sábado, 23 de abril de 2016

CATEQUESIS VOCACIONAL del Sacerdote Comboniano D. Antonio Pavía; Pastores según su corazón – y XX


Plantación de Dios

Comenzamos este capítulo con una de las profecías de Isaías que, a nuestro parecer, revela con mayor fuerza la misión del Mesías. Nos da a conocer que éste anunciará la Buena Nueva de la salvación a los pobres, a los cautivos, a los que, sobrecargados de tanto sufrimiento, tienen el corazón desfallecido. Contiene tanta fuerza su anuncio, su Buena Nueva, que podrá cambiar totalmente la vida de los que lo acojan: el luto y el abatimiento darán lugar al gozo, resurgirá la alegría de vivir. Culmina Isaías su profecía con una promesa sorprendente: A estos hombres, rescatados por el Mesías de todas estas profundidades, se les llamará “robles de justicia, plantación de Dios para manifestar, irradiar su gloria” (Is 61,3b).

Por supuesto que el anuncio de Isaías alcanza a todos los discípulos del Hijo de Dios, a todos los que guardan su Evangelio. Hecha esta puntualización y dado el tema señero de este libro, centramos nuestra atención en aquellos a los que Jesús llama de forma especial al sacerdocio, por la particular resonancia con que les alcanza esta profecía. Así lo creemos porque especial es la misión de estos hombres, y que consiste de forma primordial en pastorear las ovejas que el Hijo de Dios les confía. Para llevarla a cabo necesitan un corazón como el suyo. Hablamos de pastores que puedan alimentar sus rebaños en pastos de sabiduría y discernimiento (Jr 3,15).

Plantación de Jesucristo, que es la Sabiduría y Fuerza de Dios (1Co 1,22). Así es como podemos llamar, con la autoridad que nos da la Escritura, a aquellos que el Señor Jesús llamó, y continúa llamando, “para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14a). He aquí un rasgo distintivo de los pastores que Jesucristo reconoce como plantación suya, obra de sus manos. Son hombres expertos en debilidades, empezando por las suyas; pero que, como la esposa del Cantar de los Cantares, están a gusto con Él (Ct 2,3). En esta intimidad son revestidos de su fortaleza. Su profundo estar con su Señor les impulsa a estar con los hombres con la Palabra de gracia que Él –su único Maestro- ha sembrado en el fértil terruño de sus almas.

Hombres que, guiados por su Maestro, han aprendido a estar con Dios como Padre suyo que es, a saborearlo (recordemos que en la lengua y cultura de Israel sabor y saber vienen de la misma raíz). Hablamos de hombres injertados en Dios por cuya razón irradian y manifiestan su gloria, y ante los cuales nadie queda indiferente, porque las huellas de Dios que configuran sus rostros son luminosas. Se les puede aceptar o rechazar, mas nunca ignorar. Su predicación así como sus liturgias llevan la misma firma: el Rostro de Dios, su Teofanía y su Teofonía –su Voz-.
Así como “los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento la obra de sus manos (Sl 19,2), estos pastores apasionados por el Evangelio, -lo que les hace apasionados también por los hombres, sobre todo por aquellos más cruelmente golpeados, cuya existencia es todo un grito de dolor- proclaman que Dios es bueno con todos, que, “como la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Dios para quienes le buscan…, pues se acuerda de que somos polvo” (Sl 103,13-14).

Pastores misericordiosos con las debilidades de sus hermanos, porque han conocido en su propia carne la misericordia y la ternura de Dios. Saben también que no brillan con luz propia, por ello no se atribuyen ningún mérito en su pastoreo; de ahí el auténtico pánico que tienen ante cualquier asomo de adulación. Se sienten entrañablemente cercanos, son testigos de que su hacer emana de la sabiduría y gracia de Dios. Ante estos pastores, los hombres “glorifican a su Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

Junto al Manantial de la Vida

Su ministerio sacerdotal va mucho más allá de los ritos externos y formalistas que, aun cuando necesarios, podrían, por su falta de profundidad, no reflejar a Dios. Es por eso que cuando predican y celebran desaparece su yo para dar paso a Jesucristo en cuyo nombre ejercen su misión, su pastoreo. Todos los hombres y mujeres que buscan ansiosamente el Camino, la Verdad y la Vida, lo encuentran en este Jesucristo que vive y actúa en ellos; es como si estos hombres le prestaran su cuerpo para que vuelva a acontecer la Encarnación… Mucho saben de esto los pastores que viven la pasión inmortal por el Evangelio.

Encarnan, pues, al Hijo de Dios y, desde Él, comparten sus fatigas. Se da como una especie de causa y efecto entre las fatigas del alma que sobrellevan a causa de su misión y la luz que reflejan. Cuando son conscientes de esta relación causa-efecto desbordan de alegría, pues han venido a saber que su comunión con su Señor y Pastor es real. Comparten su misma fatiga, aquella que es la fuente de su luz, tal y como anunció el profeta Isaías: “Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos…” (Is 53,11).

Esta característica de los pastores no pasa desapercibida para los verdaderos buscadores de Dios. Ven en ellos una respuesta real a su hambre y sed de eternidad; la Trascendencia deja de ser para ellos algo quimérico para convertirse en algo posible, incluso palpable o, por lo menos, algo que va mucho más allá de ínfulas visionarias. Es tan atrayente esta posibilidad que, dejando de lado todo tipo de prejuicio, se acercan -eso sí, muy lentamente- hacia ellos. Saben que son lo que son porque han aprendido a vivir con Alguien…, a quien les gustaría conocer. Efectivamente, son para el mundo entero “robles de justicia y plantación de Dios que irradian su gloria”, como decía Isaías. De ellos dijo el salmista que son “como árboles plantados junto a las corrientes de agua, que a su tiempo dan el fruto, que jamás se amustia su follaje y que todo lo que hacen les sale bien” (Sl 1,3).

También Jeremías profetiza sobre estos pastores comparándolos con árboles que, junto a las márgenes del río, dan fruto incluso en año de sequía. El profeta ofrece un dato revelador que da la razón de su fecundidad: son hombres que han puesto su confianza en Dios; es tal la consistencia de esta confianza, cimentada en la experiencia que de Él tienen, que no conciben la posibilidad de que Dios les defraude. “Bendito aquel que se fía de Dios pues no defraudará su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces… En año de sequía no deja de dar fruto” (Jr 17,7-8).

Estos textos son profecías que, al igual que la de Isaías con la que iniciamos este capítulo, se cumplen en Jesucristo, el Hijo de Dios, y en “sus plantíos”, en estos hombres que, cercanos a su corazón, pueden decir al igual que san Juan de la Cruz: “mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio; ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio”.
Pastores que reflejan el Misterio

Son hombres de Dios para el mundo, hombres para los demás, que han plantado su tienda al pie de la Cruz de su Señor y beben de la herida de su costado abierto, herida de la que mana su riqueza insondable. Saben del Misterio y el Misterio anuncian. No necesitan explicarse con palabras altisonantes, ya que el mismo Dios se explica a sí mismo, por medio de ellos, con las palabras que pone en sus labios. Cada vez que predican y anuncian el Evangelio, no se fían en absoluto de sí mismos sino del Pastor que les llamó, y a Él recurren. Son tan conscientes de su pobreza que incluso piden a sus ovejas que intercedan por ellos ante Dios a fin de que les haga aptos para transmitir el Misterio del Evangelio.

A este respecto, recurrimos a nuestro querido amigo Pablo, quien nos brinda un fiel testimonio de esta precariedad que a él mismo le acompaña: “… Siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con franca audacia el Misterio del Evangelio, del que soy embajador entre cadenas” (Ef 6,18-20).

Son hombres de Dios, Él los hizo plantación suya. Con especial mimo y cuidado los sembró en las márgenes del Manantial de Vida que fluyó, como dije antes, del seno del Crucificado, manantial de Vida que ya había sido profetizado por Ezequiel: “Me llevó a la entrada del Templo, y he aquí que debajo del umbral del Templo salía agua, en dirección a oriente… A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales… Producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua fluye del Templo. Sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de medicina” (Ez 47,1 y 12).

Acabamos de escuchar la profecía. Estos árboles, cuyos frutos y hojas son medicinales, están al servicio del mundo, aunque éste, en un alarde de autosuficiencia, proclame su superfluidad, e incluso puede llegar a hacerles objeto de todo tipo de ensañamiento. No se trata de ser masoquista y afirmar que esto no importe a los pastores; mas sí tienen asumido con gozo que han sido enviados al mundo, quien les aborrece en la misma medida en que su Señor fue aborrecido (Jn 15,20).

Repito, porque es importante insistir, que estos pastores no son masoquistas ni tienen ninguna pretensión de dar lecciones de nada a nadie. Son conscientes de que todo lo que son y hacen tiene un nombre y una fuente: el Amor de Dios hacia ellos. Saben que su llamada-ministerio es una gracia; sí, sobre todo gracia. Ellos han sido los primeros en ser rescatados, y se estremecen ante el precio, exorbitantemente elevado, pagado por su rescate: la sangre del Hijo de Dios (1P 1,18). Puesto que saben esto, su anuncio está revestido de la más excelsa de todas las libertades: la de no pedir cuentas a nadie. Saben que Dios lleva a término su obra en todos aquellos que le buscan con sincero corazón: “…Pensad rectamente del Señor y con sencillez de corazón buscadle. Porque se deja encontrar por los que no le tientan, se manifiesta a los que no desconfían de él…” (Sb 1,1-2).

¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, gritaron los niños hebreos cuando Jesús hizo su entrada mesiánica en Jerusalén a lomos de un asno, tal y como Zacarías había profetizado (Za 9,9). ¡Bendito!, gritaban jubilosamente, sin percatarse de que Aquel a quien aclamaban ciertamente venía en Nombre de su Padre…, lo que quiere decir: con su Fuerza, con su Salvación, con la Vida Eterna para todos.
Cambiamos de aclamadores. Ahora son los cielos los que exultan, los que aclaman, los que viendo a los pastores según el corazón de Dios, gritan y aclaman: ¡Benditos los que recorren el mundo entero en el Nombre de Dios, los que van al encuentro de sus hermanos –todos lo son- con su Fuerza, su Sabiduría, su Salvación, su Vida Eterna… ¡Benditos, sí, benditos sean estos pastores porque son hombres para los demás, para el mundo!

LECTURAS DE LA MISA DEL Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo C «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros»

MANDAMIENTO DEL AMOR

Que difícil es amar
a Dios sobre todas las cosas,
y no tan fácil podemos dejar
las cosas de este mundo tan apetitosas.

El Primer Mandamiento
habla del amor que a Dios debemos.
En la acción es difícil el cumplimiento,
más, cuando dudamos de lo que creemos.

El Segundo a este es semejante
“amar a tu prójimo como a ti mismo”.
Es ver tu persona en el semejante,
es vivir el amor con altruismo.

Mas cumplirlos es lo difícil
cuando ni ha nosotros mismo nos amamos.
Caer en desaliento, por el pecado fácil
y por esto una y mil veces nos condenamos.

Hoy Jesús en su Evangelio
dice que lo más grande es el Amor,
muestra que El siempre nos dio,
amar y dar la vida por el otro causa dolor.

Si queremos cumplir los Mandamientos
amar a Dios y a nuestro prójimo,
es primero llenarse de los sentimientos
de Dios y ver en el otro a uno mismo.

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Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (14, 21b-27): Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos


En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Y después de predicar en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían encomendado a la gracia de Dios para la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

Salmo (144, 8-9. 10-11. 12-13ab); R./ Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.


El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. R./
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas. R./
Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad. R./

Lectura del libro del Apocalipsis (21, 1-5a): Dios enjugará las lágrimas de sus ojos


Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas».

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (13, 31-33a. 34-35): Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros


Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Sí Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará.
Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».

Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las
lecturas

Pablo y Bernabé vuelven de su primera misión (Primera Lectura) donde se resalta el laborioso crecimiento de la Iglesia de Cristo. Expansión que no está exenta de tribulaciones que San Pablo paternalmente advierte. El nuevo mandamiento (Evangelio) dejado por Jesús es la vivencia del amor hasta el extremo de dar la vida por los otros; y esto será lo distintivo entre los primeros seguidores de Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». Justamente es la glorificación del Hijo del hombre que renovará todas las cosas creando así un mundo nuevo (Segunda Lectura).

 «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre...»

Puede parecer extraño que estando en tiempo de Pascua, en que la liturgia está dominada por la contemplación de Cristo resu¬ci¬tado y vencedor sobre el pecado y la muerte, se nos pro¬ponga un pasaje del Evangelio que está ubicado en el momento en que Jesús comienza a despedirse de sus apósto¬les para encaminarse a su Pasión. Veamos por qué se da esto...

La primera palabra de Jesús hace referencia al momen¬to: «Ahora...». Debemos preguntarnos en qué situación de la vida de Jesús nos encontramos y qué ocurrió para que Jesús consi¬derara que había llegado el momento. Jesús se había reunido con sus apósto¬les para celebrar la cena pas¬cual. El capítulo comienza con estas palabras fundamenta¬les: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Había llegado su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre y la hora de dar la prueba suprema de su amor a los hombres. Pero faltaba todavía algo que desencadenara los hechos.

El Evangelista dice: «Durante la cena, ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscario¬te, hijo de Simón, el propósito de entregarlo...» (Jn 13,2). Sigue el episodio del lavatorio de los pies a sus apóstoles. Y, en seguida, Jesús indica cuál de sus apósto-les lo iba a entre¬gar, dando a Judas un bocado. El Evangelista sigue narrando: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (Jn 13,27). Jesús acompañó su gesto, que debió ser lleno de bondad y de conmiseración ante el discípulo ya decidido a traicionarlo, con estas palabras: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». El Evangelista conclu¬ye: «En cuanto tomó Judas el bocado, salió» (Jn 13,29). La traición de Judas fue una obra de Satanás, pero tam¬bién una decisión res¬ponsable del hom¬bre. Aquí el misterio de la iniqui¬dad alcanzó su punto máximo, sólo comparable con la obra de Satanás en nuestros primeros padres. Esta especie de escalada de Satanás era lo que faltaba aún para que llega¬ra el momento.

«Cuando Judas salió, Jesús dice: Ahora ha sido glori¬ficado el Hijo del hombre». Ya los hechos que lleva¬rían a Jesús a morir en la cruz se habían desencadenado. Pero en esos hechos consiste su glorificación, pues mientras los hombres lo someten a la pasión dolorosa y a la muerte, en realidad, él está yendo al Padre. Así lo dice el Evangelio al comienzo de este capítulo: «Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre... sabía que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y que a Dios volvía» (Jn 13,1.¬3). Lo repite él mismo en el curso de esa misma cena con sus discípulos: «Me voy a prepararos un lugar... voy al Padre» (Jn 14,2.12). Y poco antes de salir con sus discí¬pulos al huerto donde sería detenido, Jesús se dirige a su Padre y ora así: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1).

«Dios ha sido glorificado en Él»

La muerte de Cristo fue un sacrificio ofrecido a Dios Padre. Si todo sacrificio es un acto de adoración, el sacrificio de Cristo ha sido el único digno de Dios, el único que le ha dado la gloria que merece. Por eso es que Dios ha sido glorificado. Cristo ha dado gloria a Dios con toda su vida, pues toda ella fue un acto de perfecta obediencia al Padre. Pero en la cruz alcanzó su punto culminante, allí recibió su sello definitivo. Este es el sentido de la última palabra de Cristo antes de morir: «Todo está cum¬plido», es decir, está cumplida la voluntad del Padre en perfección y hasta las últimas conse-cuencias. Nunca se demostró Jesús más Hijo que en ese momento. Pero todavía quedaba que se realizará la última afirmación de Cristo: «Dios lo glorificará en sí mismo», la que debía cumplirse «pronto». Esta es la subida de Cristo al Padre, que ocu-rrió con su Resurrec¬ción.

El testamento de Jesús

En este momento de la despedida de sus apóstoles, Jesús agrega lo que más le interesa dejarles como testamento: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros». ¿Por qué dice Jesús que este mandamiento es «nuevo»? ¿Dónde está la novedad? Ya desde la ley antigua existía el mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo» (Lev 19,18). Y Jesús, lejos de derogarlo, lo había indicado al joven rico como condición para heredar la vida eterna (ver Mt 19,19). La novedad está en el modo de amar, en la medida del amor. Es esto lo que hace que este mandamiento sea el de Jesús: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros». En este mismo discurso, más adelante, Jesús repite: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

Por eso Jesús agrega: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos». En la vida de Jesús hemos contemplado lo que es el amor y cómo Él nos amó. El no buscó su propio inte¬rés, sino el nues¬tro. Nos amó hasta el extremo: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); y esa es la medida que nos ha dejado. Sin embargo, es increíble cómo en nues¬tra socie¬dad y en el modo común de hablar, el amor se haya podido profa¬nar tanto y que muchas veces se llegue al extremo de llamar amor lo que es per¬fecto egoísmo.

 «Yo, Juan, vi... la ciudad santa, la nueva Jerusalén»

La espléndida visión de la Jerusalén celestial concluye el libro del Apocalipsis y toda la serie de los libros sagrados que componen la Biblia. Con esta grandiosa descripción de la ciudad de Dios, el autor del Apocalipsis indica la derrota definitiva del mal y la realización de la comunión perfecta entre Dios y los hombres. La historia de la salvación, desde el comienzo, tiende precisamente hacia esa meta final.

Ante la comunidad de los creyentes, llamados a anunciar el Evangelio y a testimoniar su fidelidad a Cristo aun en medio de pruebas de diversos tipos como leemos en la primera lectura, brilla la meta suprema: la Jerusalén celestial. Todos nos encaminamos hacia esa meta, en la que ya nos han precedido los santos y los mártires a lo largo de los siglos. En nuestra peregrinación terrena, estos hermanos y hermanas nuestros, que han pasado victoriosos por la «gran tribulación», nos brindan su ejemplo, su estimulo y su aliento. San Agustín nos dice cómo la Iglesia «que prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», se siente sostenida y animada por el ejemplo y la comunión de la Iglesia celestial.

Recordemos las palabras del profeta Isaías: «Mira ejecutado todo lo que oíste...Hasta ahora te he revelado cosas nuevas, y tengo reservadas otras que tú no sabes» (Is 48,6). Esto no es un cuento de hadas sino el mundo que surge de la vivencia plena del mandamiento del amor. Este esplendoroso final esperado tiene su contraparte en la Primera Lectura donde se contrasta el crecimiento de las comunidades cristianas en sus comienzos al ritmo penoso de la misión que acaban de concluir. Pablo y Bernabé, de nuevo en Antioquía de Orontes (Siria) y ante la comunidad reunida, hacen un balance positivo de su primera misión por tierras del Asia Menor hasta Antioquía de Pisidia (hoy Turquía). Al reanudar el camino iban animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe. Y apuntando ya a una primera organización pastoral.

«Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por ... »


El día 20 de noviembre recordaremos a un grupo de monjitas españolas que vivieron el mandamiento del amor hasta el extremo. Justamente el V Domingo de Pascua de 1998 fueron declaradas beatas por el Papa San Juan Pablo II ante una multitud en la plaza San Pedro. La Beata María Gabriela y sus compañeras mártires ingresaron a la congregación de la Visitación de Santa María, imprimiendo en su corazón los principios de la congregación: «Todo dulzura y humildad».

En los primeros meses de 1936, la persecución religiosa en España se fue agravando. La congregación se dio cuenta que era ya muy peligroso continuar en Madrid por lo que decidieron trasladarse al pueblito de Onoroz, en Navarra. Pero ellas pidieron quedarse en Madrid, pues la iglesia del monasterio seguía abierta al culto. Al frente del grupo estaba María Gabriela.

A mediados de julio la situación se complicó demasiado lo que les obligó a trasladarse definitivamente a una casa refugio, en donde se dedicaron a la oración y a sacrificarse por su patria. Los vecinos les mostraron mucho aprecio excepto dos personas que las denunciaron antes las autoridades. El 17 de noviembre, después del registro que hicieron los milicianos de su casa, estos se despidieron diciéndoles: «hasta mañana».

María Gabriela ofreció a la comunidad la oportunidad de ser llevadas al consulado para ponerse a salvo. Pero unánimemente todas exclamaron con especial fervor: «¡Estamos esperando que de un momento a otro vengan a buscarnos en el nombre del Señor… que alegría, pronto va llegar el martirio, si por derramar nuestra sangre se ha de salvar España, Señor, que se haga cuanto antes!». En efecto, el 18 de noviembre, llegaron los milicianos y en un camión las llevaron hasta el lugar de la ejecución. Una ráfaga de balas destrozó sus cuerpos y les hizo entrar en una bella página de la historia de la Jerusalén celestial.

Una palabra del Santo Padre:


«Un segundo pensamiento: en la primera lectura Pablo y Bernabé afirman que «hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios» (Hch 14,22). El camino de la Iglesia, también nuestro camino cristiano personal, no es siempre fácil, encontramos dificultades, tribulación. Seguir al Señor, dejar que su Espíritu transforme nuestras zonas de sombra, nuestros comportamientos que no son según Dios, y lave nuestros pecados, es un camino que encuentra muchos obstáculos, fuera de nosotros, en el mundo, y también dentro de nosotros, en el corazón. Pero las dificultades, las tribulaciones, forman parte del camino para llegar a la gloria de Dios, como para Jesús, que ha sido glorificado en la Cruz; las encontraremos siempre en la vida. No desanimarse. Tenemos la fuerza del Espíritu Santo para vencer estas tribulaciones.

Y así llego al último punto. Es una invitación que dirijo a los que se van a confirmar y a todos: permaneced estables en el camino de la fe con una firme esperanza en el Señor. Aquí está el secreto de nuestro camino. Él nos da el valor para caminar contra corriente. Lo estáis oyendo, jóvenes: caminar contra corriente. Esto hace bien al corazón, pero hay que ser valientes para ir contra corriente y Él nos da esta fuerza. No habrá dificultades, tribulaciones, incomprensiones que nos hagan temer si permanecemos unidos a Dios como los sarmientos están unidos a la vid, si no perdemos la amistad con Él, si le abrimos cada vez más nuestra vida.

Esto también y sobre todo si nos sentimos pobres, débiles, pecadores, porque Dios fortalece nuestra debilidad, enriquece nuestra pobreza, convierte y perdona nuestro pecado. ¡Es tan misericordioso el Señor! Si acudimos a Él, siempre nos perdona. Confiemos en la acción de Dios. Con Él podemos hacer cosas grandes y sentiremos el gozo de ser sus discípulos, sus testigos. Apostad por los grandes ideales, por las cosas grandes. Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Hemos de ir siempre más allá, hacia las cosas grandes. Jóvenes, poned en juego vuestra vida por grandes ideales.».

Francisco. Homilía del V Domingo de Pascua. 28 de abril de 2013






Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿De qué manera concreta puedo vivir el mandamiento nuevo que Jesucristo nos ha dejado?

2. «Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama», nos dice San Agustín. ¿Cómo vivo esto?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2196. 2443- 2449.


Agradecemos a D. Juan Ramón Pulido, Presidente Diocesano de A.N.E. el envío de este interesante artículo que nos servirá para reflexionar la palabra de Dios; recordemos la necesidad de santificar las fiestas, no podemos contentarnos con la participación en la Misa, hay que vivir el domingo dedicandolo por completo a nuestro Señor.

domingo, 17 de abril de 2016

Pastores según mi corazón – XIX Cautivados por el Fuego ( Catequesis vocacional del Padre Antonio Pavía



En este capítulo intentaremos delinear uno de los rasgos que definen con más clarividencia a los pastores que, con su ministerio evangélico, iluminan al mundo. Pastores que han sido, primero llamados, después seducidos y envueltos, más aún, apresados por el fuego de Dios. Prisioneros de su Fuego con el que quedaron connaturalizados, lo que les permitió reconocerlo como el hábitat que Dios preparó para su alma. Pastores que personifican al Hombre Nuevo creado según Dios, como nos dice el apóstol Pablo (Ef 4,24).

Tengo la casi certeza de que la mayoría de los que están leyendo estas líneas están pensando en las más altas cumbres de la mística, ésa que, según una forma errónea de entender la espiritualidad, está reservada a unos pocos elegidos; aquellos que, desatándose de todo lazo mundano, se perdieron entre montañas escarpadas para abrazarse a la más estricta soledad.

Por supuesto que habitar con el fuego devorador de Dios en la línea en que nos da a conocer la Escritura -por ejemplo, Is 33,14b- supone haber descubierto el alma mística que todos poseemos. Puesto que todos la tenemos, no es, pues, necesario retirarse, ni apartarse, ni esconderse en una cueva para poder alcanzar la intimidad con Dios. De hecho, los profundísimos e íntimos encuentros de hombres y mujeres con Dios que nos narran las Escrituras están marcados por el sello de la normalidad. Son encuentros que rezuman sencillez, simplicidad, y en los que se pone de relieve que el fuego de Dios, su llamada y misión forman un todo indisoluble, como podremos ver a continuación.

Abordamos en primer lugar la llamada-misión de Moisés, el pastor de Israel que mejor refleja al Buen Pastor por excelencia, Jesucristo. Nos dice el autor del libro del Éxodo que un día, pastoreando las ovejas de Jetró, su suegro, vio en el monte Horeb una zarza envuelta en llamas (Éx 3,1 ss). Al principio no le llamó mucho la atención al ser algo relativamente normal en esos parajes tan cálidos. Sin embargo, algo mueve su curiosidad, y es que las llamas persisten, no sólo no se extinguen sino que son cada vez más consistentes; pasa de la curiosidad al asombro al constatar que, a pesar de la intensidad de las llamas, la zarza permanece como intacta. Ante este fenómeno inusual, pasa del asombro a la acción, –todo camino de fe conlleva esta andadura- decide acercarse para saber el por qué la zarza no se extingue: “Dijo, pues, Moisés: Voy a acercarme para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza” (Éx 3,3).

Al aproximarse a la zarza, oye una voz desde el fuego que pronuncia su nombre. Moisés no sabe cómo ni de qué manera sus pasos le han conducido junto a Dios; sin embargo es consciente de que está ante Él, de ahí su respuesta: “¡Heme aquí!” Vivencia muy parecida a la que siglos más tarde experimentará Jeremías: “¡Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido!” (Jr 20,7). Más adelante volveremos sobre esta experiencia del profeta, íntimo de Dios como pocos.

Volvemos a Moisés. Parece como hechizado por el fuego de Dios. Sus pasos son bien nítidos: van de la curiosidad al asombro, del asombro a la decisión de acercarse, y es en este su aproximarse cuando la proclamación de su nombre atraviesa su alma. Moisés queda como envuelto por el fuego de la zarza, el pastor de ovejas pasa a ser pastor de Israel hacia la tierra prometida. Ésta es la riqueza existencial que pudo vislumbrar en una fracción de segundo al tiempo que descubrió, en el fuego-palabra que pronunció su nombre y lo llamó, la misión que se convertiría en la razón de su existencia. De ahí su ¡heme aquí, aquí estoy! A continuación el autor del libro del Éxodo desarrolla la misión que Dios le confía. Preciosa, sí, pero al principio –en el principio, como diría Juan (Jn 1,1)- el Fuego, la Palabra…

Seducidos por el Fuego

Heme aquí, aquí estoy, envíame, dice Isaías al oír la voz de Yahvé que clamaba: “¿A quién enviaré?” (Is 6,8). El heme aquí del profeta está recogido en un marco parecido al de Moisés. Si éste contempló la zarza ardiente sin consumirse, Isaías es testigo con sus propios ojos de la Gloria de Dios, que en la espiritualidad bíblica se identifica con su Fuego. Isaías queda paralizado por el miedo: entonces el Fuego se llega hasta él, hasta su boca (Is 6,7). Acto seguido recibe la misión profética, a la que responde ¡heme aquí!, como ya hemos visto. El paralelismo de la llamada de Isaías con la de Moisés no hay que rebuscarlo. El Espíritu Santo, que movió la pluma de los autores bíblicos, los ha hecho transparentes.

