domingo, 22 de mayo de 2016

CATEQUESIS VOCACIONAL. Rvdo. Antonio Pavia. PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN (II Edición )

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Pleito de Jeremías con Dios


Entre las numerosas llamadas que Dios hace a hombres concretos para pastorear al pueblo elegido, bien para conducirle a través del desierto, bien para llenarle de sabiduría por medio de su Palabra siempre en función del pueblo, o bien para gobernarle con equidad y justicia, merece -creo yo- especial atención la del profeta Jeremías. Vemos en su llamada matices emocionales, situaciones límite que le llevan casi a la desesperación que hacen que nuestro corazón se apegue afectivamente a su persona.

Recordemos muy brevemente su reacción adversa a la propuesta de Dios de ser su profeta, y cómo sus miedos son exorcizados cuando Él le promete que pondrá sus palabras en su boca (Jn 1,9). Ante la promesa recibida, Jeremías no cabe en sí de gozo: la Palabra del Dios vivo, la Palabra que dio luz a los cielos y a la tierra, la Palabra que dio un alma a Israel, será a lo largo de su misión espíritu de su espíritu, corazón de su corazón y ser de su ser. Lo dicho, nuestro amigo no cabe en sí de gozo, todo exulta en él.

Sin embargo y para nuestra sorpresa -quizá más para él que para nosotros- a un momento dado le encontramos lamentando el día en que se dejó seducir por Dios con su mejor arma y que ya conocemos: la de poner su Palabra no solamente a su alcance, sino en sus labios. Oigamos su lamentación: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana…” (Jr 20,7).

Examinemos estas palabras cargadas de amargura que salen de la boca del profeta. En realidad acaba de entablar un pleito con Dios. Le dice: Me has seducido, no me has mentido cuando me prometiste que estarías con tu Palabra en mi boca, es cierto. ¿Quién no se rinde ante una seducción como la tuya? Lo que no me dijiste es que tu Palabra iría a ser sistemáticamente rechazada…, y yo con ella.

Desde el momento que te dije que sí, que bien, que en estas condiciones sí aceptaba tu llamada, estaba, en realidad, firmando mi sentencia de exclusión. Sí, mi Dios, esto es lo que ha pasado. ¡Soy un excluido a causa de ti y de la Palabra que pusiste en mi boca y que tan gozosamente acepté! Así están las cosas. ¡Me has agarrado con tu seducción, me has podido y soy para los míos motivo de irrisión permanente, soy como la vergüenza de este pueblo!

Cierto es –continuamos con el pleito- que me sedujiste bien y a fondo. Aún recuerdo cuando, colmado, viviendo hasta rebosar la mayor de las alegrías imaginables, mi corazón, al calor de nuestras intimidades, tembloroso se abrazaba a ti. Recuerda, por ejemplo, aquel día en que te confesé: “Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; eran para mí el gozo y la alegría de mi corazón porque se me llamaba por tu Nombre, Yahveh, Dios mío” (Jr 15,16).

Sí, Dios mío, cuando me dabas de comer con tu propia mano el espíritu que agita y llena de vida los textos escritos del Libro Santo, era como si todo Tú te abrieses a mí. Tus palabras en mí me decían que yo era en Ti. Y así como nuestro Templo de Jerusalén es llamado Templo tuyo, de Yahveh, yo, por estar colmado de tu Palabra, sabía que era llamado Jeremías de Dios. Sí, clara conciencia tenía de ello cada vez que sembrabas amorosamente tus palabras en mi alma. Pronto descubrí que ese era mi gozo y también mi dolor; por eso vuelvo a decirte que me sedujiste, me agarraste, me pudiste; y ahora, ya sin escapatoria, soy la irrisión de todo el pueblo.

No hay marcha atrás

Sin escapatoria. Así es, mi Dios, me has dejado sin camino de huida, y no porque no lo haya intentado. Acuérdate cuando no podía más, cuando tu arma seductora llegó incluso a ser “mi oprobio y befa cotidiana” (Jr 20,8b). Fue tal el cúmulo de desprecios que cargaba mi alma que, en un intento de darte la espalda a ti y a la misión, dije: ¡Basta! “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre”. Solo que algo me lo impedía: “Había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9a).

Como podemos observar, el pleito sube de tono, se disparan los decibelios… El profeta ya no argumenta, más bien dispara; sabe que ha sido vencido por Dios. Podríamos usar de la libertad catequética y hacernos eco de sus soliloquios: Sí, me has vencido. Cuando me planté y dije, hasta aquí hemos llegado, por más que lo intenté no pude arrancar el fuego que prendiste en mis entrañas; bien sabes que lo intenté, pero estaba tan colmado de vida, de amor, que volví a decirte: Señor, aquí estoy. Sí, Señor y Dios mío, pusiste mi vida patas arriba, y también mi concepción acerca de la fe y la religión. Comprendí que la cuestión no era hacer por ti, sino dejarte a ti hacer por mí. Te hiciste fuego en mí, ¿cómo volver atrás?

Al oír hablar así a Jeremías, la mente se nos va hasta Pedro cuando el Hijo de Dios hizo ver a sus discípulos el fracaso/rechazo que acompañaría -de una forma u otra- la misión que les había confiado. Recordemos que miles de personas habían disfrutado del milagro de la multiplicación de los panes. Jesús quiso hacer ver a los suyos que pasado el efecto sensorial de los milagros, es fácil desentenderse de Dios. Esto fue lo que ocurrió. Pasado el milagro, cerraron sus oídos a la catequesis que les dio acerca de su Palabra como Pan de Vida, y se fueron escandalizados.

Fue entonces cuando preguntó a los suyos: ¿También vosotros queréis marcharos? El combate de la fe está servido. Pedro decide en nombre de todos. El momento es crucial, las generosidades, buenas en un primer tiempo, ya no mantienen el seguimiento. Hay que dar paso a la Sabiduría. Pedro decide a favor de lo que más le conviene. Para su sorpresa, lo que más le conviene es seguir con Jesucristo, su Señor. Quizá hasta él mismo se asombró de las palabras que salieron de su boca: ¿Adónde iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna. Creo que ahora sí podemos entender que la generosidad, siendo buena hasta entonces, tuvo que dar paso a la Sabiduría.

Es importantísimo volver una y otra vez al pleito que Jeremías entabla con Dios porque el desarrollo de su llamada no cuadró con sus fantasías religiosas, ya que nos muestra cómo trabaja Dios el corazón de sus pastores. Es un trabajo -digámoslo sin tapujos- expoliador, sin tregua, hasta que su corazón queda libre de toda idolatría; sólo así los pastores podrán ser llamados según su corazón, el de Dios. También estos pastores pelearán y pleitearán con Él; mas al final triunfará el amor, llegarán a tener un corazón sin amarras de ningún tipo.

Conoció al Irresistible

Pero su desierto es inhabitable. Se sentirán terriblemente solos, les dolerá hasta el alma el rechazo, la exclusión; la tentación de volver atrás se hará por momentos casi irresistible; digo casi, porque el Irresistible va a ser Dios, el del Fuego, el que cautivó a Jeremías hasta el punto de decirle “me has agarrado y me has podido”.

Ante el Irresistible, Jeremías puso punto final a su pleito. Es bueno que todos aquellos que son llamados a ser pastores se miren en él, pleito incluido. Su experiencia será como chispas de luz en su anhelo de ser fieles a Dios; se avendrán más fácilmente a poner el corazón en sus manos para que lo modele a su gusto; en definitiva, se dejarán hacer por Él.

Algo muy importante nos queda por decir, y es que el pleito de Jeremías termina con su victoria. ¿Vence el profeta? Sí, Dios se deja vencer siempre que un hombre se deja hacer por Él. Jeremías vence porque, a pesar de las dramáticas situaciones a las que se ve abocado en su ministerio profético -que es por encima de todo ministerio de la Palabra- se mantiene firme aun cuando sus pies le piden dar marcha atrás. Se mantiene firme porque, aun en el mayor de sus desamparos, se da cuenta, percibe que Dios está junto a él: “Pero Dios está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su imprudencia” (Jr 20,11).

Sí, Dios está con él sosteniéndole y alegrando de forma indecible su alma tan terriblemente atravesada por tanto rechazo, oposición y persecución. Mas también está con él moldeando su corazón; siempre hay algo que moldear en su recorrido de llegar a parecerse al de Dios. Os daré pastores según mi corazón, prometió Dios (Jr 3,15); y lo cumplió con Jeremías, pleito incluido.

Sí, pleito. ¡Bendito pleito! Gracias a él, a la audacia del profeta de poner las cartas bocarriba sobre la mesa, está en disposición de hacer la voluntad de Dios. De él nunca podrá decir Dios lo que su Hijo dijo a los fariseos: “¿Por qué me llamáis: Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?” (Lc 6,46). Así habló a los fariseos y así sigue hablando a todos los falsos pastores, los que no se atreven a mostrar sus cartas, sus disconformidades, poniéndose así de espaldas a su Palabra; y aun así, siguen llamándole: ¡Señor, Señor!

