lunes, 23 de enero de 2017

Apoyo de nuestro Sr. Arzobispo D. Juan José a las Hermandades Sacramentales

El pasado sábado 21 de enero, las Hermandades Sacramentales de Sevilla celebraron SOLEMNE ACTO EUCARÍSTICO, anual,  presidido por el Arzobispo de la Archidiócesis Excmo. y Rvdmo. Monseñor D. Juan José Asenjo Pelegrina, a fin de dar público testimonio de amor, devoción y reverencia al Augusto Sacramento del Altar y para pedir al Señor sus bendiciones al comienzo del año.


Tradición magnífica auspiciada por nuestro Arzobispo y el Consejo general de HH. y CC. con una gran participación de las hermandades Sacramentales y fieles que abarrotaron la Parroquia de San Gil.


En su homilía D. Juan José Asenjo resaltó la importancia del fervor eucarístico, en hermandades con más de 500 años que se han mantenido activas según sus fines fundacionales en las que todos sus actos van encaminados a la adoración a Jesús Sacramentado presente en cuerpo sangre  alma y divinidad.


Tuvo un recuerdo especial para Dª Teresa Enriquez  por su activa participación en la  fundación de éstas Hermandades;  San Pascual Bailón, patrón de la Adoración Nocturna Española; el Venerable Luis de Trelles  fundador de la Adoración Nocturna Española; y del Apóstol de  los Sagrarios San Manuel González, obispo de Málaga, natural de Sevilla.


Resaltó la circunstancia de hallarnos inmersos en el Octavario por la Unidad de los Cristianos encoméndandonos nuestras oraciones por la unión de las Iglesias cristianas tras una breve exposición de los avatares causantes en los siglos XV y XVI.


Tras la celebración de la Eucaristía se inició Procesión claustral con S.D.M. bajo palio.


Posteriormente se procedió a la bendición por parte del Arzobispo  de una preciosa imagen de la Santísima Virgen María en su Asunción a los Cielos.


El frio de la noche fue combatido por el calor de nuestro corazón.











 









 




  



 





 






viernes, 20 de enero de 2017

Pastores según Mi Corazón II. Catequesis vocacional del Rvdo. D. Antonio Pavia. Capítulo IXX

19
Sin dioses extraños

El libro del Deuteronomio, que describe con una belleza incomparable la relación entre Dios y su pueblo, nos ofrece en el capítulo 32 una auténtica joya literaria que refleja la inmensidad de la ternura de Dios con el hombre. Sí, porque todos nos sabemos y sentimos escogidos por Dios en este Israel que, sobreponiéndose a su debilidad moral, se deja elegir, amar y cuidar por Él. Hablo de joya literaria porque en el texto que veremos a continuación  abundan los toques poéticos y místicos. Diríamos que el autor, movido por una especial intuición del Espíritu Santo, se explayó en la ética divina de la liberación de Israel. Al mismo tiempo hablamos de una proclamación de fe que nos parece fundamental para todos aquellos que son llamados por el Señor Jesús a pastorear al nuevo Israel, la Iglesia extendida por el mundo entero. “Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así Él despliega sus alas, le recoge y le lleva sobre su plumaje. Sólo Dios le guía a su destino, con él ningún Dios extraño” (Dt 32,11-12).
Es proclamación y es también declaración de intenciones. Ha sido Dios quien, por medio de Moisés, ha conducido y protegido al pueblo a lo largo del desierto. Israel no ha necesitado ayuda de dioses extraños. Yahveh quiso sembrar en el corazón de los israelitas una experiencia llamémosla eterna, es decir, que no se diluya ni devalúe con el paso de los años. Israel lleva grabado a fuego en su alma que fue Dios y solamente Él quien se acercó a ellos, les llamó, les liberó del poder de sus enemigos y les pastoreó en el desierto; es por ello que solamente a Él y no a dioses extraños le tributarán el culto de adoración y alabanza. Lo harán no por miedo ni obligación, sino porque han visto con sus propios ojos la impotencia de los dioses extraños. En definitiva, tiene una historia de Salvación y Presencia lo suficientemente veraz como para adorar a su Dios “con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas” (Dt 6,4-5).
Así, “sin dioses extraños”, es como vemos a Jesús a lo largo de su misión. Quizá esto nos parezca algo insustancial por su obviedad, pero tengamos en cuenta que  Él mismo quiso ser probado por el Tentador, quien, a su manera, se ofreció a acompañarle en su misión. Recordemos la última de las tres tentaciones: “Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto te daré si postrándote me adoras. Dícele entonces Jesús: Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt 4,8-10).
Así pues, Satanás ofrece a Jesucristo su reino, su poder, la gloria del mundo entero. Pone en sus manos la matriz de donde emergen todos los dioses extraños; dioses que atentan directamente contra la obra por excelencia del Creador: el hombre. Efectivamente, del amor al mundo y a su gloria nacen todas esas necesidades engañosas que, por muy retorcidos vericuetos que hagamos, tienen un solo nombre: el dios dinero; y con él, la gloria humana, el poder, no importa a qué precio, el escalar a ninguna parte porque a ningún espacio de Dios conduce. El hecho es que los dioses extraños, que no es necesario que nos seduzcan puesto que nosotros mismos los fabricamos, producen lo que el salmista llama “la vanidad del alma” (Sl 24,4b).

Se adora desde la verdad
En este tipo y calidad de gloria es tentado el Hijo de Dios. Toda esta mentira de muerte que Satanás coloca seductoramente ante sus ojos es sesgada de raíz ante una sola palabra del Señor Jesús: Adoración. Se adora a quien es y a quien da la vida, al Dios vivo. Ante esta respuesta, Satanás se queda sin argumentos. Con esto entendemos que las semillas de muerte ofrecidas por el Tentador nunca podrán cuajar en aquellos que a toda costa quieren vivir. Por eso he dicho antes que la victoria frente a los dioses extraños ofrecidos por el Tentador, es sobre todo cuestión de tener las cosas claras: si uno quiere ser hijo del que da la vida o del que mata; y tener las cosas claras es de sabios. Jesús respondió a Satanás con la Verdad y Sabiduría de Dios; sus discípulos, porque son sabios, también.
El Hijo de Dios encontrará en los pastores de su propio pueblo, el elegido de Dios, una desviación que les impide pastorear a sus ovejas según la Verdad y Sabiduría. Es desviación y también perversión, y consiste en que van detrás de la gloria de los hombres. Imposible entonces el amor a Dios y a sus ovejas. El que busca su propia gloria, no ama a nadie, ni siquiera a sí mismo. Y sin este amor según la Verdad, ¿a quién podrán pastorear, a quién podrán sanar si ellos mismos están profundamente enfermos? Oigamos a Jesús: “La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios… ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,41-44).
Jesucristo es libre, radicalmente libre. Lo fue ante Satanás en el desierto y lo fue a lo largo de su misión; la fuerza de su libertad radica-como lo acabamos de leer- en que no está por la labor de recibir gloria de parte de los hombres, sino de Dios. Desde esta su libertad, digamos infinita igual que su amor, está en condiciones de decir a su Padre justamente en el pórtico de su pasión: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese” (Jn 17,4-5).
Adivinamos lo que Jesús tendría en su corazón: Padre, he pastoreado a mis ovejas, al mundo entero, buscando sólo tu gloria. Al igual que el águila –por cierto, imagen tuya- que llevó a Israel por el desierto a la tierra prometida, yo también he llevado, llevo y llevaré a los míos, y por medio de ellos al mundo entero, al buen puerto que eres tú. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti y ¡no te olvides nunca de mis discípulos! Quiero que también ellos estén un día conmigo y contigo (Jn 17,24).
No, no hubo dioses extraños con el Hijo de Dios en su misión mesiánica. Aunque parezca redundancia, al no haber dioses extraños en Él, tampoco salieron de su boca “voces extrañas”. En realidad sólo salió la Voz, la que su Padre proclamó una y otra vez para que Israel se volviera a Él: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (Sl 95,7b-8).
Dios y dioses extraños; Voz y voces ajenas. Hablamos ahora de los pastores, los que siguen la estela trazada por el Buen Pastor, el que renunció a la gloria limitada y escogió la Eterna, la Inmortal, la que le ofrecía su Padre. Para el Buen Pastor, la Voz y Dios fueron los mismos; de la misma forma que fueron también los mismos los dioses y sus voces. Nada hay tanto que identifique a los pastores según el corazón del Señor Jesús que compartir con Él el mismo Dios y la misma Voz. Tienen las manos limpias de voces y dioses extraños.