Entramos ahora en una faceta que podría causar extrañeza e incluso reservas bastante serias. Me refiero al hecho de que todo aquel que se acerca al Fuego termina siendo cautivado por Él, así es como hemos titulado este capítulo. Es cierto que esto nos puede poner un poco a la defensiva, ya que suena algo parecido a sumisión, e incluso prisión, estilo de vivir fanático que tienen su caldo de cultivo en las sectas de todo tipo.

Abordamos el espinoso asunto, éste de llegar a ser rehenes del Fuego desde la experiencia de Jeremías, profeta del que ya anuncié que volveríamos a citar. Sondeemos su llamada y también sus reticencias, la exposición de sus dificultades -más bien impotencias- para aceptarla. Dios diluye todos sus razonamientos con una promesa acompañada de un hacer que dejan a Jeremías sin objeciones. Dios parte de una promesa: “¡No temas, que yo estoy contigo!”, que acompaña con un hacer: “Mira que pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1,8-9).

El profeta es consciente de lo que ha recibido. De hecho llega a conocer el gusto, el saborear la Palabra de Dios. La confesión de este sabor que le llenaba las entrañas es toda una antología de la espiritualidad de la Palabra. No estudia las palabras de Dios, las devora -siguiendo su propia confesión- porque colman su corazón, todo su ser, de gozo y alegría indescriptible: “Encontraba tus palabras, y yo las devoraba; eran tus palabras para mí un gozo y alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre, Señor y Dios mío” (Jr 15,16).

Hasta ahí bien, incluso demasiado bien, hasta que su pueblo le sumerge en un baño de realidad. El profeta está aturdido, se queda atónito al comprobar que su anuncio profético -que suponía habría de ser acogido con gozo y alegría y, por supuesto, con gratitud por su pueblo- provoca el más brutal de los rechazos. El gozo de su predicación se ve desfigurado ante el oprobio que ésta le provoca. Nos lo cuenta desgarradoramente: “La palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y mofa cotidiana” (Jr 20,8b). Nuestro buen amigo está sumido en el más cruel de los desconciertos. Su propia gente, el Israel que se enorgullece de ser el pueblo del oído, el único en toda la tierra a quien Dios se ha dirigido personalmente con su Palabra (Dt 4,35-37), ha pasado a ser su más acérrimo enemigo; la razón de esta enemistad y persecución es solamente una: las palabras que Dios ha puesto en su boca.

Jeremías se desmorona, está al límite de sus fuerzas; es tal el estado de su abatimiento y hasta depresión que llega incluso a decir: ¡se acabó! “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre”. (Jr 20.9a). Lo dijo, pero no pudo hacerlo. Las palabras que Dios había puesto en su boca y que, con el tiempo, aprendió a saborear, se habían hecho Fuego en su interior: “Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido a mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9b).

Las cadenas no los sometieron

Jeremías es prisionero, cautivo, del Fuego que había prendido en sus entrañas a causa de la Palabra. Por supuesto que, si se empeñase en ello, podría volver a vivir su vida como se le antojara, ajeno a la misión recibida. Podría, pero dejaría de ser ese “algo de Dios” que todo hombre que acoge la Palabra alberga en su alma. Puede, pues, pero no quiere. Tiene la sabiduría suficiente para abrazarse, con toda la pasión que le impulsa, al fuego que, como dirá siglos más tarde san Juan, “le hace semejante a Dios” (1Jn 3,2b). Además, si se arranca el Fuego de Dios que hace ya parte de su alma, ¿adónde iría con su vida? También aquí se adelantó a los apóstoles, en este caso a Pedro cuando, presentada la ocasión de volverse atrás en el seguimiento de Jesús como acababan de hacer muchos de sus discípulos (Jn 6,66), “no le quedó” más remedio que confesar: “Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna…” (Jn 6,68).

Prisionero Jeremías, prisioneros Pedro y los apóstoles. Prisioneros también todos aquellos que dejan que en sus entrañas habite el Fuego de Dios. Prisioneros del Fuego, de Dios, y sorprendentemente… libres; sí, grandiosamente libres para amar hasta la muerte a sus ovejas, aquellas a las que, por obra y gracia de Dios, hacen partícipes de la Vida que Él les ha concedido gratuitamente. Son discípulos y son pastores, no tienen vuelta atrás. Es como si hubiesen dejado a sus espaldas las limitaciones de la muerte e introducidos en el Sabor de la Vida. En este caso, extinguir el Fuego supondría deshacer el ser, la razón de su vivir, y nadie en su sano juicio atenta contra sí mismo. Son prisioneros, son amantes, son pastores, son libres para ir a cualquier parte del mundo en busca de las ovejas que Dios les ha confiado. Son pastores según el corazón de Dios, los pastores que necesitan los hombres de todos los tiempos, nada les paraliza.

En la misma línea de Jeremías, quien no podía extinguir el Fuego que se había hecho alma de su alma, situamos la respuesta que Pedro y Juan dieron al Sanedrín que pretendía impedirles predicar el Evangelio de Jesús: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20).
No se trata de cabezonerías y menos aún de fanatismos. Es un “no podemos” que nos recuerda a Jeremías. De hecho proclaman a los ancianos del Sanedrín que no están dispuestos a renunciar a ser lo que son: hombres nuevos a causa de Jesucristo. Han visto, han oído y… son. Pretender que dejen de lado lo que han visto y oído, pretender que sus labios sean sellados, es pretender que se desentiendan del nuevo ser que han recibido del Resucitado (1P 1,3-4).

No es, pues, cabezonería ni fanatismo, sino instinto de supervivencia; así entienden su ser pastores. No hay duda que el Fuego de Dios que habían recibido en Pentecostés (Hch 2,3) les hizo cautivos del Evangelio de la gracia con el que rompían las cadenas de los hombres, de todos los hombres; a todos los reconocían como hermanos suyos.
No podemos concluir este capítulo sin mencionar a Pablo, quien, liberado por Jesucristo de la ley del pecado y de la muerte (Rm 8,2), se enorgullece de reconocerse prisionero del Espíritu Santo (Hch 20,22). Él le conducirá allí donde el Señor Jesús desea que predique su Evangelio, “el que irradia vida e inmortalidad” (2Tm 2,10).

viernes, 15 de abril de 2016

Vigilia de Iniciación


Cartel esperanzador por su contenido: se inicia la Sección La Vall de Segó


Animamos a nuestros nuevos hermanos a participar en el fomento de nuestra Adoración Nocturna Española. ¡ Aleluya ¡


LECTURAS DE LA MISA. Domingo de la Semana 4ª de Pascua. Ciclo C

ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

Dios generoso,
que nos has mostrado el sendero
que lleva a la vida eterna,
y por medio de nuestro bautismo,
nos has llamado a proclamar la Buena Nueva.

Bendice y fortalece a aquellos
quienes han hecho un compromiso
de servicio en la iglesia.
Concédeles sabiduría y guía a aquellos
que están discerniendo su vocación.
Enriquece a tu iglesia con matrimonios
y soleros dedicados; con diáconos,
sacerdotes y con personas consagradas
a la vida religiosa.

Llenos de tu Espíritu Santo
te pedimos esta bendición
para que nosotros tu pueblo
sigamos a Jesús nuestro Buen Pastor,
ahora y siempre. Amén.

**********************************

«Yo doy la vida eterna por mis ovejas»

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (13, 14.43-52): Sabed que nos dedicamos a los gentiles

En aquellos días, Pablo y Bernabé continuaron desde Perge y llegaron a Antioquia de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Muchos judíos y prosélitos adoradores de Dios siguieron a Pablo y Bernabé, que hablaban con ellos exhortándolos a perseverar fieles a la gracia de Dios.
El sábado siguiente, casi toda la ciudad acudió a oír la palabra del Señor. Al ver el gentío, los judíos se llenaron de envidia y respondían con blasfemias a las palabras de Pablo. Entonces Pablo y Bernabé dijeron con toda valentía: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: “Yo te puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra”». Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y creyeron los que estaban destinados a la vida eterna.
La palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas, adoradoras de Dios, y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio. Ellos sacudieron el polvo de los pies contra ellos y se fueron a Iconio. Los discípulos, por su parte, quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo.

Salmo 99, 2. 3. 5

R./ Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño.

Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. R.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. R.
«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.» R.

Lectura del libro del Apocalipsis (7, 9.14b-17): El Cordero los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas

Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y uno de los ancianos me dijo: «Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos».

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (10, 27-30): Yo doy la vida eterna a mis ovejas

En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».


 Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

La lectura del Evangelio de este Domingo es la tercera y última parte de la parábola del Buen Pastor (Jn 10), que se lee fragmentadamente en los tres ciclos litúrgicos (A, B y C) de este cuarto Domingo de Pascua. El Buen Pastor que a todos quiere salvar, tanto a las ovejas judías como a las paganas, y a todos ofrece su vida (Primera Lectura); apacienta a sus ovejas no sólo en esta tierra, sino también en el cielo, conduciéndolas a «los manantiales de agua» (Segunda Lectura).