Dice nuestro refranero que “de los amores reñidos nacen los amores más queridos”. Protestó el profeta y se desahogó; pleiteó con Aquel que, al llamarlo, le sedujo porque sus caminos, los de Dios, no se correspondían con el éxito al que creía tener derecho. Pleiteó con y contra Dios, pero no desistió porque tenía grabada en su alma la medida de la misión confiada. Ya lo sabemos, la medida era infinita, como su corazón y como todos los corazones de los pastores según el corazón de Dios.

sábado, 21 de mayo de 2016

Textos y comentarios a las lecturas de la Misa del Domingo de la Fiesta de la Santísima Trinidad


NO SE TRATA DE ENTENDER EL MISTERIO DE DIOS, SINO DE VIVIRLO.

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El Dios uno y trino,
misterio de amor,
habita en los cielos
y en mi corazón.


Dios escondido en el misterio,
como la luz que apaga estrellas;
Dios que te ocultas a los sabios,
y a los pequeños te revelas.


No es soledad, es compañía.
es un hogar tu vida eterna,
es el amor que se desborda
de un mar inmenso sin riberas.


Padre de todos, siempre joven,
al Hijo amado eterno que engendras,
y el Santo Espíritu procede
como el Amor que a los dos sella.


Padre, en tu gracia y tu ternura,
la paz, el gozo y la belleza,
danos ser hijos en el Hijo
y hermanos todos en tu Iglesia.


Al Padre, al Hijo y al Espíritu,
acorde melodía eterna,
honor y gloria por los siglos
canten los cielos y la tierra.

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Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo C
«Cuando venga el Espíritu de la verdad os guiará a la verdad completa»

Lectura del libro de Proverbios (8, 22-31): Antes de que la tierra existiera, la Sabiduría fue engendrada.

Esto dice la Sabiduría de Dios: «El Señor me creó al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas.
En un tiempo remoto fui formada, antes de que la tierra existiera. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Aún no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales; cuando ponía un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres».

Salmo 8, 4-5. 6-7a. 7b-9.

R./ Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él? R./

Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies. R./

Rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar. R./

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (5, 1-5): A Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado por el Espíritu.

Hermanos: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido, además por la fe, el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (16, 12-15): Lo que tiene el Padre es mío. El Espíritu recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío.
Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».

 Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

«Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios» .

Las lecturas bíblicas de este Domingo nos introducen, poco a poco, en el misterio de la Santísima Trinidad. En el Evangelio vemos como se acentúan claramente la acción y guía del Espíritu Santo, que Jesús llama Espíritu de la verdad, en el camino de nuestra vida cristiana hacia el Padre en la fe, la esperanza y el amor (Segunda Lectura). Vemos también como la sublime revelación de la vida íntima de Dios se muestra anticipadamente en el Antiguo Testamento (Primera Lectura).

¿Un anticipo de la Trinidad en el Antiguo Testamento?
El texto de la Primera Lectura del libro de los Proverbios forma parte de un canto poético en que se describe una personificación literaria de la Sabiduría de Dios. Este proceso de personificación en la literatura sapiencial culmina con el libro de la Sabiduría 7,22-8,1 donde aparece la Sabiduría como atributo divino y colaborando con Dios en la obra de la creación (ver Eclo 24,1ss). En algunos comentarios bíblicos leemos que este pasaje puede entenderse como un anticipo y un puente tendido a la revelación trinitaria del Nuevo Testamento donde Cristo es llamado de Palabra de Dios (Logos) en el prólogo de San Juan (ver 1 Cor 1, 23-30) . Es la gran verdad que expresa San Agustín diciendo que el Nuevo Testamento se esconde en el Antiguo y que éste se manifiesta en el Nuevo (ver Mt 5,17).

 El misterio de Dios

El misterio de la Santísi¬ma Trinidad es el misterio central de nuestra fe y de nuestra vida cristiana porque es el más cercano a Dios mismo. Con la formulación del misterio de la Trinidad la Iglesia osa expresar la verdad acerca de la intimidad de Dios siendo éste inaccesible por la sola luz de la razón humana. Es un dogma de la religión bíblica que Dios es infi¬nitamente perfecto y tras¬cen¬dente y que ningún hombre lo puede ver: «Y añadió: "Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo"» (Ex 33,20). Pero no es porque sea oscuro, ajeno o lejano de los hombres; sino todo lo con¬trario. Nadie puede verlo porque es dema¬siado luminoso y está demasiado cerca de nosotros.

Para expre¬sar a los paganos la cercanía del Dios que él anun¬ciaba, San Pablo dice en el Areópago de Atenas: « (Dios) no se encuen¬tra lejos de cada uno de nosotros, pues en Él vivi¬mos, nos movemos y existi¬mos» (Hch 17,27- 2¬8). Y de Él nos dice San Agus-tín: «Es más íntimo a mí que yo mismo». Dios nos es desco¬nocido, no por defecto, como sería una cosa oscu¬ra, sino por exceso: nuestra vista queda enceguecida por su excesi¬va luz; nuestra inteligencia no es capaz de entender su excesiva verdad. San Pablo en su carta a Timoteo prorrumpe en esta alabanza: «Al Bienaventurado y único Soberano, al Rey de reyes y Señor de los señores, al único que posee inmor¬talidad, que habita una luz inaccesi¬ble, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver, a Él el honor y el poder por siempre» (1Tim 6,15-16).

 «Señor, muéstranos al Padre...»

Podemos pensar con qué entusiasmo habrá hablado Jesús de su Padre, ya que tenía la misión de anunciarlo (ver Jn 1,18); pero que no resultaba tan claro lo que provoca en el apóstol Felipe el ruego de: «Señor, muéstranos al Padre y nos bas¬ta» (Jn 14,8). El apóstol revela suficiente comprensión como para afirmar con razón: «eso basta»; pero, por otro lado, revela poca com¬prensión, como se deduce de la respuesta de Jesús: « ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me cono¬ces, Feli¬pe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (Jn 14,9-10). Nosotros hemos conocido a Dios como Padre en Cristo, en su actitud filial y en su ense¬ñanza. Uno de los puntos centrales de la revelación cris¬tiana es que Dios es Padre. Es Padre de Cristo y es Padre nuestro. Pero resulta claro en el Evangelio que Dios es Padre de Cristo en un sentido y es Padre nuestro en otro senti-do, ambos igualmente verdaderos, pero infinitamente dis¬tintos.

Por eso no hay ningún texto en el cual Jesús se dirija a Dios diciendo: «Padre nuestro», incluyéndonos a nosotros. Cuando enseña la oración del cristiano dice: «Vosotros orad así: Padre nues¬tro...».Por el contrario, es constante e intencional su modo de llamar a Dios: «Padre mío» o «mi Padre». Incluso hace la distinción explícitamente, cuando dice a María Magdale¬na: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17). De esta manera nos enseña que Dios es Padre suyo por natura¬leza y es Padre nuestro por adopción. El Padre y el Hijo poseen la misma naturaleza divina, ambos son la misma sustancia divina. Por eso en el Credo profesamos la fe en el Hijo, «engendrado no creado, de la misma natura¬leza (de la misma sustancia) que el Padre».

 Somos hijos en el Hijo

El Evangelio de hoy es la última de las cinco prome¬sas del Espíritu Santo que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena. Ya hemos visto cómo había dicho a sus apósto¬les: «El que me ve a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Jesucristo hace visi¬ble al Padre. Pero esto no lo experimentaban los apóstoles en ese momento. Era necesa¬rio que viniera el Espíritu Santo. Por eso Jesús dice: «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad com¬pleta». El Espíritu Santo hará que los apóstoles crean que Cristo es el Hijo de Dios; de esta manera, podrán ellos, viendo a Cristo, ver al Padre. Eso es todo. Por eso Jesús repite dos veces: «El Espíritu Santo tomará de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Pero precisamente en este anuncio de Cristo como Hijo consiste la revelación del Padre. En efecto, Cristo lo dice: «Todo lo que tiene el Padre es mío». Por eso, toman¬do lo de Cristo y anunciándolo a nosotros, el Espíritu Santo revela al mismo tiempo al Padre y al Hijo. Así alcanzamos el conocimiento del Dios verdadero. Al asumir la naturaleza humana, sin dejar la divina, el Hijo de Dios dio al ser humano acceso a la filiación divina. Por eso se dice que los bautizados somos «hijos en el Hijo». Pero todo esto sería externo a nosotros y nadie podría vivir como hijo de Dios si no fuera habilitado por el Espíritu Santo. Lo más propio de Cristo es su condición de Hijo de Dios y es precisamente esto lo que el Espíritu Santo debe tomar de Él y comunicarlo a nosotros.

¿Por qué es importante conocer la Santísima Trinidad?

En este Domingo de la Santísima Trinidad cada uno debe veri¬ficar si sabe formular este misterio tal como es revelado por Cristo y enseñado por la Iglesia. Los cristianos adoramos un sólo y único Dios, pero este Dios no es una sola Persona, sino tres Personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de única natura¬leza divina e iguales en la divinidad. Esto significa que el Padre es Dios, que el Hijo es Dios, y que el Espíritu Santo es Dios. Dirigiéndonos en la oración o en el culto cristiano a cada una de estas Personas divinas nos dirigi¬mos al mismo y único Dios. Conocer al Dios verdadero no es algo indiferente o que dé lo mismo, pues de esto depende la vida eterna. Así lo declara Jesús en la oración sacerdo¬tal, dirigiéndose al Padre: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Jesús formula su misión en este mundo de esta manera: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Eso equivale a decir: «He venido para dar al mundo el conocimiento del Dios verdadero».

