende; ella no busca a su Hijo entre los muertos, porque sabe que está vivo.

+  Una palabra del Santo Padre:

«El mensaje que proviene de la Sagrada Familia es sobre todo un mensaje de fe. En la vida familiar de María y José, Dios está verdaderamente al centro, y lo está en la persona de Jesús. Por esto la familia de Nazaret es santa. ¿Por qué? Porque está centrada en Jesús. Cuando los padres y los hijos respiran juntos este clima de fe, poseen una energía que les permite afrontar pruebas también difíciles, como muestra la experiencia de la Sagrada Familia, por ejemplo, en el evento dramático de la huida en Egipto: una dura prueba.

El Niño Jesús con su Madre María y con San José son un icono familiar sencillo pero sobre todo luminoso. La luz que irradia es luz de misericordia y de salvación para el mundo entero, luz de verdad para todo hombre, para la familia humana y para cada familia. Esta luz que viene de la Sagrada Familia nos anima a ofrecer calor humano en aquellas situaciones familiares en el cual, por diversos motivos, falta la paz, falta la armonía y falta el perdón. Que nuestra concreta solidaridad no disminuya especialmente en relación a las familias que están viviendo situaciones muy difíciles por las enfermedades, la falta de trabajo, las discriminaciones, la necesidad de emigrar… Y aquí nos detenemos un instante y en silencio rezamos por todas estas familias en dificultad, sean dificultades de enfermedad, de falta de trabajo, discriminaciones, necesidad de emigrar, sea necesidad de entenderse (porque a veces no se entiende) y también de desunión (porque a veces se está desunido). En silencio rezamos por todas estas familias.».
Francisco. Ángelus 28 de diciembre de 2014.



'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. Conozcamos la apasionante historia del profeta Samuel leyendo 1Sam 1-15. 25, 1.  

2. ¿Qué resoluciones concretas debo de realizar para que mi familia pueda ser un verdadero cenáculo de amor?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2201- 2233.



[1] Esta reforma se llevó a cabo bajo el reinado del Rey Josías (alrededor del año 600 a.C.). 

Agradecemos a Juan Ramón Pulido el envío de ésta comunicación.

domingo, 13 de diciembre de 2015

LECTURAS DE LA MISA DEL DOMINGO III DE ADVIENTO

DOMINGO DE GAUDETE
El tercer domingo de Adviento tiene un nombre específico: Domingo de Gaudete.
Recibe ese nombre por la primera palabra en latín de la antífona de entrada, que dice:
Gaudéte in Domino semper: íterum dico, gaudéte.
(Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres).
La antífona está tomada de la carta paulina a los filipenses ( Flp. 4, 4-5),
que sigue diciendo Dominus prope este (el Señor está cerca).
Y efectivamente, en este tercer domingo, que marca la mitad del Adviento,
la llegada del Señor se ve cercana.

ORACIÓN DE LA ALEGRÍA

JESUCRISTO:
¡Qué alegría!
saber que estás de mi parte,
haga lo que haga,
Jesucristo, por tu amor.
¡Qué alegría!
sentir que me aceptas como soy,
y que no necesitas que me justifique,
Jesucristo, por tu amor.
¡Qué alegría!
comprobar tu fidelidad inagotable,
inamovible como la Roca,
Jesucristo, por tu amor.
¡Qué alegría! poder decirte "Te quiero",
y tú creértelo a pesar de todo,
Jesucristo, por tu amor.
¡Qué alegría!
hacer contigo de la vida una historia de amor,
hecha de holas y adioses,
por tu amor.

Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento.  Ciclo C
«¿Qué debemos hacer?»

Lectura del profeta Sofonías (3,14-18): El Señor se alegra con júbilo en ti.

Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás.
Aquel día dirán a Jerusalén: «No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta.»

Salmo: Cántico de Isaías 12, 2-3. 4bed. 5-6: Acción de gracias del pueblo salvado.

R./ Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (4, 4-7): El Señor está cerca.

Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca.
Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (3,10-18): ¿Qué hemos de hacer?

En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: ¿Entonces, qué hacemos? Él contestó: El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué hacemos nosotros?» Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido.»
Unos militares le preguntaron: «¿Qué hacemos nosotros?» Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga.»
El pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias.
Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; tiene en la mano el bieldo para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.»
Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio.