Preciosos a los ojos de Dios
Estos pastores tienen bastante, mejor dicho, Todo, con Dios; no necesitan aplausos, ni adulaciones, ni prebendas, nada extraño a su pastoreo según Dios que gangrenaría su misión, tiene muy claro que toda ambición humana debilitaría su amor a Dios y a los hombres hasta reducirlo al ridículo, el ridículo de hablar sin decir nada. Tienen pánico al dinero sucio, al que está manchado no sólo por las injusticias, sino por el que llega a sus manos utilizando artes que rayan en el fraude. Un pastor según el corazón de Dios sabe perfectamente que Aquel que le llamó cuidará de él, le proveerá de todo lo necesario para su misión, incluyendo en ésta sus medios para vivir.
Libres de dioses extraños, emergen como seres infinitamente libres ante los hombres, no se venden a nadie; han puesto en las manos de su Señor todos los avatares de su existencia. Por ser libres, lo son hasta para volar; me refiero a que también ellos son como águilas que con sus brazos abiertos, al igual que su Maestro el Crucificado, se convierten en hogares que acogen  a los que están cansados y sobrecargados (Mt 11,28).
Estos pastores dan a los hombres una razón para vivir: ¡ellos mismos! Sí, ellos mismos en cuanto rescatados, perdonados y amados entrañablemente por el Hijo de Dios, se convierten para sus hermanos en altavoces que proclaman que la vida en manos de Dios es preciosa; Él mismo dirá: “¡Eres precioso a mis ojos!” (Is 43,4). ¡He ahí la razón para vivir que proclaman estos pastores!
Así, sin dioses extraños ni ajenos, llevan a sus ovejas a la “Fuente de la Vida” (Sl 36,10), a su  Padre, que nunca dejó de sostenerlos y amarlos. Así, sin dioses extraños, es como quieren que sean sus ovejas. Por otra parte, los verdaderos buscadores de Dios, de su Verdad, Sabiduría y Libertad, saben sortear con elegancia a los que, dándose de pastores, les reconocen como dependientes de otros dioses: dinero, poder, gloria humana y, por supuesto, la falsa sabiduría…, la única diosa de los incautos.
No quiero decir con esto que los pastores según el corazón del Buen Pastor han de ser intachables, sin debilidades, nada de eso. Una cosa es ser débiles y otra es estar vendidos a los dioses extraños, los de este mundo; y eso los verdaderos buscadores de Dios lo entienden muy bien, tanto que distinguen entre unos y otros. Siguen a los que se saben débiles pero al mismo tiempo son honestos con Dios y con sus ovejas. Son débiles pero no sometidos a la gloria del mundo, a toda gloria que no sea la de Dios.
Ejemplo de pastor débil, mas inmensamente honesto, lo tenemos en Pablo. Fiel a su Señor, a la misión que le ha confiado, se desgasta por ella; todo le parece poco a la hora de hacer llegar el Evangelio de Jesús. Se desgasta de ciudad en ciudad a lo largo de todo el imperio romano, para poder ofrecer a todo hombre que lo desee el tesoro de la gracia de Dios y su salvación. Tesoro que tiene un nombre: Evangelio.
Pablo sabe por la vocación que ha recibido, que se debe a los hombres, a todos ellos pero desde Dios. Por ello y para que el servicio de la más excelente caridad sea válido y eficaz, huirá como de la peste de todo atisbo de adulación, ni siquiera le interesa caer bien. Su misión es extraña a agradar a nadie si ello lleva consigo desvirtuar su predicación, extraer de ella la fuerza de Dios que lleva implícita el Evangelio: “Pues no me avergüenzo del Evangelio que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree…” (Rm 1,16).

Sabe perfectamente que si cae en los lazos de la lisonja, gloria y lo peor de todo, de la codicia, sería un impostor, el hazmerreír del mundo entero justamente por eso, por ser un impostor. Sabe también que sólo a causa de su fidelidad al Evangelio es considerado apto por Dios para pastorear. “…Así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie” (1Ts 2,4-6).

Domingo de la Semana 3ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A «Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado»



Lectura del libro del profeta Isaías (8, 23b-9,3): En la Galilea de los gentiles, el pueblo vio una luz grande.

En otro tiempo el Señor humilló el país de Zabulón y el país de Neftalí; ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín.
Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.

Salmo 26,1.4.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación. R./

El Señor es mi luz y mi salvación, // ¿a quién temeré? // El Señor es la defensa de mi vida, // ¿quién me hará temblar? R./

Una cosa pido al Señor, // eso buscaré: // habitar en la casa del Señor // por los días de mi vida; // gozar de la dulzura del Señor // contemplando su templo. R./

Espero gozar de la dicha del Señor // en el país de la vida. // Espera en el Señor, sé valiente, // ten ánimo, espera en el Señor. R./

Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (1,10-13.17): Poneos de acuerdo y no andéis divididos.

Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: po­neos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mis­mo pensar y sentir.
Hermanos, me he enterado por los de Cloe que hay discordias en­tre vosotros. Y por eso os hablo así, porque andáis divididos, dicien­do: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo.» ¿Está dividido Cristo? ¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros? ¿Habéis sido bautizados en nombre de Pablo?
Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evange­lio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (4,12-23): Se estableció en Cafarnaúm. Así se cumplió lo que había dicho Isaías.

Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Gali­lea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles.
El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid y seguidme, y os, haré pescadores de hombres.» Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.


&Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

El pueblo que andaba en tinieblas, ve una gran luz…una luz brilla sobre ellos (Primera Lectura). Estas palabras tomadas del profeta Isaías nos ofrecen un tema unificador para la liturgia de este Domingo. San Mateo aplicará a Jesús el oráculo de Isaías refiriéndose a las regiones de Zabulón y Neftalí. Jesús es la luz del mundo que ilumina las tinieblas; es el Salvador que sana las heridas que tenían postrado al hombre.

Jesús invita a Simón y Andrés, a Santiago y a Juan para que colaboren con Él en la misión de ser «pescadores de hombres» ya que el Reino de los Cielos ya ha sido inaugurado. En la primera carta a los Corintios, San Pablo insiste en la unidad de los cristianos: ellos no pueden estar divididos porque Jesucristo ha muerto por todos.

J«Yo soy la luz del mundo»

La luz es el predicado de una de las más importantes afirmaciones que hace Jesús sobre sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Esto es lo que dijo de Él el anciano Simeón cuando tomó aJesús en sus brazos en el momento en que era presentado al templo por sus padres: «Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Is­rael» (Lc 2,32). Era natural que, en el viaje de Jesús, después de ser bautizado por Juan Bautista a la altura de Jerusalén, desde Nazaret a Cafarnaúm, siguiendo el confín entre los territo­rios de las tribus de Zabulón y Neftalí(consideradas tierra de gentiles); San Mateo viera el cumpli­miento de una antigua profecía de Isaías acerca de esas tierras: «El pueblo que habitaba en las tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amane­cido».