Esto es lo que encontramos en la Segunda Lectura: toda nuestra vida cristiana es enteramente trinitaria y consiste en caminar hacia el Padre por medio de Jesucristo y guiados por el Espíritu Santo. Puesto que «no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (Dei Verbum 4,2), es nuestra misión vivir de acuerdo a nuestra dignidad de ser «hijos en el Hijo». No se trata de una verdad meramente especulativa sino de una realidad viva, dinámica, operante y reconciliadora del hombre. Toda la vida cristiana es vida de filiación adoptiva, fruto gratuito del amor que Él nos tiene. De Él hemos recibido la fe y el acceso a la gracia que alimenta nuestra esperanza en medio de las tribulaciones presentes. Esta esperanza se alimenta del «amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo». ¡Pidamos constantemente el don de la esperanza en nuestras vidas!

 Una palabra del Santo Padre:

«Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, que presenta a nuestra contemplación y adoración la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: una vida de comunión y de amor perfecto, origen y meta de todo el universo y de toda criatura. ¡Dios! En la Trinidad reconocemos también el modelo de la Iglesia, en la que estamos llamados a amarnos como Jesús nos ha amado. Y el amor el señal concreta que manifiesta la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Y el amor es el distintivo del cristiano, como nos ha dicho Jesús: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35). Es una contradicción pensar en cristianos que se odian ¡Es una contradicción! Y esto es lo que busca siempre el diablo: hacer que nos odiemos, porque él siembra la cizaña del odio; él no conoce el amor: ¡el amor está en Dios!

Todos estamos llamados a testimoniar y a anunciar el mensaje que “Dios es amor”, que Dios no es lejano o insensible a nuestras vicisitudes humanas. Él nos es cercano, está siempre a nuestro lado, camina con nosotros para compartir nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras esperanzas y nuestras fatigas. Nos ama tanto y de tal manera que se ha hecho Hombre, ha venido al mundo no para juzgarlo sino para que el mundo se salve por medio de Jesús (cfr Jn 3,16-17). Y éste es el amor de Dios en Jesús. Este amor que es tan difícil de entender, pero que sentimos cuando nos acercamos a Jesús. Y Él nos perdona siempre; Él nos espera siempre, ¡Él nos ama tanto! Y el amor de Jesús que sentimos ¡es el amor de Dios!

El Espíritu Santo, don de Jesús Resucitado, nos comunica la vida divina y de este modo nos hace entrar en el dinamismo de la Trinidad, que es un dinamismo de amor, de comunión, de servicio recíproco, de compartir. Una persona que ama a los demás por la alegría misma de amar es reflejo de la Trinidad. Una familia en la que se ama y se ayudan unos a otros es un reflejo de la Trinidad. Una parroquia en la que se quiere y se comparten los bienes espirituales y materiales es un reflejo de la Trinidad».

Francisco. Solemnidad de la Santísima Trinidad. 16 de junio de 2014






 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Recemos en familia el Salmo 8 que es el salmo responsorial de este Domingo y agradezcamos a Dios por su infinita misericordia al habernos llamado a la vida.

2. «La gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios»San Ireneo de Lyon. ¿Qué quiere decir que el hombre viva? Que sea lo que tiene que ser. Que sea plenamente hombre de acuerdo a su fe cristiana. ¿Cómo vivo esta realidad? ¿Soy coherente con mi fe?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 232- 267.

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Colabora Juan R. Pulido, Presidente Diocesano de A.N.E. Toledo
fotografia. Paso del Sagrado Decreto, Hdad. de la Trinidad ( Sevilla ) Semana Santa 2013. CMS

sábado, 14 de mayo de 2016

ENVIA TU ESPIRITU, SEÑOR, Y REPUEBLA LA FAZ DE LA TIERRA. Solemnidad de Pentecostés. Ciclo C. Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana



«Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas»



Lectura del libro de Hechos de los Apóstoles (2, 1- 11): Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar.

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Enormemente sorprendidos, preguntaban: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»


Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34.

R/: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor:/ ¡Dios mío, qué grande eres!/ Cuántas son tus obras, Señor;/ la tierra está llena de tus criaturas. R/
Les retiras el aliento, y expiran/ y vuelven a ser polvo;/ envías tu aliento, y los creas,/ y repueblas la faz de la tierra. R/
Gloria a Dios para siempre,/ goce el Señor con sus obras./ Que le sea agradable mi poema,/ y yo me alegraré con el Señor. R/

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 3b- 7. 12-13): Hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para formar un solo cuerpo.

Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19-23): Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas


El Domingo de Pentecostés es la culminación del ciclo Pascual. Con esta solemne festividad se cierra la cincuentena pascual en la que hemos celebrado el misterio de Cristo Resucitado y Glorioso y se inicia nuevamente el Tiempo Ordinario. No es que el Espíritu Santo aparezca por primera vez al fin del tiempo Pascual, su presencia es notoria ya desde la Pascua de Resurrección, como vemos en el Evangelio de este Domingo. Antes de su Ascensión, el Señor había preparado a sus discípulos más cercanos: «les conviene que me vaya, porque si no lo hago, no podré enviarles al Espíritu Paráclito», es decir, al defensor y consolador.

Con la venida del Espíritu Santo sobre María, la Madre de Jesús y los apóstoles, comienza un tiempo nuevo, el que se extenderá hasta la segunda venida del Señor. Se inaugura la acción y la misión de la Iglesia (Primera Lectura). El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, es el principio de unidad que edifica la comunidad creyente en un solo Cuerpo, el de Cristo, con la pluralidad de carismas y funciones (Segunda Lectura).

La Promesa del Padre

Poco antes de ascender al cielo, Jesús había mandado a sus discípulos «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre». Ciertamente los apóstoles se habrán preguntado: ¿Cuál promesa? Por eso Jesús continúa: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». Y aclara más aún: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4.5.8). Y luego Jesús fue llevado al cielo. Después de esta precisa instrucción de Jesús, nadie se atrevió a moverse de Jerusalén. La «Promesa del Padre» había de ser un don de valor incalculable que nadie se quería perder.
Es así que cuando volvieron del monte de la Ascen¬sión, los apóstoles subieron a la estancia superior, donde vivían, y allí se dispusieron a esperar. El relato continúa nombrando a todos los apóstoles, uno por uno; a esta cita no falta ninguno, ni siquiera Tomás: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo sentir, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Allí estaba congregada la Iglesia fundada por Jesús alrededor de la Madre del Maestro Bueno: María de Nazaret.

La naciente Iglesia estaba a la espera de algo que no conocía y que vendría en fecha in¬cier¬ta. Mientras no llegara, no podía moverse.
La Promesa del Padre llegó el día de Pente¬costés, que era una fiesta judía que se celebra¬ba cincuenta días después de la Pascua de los judíos. Entonces comenzaron a moverse...

La fiesta de Pentecostés

Tres eran las principales fiestas judías antiguas que perduraban en el tiempo de Jesús. Provenían de tiempo inmemorial, cuando Israel no existía aún como nación. Más tarde, habían sido asumidas como una disposi¬ción divina y codifi¬cadas en la ley dada a Moisés. Allí se establece: «Tres veces al año me celebra-rás fiesta. Guar¬darás la fiesta de los Ázi¬mos... en el mes de Abib, pues en él saliste de Egipto... También guardarás la fiesta de la Siega de las primicias de lo que hayas sembrado en el campo. Y la fiesta de la Recolección al término del año» (Ex 23,14-17). La primera de estas fiestas consistía en el sacrifi¬cio de un cordero y su comida, según un determinado ritual.

Esta fiesta coincidió con la salida de Israel de su cauti¬verio en Egipto, ocasión en que la sangre del cordero tuvo un rol tan determinante en la salvación del Pueblo de Dios. Esta fiesta adquirió el nombre hebreo “pésaj” que se tradujo al latín "pascha" y al castellano "pascua".
En el tiempo de Cristo, la «pascua de los judíos» consistía en el sacrificio y comida del corde¬ro pascual en memoria del gran hecho salvífico del éxodo (la liberación de Israel de su exilio en Egipto). El Evan¬gelio es cons¬tante en afirmar que Jesucristo murió en la cruz cuando se celebraba la pascua de los judíos y se sacrificaba el cordero pascual. A Jesucristo se le llamó el «Cordero de Dios» porque su muerte en la cruz fue un sacrificio ofre¬cido a Dios por el perdón de los pecados.

La segunda de las fiestas judías, llamada también la fiesta de las semanas, debía celebrarse siete semanas después de la Pascua (ver Lev 23,15-16). En la traducción griega de la Biblia, ese espacio de tiempo de cincuenta días, dio origen al nombre «Pentecos¬tés», que significa literalmente «quincuagésimo». Origi¬nalmente era una fiesta agrícola de la siega; pero, visto que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto, pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud se transmite la sentencia del Rabí Eleazar: «Pente¬costés es el día en que fue dada la Torah (la ley)». Este término también sufrió una reinterpretación cristiana y hoy día Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego, porque este hecho fundacional de la Iglesia coinci¬dió con ese día. De esta manera Dios, en su divina pedagogía, nos enseña que por el don del Espíritu Santo nace el Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia; así como la entrega de la ley mosaica había constituido el antiguo pueblo de Israel.