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Las lecturas en este tercer Domingo de Adviento son un adelanto a la alegría que vamos a vivir el día de Navidad. Alegría para los habitantes de Jerusalén que verán alejarse el dominio asirio y la idolatría y podrán así rendir culto a Yahveh con libertad (Primera Lectura). Alegría constante y desbordante de los cristianos de Filipo porque la paz de Dios «custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Segunda Lectura). Alegría y esperanza que comunica Juan el Bautista al pueblo mediante la predicación de la Buena Nueva del Mesías Salvador, que instaurará con su venida el reino de justicia y amor prometido al pueblo elegido y a toda la humanidad (Evangelio).

J «Como el pueblo estaba a la espera...» 

Cuando Juan el Bautista comenzó su predicación se respiraba en el ambiente la convicción de que la Salvación de Dios estaba a punto de revelarse. Lo dice el Evangelio de hoy: «El pueblo estaba a la espera...» (Lc 3, 15). Es más, se pensaba que el Cristo, el Ungido de Dios enviado para salvar a su pueblo, ya estaba vivo en alguna parte y bastaba que comenzara a manifestarse. Lucas anota con precisión un dato que ha determinado toda la cronología: «Jesús, al comenzar, tenía unos trein­ta años» (Lc 3,23). Los mayores tenían que recordar aquel rumor que se había difundido treinta años antes sobre cier­tos pasto­res que aseguraban haber oído este anuncio: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). El anciano Simeón debió ser un personaje conocido en los ambientes del templo. Y bien, de él se recordaba que antes de morir había dicho que había visto al Salvador (ver Lc 2,29-30). Había también una profetisa, Ana, que no se apartaba del templo, sir­viendo a Dios noche y día. Ella tuvo ocasión de ver al niño Jesús, recién nacido, cuando fue presentado por sus padres en el Templo (ver Lc 2,38). Los que la habían oído tenían que recordar a ese niño.
Sin embargo la situación de Jerusalén y de Israel ya no podía ser peor. Israel estaba bajo dominio extranjero y era obligado a pagar un pesado tributo. Roma entraba en todo y controlaba todo, incluso las finanzas del templo y hasta el culto judío. La fortaleza Antonia estaba edifi­cada adyacente al templo y desde sus murallas se mantenía estrecha vigilan­cia de todo lo que ocurría en los atrios del lugar sagrado; en la fortaleza se conservaba bajo custodia del coman­dan­te romano la costosa estola del Sumo Sacerdote y su uso era permitido sólo cuatro veces al año en las grandes fiestas; dos veces al día se debía ofrecer en el templo un sacrificio «por el César y por la nación Roma­na». Dios había prometi­do a Israel un rey ungido como David (Christós), que los salvaría de la situación a que estaban reducidos. Si alguien esperaba el cumplimiento de esa promesa, era éste el momento. En el Evangelio de hoy distinguimos claramente tres partes: la orientación de Juan a tres grupos muy bien diferenciados (10-14); la presentación que Juan hace de sí mismo ante la expectativa del pueblo (15 -16a) y el explícito anuncio del Mesias (16b-18).

K «¿Qué debemos hacer?»

La pregunta obvia de la gente que rodeaba al Bautista es: «¿Qué debemos hacer?». Juan da instrucciones para cada categoría de personas ya que los intereses eran muy diferentes. La respuesta de Juan no es un altisonante discurso, pero tampoco es una “recetita” de agua tibia para tranquilizar la conciencia. En los tres casos la catequesis tiene un denominador común: el amor solidario y la justicia. Todos estamos llamados a practicar la solidaridad: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo». A los publicanos o recaudadores de impuestos les dice: «no exijáis más de lo debido». Por lo tanto justicia y equidad. A los soldados: «no hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias falsas, sino contentaos con la paga».
Consejos que sin duda, tienen una tremenda actualidad. Ambas profesiones tenían muy mala fama en Israel y eran objeto del desprecio religioso por parte de los puritanos fariseos. Los publicanos recaudaban los impuestos para los romanos, y tendían a exigir más de lo debido en beneficio propio. Los soldados solían  abusar de su poder buscando dinero por medios ilícitos y extorsionando a la gente. Pues bien, sorprendentemente el Bautista no les dice que, para convertirse, han de abandonar la profesión, sino que la ejerciten honradamente. Para ellos la conversión efectiva será pasar de la injusticia y del dominio al amor a los demás, expresado en el servicio y la justicia.       

K ¿Eres tú el Cristo...?   

