lunes, 26 de diciembre de 2011

OBITUARIO

Ayer 25 de diciembre fallecía en Jaén, D. ERNESTO AGUILAR AZAÑON, Adorador nocturno ejemplar; verdadero motor dentro del Consejo Diócesano de ANE en JAÉN el que en razón a sus méritos alcanzados fue designado PRESIDENTE DIOCESANO EMERITO. Durante muchos años alterno sus funciones en aquel Consejo con sus servicios como Vocal dentro del Consejo nacional de la A.N.E, del que recibió un emotivo homenaje al cesar, por motivos de edad en sus funciones. Se da la circunstancia que en breves fechas anteriores falleció un hijo suyo lo que nos permite opinar que ha sido una Gracia para él y su familia pensar que ambos entrarán de la mano a la Presencia del Señor. Muy querido por quienes tuvimos la dicha de conocerlo, del Consejo Diocesano de Sevilla, unamos nuestras oraciones coincidiendo con la Misa funeral que tendrá lugar, D.m. el próximo día 11 de enero en su ciudad. A su viuda, Anita, demás familiares y Adoradores queridos de su Diócesis, mi más sentido pésame, C.M.S.

Fecha: 26/12/2011

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TEMA DE REFLEXIÓN para ENERO 2012

La Penitencia (I).- Necesidad

“Puesto que la vida nueva de la gracia recibida en el Bautismo, no suprimió la debilidad de la naturaleza humana ni la inclinación al pecado (esto es, la concupiscencia), Cristo instituyó este sacramento (la Penitencia) para la conversión de los bautizados que se han alejado de Él por el pecado” (Compendio del Catecismo, n. 297).

La posibilidad de pecar, de abandonar el proceso de conversión en “hijo de Dios en Cristo”, de actuar contra la Fe, Esperanza y la Caridad, está siempre presente en la vida del cristiano y le acompañará hasta el fin de su estancia en la tierra. La vida humana es tiempo de libertad y de búsqueda amorosa de la unión con Dios, en libertad de espíritu.

La "iniciación cristiana" que ha comenzado a germinar en el hombre al recibir los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía, puede interrumpir su crecimiento si el hombre cede ante la tentación y comete el pecado.

El Sacramento de la Penitencia confiere una gracia particular de purificación y de arrepentimiento. Cristo lo instituyó "para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación" (Catecismo, n. 1446).

Una vez cometido el pecado, el hombre puede caer en la tentación de separarse de Dios, de aislarse en sí mismo, por miedo y falso temor a Dios, pensando que Dios no lo va a perdonar nunca.

El hombre debe convencerse de que Dios siempre espera que el pecador “se arrepienta y viva”. Dios jamás abandona al hombre, por muy radical que la separación llegue a ser por parte del hombre, y quiere que el hombre se convenza de que todo pecado puede ser perdonado.

Es verdad que el hombre siempre puede rechazar a Dios. No puede impedir, sin embargo, que Dios le busque, que Dios le salga al paso. El hombre puede olvidarse de Dios, pero Dios no se olvida nunca del hombre.

En el sacramento de la Penitencia, que también se llama de la Reconciliación, del Perdón, de la Confesión y de la Conversión, Dios sale al paso del hombre para perdonar sus pecados y devolverle la confianza en Dios Padre, Creador; en Dios Hijo, Redentor; en Dios Espíritu Santo, Santificador.

¿Se perdonan todos los pecados, también los más graves y abominables que el hombre pueda cometer?

Así lo ha señalado Jesucristo, quien al instituir este Sacramento no estableció ningún límite a la acción que encomendaba a los Apóstoles:

“Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23).

Las palabras del Señor a propósito de los pecados contra el Espíritu Santo, parecen indicar lo contrario: “Todo pecado y toda blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 31).

¿Quedan de verdad “retenidos” estos pecados?
Estas palabras no reducen el alcance de la Redención que Cristo nos ganó. Significan, por tanto, que quien rechace el arrepentimiento, la invitación de Cristo a la penitencia, no recibe el perdón. La obstinación en el pecado, en no arrepentirse, en no pedir perdón, es el verdadero pecado contra el Espíritu Santo. Dios, que ha creado al hombre libre, concede el perdón de sus pecados a quien, arrepentido, le pide ser perdonado. El pecado contra el Espíritu Santo es precisamente el de no pedir perdón.