El Viento: signo del Espíritu Santo

Y ocurrió en esta forma: «Ese día vino de repente un ruido del cielo, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y quedaron todos llenos de Espíritu Santo» (Hech 2,2.4).
El viento impetuoso es un signo del Espíritu de Dios, que, llenando el corazón de cada uno de los fieles, dio vida a la Iglesia. La Iglesia es una nueva creación de Dios y fue animada por el soplo de Dios. El poder creador del Espíritu de Dios está afirmado en la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión... y un viento (espíritu) de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1-2). Por la acción de este Espíritu se opera el ordenamiento del mundo: la luz, el firmamento, el retroceso de las aguas y la aparición de la tierra seca, la generación de los vegetales, plantas y árboles, los astros, el hombre. Nos recuerda también, el episodio de la creación del hombre. El libro del Génesis relata este hecho maravilloso en forma escueta: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, y sopló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser vi¬viente» (Gen 2,7).

Es el mismo gesto de Cristo Resucitado que nos relata el Evangelio de hoy. Apareciendo ante sus apóstoles con¬gregados aquel día primero de la semana, después de salu¬darlos Jesús «sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri¬tu San¬to». El soplo de Cristo es el Espíritu Santo y tiene el efecto de dar vida a la Igle¬sia naciente. En esta forma, Jesús reivindica para sí una propiedad divina: su soplo es soplo divino, su soplo es el Espíritu de Dios. Un soplo que produce tales efectos lo puede emitir sólo Dios mismo.

El perdón de los pecados


Después de darles el Espíritu Santo, Jesús agrega estas palabras: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quie¬nes se los retengáis, les quedan reteni¬dos». El perdón de los pecados es una prerrogativa exclusiva de Dios. Tenían razón los fariseos cuando en cierta ocasión pro¬testaron: «¿Quién puede perdo¬nar pecados sino sólo Dios?» (Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él puede perdonar los pecados; y aquí nos muestra que puede también conferir este poder a los após¬toles y a sus suce¬so¬res. Y lo hace comunicándoles su Espíritu.

Es que el perdón de los peca¬dos es como una nueva crea¬ción; es un paso de la muerte a la vida, y ya hemos visto que Dios da vida infun¬diendo su Espíritu. El pecado destruye el amor en el corazón del hombre, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El perdón del pecado no es solamente una declaración que Dios no considera el pecado, sino que transforma radicalmente el corazón del hombre infundiéndole el amor. Pero esto sólo el Espíritu puede hacerlo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

«Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados»

La Segunda Lectura realiza el paso del primer Pentecostés a la perenne asistencia del Espíritu Santo en la vida cotidiana de la Iglesia, donde el Espíritu actúa mediante los carismas y los ministerios. El contexto previo es la consulta que los corintios habían hecho a Pablo sobre los criterios para distinguir los carismas auténticos de los falsos. El Apóstol establece dos criterios de autenticidad; uno es doctrinal y el otro comunitario. El doctrinal es la confesión de Jesús como el Señor. El que hace está confesión está animado por el Espíritu Santo. El segundo criterio es que en todo carisma que sirve al bien común del grupo creyente se manifiesta la acción del Espíritu que es riqueza y vida. La diversidad de los carismas auténticos en los miembros de la comunidad no entorpece a la unidad dentro de la misma. Su origen es el Espíritu de Dios, en el que todos hemos sido bautizados para construir un solo Cuerpo: la Iglesia.

Una palabra del Santo Padre:

«La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos.

Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad - Dios ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad.

En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1,9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante».

Francisco. Homilía en la Solemnidad de Pentecostés. 19 de mayo de 2013.


Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. El Espíritu actúa en lo más íntimo del ser humano, actúa iluminando la inteligencia para que pueda conocer a Cristo y habilitando la voluntad para que pueda amar a Dios y al prójimo. El Espíritu Santo nos concede cono¬cer a Dios, y lo hace infundiendo en nosotros el amor. Eso sucede en nuestra Confirmación. ¿Cómo vivo y valoro el Sacramento de la Confirmación?¿Tengo consciencia de lo que me he comprometido?

2. ¿Cómo es mi relación con el Espíritu Santo? ¿Soy dócil a sus mociones (movimientos interiores) en mi vida? ¿Qué me invita hacer?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 683- 701. 731- 741

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artículo facilitado por JUAN R. PULIDO, Presidente Diocesano de A.N.E. Toledo

domingo, 8 de mayo de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. ( Antonio Pavia ) II Éstos son mis predilectos


La opinión que tenemos de santo Tomás de Aquino es probablemente la de un gran teólogo envuelto en una montaña de pergaminos, documentos, libros, etc., lo que popularmente llamamos un ratón de biblioteca. Sin embargo, tenemos datos y motivos para apreciar en él a un gran pastor, un discípulo del Señor Jesús que supo encontrar el manantial de vida eterna que mana de las Escrituras.

Célebre es, por poner sólo un ejemplo, la exhortación que dirigió a sus hermanos dominicos dedicados en cuerpo y alma a la predicación del Evangelio, y que sirve para todos los pastores enviados por el Señor Jesús al mundo entero. Les dijo: “Anunciad lo que habéis contemplado”. El Tomás profesor, el académico, el investigador minucioso de las Escrituras, da el salto que sella la identidad de todo predicador del Evangelio. He aquí el salto: La Palabra va mucho más allá de una comprensión intelectual; la Palabra se contempla y, desde lo que nuestros ojos del alma han podido presenciar, se anuncia. Tenemos motivos fundados para creer que Tomás no habría hecho esta exhortación, tan real como profunda, si él mismo no hubiese experimentado esta contemplación.

Damos las gracias, desde la comunión de los santos que nos une, a Tomás, y nos metemos de lleno en una nueva dimensión del rostro de los pastores según el corazón de Dios. Son pastores que han cogido entre sus manos posesivas y acariciadoras la vida que habita en la Palabra, “en ella estaba la Vida” (Jn 1,4a). Una vez que la Palabra ha posado sus alas en sus manos, estos pastores son llamados a hacer una experiencia tan trascendente que podemos llamarla extramundana.

En sus manos el Evangelio se hace ver, oír, es como si Dios se dejara palpar. Ser testigo de esto es ser testigo de lo que es Dios: Todo. A partir de entonces y movidos por un impulso irresistible, también irrenunciable, la Palabra es anunciada; es tal la pasión que mueve al pastor que no tiene dónde reclinar la cabeza, dónde asentarse (Lc 9,58). Arrastrado por esta pasión, anuncia el Evangelio “a tiempo y a destiempo” (2Tm 4,2) y, parafraseando con cierta libertad a Pablo, podemos decir de él que “ya no es él quien vive, sino el Anuncio y la Fuerza del Evangelio quien vive en él” (Gá 2,20). Esta clase de pastores son continuamente vivificados, y tanto más, cuanta más vida mana de su boca (Lc 4,22).

Nos acercamos ahora al apóstol y evangelista Juan quien, con una belleza deslumbrante, -adivinamos el Manantial que corre por sus entrañas- nos habla de la Palabra desde los más diversos prismas: Vida, Comunión, Encarnación, Manifestación de Dios, Ojos que ven y contemplan, Manos que palpan, Oídos que oyen… (1Jn 1,1-3).

En unos pocos versículos, Juan –también él habla desde su experiencia y la de la Comunidad apostólica- describe las líneas maestras del crecimiento de la fe y de la comunión entre los discípulos del Señor Jesús; por supuesto, también de la misión que Él les ha confiado al llamarles con su Palabra creadora, Palabra que moldea sus corazones a imagen y semejanza del suyo.

Espejos del Dios vivo

El hecho asombroso es que tanto el discipulado con su pastoreo como la fe y la comunión interpersonal comparten líneas maestras. Nuevamente nos servimos de una libertad interpretativa para poner en la boca de Juan estas palabras que encontramos en los primeros versículos de la carta anteriormente citada: “Os anunciamos lo que hemos visto, oído, contemplado y palpado acerca de la Palabra de la vida, os lo anunciamos para que nuestra comunión sea fruto de Ella, la Palabra de Vida. Comunión que es también fruto de vuestra libertad: de que creáis, veáis, oigáis, palpéis y contempléis la Palabra de Vida que os anunciamos.

Esta comunión es creación de Dios; no nuestra por muchos libros que devoremos, cursillos de personalización que hagamos, así como simposios, etc. Todo pasa menos la Palabra que por siempre permanece. “La hierba se seca, la flor se marchita, mas la Palabra de nuestro Dios permanece por siempre” (Is 40,8).

Atados unos a otros indisolublemente por el Amor que fluye del Dios vivo, la comunidad entera comparte misión, la de su Señor; son pastores en el Pastor, y corazones para el mundo desde el Corazón. Por si fuera poco, Juan, al abrir nuestro espíritu hacia lo Infinito y Eterno, al mostrarnos la comunión interpersonal como don de Dios, pone lo que podríamos llamar el broche de oro al decirnos “…y nosotros estamos en comunión con Dios” (1Jn 1,3b).

El Emmanuel, Dios con –en comunión con- nosotros, nos ha puesto en comunión con el Padre. Por eso y sólo por eso nos atrevemos a ser pastores, sus pastores, según su Corazón, tal y como fue prometido y profetizado por Dios como don suyo para los tiempos mesiánicos. Él, el Mesías, su Hijo, es quien llevó y lleva a cabo la promesa del Padre.