Por decisión del Papa Pablo VI, se celebra en este día la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El sacerdote, en virtud del sacra¬mento del Orden, está destinado a ser pastor del pueblo de Dios y a repro¬ducir los rasgos de Jesús Buen Pastor. Por eso el Papa consideró que este Domingo era el más apropiado para orar por las voca¬ciones sacerdota¬les en todo el mundo.

En esta oración no sólo pedimos a Dios que llame a más jóvenes a consagrar sus vidas al anuncio del Evan¬gelio, sino que deberíamos pedir para que conceda a los jóvenes que sienten en su corazón la llamada de Dios la generosidad de respon¬der prontamente, como lo hicieron los primeros seguidores de Cristo: «Inmediatamente, de¬jándolo todo, lo siguie¬ron» (Lc 5,11). En efec¬to, Dios sigue lla¬mando hoy como ha llamado siempre. También hoy sigue resonando la voz de Cristo que dice a muchos: «Ven y sígueme» (Mt 19,21). No faltan las llamadas, faltan las respuestas. No hay crisis de vocaciones, hay crisis de respuestas al llamado de Dios. Recemos para que más jóvenes escuchen y respondan con generosidad a su llamado a la felicidad y realización. ¡Eso es lo que el Papa nos pide este Domingo!

 «¿Tú eres el Cristo...?»

El Capítulo 10 de San Juan contiene estas famosas expre¬siones de Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas... yo conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,11 .14-15). Es lo mismo que repite Jesús más adelante en el texto de este Domingo. Los judíos le hacen una pregunta directa acerca de su iden¬tidad: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abierta¬mente» (Jn 10,24). Jesús no habría sacado nada con decir¬les abiertamente que Él era el Cris¬to, porque, si no son de sus ovejas, no le habrían creído. Por eso responde: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis... porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escu¬chan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen». Es muy clara la divi¬sión entre los que creen y ponen el fundamento de su vida en la enseñanza de Cristo y los que no lo hacen. Es que unos son de su rebaño y lo reconocen como pastor y los otros, no lo son. Estos últi¬mos, no es que estén solos; es que escuchan la voz de otros pastores y los siguen a ellos.

¿Cómo podemos saber si somos ovejas del rebaño de Cristo? El mismo Cristo quiso dejarnos un crite¬rio para discernir nuestra condición de «ovejas de su rebaño». Lo hizo en el momento último, antes de dejar este mundo, precisamente porque Él mismo ya no iba a estar más con nosotros en forma visible. De aquí la importancia del episodio que se desarrolló a orillas del lago de Tiberíades, cuando Cristo resucitado, dijo por tres veces a Pedro: «Apacienta mis ovejas...pastorea mis corderos» (ver Jn 21,15ss). ¡Es impresionante! Esas mismas ovejas, de las cuales con inmenso celo Jesús aseguraba: «Nadie las arrebatará de mi mano... nadie las arrebatará de las manos del Padre», las mismas ovejas por las cuales Él había dado su vida, ahora las confía a las manos de Pedro. No puede ser algo casual.

Al contrario, nunca Cristo ha puesto más intención en una decisión suya: instituyó a Pedro como Pastor supremo del rebaño dejándole un poder inmenso. A éste había dicho: «Lo que decidas en la tierra quedará decidido en el cielo» (ver Mt 16,19). Este mismo Pedro decidió dejar un sucesor y encomendar¬le su misma misión de Pastor universal de las ovejas de Cristo, que se llamó Lino; éste, a su vez, dejó otro: Anacleto; y así sucesivamente, sin inte¬rrupción, hasta el recordado Juan Pablo II y ahora, el querido Benedicto XVI.

Ya podemos responder a la duda anterior: es verdadero pastor el que ha recibido el sacramento del orden y ejerce su ministerio en comunión con el Santo Padre; es oveja del rebaño de Cristo el que escucha a estos pastores. Recordemos, hoy especialmente, de orar para que haya muchos que entreguen su vida a ser «pastores» del pueblo de Dios, para que todos puedan escuchar la voz de Cristo y tengan vida eterna.

 Pablo y Bernabé en Antioquía

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles que se lee este Domingo se nos presenta a Pablo y Bernabé en la ciudad de Antioquía de Pisidia, preci¬samente ejer¬ciendo ese poder de hablar la Palabra de Dios y de comu¬nicar, por este medio, la vida eterna. Si Antioquía tenía fama de ciudad pagana (conocida por su culto a la diosa Dafne) ocupó un lugar prominente en la historia del cristianismo. Habitada por numerosos judíos emigrados (ver Hch 6,5). Antioquía recibió el impacto de la primera evangelización después de la muerte de Esteban (ver Hch 11,19ss) y fue allí donde por primera vez los creyentes fueron llamados de «cristianos» (ver Hch 11,20-26).

Pablo hizo exactamente lo mismo que Jesús en la Sinagoga de Nazaret (ver Lc 4,16ss). El culto de los judíos en la Sinagoga principalmente, como hoy en día, es una doble lectura bíblica; primero el Pentateuco (Torah) y luego los profetas y comentaristas. Pablo se dirige primero a los judíos. Sólo cuando éstos lo rechazan pasará a los gentiles. El gran discurso que Pablo dirige a los judíos en la Sinagoga, es una grandiosa síntesis de la historia de Israel, y como un vínculo entre ambos Testamentos, nos muestra a través de las profecías mesiánicas, el cumplimiento del Plan de Dios (ver Hech 13, 16-41).

«Se con¬gregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios... los gentiles se alegraron y se pusieron a glorifi¬car la Pala¬bra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna» (Hech 13,44.48). Los gentiles, escuchando a los apósto¬les estaban escuchando a Jesús mismo y de esta manera demostraban que ellos también eran ovejas de su rebaño. «Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo», demostrando que no eran «de Pablo o de Apolo o de Cefas» sino de Cristo (ver 1 Cor 1,12ss).

 La vida eterna

Siguiendo la lectura del Evangelio, Jesús agrega otro privilegio sublime de sus queridas ovejas: «Yo les doy vida eterna». La vida eterna es un puro don. No es el resultado del esfuerzo humano. Nadie puede pre-tender ningún derecho a poseerla. Jesús, y sólo él, comu¬nica la vida eterna a quien él quiere. Aquí nos asegura que él la comu¬nica a sus ovejas. El hombre, cada uno de nosotros, está destinado a poseer la vida eterna. Para esto ha sido creado. Pero esta «vida eterna» no nos es transmitida por nues¬tros padres, ni es obtenida por el esfuerzo humano, pues supera todo esfuerzo creado. Se suele llamar «vida sobrena¬tural», porque no es proporcio¬nal a la naturaleza humana, ni puede la natu¬raleza humana alcanzarla por su propio dinamismo. Esta vida la da sola¬mente Cristo como un regalo. Sólo Cristo puede decir: «Yo les doy vida eterna» y ningún otro puede dar este don. Esta es la diferencia radical entre Cristo y todo otro pastor.

La vida eterna es la vida de Dios mismo infundida en nosotros ya en esta tierra por medio de los sacra-mentos de la fe, sobre todo, por medio de la Eucaris¬tía, que por eso recibe el nombre de «pan de vida eterna». En esta tierra podemos gozar ya de la misma vida que en el cielo poseeremos en pleni¬tud y sin temor de perderla jamás. En esta tierra poseemos la vida divina en la fe y con la inquietante posibilidad de perderla por el pecado. En el cielo esta vida eterna alcan¬zará su consuma¬ción en la visión de Dios y no habrá entonces temor alguno de perder¬la nunca jamás. Por eso respecto de sus ovejas Jesús asegura: «No perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano». La vida eterna adquiere en el cielo la forma de la «gloria celestial».

En su encíclica, Evangelium vitae, el Papa San Juan Pablo II, trata profundamente sobre el valor y el carác¬ter inviola¬ble de la vida humana. Pero allí se afirma también clara¬mente que la vida terrena del hombre, aunque es una realidad sagra¬da, «no es realidad última, sino penúltima». Su sacralidad radica precisamente en que es «penúltima», cuando la «última» es la vida divina compar¬tida por el hombre. El Papa escribe: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrena¬tural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana inclu¬so en su fase temporal» (Evangelium Vitae, 2). Por eso truncar una vida humana en el seno de su madre es un homicidio realmente abomi¬nable.

Para que nosotros pudiéramos poseer la vida eterna es que Cristo vino al mundo y murió en la cruz. Por eso cada uno de los que creen en Él puede afirmar con verdad: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gal 2,20). Y Él establece sus ministros para la transmisión de esta vida. A eso se refiere Cristo cuando dice a Pedro: «Apacienta mis ovejas». Es claro que Jesús no le pide a Pedro que les procure el alimento material. Lo que le pide es que les de el pan de «vida eterna». Jesús dice acerca de sus ovejas: «Nadie las arrebatará de mi mano», y es verdad. Pero Él las confía a San Pedro, su Vicario en la tierra.

 Una palabra del Santo Padre:

«Cristo es el verdadero pastor, que realiza el modelo más alto de amor por el rebaño: Él dispone libremente de su vida, nadie se la quita, sino que la dona a favor de las ovejas. En abierta oposición a los falsos pastores, Jesús se presenta como el verdadero y único pastor del pueblo: el mal pastor piensa en sí mismo y explota a las ovejas; el pastor bueno piensa en sus ovejas y se dona a sí mismo. A diferencia del mercenario, Cristo pastor es un guía pensativo que participa en la vida de su rebaño, no busca otro interés, no tiene otra ambición que la de guiar, alimentar y proteger a sus ovejas. Y todo esto al precio más alto, el del sacrificio de la propia vida.