El pueblo estaba realmente expectante y todos se preguntaban si Juan no sería el mesías. La figura «heterodoxa» del profeta en el desierto, que no frecuentaba el templo de Jerusalén ni la sinagoga en día sábado; suscitó un fuerte movimiento religioso. Para unos el mesías esperado debía de implantar un nuevo ordenamiento religioso y social; para otros, era el profeta Elías redivivo, quien según la tradición judía volvería al comienzo de los tiempos mesiánicos (ver Mal 3,23; Eclo 48,10); y todavía para unos terceros era el profeta por antonomasia, es decir Moisés reencarnado. Pero Juan les declara a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Era propio de los esclavos el quitar y poner el calzado a sus señores. Y así lo que Juan nos dice es que él ni siquiera es digno de desatar la correa de los zapatos al  Señor, ni aún como esclavo.
Juan se puso entonces a bautizar invitando a la conversión. Y lo hacía en términos un tanto alarmantes: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego». Esto provocó en los oyentes la reacción que era de espe­rar y de ahí la pregunta sobre que deberían hacer. Notemos que aunque esté en el umbral del Nuevo Testamento, Juan toda­vía perte­nece al Antiguo Testamento y, por tanto, la norma de conducta que enseña no es aún la norma evangélica.
Y, sin embargo, debemos reconocer que nosotros ni siquiera observamos esa norma, pues aún hay muchos que no tienen con qué vestirse ni qué comer, mientras a otros les sobra. Si no observamos la norma de Juan, ¿qué decir de la norma de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»? Ésta es la norma que tenemos nosotros para que la segunda venida de Cristo nos encuentre velando y prepara­dos. Para cumplirla debemos examinar «cómo nos amó Jesús» y vivir de acuerdo a su ejemplo. Pero esto es imposible a las fuer­zas humanas abandonadas a sí mismas; es necesaria la acción del Espí­ritu Santo, el mismo que Juan vio descender sobre Jesús y que le permitió reconocerlo como el que ahora iba a bautizar con Espí­ritu Santo.

J ¡Alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén!

En la Primera Lectura leemos una invitación al gozo y la alegría mesiánica. Sofonías es un profeta durante el reinado del rey Josías que después de los tristes años de decadencia religiosa, bajo el reinado de Manasés (693-639 A.C.), es reconocido como el continuador de las reformas religiosas de su bisabuelo Ezequías. Sin embargo el rey en su intento de detener las tropas del Faraón, que corría en auxilio de Asiría, fue muerto en el combate. El pueblo, escandalizado por aquel aparente abandono de Dios, vuelve a las prácticas paganas. Sofonías siente acercarse el día de la «gran cólera» pero concluye con una profecía de esperanza y anuncia una edad de oro para Israel. El Señor se hace presente en medio de su pueblo porque lo ama, por eso invita al pueblo que grite de alegría y de júbilo. El texto que hemos leído es aplicado a nuestra Madre María, la «hija de Sión» por excelencia; cuyo eco repite el saludo del ángel Gabriel en la Anunciación:  «! Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc 1,28).   

J Un mandamiento de alegría

En el pasaje de la carta a los filipenses vemos como se une la mesura a la serenidad y a la paz; y como todas ellas se fundamentan en el cercano encuentro con el Señor Jesús. Es probable que en el momento de escribir y recibir la carta, tanto San Pablo como los filipenses pensasen en una proximidad cronológica, es decir, en que la venida gloriosa de Jesucristo para clausurar la historia, la llamada “parusía” del Señor, estaba realmente cercana. A nosotros, por otro lado, nos bastaría pensar en la real presencia del Señor ya que Él «está con nosotros todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,20); para que de este modo nuestra existencia esté llena de esperanza y de alegría. La tristeza no nos podrá dominar si sabemos dar razón de nuestra esperanza y vivir de acuerdo a ella. «La alegría es el gigantesco secreto del cristiano» nos decía G.K. Chesterton.

+  Una palabra del Santo Padre:

«"Alegraos. (...) El Señor está cerca" (Flp 4, 4. 5). Este tercer Domingo de Adviento se caracteriza por la alegría: la alegría de quien espera al Señor que "está cerca", el Dios con nosotros, anunciado por los profetas. Es la «gran alegría» de la Navidad, que hoy gustamos anticipadamente; una alegría que «será de todo el pueblo», porque el Salvador ha venido y vendrá de nuevo a visitarnos desde las alturas como el sol que surge (ver Lc 1,78).
Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina. Es la alegría de este Año santo, que conmemora los dos mil años transcurridos desde que el Hijo de Dios, Luz de Luz, iluminó con el resplandor de su presencia la historia de la humanidad...
"¿Qué debemos hacer?". La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recuperar la alegría...Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte.
Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos  a Él en la fe y en las obras (ver Jn 16,22-23)».