El apóstol Pablo, en la misma línea de Juan, nos dirá que la Vida mana del Evangelio del Señor Jesús. Así se lo hace saber con su propio y peculiar estilo a Timoteo, su compañero de fatigas en el ministerio de evangelización que comparten: “Se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio…” (2Tm 1,10).

Al hilo de lo expuesto hasta ahora, podemos afirmar que pastores según el corazón de Dios son aquellos a quienes Él se manifiesta, se revela; son hombres que predican al Dios que ven, palpan, oyen y contemplan, que todo esto es lo que significa la palabra revelar en la espiritualidad bíblica. Al revelarse así, Dios forma el corazón de sus amigos, que lo son porque le buscan. El libro de la Sabiduría, recordemos que este término comparte significado con la Palabra, lo expresa así: “Entrando –la Sabiduría- en las almas santas, forma en ellas amigos de Dios y profetas” (Sb 7,27).

Mis ovejas les escuchan

Damos un paso más. Nos acercamos al profeta Daniel y nos hacemos eco de su experiencia. Dios llama sus predilectos a aquellos a quienes se revela, teniendo en cuenta -como ya hemos dicho- la enorme riqueza que tiene el verbo revelar en la Escritura. Fundamento el título dado a Daniel basándome en que Dios mismo le hace saber que es el hombre de las predilecciones, y da la razón del porqué de este elogio. “Vino y me habló. Dijo: Daniel, he salido ahora para ilustrar tu inteligencia. Desde el comienzo de tu súplica, una palabra se emitió y yo he venido a revelártela, porque tú eres el hombre de las predilecciones…” (Dn 9,22-23).

Tremendamente pobres y desvalidos nos quedaríamos si fijásemos esa predilección de Dios solamente en Daniel, y no la abriéramos hacia su plenitud, es decir, hacia su propio Hijo. Dios mismo testificó su predilección primeramente en su bautismo a la orilla del río Jordán. Recordemos que se abrieron los cielos y que todos los presentes pudieron escuchar la Voz: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17).
De esta forma testificó Dios su predilección sobre su Hijo y volvió a hacerlo en el monte Tabor en su Transfiguración. Nuevamente resonó la Voz: “Él es mi predilecto”. Sólo que en esta ocasión el Padre muestra el camino cierto para todos los buscadores de la Verdad al añadir: “¡Escuchadle!” (Lc 9,35). Sí, escuchadle, Él es “mi y vuestra” Palabra. ¡Escuchadle! Podríamos añadir, como fue profetizado: y vivirá vuestra alma. “Aplicad el oído y acudid a mí, escuchad y vivirá vuestra alma…” (Is 55,3).

He aquí el testimonio grandioso de Dios sobre su Hijo. Escuchadle, sí, a Él que es mi Palabra. A la luz del testimonio de Dios sobre su Hijo, quiero decir algo acerca de los buscadores de Dios. De la misma forma que Él muestra nítidamente que su Hijo es el Amado, el Predilecto, el Revelador trasparente de su Misterio, del mismo modo, Él da un discernimiento, una sabiduría especial a todos los que le buscan con un corazón sincero.
Esta sabiduría y discernimiento, lleva a estos hambrientos de vida a distinguir entre pastores y pastores; entre los que hablan desde Dios revelándole por medio de la predicación, y los que hablan desde sí mismos, desde sus egos, aunque estén empapados de agua bendita, los que hablan desde la sabiduría humana, tan dejada de lado por los apóstoles como -por ejemplo- Pablo (1Co 2,4-5).
Los verdaderos buscadores de Dios distinguen entre la Voz encarnada en los pastores del Señor Jesús y las voces de los pastores hechos a la medida de la sabiduría humana. Los primeros son reconocidos por las ovejas de Jesús; los segundos son ignorados. “Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen –ignoran- la voz de los extraños” (Jn 10,4-5).


sábado, 7 de mayo de 2016

LECTURAS DE LA MISA DEL DOMINGO.La Ascensión del Señor. Ciclo C «Mientras los bendecía, fue llevado al cielo»



Lectura de libro de Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, "que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días".

Los que estaban reunidos le preguntaron: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?"El les contestó: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra".Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo".»

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 1,17- 23

«Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo.»

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 24, 46 -53

«y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. "Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto".

Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.»
Pautas para la reflexión personal
 El vínculo entre las lecturas

La Ascensión de Jesucristo (Primera Lectura y Evangelio) es una síntesis de la fe cristiana y la culminación del ministerio de Cristo, quien después de abajarse es glorificado y constituido Señor del universo y cabeza de la humanidad y de la Iglesia. Por eso el Padre «lo sienta a su diestra» y «bajo sus pies sometió todas las cosas» (Segunda Lectura).

Podemos también decir que en la solemnidad de la Ascensión el conjunto de toda la liturgia nos parece decir: «He cumplido misión pero todavía hay mucho que hacer…». Justamente vemos como en el Evangelio de San Lucas se resalta el cumplimiento de la misión y se envía a los apóstoles a la evangelización de todos los pueblos «hasta los confines de la tierra».


La Ascensión en el Evangelio de San Lucas y en Hechos de los Apóstoles

Leemos este Domingo los últimos versículos del Evan¬gelio de San Lucas. Este evangelista se caracteriza por su conciencia de autor y por su intención expresa de componer un escrito bien ordenado. Recordemos que San Lucas, que era gentil y es el único escritor no judío entre los autores del Nuevo Testamento. Según la tradición nació en Siria de Antioquía y, en efecto, el libro de los «Hechos de los Apóstoles» vemos una enorme cantidad de datos acerca de la comunidad antioqueña. Era heleno de origen y de cultura pagana hasta su conversión al cristianismo. Fue médico y compañero íntimo de San Pablo (ver Col 4,11-14). La tradición afirma que murió a los 84 años en la ciudad de Boecia.

San Lucas mismo hace su intención explícita en el prólo¬go de su obra: «He decidido, después de haber inves¬tigado diligentemente todo desde los oríge¬nes, escri¬bírte¬lo por su orden, ilustre Teófilo» (Lc 1,3). En la medida que sus fuentes se lo permiten, hace un relato ordenado y sistemático. Este orden le exigía dividir su obra en dos partes bien diferenciadas: el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. El primer tomo trata sobre la misión de Jesús en la región de Palestina (ver Hch 1,1.2).

El segundo tomo trata sobre la misión de los apóstoles en toda la tierra (ver Hch 1,8). La Ascensión es el umbral entre la vida terrena de Jesús, que es el tema del Evangelio de Lucas; y la vida de su Igle¬sia, que es el tema de los Hechos de los Apóstoles. A Jesús correspondió la misión de anunciar el Evangelio solamente en la región de Palestina, en fidelidad a la promesa de Dios a su pueblo escogido; a la Iglesia corresponde la misión de anunciar el Evangelio «a todos los pueblos», en fidelidad al mandato de su Señor. No podía comenzar la misión de los apóstoles sin que hubiera con¬cluido la misión terrena de Jesús. El punto de partida para esta misión universal fue precisamente la Ascensión de Jesucristo al cielo.

«Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra»

En los Hechos de los Apóstoles vemos como la ac¬ción, sobre todo el trabajo evangelizador de San Pablo, se tras¬lada de Asia Menor a Grecia y Roma, es decir, hasta «los confines de la tierra» de aquella época. Cada una de las misio¬nes de San Pablo parte de Jerusalén, como en sucesi¬vas oleadas cada vez de mayor radio. Se trataba de dar cumpli¬miento al mandato que dejara Jesús a su Iglesia en el momento de la Ascensión: «Recibiréis fuerza del Espíri¬tu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8). En el relato evangélico leemos exactamente lo mismo acerca de la misión de Jesús que es ahora encomendada a los apóstoles: «y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24,46-48).

«La promesa de mi Padre…»

Un punto fundamental de ambos textos es la instruc¬ción de Jesús de esperar la venida del Espíritu Santo sobre ellos antes de empezar la misión encomendada. Este punto reviste tal importancia que la última instrucción de Jesús no se refiere a algún punto importante de su doctrina, que Él quisiera recalcar en ese último momento, sino que se refiere precisamente a esta espera: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49).Observemos el modo cómo es mencionado el Espíritu Santo. Jesús lo llama «la Promesa de mi Padre» y el «poder de lo alto». Los mismos términos se repiten en el relato de los Hechos de los Apóstoles.

El Espíritu Santo, el poder que viene de lo alto, es el que concede a los apóstoles la certeza de una nueva presencia de Jesucristo en su Iglesia y esta certeza es la que les permite ser testigos del Resucitado: «Seréis mis testigos». Podemos imaginar que ante el mandato de la misión universal - «a todos los pueblos, hasta los confines de la tierra»- los apóstoles habrán preguntado: «¿Cómo será esto?». Ellos eran judíos y no entraba en su mentali¬dad la inclusión de todos los pueblos paganos como parte fundamental de la misión encomendada. La respues¬ta de Jesús es ésta: «El Espíritu Santo vendrá sobre vosotros, el poder (dynamis) de lo alto os revestirá». Abriendo cual¬quier página de los Hechos de los Apóstoles vemos que ellos actúan con el poder del Espíri¬tu.

Pero... ¿cómo será esto?