Jesús vuelve a la «Galilea de los gentiles»; así llamada por hallarse en el norte de Palestina colindante con las naciones paganas. Es aquí donde va a comenzar su anuncio de la Buena Nueva, cumpliendo así las profecías acerca de la restauración de estas regiones norteñas saqueadas por los asirios (año 734 A.C.). Podemos ver aquí una intención universalista en el anuncio de la Buena Nueva ya que Jesús comienza su actividad apostólica precisamente por tierras «paganas», si bien habitadas por judíos en su mayoría, a quienes Cristo se dedicó casi exclusivamente. 

J «Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado»

El Evangelio dice que «desde entonces Jesús comenzó a predicar». Y predicaba precisamente eso: «Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado». Este es el resumen de su predicación, el núcleo de buena nueva. Si honestamente queremos acoger su palabra y cumplir­la, aquí tenemos un «imperativo» de Jesús, que expresa claramente su voluntad.

Interesa entonces saber ¿qué quiere decir «convertir­se»? La palabra griega que está en la base signifi­ca literal­mente: cambiar de mente, cambiar nuestros valores. Lo que yo antes consideraba importante, verdadero y firme de manera que eso guiaba mi vida; ahora ya no lo es, han entrado otros valores, mi vida ha cambiado radicalmente. Eso quiere decir convertirse. ¡Pero esto es algo imposible a los hombres!

Todos tenemos experiencia de cuán difícil es hacer cam­biar de idea a alguien, incluso sobre temas secundarios y aunque se presenten argumentos convincentes. Todos tenemos la imagen de los enfrentamientos públicos entre posturas opuestas, en que cada parte esgrime sus mejores argumentos, pero al final todos quedan con su misma idea y nadie ha cambiado ni siquiera un milímetro su postura. ¿Qué decir entonces del cambio radical de la persona, es decir, de sus opciones más fundamentales? ¿Qué cosa es capaz de provocar este cambio que se llama la «conversión»? Sólo en el encuentro con Jesús podremos tener «la palanca» que nos lleva a cambiar de vida.

San Pablo es el que ha expresado la realidad de la conversión en términos más elocuentes. La suya ha sido una de las conversiones más célebres: de perseguidor de la Iglesia, gracias a su encuentro con Cristo, pasó a ser su más celoso apóstol. Él afirma: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimi­dad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,7-8)Y este cambio de mentalidad hace decir a Pablo en su carta a la comunidad de Corinto ahora somos uno «unidos en una misma mentalidad y en un mismo juicio».   

J «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres...»

La segunda parte del Evangelio de hoy nos relata la vocación de los primeros cuatro discípulos. Cuando en la vida de una persona aparece Jesús en escena, todo cambia. La diferencia es total: como las tinieblas y la luz. Esto es algo que no puede comprenderlo quien no lo ha experi­mentado. Así como no puede comprender la luz quien permanece en las tinieblas. Pero todos estamos llamados a vivir algún día lo mismo que esos simples pescadores: «Caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés... y les dice: 'Venid conmigo...' Y ellos al instante, dejan­do las redes, lo siguieron».

La iniciativa es siempre de Jesús: él los ve, los elige y los llama. Pero a ellos toca responder a esta llamada. Para motivarlos Jesús les indica una misión, que se presenta como un cambio de oficio: «Os haré pescadores de hombres». Pero esto no les sirvió de mucho, porque en ese momento no podían comprender a qué se refería Jesús.

Si esta frase de Jesús se conservó debió ser porque, después de muchos años, cuando ellos, constituidos ya en apóstoles y columnas de la Iglesia, comprendieron y recordaron que Jesús se lo había predicho en el momento de su vocación. Y, sin embargo, la respuesta de ellos fue inmediata. Si el relato se conserva en esta forma, insistiendo en la prontitud y decisión de la respuesta, es porque de ese acto generoso de entrega de la vida, dependió todo lo que ellos llegaron a ser después: uno, la piedra sobre la cual Jesús fundó su Iglesia; los otros, las tres grandes columnas Andrés, Juan y Santiago.

Si ellos hubieran rechazado la llamada –como hace el joven rico- habrían quedado para siempre como anónimos e intrascendentes pescadores de un pequeño lago de la Galilea. La respuesta de los primeros apóstoles nos enseña que la generosidad en responder a lo que Dios nos pide en un determinado momento puede traer una cadena de gracias insospechadas.

+Una palabra del Santo Padre:

«Sabemos también que a nuestras comunidades cristianas, llamadas a la santidad, les queda todavía un largo camino por recorrer. Es evidente que todos tenemos que pedir perdón al Señor por nuestras excesivas resistencias y demoras en dar testimonio del Evangelio. Ojalá que el Año Jubilar de la Misericordia, que acabamos de empezar en su País, nos ayude a ello. Ustedes, queridos centroafricanos, deben mirar sobre todo al futuro y, apoyándose en el camino ya recorrido, decidirse con determinación a abrir una nueva etapa en la historia cristiana de su País, a lanzarse hacia nuevos horizontes, a ir mar adentro, a aguas profundas. El Apóstol Andrés, con su hermano Pedro, al llamado de Jesús, no dudaron ni un instante en dejarlo todo y seguirlo: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4,20). También aquí nos asombra el entusiasmo de los Apóstoles que, atraídos de tal manera por Cristo, se sienten capaces de emprender cualquier cosa y de atreverse, con Él, a todo.

Cada uno en su corazón puede preguntarse sobre su relación personal con Jesús, y examinar lo que ya ha aceptado –o tal vez rechazado– para poder responder a su llamado a seguirlo más de cerca. El grito de los mensajeros resuena hoy más que nunca en nuestros oídos, sobre todo en tiempos difíciles; aquel grito que resuena por «toda la tierra […] y hasta los confines del orbe» (cf. Rm 10,18; Sal 18,5). Y resuena también hoy aquí, en esta tierra de Centroáfrica; resuena en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras parroquias, allá donde quiera que vivamos, y nos invita a perseverar con entusiasmo en la misión, una misión que necesita de nuevos mensajeros, más numerosos todavía, más generosos, más alegres, más santos. Todos y cada uno de nosotros estamos llamados a ser este mensajero que nuestro hermano, de cualquier etnia, religión y cultura, espera a menudo sin saberlo. En efecto, ¿cómo podrá este hermano –se pregunta san Pablo– creer en Cristo si no oye ni se le anuncia la Palabra?».

Papa Francisco. Homilía la misa en el estadio del Complejo deportivo Barthélém y Boganda, Bangui(República Centroafricana). Lunes 30 de noviembre de 2015.





'Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. ¡Conversión! Tener que cambiar todo aquello que me aleja del cumplimiento del Plan de Dios, todo aquello que me impide ser realmente feliz. Cristo el único capaz de motivar este cambio. ¿Qué medios concretos voy a poner para encontrarme con Jesús?  