En la figura de Jesús, buen pastor, nosotros contemplamos la Providencia de Dios, su preocupación paterna por cada uno de nosotros. La consecuencia de esta contemplación de Jesús Pastor verdadero y bueno, es la exclamación de asombro conmovido que encontramos en la segunda Lectura de la liturgia de hoy: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, mirad qué amor nos ha tenido el Padre, …” Es realmente un amor sorprendente y misterioso, porque donándonos Jesús como Pastor que da la vida por nosotros, ¡el Padre nos ha dado todo lo más grande y precioso que podía darnos!

Es el amor más alto y más puro, porque no está motivado por ninguna necesidad, no está condicionado por ningún cálculo, no es atraído por ningún deseo de intercambio interesado. Frente a este amor de Dios, nosotros experimentamos una alegría inmensa y nos abrimos al reconocimiento por lo que hemos recibido gratuitamente».

Francisco. Regina Coeli en el IV Domingo de Pascua 2014



 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1 Recemos, de verdad, por las vocaciones a la vida consagrada. Seamos generosos. No es que falten vocaciones sino que faltan personas dispuestas a aceptar el llamado. San Gregorio decía; «Hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas».

2. El valor de la vida humana se fundamenta en nuestra dignidad ¿Respeto y reconozco el valor de la vida humana? ¿De qué manera puedo ayudar a que se respete la vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 871 – 879.



NOTA: Esta hoja ha sido facilitada por D. Juan Ramón Pulido, Presidente Diocesano de A.N.E. en Toledo




miércoles, 13 de abril de 2016

Pastores según mi corazón – XVIII Nada me falta



Poco conocimiento tienen de la historia aquellos –y son muchos- que afirman que el mundo está herido de muerte por su intento de desplazar a Dios de su ámbito; que nuestra sociedad, el hombre, ha alcanzado lo que podríamos llamar su mayoría de edad, por lo que no necesita de ningún dios que le tutele. Cuando digo que los que afirman esto tienen un escaso conocimiento de la historia no es porque no sea cierto lo que sostienen, sino porque, en realidad, el hombre nunca ha dejado de rivalizar con Dios; y esto desde los primeros albores de la creación. El intento de sofocar su Presencia ha sido y es una constante en la historia. Ya en las primeras páginas del Génesis se nos dice que la humanidad proyectó la empresa, el intento, de edificar una ciudad levantando en ella una torre cuya cúspide alcanzase los cielos (Gé 11,1…).

Toda una declaración de intenciones del hombre de todos los tiempos que viene a decir que el que Dios exista o no, no es lo realmente importante. Lo que importa es que, suponiendo que exista, no hay que darle mayor importancia; le haremos ver que también nosotros podemos llegar a ser dioses (Gé 3,1-6). La pretensión de aprender a vivir sin la tutela de Dios tanto abiertamente como de forma encubierta, es decir, reduciéndolo a formulismos, hace parte de nuestra historia, de nuestra humanidad.

Sin embargo y aunque parezca increíble, todos los intentos llevados a cabo para “destutelar” al hombre de un Dios hacia quien crecer, en quien encontrar la plenitud por la que clama nuestro ADN, han sido vanos. Por mucho que nos elevemos por encima de nuestras limitaciones, siempre nos resistiremos a aceptar que la muerte física sea el punto sin retorno, el abismo incomprensible en el que se estrella lo que hemos vivido, soñado, alcanzado, proyectado, intuido, amado…

El hecho es que en nuestro ADN tenemos unas como “células rebeldes”: así es como llamaremos al alma. Éstas reclaman, con gritos desesperados, nuestra atención al verse envueltas en la más servil de las enajenaciones: la deserción de la Trascendencia. El yo incorpóreo se resiste, no acepta que le estrechen en los ínfimos límites de la sola corporeidad, en el más que insuficiente mundo sensitivo.

Pues bien, nuestras “células rebeldes”, abanderadas de nuestra incorporeidad, son especialmente sensibles en aquellas personas en las que vive Dios. Me explico. Son esos hombres y mujeres de los que hizo mención el salmista que, sin alardes ni pretensiones aleccionadoras, marcó con un sello bien legible: “Dios es mi Pastor, nada me falta” (Sl 23,1). Hombres para quienes Dios no es un rival, no les pesa su tutela porque, desde ella, Él les ha dado alas para volar a su altura; hombres que difunden en los entresijos del aire pesado de su entorno “el suave olor de Jesucristo” (2Co 2,15).

El Señor es mi Pastor, nada me falta, proclamó el salmista en una clara referencia al Mesías, quien se dejó conducir, instruir, consolar y fortalecer por su Padre a lo largo de toda su misión, como podemos comprobar en los Evangelios. El Señor es mi Pastor, nada me falta. He ahí el sello de calidad y de misión que caracteriza e identifica a los pastores de Jesucristo, aquellos que, dejándose formar por Él en la escuela del Evangelio, aprendieron, tras mil tropiezos, dudas y miedos, a confiar y depositar su vida en Dios con la seguridad de que cuida de ellos…, también de sus necesidades materiales: “…Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; que ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso” (Lc 12,30).

La esperanza de confiar en Alguien

Dios es mi Pastor, nada me falta. He aquí al hombre y también al Dios de quien la humanidad entera está, en realidad, hambrienta y sedienta. La misma humanidad que, generación tras generación, ha ideado mil formas para desatarse de la “supervisión de Dios”, ve desarmados todos sus postulados, debilitado el pulso que pretende echar con Él, ante el asombro que le provoca encontrarse con hombres que tienen bastante con su Pastor. Dios, a su vez, les cuida como a las niñas de sus ojos (Dt 32,10b). Los aparentemente increyentes asisten atónitos al milagro de conocer personas que confían realmente en Dios… Asombro que, con no poca frecuencia, da paso al deseo de conocer a este Dios en quien poder confiar su propia vida.

No es en absoluto una vida ascética lo que ejerce poder de atracción sobre todo aquel que ignora a Dios. El mundo en general está curado de las figuras ejemplarizantes que en demasiadas ocasiones mostraron que detrás de sus fachadas no existía verdad alguna. Sin embargo, son vulnerables a la atracción que ejerce sobre ellos la diáfana libertad que irradian estos hombres y mujeres, a quienes la mano de Dios acaricia y envuelve de tal forma que toda su vida es una proclamación de que se sienten amados por Él, y con Él tienen bastante.

Es una atracción que podríamos incluso llamar irresistible, porque, dada la precariedad y contingencia de todo el hacer humano, sí les gustaría a estos espectadores entrar en contacto con “un Dios” en quien y a quien confiar la propia existencia, tantas veces llevada de una parte a otra como si fuera una marioneta. El corazón de estos hombres se alegra al ver a personas que, al igual que el apóstol san Pablo, pueden decir con la sencillez de quien desborda gratitud: “sé en quién he confiado” (2Tm 1,12).

Todos ellos -que han vivido y viven entre nosotros a lo largo de la historia- provocan de una forma u otra la atención de todo su entorno, al margen de su creencia o increencia. Llaman poderosamente la atención porque se les ve poseedores de lo que todo ser ambiciona más o menos conscientemente: “la piedra filosofal de la existencia”. Hombres y mujeres a quienes Jesús hizo sus discípulos y que, como tales, irradian el don que han recibido: “la vida en sí mismos”, como dice Juan (Jn 5,25-26).

La pregunta que aletea, irreprimible, entre las azoteas de estas líneas que configuran la intuición de Dios más profunda que el hombre puede albergar, no es otra que ésta: ¿quién nos enseñará a creer así en Dios, a confiar en Él más allá de los parámetros de prudencia que nos impone una sociedad tan sistematizada? En última instancia, ¿quién nos enseñará a ser de Dios?

Su mismo Hijo nos responde: “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios” (Jn 8,47a). Por medio de la escucha a Dios, de sus palabras, entramos como discípulos en la escuela de la confianza que es el Evangelio. Ya no necesitamos que nadie testifique acerca de nosotros. El Evangelio, sus palabras de vida eterna (Jn 6,68) que hemos escuchado y hecho nuestras al guardarlas… (Lc 11,28), ellas testifican de quién somos, quién es nuestro Padre. Él es quien da testimonio de nosotros, el único testimonio que su Hijo consideró irrefutable: “El Padre es el que da testimonio de mí, yo sé que su testimonio es válido” (Jn 5,32).

Os daré pastores según mi corazón, había prometido Dios (Jr 3,15). Id y anunciad el Evangelio al mundo entero. Id, vosotros sois los pastores que mi Padre prometió por medio de los profetas. Id y enseñadles a guardar la Palabra como yo os he enseñado a vosotros. Id, porque el hombre que tiene todo menos a Dios en su alma, no es nadie. Id con mi Evangelio en el corazón; él os testificará, un día tras otro, que no estáis solos, que yo estoy con vosotros. Id con mis palabras, sólo con ellas venceréis la tentación, siempre latente, de querer hacer vuestra obra. Id…

Empaparé vuestra alma

Los apóstoles recibieron este envío. Por supuesto que era toda una novedad. Nadie había hablado así, nadie les había abierto las puertas hacia un espacio de libertad sin horizonte alguno. Nadie les había hecho señores sobre todos los miedos que amenazan y coartan al hombre: inseguridades, las penumbras del futuro, el ser amados por y para siempre, no cansarse nunca de amar a quien amas y, por supuesto, saber acoger lo que es considerado un espectro: la enfermedad y la muerte. Puesto que todos estos miedos son reales, comprenden la urgencia de Jesús: ¡id hacia el hombre!