En el Evangelio de Lucas hay una admirable analogía entre la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María y su presencia sacramental en su Iglesia, que por eso es el «Cuerpo de Cristo». Cuando el ángel Gabriel anunció a María la con¬cepción de Cristo, a su pregunta: « ¿Cómo será esto?», el ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder (dymanis) del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Es la misma promesa que recibieron los apóstoles. Podemos imaginar que los apóstoles habrán pre¬gunta¬do a Jesús, cuando partía al cielo y les encomendaba la misión universal: «¿Cómo será esto; cómo lo haremos nosotros solos?». Jesús responde lo mismo que el ángel dijo a María: «Reci¬biréis la Prome¬sa del Padre y seréis revestidos del poder de lo alto». Esta promesa se cumplió el día de Pentecostés y la Iglesia quedó constituida en sacramento de salvación para todos los hombres. Entre la Ascen¬sión y Pente¬costés transcurre la primera novena: la Igle¬sia naciente queda a la espera de ser vivificada por el don del Espíri¬tu Santo prometido.

La bendición de Jesús
Luego Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo». Es el único caso en que Jesús bendice a alguien; bendice a sus apóstoles precisamente porque se está separando de ellos. Se habría esperado que ellos quedaran sumidos en la tristeza, como quedó María Magdalena al no saber dónde estaba su Señor (ver Jn 20,13). En cambio, la reacción de ellos es ésta: «Se volvieron a Jeru¬salén con gran gozo». Quedan con gran gozo porque Jesús los ha bendecido, porque les ha prometido enviarles la Promesa del Padre y el Padre no puede prometer más que lo máximo, es decir, el Espíritu Santo que les aseguraría una nueva presencia de Jesús; finalmente, quedan llenos de alegría porque Jesús «fue llevado al cielo», y Él les había dicho: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14,28). Ellos aman a Jesús y por eso, aunque Él es llevado, se alegran porque es llevado al cielo.

«Sometió todo bajo sus pies»

La ciudad de Éfeso era la ciudad más importante de la provincia romana de Asia (en la parte occidental de la moderna Turquía). Éfeso era la cabeza de puente entre el oriente y el occidente. Constituía el terminal de una de las rutas comerciales de las caravanas que cruzaban el Asia y se situaba en la desembocadura del río Caistro. Era una ciudad espléndida con calles pavimentadas de mármol, con baños, bibliotecas, mercado y un teatro con capacidad para 2,500 personas. Éfeso se convirtió muy pronto en un importante centro de irradiación del cristianismo. Pablo hizo una breve visita a Éfeso, durante su segundo viaje apostólico, y sus amigos Aquila y Prisca se quedaron a residir en aquella ciudad. En su tercer viaje, Pablo pasó más de dos años en Éfeso. Aquí él escribe sus famosas cartas a los Corintios. La carta que dirige a los Efesios es más que una epístola ya que este escrito es considerado un verdadero tratado epistolar, quizá dirigido a los creyentes de toda Asia Menor, especialmente a los gentiles. A diferencia de las otras cartas de San Pablo, no contiene exhortaciones personales. Pablo escribió esta carta desde la prisión (Roma) en los años sesenta. El gran tema de la carta «el Plan de Dios...es reunir toda la creación, todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra bajo Cristo como cabeza» (1,10).

Una palabra del Santo Padre:

«Jesús parte, asciende al cielo, es decir, regresa al Padre de quien había sido enviado al mundo. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, en una forma nueva. Con su Ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles – y también nuestra mirada – a las alturas del Cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre.

Sin embargo, Jesús permanece presente y operante en las vicisitudes de la historia humana con la potencia y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: incluso si no lo vemos con los ojos, ¡Él está! Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y mujer que sufre.

Pero Jesús también está presente mediante la Iglesia, a la que Él ha enviado a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, ¡no es facultativo! La comunidad cristiana es una comunidad “en salida”, “en partida”. Y ustedes me dirán: ¿pero y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre “en salida” con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús les dice: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (v. 20). Solos, sin Jesús, ¡no podemos hacer nada! En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, si bien son necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, aun si bien organizado, resulta ineficaz.

Y junto a Jesús nos acompaña María, nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza».

Francisco. Ángelus 1 de junio de 2014.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Como expresa la liturgia de este Domingo, éste es un día de alegría y de alabanza a Dios «porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria; donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros desu cuerpo» (Oración colecta de la misa de la Ascensión de Jesús). Cristo asumió plenamente la naturaleza humana, y al acceder a la exaltación a la gloria es glorificada también su naturaleza humana, igual en todo a la nuestra. ¿Soy consciente de mi propia dignidad? ¿Respeto la dignidad de mis hermanos? ¿Soy consciente de mi vocación última?

2. «Vosotros sois testigos de estas cosas». ¿Cómo vivo esta tensión apostólica por ser testigo del Señor Resucitado? ¿En qué situaciones concretas (dónde, a quién o a quiénes) transmito la «buena noticia» que Jesús nos ha dejado?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 659 - 667.

domingo, 1 de mayo de 2016

CATEQUESIS VOCACIONAL. ( D. Antonio Pavia ) " Pastores según Mi Corazón "

Querido Cayetano: no solo te doy permiso para aprovechar las catequesis del Cantar de los cantares en tu blog, estamos en el mismo barco y tenemos tanto los sacerdotes como los seglares la misión de llenar del Evangelio esta sociedad que cada vez se esta convirtiendo en más triste...la tristeza de quien no tiene a Dios.
Te cuento ,no si te lo dije ,que tengo ya a punto una segunda parte sobre el sacerdocio con el mismo título..apenas pueda te lo enviaré muy gustosamente. ( extractado de la correspondencia con D. Antonio )

Sirva de prólogo al inicio de las publicaciones de la segunda parte

Excluidos con Él

De todos es conocida la conmoción que sacudía los corazones de los que oían la predicación del Hijo de Dios. Conmoción que se hizo patente, por ejemplo, a raíz de sus catequesis del llamado Sermón de la Montaña. Comenta Mateo que la multitud “quedó asombrada de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7,28-29).Por poner otro ejemplo, recordemos aquella vez en que incluso los guardias que habían sido enviados para detenerle no se sintieron con ánimo para hacerlo, y la excusa que dieron a los sumos sacerdotes y fariseos fue que “Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre” (Jn 7,46).

¿Qué tenían de especial las palabras de Jesús para marcar una diferencia tan abismal con la de los escribas y demás maestros de Israel? La respuesta a esta pregunta no la vamos a dar nosotros, sino que nos servimos de lo que dijo Pedro a Jesús después de oír su catequesis sobre el Pan de Vida: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68b). He aquí la diferencia abismal. Mientras los otros maestros de Israel le ofrecen consejos morales que, en definitiva, no son más que palabras inertes, propias de un dios inerte llamado dinero (Mt 6,64), el Señor Jesús proclama palabras vivas, propias del Dios vivo.

La cuestión es que las palabras vivas del Hijo de Dios chocan frontalmente con el sistema fraudulento que, tarde o temprano, toma cuerpo a causa del culto a la ley. Ante este choque la exclusión de quien lo provoca está servida.

Imaginemos la desestabilización que supuso para sus oyentes palabras como “mirad las aves del cielo, mirad los lirios del campo; vuestro Padre celestial está pendiente de ellos, ¿no lo va a estar mucho más de vosotros que sois preciosos a sus ojos?” (Mt 6,25…). No digamos ya cuando exhortó a sus discípulos a amar a sus enemigos, a los que les odian, a hacerles el bien sin esperar nada de ellos… (Lc 6,27).

No hay duda de que con esta forma de predicar y, por supuesto, de actuar, Jesús se ganó a pulso, primero la sospecha, y después la exclusión del pueblo santo. Sí, Él es el Gran Excluido de la historia. Exclusión más que “justificada” por los sumos sacerdotes, escribas, fariseos y, para remate, de todo el pueblo al acoger a Barrabás, culminando así el rechazo frontal al Hijo de Dios. Excluido, rechazado y levantado en la cruz, se convirtió en fuente de vida y esperanza de todos los excluidos por su causa, a los que Él mismo llama bienaventurados: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos…” (Mt 5,11-12).

La mayúscula y enorme paradoja estriba en que de Jesús, el Excluido por excelencia a causa de sus palabras, habló Dios, su Padre, en el Tabor con una claridad que no admite la menor duda. Dijo: “¡Escuchadle!” Sí, nos parece seguir oyendo al Padre: Escuchadle, por más que lo que dicen de Él los que se llaman mis servidores, tengan a mi Hijo por endemoniado, inculto, embaucador y hasta blasfemo (Mt 6,65). ¡Escuchadle!, porque “Yo vivo en él y él en mí” (Jn 14,11).

Los míos escuchan mi Voz

¡Escuchadle, es mi Hijo, mi Predilecto! La voz que resonó desde los cielos no admitió lugar a dudas. Aun así, la resistencia a escuchar la Verdad es una constante no sólo en el pueblo de Israel, sino también a lo largo de la historia de generación en generación. El lamento de Dios por la “sordera congénita” de su pueblo ante o frente a su Palabra, parece ser un mal crónico de todo hombre. El problema radica en que los hombres medianamente buenos –tibios los llama Dios (Ap 3,15-16)- siempre excluyen a Dios y a sus enviados, los pastores según su corazón. La gloria de estos pastores es la de compartir exclusión con el Gran Excluido, su Maestro y Señor.