Juan Pablo II. Homilía del 17 de diciembre de 2000. Jubileo del mundo del Espectáculo 






'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. Nos dice Santo Tomás de Aquino: «El amor produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, sólo disfruta de veras el que vive la caridad». ¿Cómo vivo esta realidad? ¿Soy una persona alegre?

2. El mensaje de Juan el Bautista es muy claro. ¿Soy una persona justa? ¿Soy solidario con mis hermanos o encuentro en mi corazón resquicios de discriminación hacia mis hermanos?  

3.  Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 30. 673-674. 840. 1084-1085. 2853. 


Agradezco a mi buen amigo Juan Ramón Pulido el envío de estos textos, que recomiendo a mi familia y amigos. CMS.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Solemnidad Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo B «Sí, como dices, soy Rey»



Lectura del libro de Daniel (7, 13-14): Su dominio es eterno y no pasa.

Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.

Salmo 92, lab. lc-2. 5
R./ El Señor reina, vestido de majestad.

Lectura del libro del Apocalipsis (1, 5-8): El príncipe de los reyes de la tierra nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios.

Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre.
A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Mirad: El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén.
Dice el Señor Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso.»

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (18, 33b- 37): Tú lo dices: soy rey.

En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: « ¿Eres tú el rey de los judíos? ». Jesús le contestó: « ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? ».
Pilato replicó: « ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?». Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?». Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»


& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Con la solemnidad de Jesucristo Rey del universo concluye nuestro año litúrgico. Así esta celebración, que exalta a Cristo como Señor del tiempo y del espacio es una recapitu­la­ción de todo el misterio cristiano que durante el año hemos contemplado y celebrado, en sus distintos aspec­tos: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, tiempo ordinario y solemnidades especia­les.

En este día, como punto culminante del año, contem­plamos a Jesucristo en su condi­ción de Rey de reyes, y Señor de señores. Esta realeza ya la vemos prefigurada en el texto del profeta Daniel: «Le dieron poder, honor y reino... su reino no será destruido» (Primera Lectura). En el Evangelio la realeza de Jesús viene afirmada en términos categóricos: «Pilatos le dijo: ¿Luego tú eres rey? Respondió Jesús: Sí, como dices, soy Rey». La Segunda Lectura, tomada del libro del Apocalipsis, confirma y canta la realeza de Jesús por toda la eternidad: «A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén».

J «Un hijo de hombre»

La lectura del profeta Daniel se da en el contexto de «sueños y visiones» (Dn 7, 1) sobre el juicio de Dios sobre los hombres. Dios es representado como un solemne Anciano de vestidura blanca. Es difícil precisar el origen de esta imagen de Dios como un «viejo juez»; posiblemente encuentre antecedentes en algunas expresiones usadas para referirse al contraste que existe entre la caducidad de la vida del hombre y la perennidad de Dios (ver Sal 102,25-26; Is 41,2-4; Job 36,26). Daniel describe la apertura de la sesión indicando que «los libros se abrieron». Imagen veterotestamentaria que suele referirse a todos aquellos que tendrán acceso a la vida eterna (ver Dn 12,1; Éx 32,32-33; Sal 69,29; 139,16; 1 Sm 25,29). Entonces cuando todos esperan la proclamación solemne de la sentencia del Anciano, inesperadamente Daniel pasa a relatar el terrible destino de las bestias que se someten al designio divino.

La segunda parte de la visión es muy importante ya que hace referencia a «alguien semejante a un Hijo de hombre (que) viene entre las nubes del cielo». El origen y la actividad de este misterioso personaje es trascendente (ver Éx 13,21; 19,9; 1 Re 8,10; Is 19,1; Nah 1,3; Sal 18,10) y, presentado ante el Anciano, recibe un reino eterno cuyo dominio es universal. La contraposición entre el origen de las bestias que surgen del mar y el hijo del hombre que viene del cielo es clara así como las acciones del Anciano en relación a ambos: uno es arrojado al fuego, el otro es eternamente bendecido. Esta sección del sueño de Daniel encuentra su paralelo en la piedra del sueño de Nabucodonosor que, después de haber destruido la estatua, se convierte en una montaña que llena toda la tierra (Dn 2,35.44-45a) ya que «Dios hará surgir un reino que jamás será destruido, y este reino no pasará a otro pueblo» (Dn 2, 44). 