2.  No hay que temer el proponer abiertamente la vocación consagrada a los jóvenes, porque sabemos que es Cristo mismo quien sigue llamando a hombres y mujeres a consagrar totalmente su vida a Dios. ¿Cómo ayudo para que aquellas personas llamadas por Dios, puedan responder a su vocación? ¿Rezo por las vocaciones a la vida consagrada?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 849-865.



sábado, 14 de enero de 2017

Pastores según Mi Corazón, II. Catequesis vocacional del Reverendo D. Antonio Pavia. Capitulo XVIII

18
En la Palabra estaba la Vida

          Nadie pone en duda que uno de los frutos que el Espíritu Santo suscitó en la Iglesia a través del Concilio Vaticano II es la -llamémoslo así-  recuperación de la espiritualidad de la Palabra, de la que nace la infinita riqueza del discipulado, la genuinidad del seguimiento al Hijo de Dios. Cierto es que esta espiritualidad nunca se perdió; tengamos en cuenta pequeñas islas como fueron algunos monasterios, así como movimientos bíblicos, escuelas de fe, etc., que mantuvieron la primacía de la Palabra. Sin embargo, el pueblo de Dios en general desconocía lo esencial de ella, ni siquiera se cuestionaba qué quería Juan decirnos al proclamar que “en ella –en la Palabra- estaba la vida” (Jn 1,4a).
Aun así, y pasadas unas decenas de años del Concilio, es necesario insistir, para no quedarnos simplemente con el envoltorio, en la necesidad de pasar de la palabra escrita a la Palabra viva y eficaz (Hb 4,12). Un pastor que alimenta su rebaño con la Palabra solamente escrita no engendra la vida. Un pastor según el corazón de Dios sabe por propia experiencia que el valor, la riqueza insondable de la Palabra, tiene su origen y fundamento no en cuanto está escrita, sino en su fuerza interior en vistas a su cumplimiento, es decir, en la medida en que, por su propia virtualidad, da vida a quien la escucha. Tengamos en cuenta que en la espiritualidad bíblica, los verbos escuchar y obedecer se complementan. Me explico mejor. No es que la obediencia nazca de la fuerza de un compromiso de haber escuchado, sino que es el paso natural de quien ha descubierto que la vida por la que claman los gritos de su alma, está en consonancia con la Palabra a la que se ha acercado con oído y corazón abiertos.
El sublime anuncio de que en la Palabra está la vida y que la da no es un descubrimiento de Juan. Ya sus padres en la fe encontraron en las fuentes de la Revelación que Yahveh abrió para Israel el manantial de la vida que brota de la Palabra. Podríamos citar la exhortación del autor del libro del Deuteronomio a acoger y poner en práctica la Escritura dada por Dios aduciendo una razón inapelable: “Porque no es una palabra vana para vosotros sino, que es vuestra vida…” (Dt 32,47a).
También llegó a los oídos del pueblo santo esta promesa por medio de sus profetas, como por ejemplo Baruc, quien vincula la vida o bien la muerte a la acogida o rechazo de la Palabra dada por Dios: “Ella –la Escritura- es el libro de los preceptos de Dios, la Palabra que subsiste eternamente: todos los que la retienen alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán. Vuelve, Israel, y abrázala, camina hacia el esplendor bajo su luz” (Ba 4,1-2).
He señalado estos dos textos lo suficientemente significativos, aunque podríamos citar muchísimos más, pues abundan a lo largo y ancho de la Biblia. Podríamos pensar entonces que, efectivamente, Juan no fue nada original, no dijo nada nuevo al afirmar que en la Palabra estaba la vida; pero sí, hay mucho de novedad y original en el textos joánico, y es que lo que en el Antiguo Testamento es primicia y promesa, es ya cumplimiento y plenitud en la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Cuando el Señor Jesús, sobreponiéndose a los estertores de su agonía, gritó ¡todo está cumplido!, llenó de vida la Palabra. El olor de vida que se desprende de las palabras escritas dio paso a la vida eterna que emerge gloriosa de la Palabra cumplida por Él, por el Hijo.

Del grano a la espiga
El mismo Jesucristo nos presenta una parábola no digo sublime porque me quedo corto, así que, a falta de epítetos, diré simplemente que lleva en sí la vida eterna. Me refiero a su catequesis acerca del grano de trigo; voy a intentar desarrollarla. Recordemos que fue su última catequesis antes de la última cena. Leamos su comienzo: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).
No hay duda de que está hablando de sí mismo y, por extensión, de la plenitud que su Evangelio alcanzará a partir de su muerte y resurrección. El grano de trigo en cuanto semilla, representaría la palabra literal, escrita. Puede tener cierto valor moral, incluso académico, pero en cuanto fruto como que se nos queda a mitad de camino; para que éste alcance su perfecto desarrollo debe morir, descomponerse en la tierra, es así como se despliega en toda su virtualidad llegando a ser espiga. Llevamos este ejemplo de Jesús a la Palabra. Si la reducimos a su valor moral, si es sólo un pergamino a investigar, no brota de ella la espiga de la vida. Esto mismo fue lo que dijo Jesús a los judíos. “…Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn5,39-40).
Éste puede llegar a ser el gran problema de muchos hoy día, quedarse en la palabra escrita; quizá en el fondo subyace un temor, el no creerse que, haciéndose grano de trigo con ella, vayan a recuperarla como fruto glorioso: la espiga. No por casualidad Jesús asoció el perder la vida por Él y por el Evangelio en la misma dimensión “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Todo lo que sea separar Jesús de su Evangelio en este mismo contexto de perder la vida no es más que una burda manipulación.
Se puede llegar a esta situación de autoengaño, enfrascados en –repito- la burda manipulación de la Palabra a causa de la increencia. Me explico. Pesa demasiado el escepticismo como para arriesgar la propia vida por el Evangelio tal y como salió de la boca del Hijo de Dios, como decía y vivió san Francisco de Asís. El escepticismo –sin duda la peor de las increencias- nos deja anclados en la fachada del Evangelio. Por el contrario, el amor incondicional al Hijo de Dios ¡con todas nuestras debilidades!, nos introduce en su interior: es entonces cuando tenemos acceso y participamos del Misterio de Dios.
Siendo así y dado que los muertos no pueden dar la vida a los muertos, éstos, erróneamente llamados pastores, están a años luz de llevar grabado en su predicación el exultante y gozoso anuncio de Jesús. “En verdad, en verdad os digo: Llega la hora, ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Jn 5,25). No, no pueden dar vida a nadie porque nunca la encontraron. Los pastores según el corazón de Dios sí. La encontraron cuando la dejaron crecer al mismo ritmo con que ellos desaparecían como grano de trigo en el surco de la tierra. Juan Bautista lo explicó a su manera: “Es preciso que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
En la Palabra estaba la vida, repetimos con Juan con estremecimiento e incluso en actitud de adoración. Sí, porque al decirnos el apóstol que la vida es una propiedad intrínseca a la Palabra, nos está impulsando hacia la esencia del mismo Dios. Recordemos que cuando Moisés pidió a Dios que le diera a conocer su Nombre, Él se definió a sí mismo en estos términos: “Yo soy el que soy” (Éx 3,14). “Yo soy el que soy”, que equivale a decir: Soy por mí mismo, no por obra de otro u otros, como mis criaturas que dependen de los demás para venir a la existencia. Yo no, Yo existo antes de que el mundo fuese.