La voz del Señor y Pastor resuena más en sus almas que en sus oídos; saben que ni van ni están solos. Confían en quien les envía porque en Él han podido comprobar que el Dios de la Palabra es veraz, por lo que creen en la confesión de fe del salmista: “El Señor es mi Pastor, nada me falta”. ¡Fueron y llenaron la tierra entera de palabras de amor y libertad!, palabras que se abrieron hacia los que las acogieron, en forma de Camino, Verdad y Vida. Fueron y demostraron al mundo que eran más fuertes que la muerte. Y así, pronto el mundo empezó a martirizar a los primeros testigos de Jesús: Esteban, Santiago, Pedro, etc. Ningún poder fue capaz de detenerlos; su Señor estaba con ellos, por lo que nada les faltaba. Y aquellos que creían que les arrebataban la vida no sabían que les estaban abriendo las puertas hacia el Todo. Nada les faltó, y el Todo al que aspiraban, alcanzaron.

Aunque sea un poco por encima, nos apetece entrar en el corazón de Pedro, la piedra escogida por Jesús para edificar su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Recojamos la historia desde el principio. En el primer encuentro miró a sus ojos y lo hizo suyo, grabando en su corazón un amor indescriptible: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas…” (Jn 1,42). Nunca los ojos del Hijo de Dios dejaron de acariciar a este su pastor, ni siquiera cuando cayó estrepitosamente vencido por su debilidad. ¡Qué fuerza irradió la mirada de Jesús en esa noche de su pasión, que el pobre pescador naufragó en sus propias lágrimas! “El Señor se volvió y miró a Pedro, quien recordó sus palabras: “Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces”. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,61-62).

Han pasado los años. Vemos a Pedro pastoreando su rebaño con el amor que ha recibido de su Señor y Pastor. Nada le falta, nunca había tenido tanto, su Señor lo es todo para él. Y se sobrecoge ante otro misterio: ¡nunca había dado tanto! No da de lo que tiene, sino de lo que recibe ininterrumpidamente de Dios. Al igual que su Hijo, y porque ha sido formado y moldeado por Él, puede confesar, con la sencillez de quien ha sido gratuitamente rescatado y amado: “…llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre…” (Jn 14,30-31).

No nos extraña, pues, que Pedro, así enriquecido por el Señor Jesús, tenga la capacidad de confortar y fortalecer a sus ovejas con exhortaciones como éstas: ¡Alegraos de ser discípulos de nuestro Señor Jesucristo! “…a quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa…” (1P 1,8).

Pedro ha gustado, ha soberado a Dios. Tal y como profetizaban las Escrituras, tiene empapada el alma, rebosa de la miel de sus palabras: “Sus palabras son más dulces que la miel, más que el jugo de panales. Por eso tu servidor se empapa de ellas, gran ganancia es guardarlas…” (Sl 19,11b-12). Justamente de esta su abundancia es de donde saca para dar de comer a sus ovejas, lo había profetizado Jeremías: “Empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,14).

Por supuesto que todo esto nos da una idea de la sobreabundancia de Dios y de la sobreabundancia del alma de Pedro. Mas es necesario completar esta descripción con un broche de oro: pudo afirmar con autoridad, sin asomo alguno de falsedad, ni ridículo moralismo que tan a rancio huele: “¡El Señor es mi Pastor, nada me falta!” Sólo desde la enorme riqueza que recibió de Jesús podemos apreciar sus exhortaciones a los primeros pastores de la Iglesia: “Apacentad el rebaño de Dios que os está encomendado, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón…” (1P 5,2). Exhortación que no ha perdido nada de su valor. Más aún, como ya hemos dicho antes, éstos son los pastores que “nuestra sociedad autosuficiente” pide a gritos.

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NOTA: Conocí a D. Antonio Pavía en unas conferencias que nos dio en la reunión de Delegados de Zona de la A.N.E. El me proporcionó los fasciculos que se vienen publicando. La agradecemos la oportunidad que nos ha proporcionado de ser divulgadores de sus escritos.

Reflexionando el presente capítulo, he mantenido presente los recuerdos de mi hermano Luis, fallecido el pasado 5 de marzo, coincidiendo con otra reunión de Delegados de zona; era de una fe profunda y no olvidaré nuestros asiduos encuentros cuando la enfermedad la hacía entender su próximo encuentro con el Señor, su cercanía le hizo comentarme: " todas las noches le pido al Señor disponga lo que quiera, PERO QUE ME LLEVE CON EL LLEGADO EL MOMENTO.

Me permito sugerir de todos los que accedan a esta página del Blog, encomiende su alma al Señor. Gracias



jueves, 7 de abril de 2016

Apostolado pastoral del Sacerdote Misionero, Comboniano, D. ANTONIO PAVIA


El sacerdote misionero Comboniano D. Antonio Pavia ha tenido a bien comunicarnos sobre su amplia actividad pastoral remitiéndonos la información que cito:

"Querido amigo Cayetano:.. te envío este anuncio que creo que te puede interesar tanto a ti como a tus muchos contactos y enlaces..Hemos colgado en nuestra web entre otras cosas las catequesis sobre el Cantar de los Cantares que por la Gracia de Dios di a la comunidad en los últimos Ejercicios Espírituales.

Me refiero a la Comunidad María Madre de los Apóstoles de la que creo os hablé en el pequeño retiro que tuve la suerte de daros el año, pasado. Te cuento que están teniendo una acogida inesperada...nos escriben personas de muchos países hispanos agradeciéndonos la noticia, pues creo que están haciendo un bien enorme a muchas personas.

Bueno Cayetano ,me despido que de aquí a un ratito celebro la Eucaristía...es fácil que nos volvamos a ver en otro retiro pues los responsables de la Adoración Nocturna de Madrid saben que disfruto mucho con vosotros...pues sois muy especiales en el mejor sentido de la palabra.

Antonio."

ANUNCIO.- EL CANTAR DE LOS CANTARES

A partir del Miércoles 16 de Marzo
publicaremos una serie de 8 catequesis sobre: EL CANTAR DE LOS CANTARES impartidas por el padre Antonio Pavía.
Se publicará una catequesis cada semana (Miércoles).

Esta iniciativa responde al creciente interés que hay hoy día, por penetrar en el espíritu de este libro de la Escritura por parte no solo de las personas consagradas, sino también por tantísimos seglares que desean profundizar en su camino de unión con Dios.

Las catequesis se encontraran en:

-YouTube : Buscar "Comunidad María Madre de los Apóstoles". Recomendamos Suscribirse al canal.

-La página web: www.comunidadmariamadreapostoles.com

Esperamos que os gusten.


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A vuestra disposición encontrareis en los enlaces de este Blogs de la página web de la COMUNIDAD MADRE DE LOS APOSTOLES.

domingo, 3 de abril de 2016

LECTURAS Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo C


«¡Señor mío y Dios mío!»

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (5,12-16): Crecía el número de los creyentes.

Los Apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.
La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que al pasar Pedro, su sombra por lo menos cayera sobre alguno. Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén llevando enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban.

Salmo 117,2-4.22-24.25-27ª.

R/Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.


Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón:
eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor:
eterna es su misericordia.

La piedra que desecharon los arquitectos,
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Este es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Señor, danos la salvación,
Señor, danos prosperidad.
Bendito el que viene en nombre del Señor,
os bendecimos desde la casa del Señor;
el Señor es Dios: él nos ilumina.

Lectura del libro del Apocalipsis (1,9-11ª. 12-13.17-19): Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos.

Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la esperanza en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente, como una trompeta, que decía: Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete iglesias de Asia. Me volví a ver quién me hablaba, y al volverme, vi siete lámparas de oro, y en medio de ellas una figura humana, vestida de larga túnica con un cinturón de oro a la altura del pecho. Al verla, caí a sus pies como muerto. El puso la mano derecha sobre mí y dijo: «No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde».

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19 – 31): A los ocho días, llegó Jesús.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros-. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros-. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, ex-haló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos-.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor-. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo-.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros-. Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente-. Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío! - Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto-.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.


 Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

Las apariciones que nos remiten las lecturas de este Domingo nacen de los encuentros personales que los discípulos tienen con el Señor Jesús Resucitado. Son experiencias de fe que tienen como base un hecho que se da en la realidad; no son alucinaciones ni mucho menos inventos. Del encuentro con Jesu-cristo Resucitado (Evangelio) se sigue, como fruto inmediato, la fe y la total transformación personal de los discípulos y de la comunidad de creyentes que iba aumentando día a día (Primera Lectura). Cristo ha re-sucitado; Él es nuestro Dios, Señor y Salvador que murió y que ahora vive por los siglos de los siglos (Se-gunda Lectura).