J «Yo soy el Alfa y la Omega» 

El libro del Apocalipsis de San Juan se inicia con un diálogo litúrgico entre el lector y la comunidad cristiana. Bajo la mención de las siete iglesias de Asia es preciso considerar la universalidad de la Iglesia, aquí vista idealmente en el simbólico número de siete, que indica plenitud. A toda la Iglesia cristiana, pues, se dirige este saludo. En el saludo inicial podemos distinguir el misterio de Dios, como Trinidad Santa. Dios Padre es considerado como «El que es, El que era y El que está a punto de llegar»; es decir es el Dueño y Señor de la historia. Los siete espíritus no denotan siete ángeles sino la presencia viva del Espíritu Santo: un solo Espíritu en su realidad personal y esencial.

Jesucristo es recordado con tres atributos principales, que provienen del Salmo 89, interpretado en clave mesiánica. Los tres títulos mencionados corresponden respectivamente a una confesión de fe y hacen directa referencia al misterio de la Pasión-Muerte-Resurrección-Ascensión del Señor Jesús. Es testigo fidedigno, porque con una vida culminada en la muerte, y con perseverancia mantenida hasta la cruz, ha expresado perfectamente cuanto Dios quiso revelarnos. Ha surgido victorioso de entre los muertos, como primicia de los resucitados inaugurando con su Resurrección una nueva forma de ser y un reino nuevo.

La comunidad cristiana responde agradecida por el sacrificio reconciliador de Jesús ya que se sabe y se siente amada por Él. Gracias a Él se constituye así en «un Reino de Sacerdotes»; es decir participa de las prerrogativas propias del Único Sumo Sacerdote: Jesucristo. Entonces será también capaz de ofrecerse como «víctima agradable» al Padre y así poder participar del «reino que no tiene fin». 

K «¿Eres tú el Rey de los judíos?»

El Evangelio de hoy contiene una clara afirmación de la realeza de Jesús: «Yo soy rey». Todo va conduciendo hacia esta afirmación que, podemos decir, constituye la conclusión del diálogo con Poncio Pilato. Es interesante analizar detenidamente el movimiento de dicho diálogo y las cir­cunstancias en que se produce. Jesús había sido considerado reo de muerte por los judíos y había sido llevado a Pilato para que él, en su calidad de gober­nador romano de la Judea, dictara la sentencia de muerte. Los romanos habían privado al tribu­nal máximo judío - el Sanedrín - del poder de dar la muerte a un condenado y esta sentencia se reservaba al gobernador romano, tal como reconocen los mismos judíos: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie» (Jn 18,31). Cuando Pilato sale fuera y pregunta la causa de la acusa­ción, los judíos responden: «Si éste no fuera un malhe­chor, no te lo ha­bríamos entre­gado» (Jn 18,30).

Jesús es entregado como un malhe­chor, pero Pilato en ningún momento sabe cuál es el motivo por el cual quieren crucificarlo. Aquí es donde comienza el diálo­go que nos trans­mite el Evangelio de hoy. Pilato pregunta a Jesús: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». La pregunta es extraña, dada la situación ya que Jesús no tenía poder humano y no representaba ningún peligro para el enorme poder romano. Ahora, tampoco los judíos lo habían conde­nado por esto. Más adelante ellos mismos van a decir: «Debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19,7) y no: «porque se tiene por Rey de los judíos». El decir «Rey de los judíos» hacía directa referencia a un cargo político ya que era el título que Roma había dado al sanguinario de Herodes que era morbosamente celoso de su poder. Ya sabemos lo que hizo cuando, nacido Jesús en Belén de Judea, llegaron unos magos de oriente y preguntaron: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2,2). Un judío habría formulado la pregunta de Pilato de la siguiente manera: «¿Eres tú el Cristo, el Mesías, el Hijo del Bendito?» (Mc 14,61. Ver Mt 26, 63).