Llamados para el Evangelio
Yo soy el que soy, en mí está la vida y por eso puedo hacer vivir al hombre. En realidad es esto lo que Juan nos está diciendo. La vida está asociada indisolublemente a la Palabra; digamos que una define a la otra en su totalidad y viceversa. Los discípulos del Señor Jesús de cada generación conocen esta vida; saben que les ha sido engendrada por su relación amorosa con la Palabra, más aún, es ella la que les ha hecho hijos de Dios. También lo atestigua Juan. “…A todos lo que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Como ya he señalado, los pastores según el corazón de Dios saben bien la vida que destila la Palabra. Más que saberlo, digamos que son testigos de ello porque han hecho de la Palabra la cátedra de su anuncio evangélico. Al igual que Pablo, no se apoyan en “persuasivos discursos de sabiduría”, sino en el pozo de la Sabiduría de Dios (1Co 2,4-5) que, al mismo tiempo que es la fuente de su predicación, es también el oasis de su descanso. Estos pastores tienen conciencia de que su vida es preciosa, como también la de sus ovejas; todos, pastores y ovejas, han sido rescatados al precio de la sangre del Hijo de Dios (1P 1,19). Son tan conscientes de lo que valen –repito- por el precio que su Señor ha pagado por ellos, que no van a rebajar su ministerio al nivel de los saldos del saber humano.
Con esta convicción, buscan primero la vida inherente a la Palabra, primero para ellos mismos, para después darla como alimento a sus ovejas. Al actuar así, les muestran que, tanto ellos como ellas reciben el Pan de vida de unas mismas manos: las del Hijo de Dios. Así es como aparece en la multiplicación de los panes: “Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente” (Mt 14,19).
Tengamos, además, en cuenta que, dado que las ovejas saben que el pan de la predicación les viene de la mano del único Maestro, nunca tendrán la tentación de idolatrar a sus pastores. Saben quién es en realidad el que les da la vida en abundancia (Jn 10,10b) y sólo a Él adorarán. Recogemos el testigo que nos pasa Juan, “en ella estaba la vida”, y hacemos de él el fundamento, la piedra angular y razón de ser del anuncio del Evangelio. Es así, como vemos en Pablo, que un pastor llega a sentir el sano orgullo de haber sido constituido por el Señor embajador y anunciador de su Evangelio. “…de nuestro salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio para cuyo servicio he sido constituido heraldo, apóstol y maestro” (2Tm 1,10b-11). 

Pastores según el corazón de Dios; pobres hombres entre los hombres en un mundo en el que su Príncipe (Jn 14,30) ha sometido a la más cruel de las tiranías. Grandes, pero sólo a los ojos de Dios, son estos pastores que, “llamados para el Evangelio”, como le gusta decir de sí mismo al apóstol Pablo (Rm 1,1), han recibido el don inestimable de saber –hablo del saber propio del alma- que la Palabra que su Señor ha puesto primero en sus corazones y después en sus labios, es vida. Con ella van al encuentro de sus hermanos, han conocido el desamparo al igual que ellos, y hacia ellos van con el poder de vivificarlos. Pueden hacerlo porque se han hecho uno con la Palabra que el Hijo de Dios les da.

Domingo de la Semana 2ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»



Lectura del libro del profeta Isaías 49,3.5-6

«Me dijo: "Tú eres mi siervo (Israel), en quien me gloriaré". Ahora, pues, dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una. Mas yo era glorificado a los ojos de Yahveh, mi Dios era mi fuerza. "Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra" ».

Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios 1,1-3

«Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y Sóstenes, el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo».

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1,29-34

«Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: "He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel". Y Juan dio testimonio diciendo: "He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo." Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios"».

&Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Las lecturas bíblicas nos hablan de distintas maneras sobre la misión de Jesús que vino al mundo para que «todoel que crea, tenga vida eterna» (Jn 3,15).En la Primera Lectura, el profeta Isaías nos dice que el «siervo de Yahveh» es consciente de haber sido elegido para hacer que el pueblo de Israel vuelva a Dios. El siervo experimenta la dureza y dificultad de su misión colocando su confianza en Yahveh. El salmo responsorial 39 parece resaltar el contraste entre el sacrificio ritual de la ley de Moisés y la disposición de escucha obediente que finalmente es lo que agrada al Señor.

Juan el Bautista habla de Jesús como el Cordero de Dios que, ofrecido en sacrificio, redime al hombre de su pecado. Él reconoce a Jesús cuando el Espíritu Santo desciende sobre Él. San Pablo, en el saludo inicial a los cristianos de Corinto[1],  se dirige a los cristianos de esa comunidad y les recuerda el doble aspecto de la redención: hemos sido santificados en Jesucristo y estamos llamados a ser santos en su nombre.

JLa primera semana pública de Jesús

Con la celebración del Bautismo del Señor concluyó el tiempo litúrgico de la Navidad y comenzó el tiempo ordina­rio. La liturgia de la Palabra, dentro de la celebra­ción domi­ni­cal, está organi­za­da en tres ciclos de lectu­ras, A, B y C; caracte­rizados respec­tivamente por la lectura de los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Este año estamos en el ciclo A y en los domingos del tiempo ordina­rio leemos el Evangelio de Mateo. Sin embargo, en el segundo Domingo del tiempo ordinario, en los tres ciclos litúrgicos, se lee el Evangelio de San Juan. En cada ciclo se toma un episodio de la «semana inaugural» (Jn 1, 19 - 2,12). Justamente cuando se va a empezar a desarrollar, Domingo a Domingo; la vida, obras y palabras de Jesús, es significa­tivo comenzar con esa primera semana de su minis­terio público, en la cual Jesús comienza a manifestarse.

Si buscamos en nuestro libro de los Evange­lios el episodio de hoy, veremos que comienza con estas palabras: «Al día siguiente Juan ve a Jesús venir hacia él...» (Jn 1, 29); y que el episodio siguiente comienza con esas mismas palabras: «Al día siguiente, Juan se encontra­ba de nuevo allí con dos de sus discípulos...» (Jn 1,35). Así se introducen el segundo, tercero y cuarto día de esa semana inaugural de la vida pública de Jesús. Este Domingo leeremos lo que ocurrió el segundo día de esa semana que finalizará con el primer milagro realizado por Jesús en las Bodas de Caná, «tres días después...», es decir en el cuarto día de la semana inaugural.

J«He ahíEl Cordero de Dios»

Dos cosas dice Juan sobre Jesús en el Evangelio de hoy y en ambas se revela como el gran profeta que es, pues expresa la identidad profunda de Jesús y el camino por el cual debía realizar su misión reconciliadora. Las primeras palabras que dice cuando ve venir a Jesús son: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Nosotros estamos habituados a escuchar estas palabras referidas a Jesús, pero pensándolo bien son enigmáticas y para los oyentes de Juan debieron ser incomprensibles. ¿Por qué lo llama «cordero»[2]? ¿Qué está viendo Juan en Él para llamarlo así?

Este modo de hablar sobre Jesús no vuelve a aparecer en todo el Evangelio y queda oscuro para los lectores hasta el momento de la crucifixión y muerte de Jesús, donde adquiere toda su luz. Según el Evangelio de San Juan, Jesús murió en la cruz la víspera de la Pascua, a la misma hora en que eran sacrificados en el templo los corderos pascuales. En el ritual del sacrificio del cordero pascual estaba escrito: «No se le quebrará ningún hueso» (Ex 12,46). Es lo que relata el evange­lista cuando escribe que, después de quebrar las piernas de los dos crucificados con Jesús, al llegar a él, como le vieron ya muerto, «no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado».

Esta debió ser una alusión clarísima para un judío. Entonces se comprende que la  muerte  de Jesús fue un  «sacrificio»  como el del cordero pascual y que este sacrificio obtuvo la expiación[3] de nuestros pecados. Todo esto lo captó Juan, cuando la primera vez que vio a Jesús dijo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Está implícito: «Ofreciéndose a sí mismo en sacrificio». Si en el Evangelio de Juan no reaparece la designación de Jesús como «cordero», en el Apocalipsis, en cambio, este es un modo frecuente de designar a Jesús (unas treinta veces). Ante el trono del Cordero resuena este canto: «Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos porque fuiste degollado y compras­te para Dios con tu sangre hombres de toda raza, pueblo y nación y has hecho de ellos un Reino de sacerdotes para nues­tro Dios" (Ap 5, 9-10).