 «Este es el día en que actuó el Señor»

El Evangelio de hoy nos presenta dos escenas clara¬mente distinguidas por las dos apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles; la primera ocurre al atardecer del mismo Domingo de la Resurrección del Señor («el primer día de la semana») y la segunda ocho días después, es decir, en un Domingo como hoy ya que también se contaba el día vigente. Por este motivo este Evange¬lio se lee en este Domingo en los tres ciclos litúrgicos, A, B y C. El Evangelio atestigua que los discípulos de Jesús eran extremadamente observantes de la ley judía que mandaba mantener absoluto reposo el sábado: «Pusieron el cuerpo de Jesús en un sepulcro excavado en la roca. Era el día de la Preparación, y apuntaba el sábado... El sábado descansa-ron, según el precepto» (Lc 23,54.56). De aquí el apuro por ir al sepulcro apenas hubiera pasado el sábado, es decir, en la madru¬gada del primer día. Ese mismo día al atardecer se presenta Jesús por primera vez a los Doce, menos Tomás que «no estaba con ellos cuando vino Jesús». La segunda aparición de Jesús, que nos relata el Evangelio de hoy, ocurrió también el primer día de la semana como ya hemos visto. Por ser éste el día de la Resurrección del Señor, fue llamado día del Se¬ñor, «dominica dies», que en castellano se traduce por Domingo. Muy pronto fue éste el día en que la comunidad cristiana se reunía para la celebración del culto «en memoria de su Señor».

Hemos querido llamar la atención sobre un hecho que tal vez pasa inad¬vertido: para que un grupo de fieles judíos, que se dis¬tinguían por su fidelidad a la ley, cambiara el «día del Señor» del sábado al Domingo, es decir, del séptimo al primer día de la semana; tuvo que haber ocurrido en este día un hecho real histórico en que reconocieran la actua¬ción de Dios de manera mucho más clara que en las antiguas inter¬venciones de Dios en la historia del pueblo. Tuvo que mediar un hecho superior a los de este mundo, pues nada de este mundo habría sido suficiente para que un judío cam¬biara una de sus tradiciones, y ¡qué tradición!, nada menos que la del sábado. El único hecho histórico capaz de explicar satisfactoriamen¬te este cambio es la Resurrección de Cristo, que aconteció en Domingo: «Este es el día en que actuó el Señor» (Sal 118,24). Los cristianos reco¬nocemos en este hecho el aconte¬cimiento funda¬mental de nuestra fe: la muerte fue vencida con todo su cortejo de males y al hombre se le ofrece poder compartir la vida divina.

 «¡Paz con vosotros!»

Una expresión de Jesús resucitado que llama inmediatamente la atención pues se repite con insistencia en el pasaje de San Juan es: «¡Paz a vosotros!». Apenas Jesús dice estas palabras, los que estaban llenos de temor, se alegraron de ver a Jesús. El Evangelio hace notar que los discípulos se encontraban reunidos «a puertas cerradas por miedo a los judíos». Pero sobre todo, tenían necesidad de la paz de Cristo, pues habían dudado de él, lo habían abandonado, no habían creído en su resurrección. Sentían que no estaban en paz con Jesús y cuando falta esta paz entra el temor y la desconfianza. Estaban a puertas cerradas, pero no hay puerta que nos sustraiga del amor de Dios. Por eso, Jesús, aunque estén cerradas las puertas, se presenta en medio de ellos. Los apóstoles tenían necesidad de este encuentro con Jesús para volver a su amistad, tenían urgencia de darle tantas explicaciones por su conducta, pero Jesús antes de preguntar nada los tranquiliza: «¡Paz a vosotros!».

El mismo que les había dicho: «Os he llamado amigos», ahora los confirma en su amistad dándoles la paz. «Dicho esto les mostró las manos y el costado», como para indicar a qué precio el hombre vuelve a la amistad con Dios. El Evangelio afirma que, después de comprender esto, «los apóstoles se alegraron de ver al Señor». Vuelve a ellos el gozo y no tienen ya miedo porque han sido relevados de un peso inmenso, tan grande que es imposible para el hombre cargar con él, han sido aliviados de un peso que oprime y destruye al hombre: el pecado. Ahora no tienen miedo a nada y pueden decir: «Este Jesús a quien vosotros habéis crucificado, Dios lo resucitó y nosotros somos testigos de su resurrección» (Hechos 2,32). Solamente después de haber vivido la experiencia del perdón ya pueden recibir los apóstoles el poder de perdonar los pecados.

 «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados...»

La frase de Jesús: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados...», sería una pura tautología , si no tuviera un doble plano. Para decir simplemente que los apóstoles pueden perdonar a quienes los ofendan a ellos, no se necesita toda la solemnidad de la escena. Eso ya lo había enseñado Jesús durante su vida (ver Mt 18,21-22). El sentido de la frase es otro ya que se trata de un «poder» que consis¬te en dar validez ante Dios a una sentencia emitida por estos sencillos hombres en la tierra. Es un poder enorme que da Jesús a Pedro perso¬nalmente y también a la comunidad como tal (ver Mt 18,18). Pero sólo a Pedro dice: «A tí te daré las llaves del Reino de los cielos». Sabemos que empuñar la llave de una ciudad signi¬fi¬ca tener el poder.

Por más que busquemos en todo el Antiguo Testamento no encontraremos nunca un hombre que posea este poder. Es más, en Israel era dogma que sólo Dios puede perdonar los pecados, pues son una ofensa contra Él. Es un dogma obvio y verdadero. Por eso cuando en una ocasión Jesús dijo a un paralítico: «“Hijo, tus pecados te son perdonados”, todos se escandalizaron pen¬san¬do: “Este blasfema; ¿quién puede perdonar los pecados, sino Dios sólo?”» (Mc 2,5.7). Y sin embar¬go, Cristo demuestra que Él posee este poder: «”Para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar pecados”, dice al paralítico: “Toma tu camilla y echa a andar”» (Mc 2,10-11). La novedad del Evan¬gelio está en que Cristo, que con¬quistó el perdón de los pecados con su muerte, concede este poder a unos hombres elegidos por Él: les garantiza que Dios perdona a quienes ellos perdonen y no perdona a quienes ellos retengan los peca¬dos.

 «Si no veo... no creeré»

Luego viene el relato de lo ocurrido ocho días des¬pués. Los «otros Doce» daban testimonio de la resu-rrección de Jesús diciéndole a Tomás: «Hemos visto al Señor». Pero él, que no estuvo en la primera apa-rición, no creyó en el testimo¬nio de sus herma¬nos porque la resurrección del Señor era algo que no entraba en su campo mental. Podemos imaginar que durante toda esa semana Tomás estuvo negando la verdad de sus hermanos que ya creían. En la segunda aparición de Jesús, las circunstancias son las mismas que la primera, solo que esta vez está allí Tomás. Jesús se dirige inme¬diatamente a él y le dice: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». No sólo se aparece Jesús y exhibe las señas de su Pasión, sino que sabe cuál es la prueba exigida por Tomás y pide al discí¬pulo incrédulo que se acerque y verifique. Pero no fue necesario, pues Tomás ya ha sentido nacer en él la fe y exclama: «¡Se¬ñor mío y Dios mío!».

El comentario que Jesús agrega es una de las frases del Evangelio que más conocemos y citamos, porque suele aplicar¬se a nuestra situa¬ción: «Porque me has visto has creído. Biena¬venturados los que no han visto y han creí¬do». Tomás había dicho: «Si no veo... no creeré». Podemos decir enton¬ces que él «vio y creyó». Pero Jesús llama biena¬ventu¬rados a los que «no vieron y, sin embargo, creyeron»; creyeron por el testi¬monio de otros. Y ésta sí que es nuestra situación. Noso¬tros creemos en la Resurrección del Señor por el testi¬monio de la Iglesia y de sus apósto¬les. ¡Este es el origen de nuestra fe!

En cambio, Tomás no creyó al testimonio de esos mismos apóstoles que le decían: «Hemos visto al Señor». Pero hay al menos uno de los apóstoles que creyó sin haber visto al Señor resucitado. Y ése es el autor de este Evangelio: Juan. Ante el sepulcro abierto y vacío, las mujeres aseguraban que se habían llevado el cuerpo del Señor. Pedro y Juan van co¬rrieron al sepul¬cro a verifi¬car el hecho. Entonces, Juan, habiendo llegado primero al sepulcro no entra sino después de Pedro: «entonces... el que había llegado primero al sepulcro: vio y creyó» (Jn 20,8). En realidad, no vio más que los lienzos (la sábana y las vendas) con que se habían envuelto el cuerpo sin vida de Jesús. Pero de ello no dedujo que se «ha¬bían llevado el cuerpo del Señor», sino que «cre¬yó» que había resucita¬do. Este discípulo «creyó sin haber visto» y a él se aplica, en primer lugar, la biena¬venturanza de Jesús. Pero Jesús también piensa en nosotros en la medida en que, por el testimonio de la Iglesia, creemos.

 Una palabra del Santo Padre:

«Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos en cambio al Señor nuestros sepulcros sella-dos, para que Jesús entre y lo llene de vida; llevémosle las piedras del rencor y las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia.

Pero la primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos. Que el Señor nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida. Continua-mente vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado, en cierto modo hay que «evangeli-zarlos».

No permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado» (v.6); Él es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará. Este es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo, y ni siquiera una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a él.

Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). El Paráclito no hace que todo parezca bonito, no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar nunca de su amor (cf. Rm 8,39). El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos».
Francisco. Homilía de la Vigilia Pascual 2016



 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. ¿De qué manera puedo vivir la alegría de la Pascua en mi familia?

2. Seamos particularmente conscientes al pronunciar «Señor mío y Dios mío» en la liturgia eucarística, del peso de nuestras palabras.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 638 - 644


facilitado por Juan Ramón Pulido; Presidente Diocesano de ANE Toledo.