Jesús habría podido responder inmediatamente a Pila­to para tranquilizarlo: «Mi reino no es de este mundo». Pero sin embargo quiere informarse, quién está al origen de esta pregunta: «¿Dices esto por tu cuenta o es que otros te lo han dicho de mí?» La expresión «Rey de los judíos», usada por Pila­to, induce a pensar que él lo dijera por su cuen­ta, pues un judío no se hubiese expresado así. Pero declararse «Rey de los judíos» era un atentado contra el poder romano; ante un poder tota­litario como el de Roma, habría sido causa suficiente de muerte. Pilato no era tan ingenuo como para pensar que Jesús pudiera representar un peligro en este sentido. Por eso responde: «¿Es que soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdo­tes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?». Es como decir: «No soy yo el que lo dice; los tuyos lo han dicho de ti». Ya sabemos por qué los sumos sacerdotes piden su muerte: es por un motivo religioso; no tiene nada que ver con el poder de este mundo. También Pilato sabe que han entregado a Jesús no por declararse «Rey». Por eso pre­gunta: «¿Qué has he­cho?».
J «Mi Reino no es de este mundo»

Ahora Jesús responde a la pregunta original acerca de su realeza. Esta respuesta está dirigida a Pilato y tam­bién a su pueblo y a los sumos sacerdotes, que con mentira han referido eso acerca de Él: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entre­gado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí». Pilato, que pensaba haber dicho algo absurdo, cuando preguntó: «¿Eres tú el Rey de los judíos?», se encuentra con una respuesta afir­mativa de Jesús. Pilato no puede creer lo que está oyendo e incrédulo pregunta: «¿Luego, tú eres Rey?». Y aquí tenemos la culmina­ción de la escena: «Sí, como dices, soy Rey». Pero Jesús aclara en qué sentido: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Jesús formula el criterio de discernimiento entre los que lo reconocen como Rey y los que lo rechazan. Lo recono­cen como Rey los que son de la verdad; lo rechazan los que son de la mentira. Jesús nunca había dicho antes: «Yo soy rey»; pero sí había dicho: «Yo soy la verdad». Los que son de la verdad lo reconocen como Rey.

Tal vez ningún episodio evangélico nos enseña tanto sobre la verdad. La verdad es el camino que conduce al ser humano a su felicidad eterna, hacia esa situación de total plenitud que todos los hombres y mujeres, sin excepción, anhelan. Pero esa verdad se identifica con Jesús, que había definido su identidad así: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Es lo mismo que dice ante Pilato. Pero no eran muchos los que escuchaban su voz: Jesús estaba allí solo y rechazado por su pueblo. No eran muchos «los que son de la verdad».

Este episodio de la condena de Jesús por parte de su pueblo nos revela que la verdad, aunque es el único camino de salvación del ser humano, suele ser rechaza­da por la mayoría. La escena del Evangelio lamentablemente se repite hoy con suma fre­cuencia. Los sumos sacerdotes, que rechazaron a Cristo y no lo reconocieron como Rey, terminaron afirmando lo que ellos mismos aborrecían: «No tenemos más rey que el César» (Jn 19,15); y ellos mismos sabían que eso era mentira, porque abominaban del poder romano. No oyeron la voz de Cristo porque no eran de la verdad y se creyeron «su mentira».

+  Una palabra del Santo Padre:

«Cristo, descendiente del rey David, es el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida hasta el final.. En Él somos uno, un solo pueblo, unidos a Él, participamos de un solo camino, un solo destino y solamente en Él, en Él como centro, tenemos la identidad como pueblo.

Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad y también el centro de la historia de todo hombre. A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, Enviar y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos nosotros podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia, cada uno de nosotros también tiene sus errores sus pecados, sus momentos felices y sus momentos oscuros, nos hará bien en este día pensar en nuestra historia y mirar a Jesús y repetir muchas veces con el corazón en silencio, cada uno de nosotros: acuérdate de mí ahora que estás en tu Reino. Jesús acuérdate de mí porque quiero ser bueno, quiero ser buena, pero no tengo fuerza, no puedo, soy pecador, soy pecador. Pero acuérdate de mí Jesús, tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás en tu Reino. Es bonito.  Hagamos hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces, acuérdate de mí Señor tú que estás en el centro, tu que están en tu Reino.

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es muy generoso, da siempre más de lo que nos pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino. Jesús es el centro de nuestros deseos, de alegría y de salvación. Vayamos todos juntos sobre este camino».

Francisco. Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. 24 de noviembre de 2013.







'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. ¿Tengo consciencia que el Reino que Jesús me ofrece no es de este mundo? ¿Que no se rige por los criterios del mundo? ¿Que debo de ser amigo de la verdad para poder acceder al Reino de Dios?   

2. La lectura del Apocalipsis me recuerda mi vocación: estoy llamado a ser de Jesús. ¿Vivo de acuerdo a mi llamado?   

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 446-451.526. 543-544. 1852. 1861.


Información recibida de J.R. PULIDO. Toledo.