Los únicos pecados que son retenidos son aquellos de los que el pecador no se arrepiente, no reconoce su pecado y, por tanto, tampoco pide perdón. Dios cuenta con la voluntad, la libertad del pecador para perdonarlo y reconciliarlo con Él. Le ofrece su perdón y su confianza; pero el pecador siempre puede rechazar ese gesto amoroso de Dios.

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Cuestionario


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¿Me doy cuenta de la realidad del pecado; de la realidad de tantas ofensas a Dios que tienen lugar cada día en el mundo; y del mal que el pecado hace al hombre?

¿Me acerco al sacramento de la Confesión con plena confianza, como se acercó el hijo pródigo a su padre?

¿Perdono las ofensas y el mal, que me hacen a mí? Y ¿pido perdón por el mal que yo pueda hacer a mis semejantes?





sábado, 3 de diciembre de 2011

TEMA DE REFLEXIÓN, previa a la VIGILIA del mes de Diciembre

La Confirmación (II)

La acción del Espíritu Santo, que fortalece en primer lugar el interior de la persona del creyente, se refleja hacia el exterior, en la condición social del hombre y en sus actuaciones públicas.

Recordemos brevemente los efectos de la Confirmación en el alma del bautizado:
-“nos introduce más profundamente en la filiación divina, al sabernos “hijos de Dios en Cristo”; y, por tanto, nos une más firmemente a Cristo;

-aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios;

- nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no avergonzarnos jamás de la cruz" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1303).

La Confirmación, por tanto, subraya con claridad la dignidad a la que han sido llamados los cristianos: a vivir con Dios y en Dios, siendo hijos de Dios, y manifestando la grandeza de este vivir en Cristo, con sus obras y con sus acciones, porque estamos llamados también a ser testimonios vivos de la vida –en el cielo y en la tierra- de Cristo muerto y resucitado. Testimonios, por tanto, no sólo de la presencia y estancia de Cristo en el tiempo y en el ahora de la vida de los hombres, sino también, del vivir de Cristo en la eternidad del Cielo.

Vivir con Cristo, guiados por el Espíritu Santo y participando de la naturaleza divina, implica una plenitud de vida, una riqueza de espíritu, que lógicamente se traduce en testimonio de la vida de Cristo entre nosotros, en medio de las más variadas situaciones del vivir.

La vida del cristiano confirmado tiende a convertirse en un testimonio real del vivir de Cristo. Porque esta vida en Cristo es también vida de Cristo en nosotros, y no sólo es el Espíritu Santo que clama dentro de nosotros "¡Abba, Padre!”, es también Cristo que nos une a su sacerdocio y nos hace vivir a todos los fieles cristianos, miembros de la Iglesia, su propio sacerdocio de ofrecimiento, de intercesión, de reparación, de acción de gracias a Dios Padre.

En verdad podemos decir que la acción del Espíritu Santo que recibimos en la Confirmación, nos une tan firmemente a Cristo, nos ayuda a identificarnos con Él, a hacer que el mismo Cristo crezca en nosotros en espíritu. Un crecimiento que guarda cierta analogía -salvadas lógicamente todas las distancias, como ya hemos dicho- con el crecimiento de Cristo en María, en la carne de María.

Cuando consideremos los Dones del Espíritu Santo, y sus Frutos en nuestro yo, subrayaremos la realidad de la conversión del cristiano en el mismo Cristo, que hace posible desarrollar la capacidad de entender y de actuar para dirigir todo al bien, "al bien de quienes aman a Dios".

Jesucristo manifestó con toda claridad la existencia del Espíritu Santo, la realidad de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y prometió enviarlo a los hombres. Primero, lo recibieron los Apóstoles en Pentecostés; ahora nos lo envía a nosotros cuando recibimos los Sacramentos.

Y el Espíritu Santo nos da la fuerza para “confesar la fe en Cristo públicamente”.

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-¿Me doy cuenta de que al recibir el Espíritu Santo en la Confirmación, mi espíritu recibe una gracia especial para orar, para adorar a Dios?

-¿Tengo la valentía de manifestar mi fe y, especialmente, mi fe en la Eucaristía, incluso entre personas que blasfeman contra Dios y contra Cristo?

-Llevar a un amigo con nosotros para adorar al Señor en el Sagrario es una fuente de gozo para nuestra alma, ¿le pido a la Virgen que me dé la audacia de hacerlo?