sábado, 14 de mayo de 2016

ENVIA TU ESPIRITU, SEÑOR, Y REPUEBLA LA FAZ DE LA TIERRA. Solemnidad de Pentecostés. Ciclo C. Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana



«Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas»



Lectura del libro de Hechos de los Apóstoles (2, 1- 11): Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar.

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Enormemente sorprendidos, preguntaban: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»


Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34.

R/: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor:/ ¡Dios mío, qué grande eres!/ Cuántas son tus obras, Señor;/ la tierra está llena de tus criaturas. R/
Les retiras el aliento, y expiran/ y vuelven a ser polvo;/ envías tu aliento, y los creas,/ y repueblas la faz de la tierra. R/
Gloria a Dios para siempre,/ goce el Señor con sus obras./ Que le sea agradable mi poema,/ y yo me alegraré con el Señor. R/

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 3b- 7. 12-13): Hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para formar un solo cuerpo.

Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19-23): Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas


El Domingo de Pentecostés es la culminación del ciclo Pascual. Con esta solemne festividad se cierra la cincuentena pascual en la que hemos celebrado el misterio de Cristo Resucitado y Glorioso y se inicia nuevamente el Tiempo Ordinario. No es que el Espíritu Santo aparezca por primera vez al fin del tiempo Pascual, su presencia es notoria ya desde la Pascua de Resurrección, como vemos en el Evangelio de este Domingo. Antes de su Ascensión, el Señor había preparado a sus discípulos más cercanos: «les conviene que me vaya, porque si no lo hago, no podré enviarles al Espíritu Paráclito», es decir, al defensor y consolador.

Con la venida del Espíritu Santo sobre María, la Madre de Jesús y los apóstoles, comienza un tiempo nuevo, el que se extenderá hasta la segunda venida del Señor. Se inaugura la acción y la misión de la Iglesia (Primera Lectura). El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, es el principio de unidad que edifica la comunidad creyente en un solo Cuerpo, el de Cristo, con la pluralidad de carismas y funciones (Segunda Lectura).

La Promesa del Padre

Poco antes de ascender al cielo, Jesús había mandado a sus discípulos «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre». Ciertamente los apóstoles se habrán preguntado: ¿Cuál promesa? Por eso Jesús continúa: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». Y aclara más aún: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4.5.8). Y luego Jesús fue llevado al cielo. Después de esta precisa instrucción de Jesús, nadie se atrevió a moverse de Jerusalén. La «Promesa del Padre» había de ser un don de valor incalculable que nadie se quería perder.
Es así que cuando volvieron del monte de la Ascen¬sión, los apóstoles subieron a la estancia superior, donde vivían, y allí se dispusieron a esperar. El relato continúa nombrando a todos los apóstoles, uno por uno; a esta cita no falta ninguno, ni siquiera Tomás: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo sentir, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Allí estaba congregada la Iglesia fundada por Jesús alrededor de la Madre del Maestro Bueno: María de Nazaret.

La naciente Iglesia estaba a la espera de algo que no conocía y que vendría en fecha in¬cier¬ta. Mientras no llegara, no podía moverse.
La Promesa del Padre llegó el día de Pente¬costés, que era una fiesta judía que se celebra¬ba cincuenta días después de la Pascua de los judíos. Entonces comenzaron a moverse...

La fiesta de Pentecostés

Tres eran las principales fiestas judías antiguas que perduraban en el tiempo de Jesús. Provenían de tiempo inmemorial, cuando Israel no existía aún como nación. Más tarde, habían sido asumidas como una disposi¬ción divina y codifi¬cadas en la ley dada a Moisés. Allí se establece: «Tres veces al año me celebra-rás fiesta. Guar¬darás la fiesta de los Ázi¬mos... en el mes de Abib, pues en él saliste de Egipto... También guardarás la fiesta de la Siega de las primicias de lo que hayas sembrado en el campo. Y la fiesta de la Recolección al término del año» (Ex 23,14-17). La primera de estas fiestas consistía en el sacrifi¬cio de un cordero y su comida, según un determinado ritual.

Esta fiesta coincidió con la salida de Israel de su cauti¬verio en Egipto, ocasión en que la sangre del cordero tuvo un rol tan determinante en la salvación del Pueblo de Dios. Esta fiesta adquirió el nombre hebreo “pésaj” que se tradujo al latín "pascha" y al castellano "pascua".
En el tiempo de Cristo, la «pascua de los judíos» consistía en el sacrificio y comida del corde¬ro pascual en memoria del gran hecho salvífico del éxodo (la liberación de Israel de su exilio en Egipto). El Evan¬gelio es cons¬tante en afirmar que Jesucristo murió en la cruz cuando se celebraba la pascua de los judíos y se sacrificaba el cordero pascual. A Jesucristo se le llamó el «Cordero de Dios» porque su muerte en la cruz fue un sacrificio ofre¬cido a Dios por el perdón de los pecados.