K«Tú no quieres sacrificios, ni ofrendas…»

Existe un aparente contraste entre el sacrificio y la obediencia en el salmo responsorial 39: «Tú no quieres sacrificios… entonces dije; aquí estoy Señor». El salmista parece decir que las ofrendas mosaicas ordenadas por Dios ya no son de su agrado. Por otro lado, constantemente vemos en la predicación de Jesús como él insiste en las actitudes internas del corazón más que en los “rituales externos”. Pero si hay una verdadera conversión interior y un amor sincero a Dios y al prójimo; entonces las formas externas corresponderán adecuadamente a las actitudes internas. Algo fundamental que leemos en el salmo es la actitud de escucha atenta a la voz de Dios: «pero me diste un oído atento». Esta apertura de escucha obediente requiere un espíritu humilde. Solamente de esta manera el salmista es capaz de escuchar y entender lo que Dios quiere de él y lo mantiene en una obediencia activa y real. Es la actitud que vemos en el «Cordero de Dios»

J «Éste es el Hijo de Dios»

La segunda afirmación profética de Juan el Bautista es ésta: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios[4]». Es algo enteramen­te nuevo. En el Antiguo Testamento no suele llamarse a Dios «Padre». Y las escasas veces en que Dios llama «hijo» a al­guien se refiere al pueblo de Israel en general y sirve para indicar el amor y la solicitud de Dios por su pueblo. Pero hay algunos textos que suenan así: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), o bien: «Antes de la aurora como al rocío yo te he engendrado» (Sal 110,3). Era claro que estos textos se referían a una persona particular y se aplicaban al Mesías que había de venir.

Por eso cuando apareció Jesús, Él no llama a Dios sino como «su Padre» y afirma: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30). Al final de su vida, Jesús se dirige a Dios así: «Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti» (Jn 17,1). Esta actitud era tan notoria que el Evangelio lo indica como el motivo de su muer­te: «Por esto los judíos trataban de matarlo... porque llamaba a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios» (Jn 5,18).

J«He visto al Espíritu que bajaba... y se quedaba sobre él».

Juan predicaba la conversión y bauti­zaba en el desierto al otro lado del Jordán. Él bautizaba en la certeza de que por medio de ese rito sería manifes­tado el Elegido de Dios. Después de bautizar a Jesús, Juan recibe la visión que le permite reconocer al Elegido de Dios: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él». Y sobre la base de esa visión puede concluir: «Yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios... éste es el que bautiza con Espíritu Santo». El signo más evidente del Mesías es la posesión del Espíritu de Dios. Así estaba anunciado con insistencia en los profe­tas. Del descendiente de David que se esperaba como Salva­dor estaba escrito: «Reposará sobre él el Espíritu del Señor» (Is 11,2), y acerca de Él dice el Señor: «He aquí mi Elegido en quien se complace mi alma: he puesto mi Espíri­tu sobre Él» (Is 42,1). Juan vio el Espíritu en la forma visible de una paloma descender sobre Jesús y perma­necer sobre él, y reco­noció el cumplimiento de ese signo.

J«A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos»

San Pablo nos enseña el dinamismo de la reconciliación traída por Jesucristo. Él personalmente, siguió por mucho tiempo un falso mesianismo, hasta su encuentro definitivo con Jesús resucitado, camino a Damasco. Entonces entiende que Él es el Mesías auténtico; y cómo, en consecuencia, el apostolado auténtico es el anuncio del mensaje reconciliador de Jesucristo vencedor de la muerte. Era uso de la época iniciar las cartas presentándose con los títulos y méritos. San Pablo, que en otro tiempo tanto se ufanó de títulos y méritos humanos (ver Ga 1, 14; Flp 3, 4), ahora sólo se gloría de este título totalmente espiritual y gratuito: «Pablo, llamado por voluntad de Dios a ser apóstol de Jesucristo». Pablo, el que repudiaba a los seguidores de Jesús, ahora por vocación ha de ser el Apóstol del Crucificado (Ga 6, 14).

Luego recordará a los nuevos cristianos de Corinto lo que son y lo que están llamados a ser: «santificados en Cristo Jesús» y llamados a ser «santos». La santidad en el Antiguo Testamento era ritual o externa ya que significaba la «separación» o elección que Dios había hecho de Israel constituyéndolo en Pueblo Santo (ver Ex 19, 6; Dt 7, 6; Dn 7, 18, 22). En virtud de nuestro Bautismo en el Espíritu Santo, la «santidad» y «consagración» alcanzan su valor pleno: «El Hijo de Dios Encarnado, a sus hermanos convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente su Cuerpo, comunicándole su Espíritu. Por el Bautismo nos configuramos con Cristo»[5]. Por nuestro bautismo somos ungidos, consagrados y llamados a vivir de la vida de Cristo, es decir «ser santos como Él es santo». 

+Una palabra del Santo Padre:

Juan trabajó sobre todo para «preparar, sin coger nada para sí». Él, recordó el Pontífice, «era un hombre importante: la gente lo buscaba, lo seguía», porque sus palabras «eran fuertes» como «espadas afiladas», según la expresión de Isaías (49, 2). El Bautista «llega al corazón de la gente». Y si quizá tuvo la tentación de creer que era importante, no cayó en ella», como demuestra la respuesta dada a los doctores que le preguntaban si era el Mesías: «Soy voz, sólo voz —dijo— de uno que grita en el desierto. Yo soy solamente voz, pero he venido para preparar el camino al Señor». Su primera tarea, por lo tanto, es «preparar el corazón del pueblo para el encuentro con el Señor».

Pero ¿quién es el Señor? En la respuesta a esta pregunta se encuentra «la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quién era el Señor». Y «el Espíritu —observó el Papa— le reveló esto». De modo que «él tuvo el valor de decir: “Es éste. Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”». Mientras «en la preparación Juan decía: “Tras de mí viene uno...”, en el discernimiento, que sabe discernir y señalar al Señor, dice: “Delante de mí... ese es”».

Aquí se inserta «la tercera vocación de Juan: disminuir». Porque precisamente «desde ese momento —recordó el obispo de Roma— su vida comenzó a decrecer, a disminuir para que creciera el Señor, hasta anularse a sí mismo». Esta fue —hizo notar el Papa Francisco— «la etapa más difícil de Juan, porque el Señor tenía un estilo que él no había imaginado, a tal punto que en la cárcel», donde había sido recluido por Herodes Antipa, «sufrió no sólo la oscuridad de la celda, sino la oscuridad de su corazón». Las dudas le asaltaron: «Pero ¿será éste? ¿No me habré equivocado?». A tal grado, recordó el Pontífice, que pide a los discípulos que vayan a Jesús para preguntarle: «Pero, ¿eres tú verdaderamente, o tenemos que esperar a otro?».

«La humillación de Juan —subrayó el obispo de Roma— es doble: la humillación de su muerte, como precio de un capricho», y también la humillación de no poder vislumbrar «la historia de salvación: la humillación de la oscuridad del alma». Este hombre que «había anunciado al Señor detrás de él», que «lo había visto delante de él», que «supo esperarle, que supo discernir», ahora «ve a Jesús lejano. Esa promesa se alejó. Y acaba solo, en la oscuridad, en la humillación». No porque amase el sufrimiento, sino «porque se anonadó tanto para que el Señor creciera». Acabó «humillado, pero con el corazón en paz».

Papa Francisco. Homilía del 24 de junio de 2014.

'Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 
1. El apóstol Pablo, al comienzo de la carta a los Corintios, nos recuerda que, santificados en Cristo Jesús, «estamos llamados a ser santos» (1 Co 1, 2). Estamos llamados a vivir en plena fidelidad y coherencia con el Evangelio. ¿Cómo vivo mi llamado a la santidad en la vida cotidiana?
2.  Para reconocer a Jesús como el Cordero de Dios, debo de haberme encontrado con Él. ¿Qué medios concretos utilizo para encontrarme con el Señor de la Vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 144- 152. 571-573, 599 -623.













[1] La ciudad de Corinto era famosa por su comercio, su cultura, por las numerosas religiones que en ella se practicaban y por su bajo nivel moral. La Iglesia  en Corinto había comenzado gracias al incansable trabajo de Pablo a lo largo de 18 arduos meses. Ahora San Pablo había recibido malas noticias sobre esa Iglesia. Como vinieran de Corinto algunos miembros de la Iglesia  para pedir consejo escribe esta importante carta ocupándose en ella de los principales problemas de la comunidad.
[2] En los tiempos del Antiguo Testamento el cordero era el animal siempre sin mancha que los israelitas solían usar para el sacrificio, debido a su inocencia y su carácter humilde y sumiso. Se le sacrificaba todos los días en las ofrendas de la mañana y de la tarde, y en ocasiones especiales como la Pascua. 
[3]Expiar: (Del lat. expiāre). Borrar las culpas, purificarse de ellas por medio de algún sacrificio. Dicho de un delincuente: Sufrir la pena impuesta por los tribunales. Padecer trabajos a causa de desaciertos o malos procederes. Purificar algo profanado, como un templo.
[4]Los prime­ros y más antiguos manus­critos que contienen el cuarto Evangelio dicen en el versículo 34: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Pero hay algunos manuscritos que dicen: «Doy testi­monio de que éste es el Elegido de Dios». En la traducción de la Biblia de Jerusalén leemos esta segunda traducción.
[5] Lumen Gentium, 7. 

documentación facilitada por Juan R. Pulido, Presidente diocesano de A.N.E. Toledo

sábado, 7 de enero de 2017

Bautismo del Señor. Ciclo A «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti»


Lectura del libro del profeta Isaías 42, 1- 4.6-7
«He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz. Caña quebrada no partirá, y mecha mortecina no apagará. Lealmente hará justicia; no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho, y su instrucción atenderán las islas. Yo, Yahveh, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas.»

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 10, 34-38                        

«Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: "Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato. "El ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la paz por medio de Jesucristo que es el Señor de todos.

Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él;»

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 3,13-17

«Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: "Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?" Jesús le respondió: "Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia".

Entonces le dejó. Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco".»

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Todos los textos litúrgicos, de una u otra manera, se refieren a la «novedosa»[1] acción de Dios en la historia. Es nuevo el lenguaje de Dios que leemos en el profeta Isaías (Primera Lectura) cuando se refiere al «Siervo de Dios». Resulta también algo «novedoso» que Jesús sea bautizado por Juan en el Jordán, que el cielo se abra, que el Espíritu Santo descienda en forma de paloma, que se oiga una voz del cielo diciendo: «Este es mi hijo amado». Dentro de la mentalidad judía, es también absolutamente nuevo lo que proclama San Pedro: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato». En el Catecismo de la Iglesia Católica leemos: «En su bautismo, “se abrieron los cielos” (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado...como preludio de la nueva creación»[2]. Es sin duda esta, la nueva acción de Dios en la historia.

J Una «carta de presentación»


Por boca del profeta Isaías[3], Dios había anunciado muchos siglos antes del nacimiento de Jesús, a Aquél que sería el elegido: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él» (Is 42,1-2). A la elección del «siervo de Yahveh», acompaña una efusión del Espíritu; como se da en el caso de los jefes carismáticos de los tiempos antiguos, en los Jueces (ver Jc 3,10s) y en los primeros Reyes (ver 1Sam 9,17; 10,9-10; 16,12-13). Las palabras del profeta Isaías se volverán a escuchar en el momento en que el Señor Jesús, al acudir al Jordán para ser bautizado por Juan, inicia su misión (ver Mt 3,17).

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, el Apóstol Pedro, haciendo referencia al momento en que se inicia el ministerio público de Jesús en su discurso en la casa del Centurión Cornelio[4], relaciona a Jesús, bautizado en el Jordán, con el «siervo de Yahveh». Pedro dice de Él que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). La misión fundamental del Verbo Encarnado es hacer el bien y llevar la «Buena Nueva» a todas las naciones; judíos y gentiles[5]. La visita de Pedro a la casa de Cornelio y el descenso del Espíritu Santo; es de inmensa importancia para la iglesia primitiva, por cuanto marcó la entrada de los gentiles en su seno[6]. En lo sucesivo el Espíritu Santo será dado a todos aquellos que, fuera cual fuera su origen, oyeren con fe la «Nueva Noticia» del Señor Jesucristo. Cornelio, sus familiares[7] y amigos, en el momento de su conversión fueron bautizados con el Espíritu Santo como los discípulos en Pentecostés (Hch 11, 15-17).

J El inicio de la vida pública de Jesús
           
El bautismo de Jesús en el Jordán de manos de Juan Bau­tista es el primer acto público de la vida de Jesús e inicia su ministerio público. Esta simple obser­vación nos sugiere que ya está aquí contenido, en ger­men, lo que será el desarrollo completo de su vida. En cierto sentido está expresado aquí el misterio completo de Cristo, tal como es resumido por San Pablo en su carta a los Filipenses: «Cristo, siendo de condición divina... se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo... se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre...» (Flp 2,5-11).
           
El Hijo de Dios se hizo hombre verdadero, «igual a noso­tros en todo menos en el pecado» (Hb 4,15). En el pecado no, pero sí en la condición del hombre pecador, es decir, víctima de la fatiga, del dolor, del hambre y la sed, y sobre todo de la consecuencia más extrema del pecado: la muerte. Pero ese abajamiento fue un «sacrificio» grato a Dios y obtuvo para todo el género humano la reconciliación. Así había sido anun­ciado muchos siglos antes por el profeta Isaías: «Por su amor justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará... indefenso se entregó a la  muerte y fue conta­do entre los impíos, mientras él llevaba el pecado de muchos e intercedía por los pecadores» (Is 53,11-12).

K El bautismo de Juan

El bautismo de Juan[8] era un baño de agua (inmersión) en el Jordán que se hacía confesando los pecados. El mismo Juan predica: «Yo os bautizo con agua para conversión». Había que reconocer la propia condición de hombre pecador y someterse a este rito de penitencia con la intención de morir a la vida de pecado. Pero la liberación verdadera del pecado no era posible mientras no viniera el que había de expiar nuestros pecados con su muerte en la cruz. Juan lo reconoce cuando, indicando a Jesús, dice: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». La muerte de Jesús en la cruz ha dado eficacia al Bautismo cris­tiano, del cual el bautismo de Juan no era más que un símbolo: «Yo bautizo con agua... él os bautizará con el Espíri­tu San­to».  Por  eso  cuando  Jesús  se  presenta a Juan para ser bauti­za­do, éste «trataba de impedírselo diciendo: Soy yo el que necesita ser bautizado por ti».