Volvemos a la Voz del Tabor: Escuchadle a Él, no hagáis como vuestros padres que sólo se escuchan a sí mismos. No le hicieron caso y, por supuesto, tampoco al Enviado. No obstante, el Señor Jesús continuó firme en su misión; no iba a permitir que el Mal, con su Príncipe a la cabeza, le arrebatase a los suyos, a los que habrían de creer en Él. Lo dijo en una ocasión: que nadie podría arrebatar a sus ovejas de su mano. “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28).

Por más que el rechazo a su persona y, por supuesto, a su misión, crecía imparablemente, el Amado del Padre (Mt 3,17), fijos sus ojos en Él y en los hombres, se mantuvo fiel proclamando sin cesar el Evangelio de la Gracia. En su fidelidad, aceptó la exclusión y la muerte de malhechor (Lc 22,37), he ahí el precio que pagó por nuestra salvación; por eso Pablo llama a su predicación el Evangelio de la Gracia (Hch 20,24).
Era evidente que el Evangelio proclamado por Jesucristo desequilibraba las formas y maneras del pueblo santo, y esto no podía quedar impune. Por otra parte, no es que Jesús fuera un soñador, un irresponsable. Sabía perfectamente de las conjuras que, como hongos, crecían contra Él; sabía también que su persecución y exclusión habrían de ser patrimonio glorioso de sus discípulos; que si el mundo arremetería contra la Vid verdadera, el mismo fuego de odio alcanzaría a sus sarmientos. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros” (Jn 15,18). La razón de tanta aversión radica en que sus discípulos reciben de Él su Palabra, raíz y savia de su discipulado. Recordemos que “en ella –la Palabra- estaba la Vida” (Jn 1,4a). Por eso el mundo les odiará siempre. “Yo les he dado tu Palabra, y el mundo les ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo” (Jn 17,14).

El mundo les aborrece porque tiene todo menos la Vida, que es lo único que no puede ofrecer. Los discípulos la tienen por su llamada, y la dan gratuitamente porque no hay discípulo que no sea pastor. Cuando la dan, se identifican con su Maestro de tal forma que éste les reconoce como sus pastores, sí, pastores según su corazón. Dado que el signo identificador de estos pastores es la Palabra de vida por medio de la cual fueron llamados, y que, después, hecha espíritu de su espíritu, les envió al mundo, ésta se convierte en su Fuerza, el puerto seguro en la tempestad de toda persecución.

El Señor Jesús no engaña a nadie, dice a los suyos lo que les espera, para que cuando lleguen a ser considerados, como dice Pablo, “la basura del mundo y el desecho de todos” (1Co 4,13), se sientan acogidos por el Hijo de Dios como Él se sintió acogido por su Padre. Los pastores según su corazón, en su desvalimiento, se reconocen -seguimos con Pablo- ministros de Dios (2Co 6,4b). Ministros que, “aunque pobres, enriquecemos a muchos; aunque nada tienen, todo lo poseemos” (2Co 6,10).

Mi Padre os quiere

Ahí está la extraordinaria grandeza de estos pastores, pobres y desposeídos de todo menos de su gran ambición: Dios. Saben que están en sus manos. Enriquecen a todos porque a todos ofrecen lo que sólo a Dios pertenece: la Vida. Ellos la conocen, pues brota en un sin fin de ríos, manantiales y fuentes de la Palabra que, al igual que María de Nazaret, han recibido y acogido.

Es ella –la Palabra- el termómetro que marca su fidelidad, y también la autenticidad de su ser discípulos y pastores. Por ello, y dado que son odiados y aborrecidos por el mundo, su Señor Jesús les exhortará a mantenerse en su Palabra ante las arremetidas de sus perseguidores. Jesús les está diciendo algo grandioso, que el amor y la fidelidad tienen un nombre: mantenerse en su Palabra; ella les llevará a la verdad, a la libertad y a la madurez como discípulos: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).

¡Manteneos en ella por amor!, les dice su Maestro y Señor, el Gran Excluido. ¡Aceptad vuestra exclusión, que hace parte de vuestro pastoreo!, pues ella os pone en comunión conmigo; y no temáis, porque “nuestro Padre” no nos excluye. ¡Fijad vuestra tienda en la cuerda floja del rechazo a la Verdad, y sabréis lo que es estar acogidos, acompañados, sostenidos y amados! Todo esto es lo que “mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20,17) hará por vosotros. Fijad vuestra tienda en la precariedad y conoceréis la seguridad.

No es fácil así, sin más, creer en esto. No se llega a esta madurez en el discipulado y en el pastoreo siguiendo los pasos de un plan o programa formativo. Se llega haciendo la prueba, una y otra vez, de si el Evangelio es realmente fuente de Vida o una simple utopía como tantas otras. Experimentamos hasta que nos damos cuenta de que ¡sí, que el Señor Jesús no habló en vano!, que sus Palabras no son utopías ni quimeras, que todo lo que dijo de que su Padre cuidaría a los suyos lo cumple. Sí, dice Jesús: “…porque el mismo Padre os quiere porque me queréis a mí” (Jn 16,27).
A estas alturas ya sólo nos queda hablar de la Sorpresa de todas las sorpresas, lo nunca oído ni imaginado: que el Hijo de Dios dé a sus pastores, los que lo son según su corazón, su propio don en cuanto Palabra del Padre, el de poder –hablo de sus pastores- decir a sus ovejas lo mismo que Él dijo a sus discípulos: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron” (Lc 10,23-24).

Sí, el Maestro y Señor da a los pastores según su corazón el don de abrir los ojos y oídos de sus ovejas haciéndolos accesibles al Misterio; así, sin velos, con una trasparencia a la que no tuvieron acceso Moisés, ni Judit, ni David, ni Esther, ni Jeremías... Por supuesto que no estamos hablando de medidas de amor y fidelidad, esto solamente lo sabe Dios. Una última puntualización: estos pastores ofrecen este Tesoro gratis, pues así lo recibieron (Mt 10,8b). Además no hay dinero en el mundo para pagar esta Sabiduría, ni cátedras para enseñarla.

LECTURAS DE LA MISA DEL Domingo de la Semana 6ª de Pascua. Ciclo C

A quienes han asistido ya a la Misa dominical, los que no pudieron participar y como texto a reflexionar durante la semana, a todos ofrecemos éste texto.


«El Espíritu Santo os recordará todo lo que yo os he dicho»


Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (15, 1-2.22-29): Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.

En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circunci-daban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más de entre ellos subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre esta controversia. Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y envia-ron por medio de ellos esta carta: «Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia provenientes de la gentilidad. Habiéndonos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alborotado con sus palabras, desconcertado vuestros ánimos, hemos decidido, por unanimidad, elegir a algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, hombres que han entregado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Os mandamos, pues, a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales es-trangulados y de uniones ilegítimas . Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos».

Salmo 66, 2-3. 5. 6 y 8

R./ Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. R./
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, y gobiernas las naciones de la tierra. R./
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe. R./

Lectura del libro del Apocalipsis (21, 10-14.22-23): Me mostró la ciudad santa que descendía del cielo.

El ángel me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario y también el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (14,23-29): El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho.


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo.
Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

En la Primera Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, la comunidad cristiana recurre a los após-toles para decidir acerca de la justificación y la evangelización de los gentiles. Justamente el Salmo Res-ponsorial (Salmo 66) nos muestra el carácter universal de la alabanza que le debemos a Dios. En la Se-gunda Lectura se describe la grandeza de la nueva Jerusalén, fundada sobre doce columnas con los nom-bres de los doce apóstoles del Cordero. Finalmente en el Evangelio leemos la promesa de Jesús a aquellos que lo aman y por lo tanto guardan sus palabras. Jesús les asegura el envío de un «Defensor» en el Espíritu Santo y los anima a prepararse para su pronta partida.

 «Si alguno me ama, guardará mi Palabra»

El Evangelio de este VI Domingo de Pascua, como el del Domingo pasado, también está tomado de las palabras de despedida de Jesús, pronunciadas durante la última cena con sus discípu¬los. De aquí se puede deducir su importan¬cia; son las últimas recomendaciones de Jesús y la promesa de su asis¬tencia futura. Jesús había anunciado su partida en estos términos: «Hijitos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros... adonde yo voy vosotros no podéis venir» (ver Jn 13,33). Como era de esperar, los discípulos se han quedado sumidos en la triste¬za, y también en el temor. ¿Quién velará ahora por ellos? Ellos han creído en Jesús, pero ¿quién los sostendrá en esta fe, que los había puesto en contraste con la sinagoga judía? Por eso, junto con anunciar su partida inminente, Jesús asegura a sus discípulos que volverá a ellos: «Me voy y volveré a vosotros». Y no vendrá Él sólo, sino el Padre con Él; y no sólo en una presencia externa, como había estado Él con sus discí¬pulos hasta entonces, sino que establece¬rán su morada en el corazón de los discípu¬los.

Para esto, sin embargo, hay una condi¬ción que cum¬plir: «guardar su Pala¬bra». Esa «Palabra» es el don magnífi¬co que trajo Jesús al mundo y la herencia que le dejó después de su vuelta al Padre. Han pasado más de veinte siglos y en todo este tiempo el empeño constante de los discípulos de Cristo ha consistido precisa¬mente en «guar¬dar su Palabra» con la mayor fideli¬dad posi¬ble. Este es también nuestro empeño hoy. ¿Qué se consigue con todo esto? Como dijimos, esta es la condi¬ción para que Jesús venga a sus discí¬pu¬los: «Si alguno me ama, guardará mi Pala¬bra, y mi Padre lo amará, y ven¬dremos a él, y haremos morada en él». Pero, ¿cómo hacerlo? El detonante es el amor a Jesús. Sin esto no hay nada. Porque lo amamos a Él y anhelamos su presen¬cia, y la del Padre, en nuestro corazón, por eso, guarda¬mos su Palabra. Entendemos entonces cuando Jesús nos dice que «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30).