La segunda de las fiestas judías, llamada también la fiesta de las semanas, debía celebrarse siete semanas después de la Pascua (ver Lev 23,15-16). En la traducción griega de la Biblia, ese espacio de tiempo de cincuenta días, dio origen al nombre «Pentecos¬tés», que significa literalmente «quincuagésimo». Origi¬nalmente era una fiesta agrícola de la siega; pero, visto que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto, pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud se transmite la sentencia del Rabí Eleazar: «Pente¬costés es el día en que fue dada la Torah (la ley)». Este término también sufrió una reinterpretación cristiana y hoy día Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego, porque este hecho fundacional de la Iglesia coinci¬dió con ese día. De esta manera Dios, en su divina pedagogía, nos enseña que por el don del Espíritu Santo nace el Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia; así como la entrega de la ley mosaica había constituido el antiguo pueblo de Israel.

El Viento: signo del Espíritu Santo

Y ocurrió en esta forma: «Ese día vino de repente un ruido del cielo, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y quedaron todos llenos de Espíritu Santo» (Hech 2,2.4).
El viento impetuoso es un signo del Espíritu de Dios, que, llenando el corazón de cada uno de los fieles, dio vida a la Iglesia. La Iglesia es una nueva creación de Dios y fue animada por el soplo de Dios. El poder creador del Espíritu de Dios está afirmado en la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión... y un viento (espíritu) de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1-2). Por la acción de este Espíritu se opera el ordenamiento del mundo: la luz, el firmamento, el retroceso de las aguas y la aparición de la tierra seca, la generación de los vegetales, plantas y árboles, los astros, el hombre. Nos recuerda también, el episodio de la creación del hombre. El libro del Génesis relata este hecho maravilloso en forma escueta: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, y sopló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser vi¬viente» (Gen 2,7).

Es el mismo gesto de Cristo Resucitado que nos relata el Evangelio de hoy. Apareciendo ante sus apóstoles con¬gregados aquel día primero de la semana, después de salu¬darlos Jesús «sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri¬tu San¬to». El soplo de Cristo es el Espíritu Santo y tiene el efecto de dar vida a la Igle¬sia naciente. En esta forma, Jesús reivindica para sí una propiedad divina: su soplo es soplo divino, su soplo es el Espíritu de Dios. Un soplo que produce tales efectos lo puede emitir sólo Dios mismo.

El perdón de los pecados


Después de darles el Espíritu Santo, Jesús agrega estas palabras: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quie¬nes se los retengáis, les quedan reteni¬dos». El perdón de los pecados es una prerrogativa exclusiva de Dios. Tenían razón los fariseos cuando en cierta ocasión pro¬testaron: «¿Quién puede perdo¬nar pecados sino sólo Dios?» (Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él puede perdonar los pecados; y aquí nos muestra que puede también conferir este poder a los após¬toles y a sus suce¬so¬res. Y lo hace comunicándoles su Espíritu.

Es que el perdón de los peca¬dos es como una nueva crea¬ción; es un paso de la muerte a la vida, y ya hemos visto que Dios da vida infun¬diendo su Espíritu. El pecado destruye el amor en el corazón del hombre, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El perdón del pecado no es solamente una declaración que Dios no considera el pecado, sino que transforma radicalmente el corazón del hombre infundiéndole el amor. Pero esto sólo el Espíritu puede hacerlo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

«Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados»

La Segunda Lectura realiza el paso del primer Pentecostés a la perenne asistencia del Espíritu Santo en la vida cotidiana de la Iglesia, donde el Espíritu actúa mediante los carismas y los ministerios. El contexto previo es la consulta que los corintios habían hecho a Pablo sobre los criterios para distinguir los carismas auténticos de los falsos. El Apóstol establece dos criterios de autenticidad; uno es doctrinal y el otro comunitario. El doctrinal es la confesión de Jesús como el Señor. El que hace está confesión está animado por el Espíritu Santo. El segundo criterio es que en todo carisma que sirve al bien común del grupo creyente se manifiesta la acción del Espíritu que es riqueza y vida. La diversidad de los carismas auténticos en los miembros de la comunidad no entorpece a la unidad dentro de la misma. Su origen es el Espíritu de Dios, en el que todos hemos sido bautizados para construir un solo Cuerpo: la Iglesia.

Una palabra del Santo Padre:

«La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos.

Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad - Dios ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad.

En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1,9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante».

Francisco. Homilía en la Solemnidad de Pentecostés. 19 de mayo de 2013.


Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. El Espíritu actúa en lo más íntimo del ser humano, actúa iluminando la inteligencia para que pueda conocer a Cristo y habilitando la voluntad para que pueda amar a Dios y al prójimo. El Espíritu Santo nos concede cono¬cer a Dios, y lo hace infundiendo en nosotros el amor. Eso sucede en nuestra Confirmación. ¿Cómo vivo y valoro el Sacramento de la Confirmación?¿Tengo consciencia de lo que me he comprometido?

2. ¿Cómo es mi relación con el Espíritu Santo? ¿Soy dócil a sus mociones (movimientos interiores) en mi vida? ¿Qué me invita hacer?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 683- 701. 731- 741

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artículo facilitado por JUAN R. PULIDO, Presidente Diocesano de A.N.E. Toledo

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