J La misión de Jesús

La insistencia de Jesús para bautizarse, como dijimos, indica lo central de su misión: «Déjame ahora pues conviene que así cumplamos toda justicia». Entrando en el bautismo de Juan, Jesús fue contado entre los pecadores. De esta manera este hecho es un símbolo del sacrificio en la cruz. En la cruz Cristo también fue contado entre los pecadores; en efecto, «junto con Él crucificaron a dos malhechores, uno a la dere­cha y otro a la izquierda». Pero sobre todo, porque Él, aunque no conoció pecado, asumió sobre sí el salario del pecado que es la muerte. El mismo Jesús lo había advertido a sus apóstoles: «Es necesario que se cumpla en mí esto que está escrito: He sido contado entre los malhechores» (Lc 22,37). Es una frase similar a la que dijo en su bautismo: «Es necesario que se cumpla toda justicia».

El bautismo de Jesús en el Jordán es entonces un símbolo y el primer anuncio de su muerte en la cruz. Hemos dicho que el bautismo era un rito penitencial, es decir, en cierto sentido, expiatorio por el pecado, como eran los sacrificios, en los cuales mediaba la muerte de la víctima. Era, por tanto, de esperar que «el bautismo para penitencia» se aso­ciara a la muerte expiatoria por el pecado y se usara como una metáfora de ella. Así lo comprende el mismo Jesús, como se deduce de la pregunta que pone a los hermanos Santiago y Juan: «¿Podéis ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10,38). Y en otro lugar expresa su deseo de llevar a término su misión con estas palabras: «Tengo que ser bautizado con un bautismo y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,50). También aquí, en el bautismo de Juan, después de su humillación y obediencia, Jesús es exaltado por la voz del Padre que dice: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco».

J El don del Espíritu Santo

Los Evangelios son constantes en afirmar que con ocasión del bautismo de Jesús Él fue confirmado como el Ungido por el Espíritu Santo. Los Evangelios precisan que esto no fue un «efecto» del bautismo de Juan, pues no ocurrió mientras Jesús estaba en el agua, sino una vez que «Jesús salió del agua». El don del Espíritu será un efecto del bautismo instituido por Jesús, pues Él es quien «bautiza en Espíritu Santo».

El relato continua: «Una voz que salía de los cielos decía: ‘Este es mi Hijo amado en quien me com­plazco'». Esta voz se dirige a todos para manifestar a Jesús como el Hijo de Dios. Es pues una epifanía. Es claro que la voz del cielo repite el oráculo de Isaías sobre el Siervo de Yahveh pero se da el tremendo paso de sustituir «siervo» por «Hijo». En lugar de decir «mi siervo», Dios Padre se refiere a Jesús llamándolo «mi Hijo amado».

+  Una palabra del Santo Padre:

«Para captar el sentido profundo del bautismo, es necesario volver a meditar en el misterio del bautismo de Jesús, al comienzo de su vida pública... En realidad, sometiéndose al bautis­mo de Juan, Jesús lo recibe no para su propia purificación, sino corno signo de solidaridad redentora con los pecadores. En su gesto bautismal está implícita una intención redentora, puesto que es «el Cordero (...) que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29)...

En el bautismo en el Jordán, Jesús no sólo anuncia el compromiso del su­frimiento redentor, sino que también obtiene una efusión especial del Espíri­tu, que desciende en forma de paloma, es decir, como Espíritu de la reconcilia­ción y de la benevolencia divina. Este descenso es preludio del don del Espíritu Santo, que se comunicará en el bau­tismo de los cristianos. Además, una voz celestial proclama: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me com­plazco» (Mc 1, 11). Es el Padre quien re­conoce a su propio Hijo y manifiesta el vínculo de amor que lo une a Él. En realidad, Cristo está unido al Padre por una relación única, porque es el Verbo eterno «de la misma naturaleza del Padre». Sin embargo, en virtud de la filia­ción divina conferida por el bautismo, puede decirse que para cada persona bautizada e injertada en Cristo resuena aún la voz del Padre: «Tú eres mi hijo amado». En el bautismo de Cristo se encuentra la fuente del bautismo de los cristianos y de su riqueza espiritual».

Juan Pablo II. Catequesis del  1 de abril, 1998.


'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. Con la celebración del Bautismo de Jesús se termina el Tiempo Litúrgico de la Navidad y se inicia el Tiempo Ordinario. Contemplemos una vez más el misterio del nacimiento de nuestro Reconciliador en Belén. Renovemos una vez más nuestras resoluciones (regalos) para este año que se inicia ante el Niño Dios.

2. En el bautismo de Jesús, recordamos nuestro propio bautismo: fundamento de nuestra vida de fe. ¿Cómo vivo mi fe recibida en el bautismo? ¿Soy consciente de las promesas de mi bautismo?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 536, 720, 1224-1225. 1267 - 1270.



[1] ´Novedad. (Del lat. novĭtas, -ātis).  Cualidad de nuevo. Cosa nueva. Cambio producido en algo. Suceso reciente, noticia. Extrañeza o admiración que causa lo antes no visto ni oído.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 536.
[3] Isaías vivió en Jerusalén en el siglo VII a.C. El libro que lleva su nombre es uno de los libros proféticos más impresionantes del Antiguo Testamento. Describe con gran vigor el poder de Dios y su mensaje de esperanza para el pueblo. Isaías profetizó a lo largo de unos 40 años. Los capítulos 40-45 describe el destierro de Judá en Babilonia. El pueblo ya no tiene esperanza pero el profeta habla de un tiempo que Dios va a liberar a su pueblo y lo hará regresar a Jerusalén.  
[4] Cornelio: capitán (centurión) del ejército romano destacado en Cesarea. Era «temeroso de Dios», o sea, era un prosélito del judaísmo, celoso y caritativo. Sin embargo, no era salvo por sus buenas obras (Hch. 11:14). En un sueño, un ángel le dijo que hiciera venir a Pedro que se encontraba en Jafa. 
[5] Toda persona que, no siendo israelita, perteneciera «a las naciones» (gentil, que proviene del latín «gentilis», de «gens», nación), estando sometida a otras autoridades y a otra religión que la de Israel. No quedaban contados entre los extranjeros: los esclavos comprados por dinero, ni los prisioneros de guerra; éstos estaban en poder de sus dueños, y sometidos a las leyes israelitas (Gn. 17:12; Éx. 21:20-21); los prosélitos, esto es, los extranjeros que hubieran adoptado la religión de los israelitas (Gn. 34:14-17; Is. 56:6-8; Hch. 2:10). El extranjero no asimilado se encontraba con algunas prescripciones negativas, porque Israel debía seguir siendo el pueblo santo, separado para Dios (Dt. 14:2). Los matrimonios mixtos estaban prohibidos (Ex. 34:16; Dt 7:3; Jos 23:12). En una época posterior, los judíos de observancia estricta ni comían ni bebían con gentiles (Hch 11:3; Gá 2:12). Estos últimos, sin embargo, podían, en todo momento, acceder al judaísmo (Gn 17:27; 34:14-17; Mt 23:15).
[6] Recordemos que los samaritanos de Hch. 8 eran considerados medio judíos.
[7] Podemos afirmar que también fueron bautizados las mujeres y los niños.
[8] La práctica del bautismo por inmersión de agua no fue invento del Bautista. Junto con la circuncisión, rito básico de incorporación al Pueblo de la Alianza, el bautismo de agua era practicado por los judíos piadosos como un importante rito de purificación. De hecho adquirió un relieve especial entre los esenios que vivían comunitariamente en Qumrám a orillas del Mar Muerto; entre ellos el bautismo era signo de un firme compromiso de servir a Dios con plena fidelidad. Había además un bautismo de iniciación para los prosélitos que se incorporaban a la religión judía. La originalidad del bautismo de Juan fue su intención penitencial por la proximidad del «Ungido- Mesías» preparando así los caminos de «Aquel que tenía que venir».