Solamente amando a Jesús podremos vivir de acuerdo a su Palabra. «Todo lo duro que puede haber en los mandamientos lo hace llevadero el amor… ¿Qué no hace el amor? Ved cómo trabajan los que aman; no sienten lo que padecen, redoblando sus esfuerzos a tenor de sus dificultades» (San Agustín, Sermón 96). Para más claridad Jesús agrega: «El que no me ama, no guarda mis palabras». Éste vive ajeno a Jesús y al Padre, dejándose arrastrar -y esclavizar- por los crite¬rios y concupiscencias del mundo. El único signo inequívoco de que alguien ama a Jesús verdaderamente es que atesore en su corazón la palabra de Jesús y viva conforme a ella como nuestra querida Madre María siempre lo hizo «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,52). Esto quiere decir «guardar su palabra».

Dada su importancia, Jesús se detie¬ne a explicar un poco más la expre¬sión «guardar su Palabra». Obviamente Jesús no se refiere a una preocupación arqueológica, como si se trata¬ra de conservar cuidadosamente los códices en que están escritos los Evange¬lios. Jesús no está hablando de algo material. Por eso agrega: «La Palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado». Aquí está expresado un salto inmenso de fe: los discípulos escu¬chan hablar a Jesús, pero deben creer que esas palabras que él pronun¬cia son Palabra de Dios, y que de Dios proceden. En diversas ocasiones Jesús repite esta verdad: «Yo no hago nada por mi propia cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo... lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 8,28; 12,50).

 La promesa del Espíritu Santo, el Paráclito

Pero...¿cómo podremos «guardar esta Palabra», que no es de este mundo, ni de la experiencia sensible, porque procede del Padre? Sigamos leyendo: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espí¬ritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho». Aquí tenemos la respuesta: para «guardar la Palabra» de Cristo es necesa¬ria la acción del Espíritu Santo y la docilidad de los discípulos a sus dulces mociones (movimientos interiores o espirituales). Se completa así una cadena de enseñanza: el Padre enseña al Hijo lo que tiene que decir al mundo; y el Espíritu Santo enseña a los discípulos esa misma Palabra de Jesús que ellos tienen que guardar.

Jesús se refiere al Espíritu Santo con un apelativo especial que ciertamente tiene un sentido profundo: el Parácli¬to. ¿Qué quiere decir este nombre? Éste es un término que en todo el Nuevo Testamento sólo es usado por Juan. Es un sustantivo griego, formado del verbo griego «parakaleo» que signifi¬ca: «llamar junto a». El sustantivo «paráclito» pertenece al mundo jurídico y designa al que está junto al acusado en un proceso judicial, al asis¬tente, al defensor, al abogado. En el Evangelio de San Juan, el Paráclito es el que asiste y ayuda a los creyentes en el gran conflicto que opone a Jesús y el mundo. Mientras el mundo creía condenar a Jesús, el que resulta condenado es el mundo, gracias a la acción del Paráclito, que opera en el corazón de los fieles. Por eso, en las cinco promesas de su envío a los discí¬pu¬los, el Paráclito tiene la función de enseñar, de dar testimonio a favor de Jesús y de condenar al mundo.

En la promesa del Espíritu Santo contenida en el Evangelio de este Domingo, el Paráclito tendrá la misión de enseñar a los discípu¬los todo, de recordarles todo lo dicho por Jesús. Esto no quiere decir que el Espíritu Santo traerá una nueva revelación o un suplemento de revelación distin¬ta de la aportada por Jesús. Quiere decir que en el proce¬so de la revelación divina hay dos etapas: lo enseñado por Jesús durante su vida terrena y la comprensión de esa enseñanza por interiorización, gracias a la acción del Espíritu Santo. Todos tenemos la experiencia de lo que significa compren¬der repentinamente el sentido de algo que antes era oscuro para nosotros: una palabra, una frase que alguien dijo, la actitud que alguien adoptó, etc. Cuando esto ocurre, nosotros habla¬mos de «darnos cuenta» de algo. Este darnos cuenta acontece en un segundo momento en contacto con alguna circunstancia particular que ilumina lo que antes era oscuro, por ejemplo, cuando alguien «nos hace ver».

El Espíritu Santo sugiere a nuestro corazón el sentido verdade¬ro de esas pala¬bras, nos hace darnos cuenta, hace com¬prender toda su trascendencia. El Espíritu Santo no aporta ninguna nueva revelación más allá de lo dicho por Jesús. Pero hace comprender interiormente lo dicho por Jesús, hace que penetre en el corazón de los fieles y se haga vida en ellos. Si el Espíritu Santo no hubiera venido, todo lo dicho y hecho por Jesús, sobre todo, su identidad misma de Hijo de Dios, habría quedado sin comprensión y no habría operado en el mundo ningún efecto. Es lo que ocurre aún hoy con aquellas personas que han rechazado de sus corazo-nes el Espíritu Santo: no entienden las palabras de Jesús.

 La Nueva Jerusalén

En la Segunda Lectura de hoy se hace una descripción simbólica de la nueva Jerusalén, es decir, del es-tado final y glorioso de la comunidad de los redimidos. Un detalle significativo es que carece de Templo; lo cual establece una diferencia radical entre la antigua y la nueva ciudad de Dios. «Templo (Santuario) no vi ninguno, porque su Templo es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero» (Ap 21, 22). La perfección en la totalidad del pueblo nuevo sucede a la del antiguo. A las doce tribus de Israel corresponden los doce Apóstoles. Es interesante notar el simbolismo invertido de las doce puertas y los doce cimientos: aquellas (lógicamente posteriores al cimiento), con los nombres de las doce tribus de Israel y éstos con los nombres de los Apóstoles. ¿No significa esto la unión definitiva de los Testamentos en el Reino Celestial? Finalmente leemos en los Hechos de los Apóstoles que el Concilio realizado en Jerusalén, hacia 48 ó 49, inhabilita las antiguas mediaciones que eran exigidas (la circuncisión entre otras cosas) a los gentiles para obtener la salvación de Dios. Este Concilio de los apóstoles es el modelo de todos los que se han celebrado en la Iglesia asistidos por el Espíritu Santo.



 Una palabra del Santo Padre:

«Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena. Jesús confía a los Apóstoles sus últimas recomen-daciones antes de dejarles, como un testamento espiritual. El texto de hoy insiste en que la fe cristiana está toda ella centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio.

Aquí se indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a vosotros, Benedicto XVI ha usado esta palabra: «evangeli-cidad». Queridas Hermandades, la piedad popular, de la que sois una manifestación importante, es un tesoro que tiene la Iglesia, y que los obispos latinoamericanos han definido de manera significativa como una espiritualidad, una mística, que es un «espacio de encuentro con Jesucristo». Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad vuestra fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia. A lo largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad de muchos que han vivido con sencillez una relación intensa con el Señor. Caminad con decisión hacia la santidad; no os conforméis con una vida cristiana mediocre, sino que vuestra pertenencia sea un estímulo, ante todo para vosotros, para amar más a Jesucristo.

También el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es esencial. En la Iglesia naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que era esencial para ser cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo era. Los Apóstoles y los ancianos tuvieron una reunión importante en Jeru-salén, un primer «concilio» sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido después de que el Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no judíos. Fue una ocasión providencial para com-prender mejor qué es lo esencial, es decir, creer en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y amarse unos a otros como Él nos ha amado. Pero notad cómo las dificultades no se superaron fuera, sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento que quisiera recordaros, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad».

La piedad popular es una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad po-pular, de la que sois una expresión es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! Una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia. Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco. Veo en esta plaza una gran variedad antes de paraguas y ahora de colores y de signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, la variedad reconducida a la unidad y la unidad es encuentro con Cristo.

Quisiera añadir una tercera palabra que os debe caracterizar: «misionariedad». Tenéis una misión especí-fica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a los que perte-necéis, y lo hacéis a través de la piedad popular. Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha redimido; e indicáis, primero a vosotros mismos y también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en el camino concreto de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando manifestáis la profunda devoción a la Virgen María, señaláis al más alto logro de la existencia cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la voluntad de Dios, así como por la meditación de las palabras y las obras de Jesús, es la perfecta discípula del Señor (cf. Lumen gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios, vosotros la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio «los pequeños»».

Francisco. VI Domingo de Pascua, 5 de mayo de 2013



 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¡Demos gracias a Dios por el don del Magisterio de la Iglesia! La Iglesia nos enseña y nos conduce por sendas seguras a la Jerusalén Celestial. ¿Me esfuerzo por leer los documentos más importantes de la Iglesia? ¿Cuál ha sido el último documento del Papa Francisco?

2. ¿Amo y guardo la Palabra de Dios? ¿Estudio la Palabra para así poder vivirla?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 683-693. 790- 791.1822-1823. 1828.

Texto facilitado por D. Juan Ramón Pulido. Presidente Diocesano de A.N.E. en Toledo