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En
la Palabra estaba la Vida
Nadie pone en duda que uno de los
frutos que el Espíritu Santo suscitó en la Iglesia a través del Concilio
Vaticano II es la -llamémoslo así-
recuperación de la espiritualidad de la Palabra, de la que nace la
infinita riqueza del discipulado, la genuinidad del seguimiento al Hijo de
Dios. Cierto es que esta espiritualidad nunca se perdió; tengamos en cuenta
pequeñas islas como fueron algunos monasterios, así como movimientos bíblicos,
escuelas de fe, etc., que mantuvieron la primacía de la Palabra. Sin embargo,
el pueblo de Dios en general desconocía lo esencial de ella, ni siquiera se
cuestionaba qué quería Juan decirnos al proclamar que “en ella –en la Palabra-
estaba la vida” (Jn 1,4a).
Aun así, y
pasadas unas decenas de años del Concilio, es necesario insistir, para no
quedarnos simplemente con el envoltorio, en la necesidad de pasar de la palabra
escrita a la Palabra viva y eficaz (Hb 4,12). Un pastor que alimenta su rebaño
con la Palabra solamente escrita no engendra la vida. Un pastor según el
corazón de Dios sabe por propia experiencia que el valor, la riqueza insondable
de la Palabra, tiene su origen y fundamento no en cuanto está escrita, sino en
su fuerza interior en vistas a su cumplimiento, es decir, en la medida en que,
por su propia virtualidad, da vida a quien la escucha. Tengamos en cuenta que
en la espiritualidad bíblica, los verbos escuchar y obedecer se complementan.
Me explico mejor. No es que la obediencia nazca de la fuerza de un compromiso
de haber escuchado, sino que es el paso natural de quien ha descubierto que la
vida por la que claman los gritos de su alma, está en consonancia con la
Palabra a la que se ha acercado con oído y corazón abiertos.
El sublime
anuncio de que en la Palabra está la vida y que la da no es un descubrimiento
de Juan. Ya sus padres en la fe encontraron en las fuentes de la Revelación que
Yahveh abrió para Israel el manantial de la vida que brota de la Palabra.
Podríamos citar la exhortación del autor del libro del Deuteronomio a acoger y
poner en práctica la Escritura dada por Dios aduciendo una razón inapelable:
“Porque no es una palabra vana para vosotros sino, que es vuestra vida…” (Dt
32,47a).
También llegó a
los oídos del pueblo santo esta promesa por medio de sus profetas, como por
ejemplo Baruc, quien vincula la vida o bien la muerte a la acogida o rechazo de
la Palabra dada por Dios: “Ella –la Escritura- es el libro de los preceptos de
Dios, la Palabra que subsiste eternamente: todos los que la retienen alcanzarán
la vida, mas los que la abandonan morirán. Vuelve, Israel, y abrázala, camina
hacia el esplendor bajo su luz” (Ba 4,1-2).
He señalado
estos dos textos lo suficientemente significativos, aunque podríamos citar
muchísimos más, pues abundan a lo largo y ancho de la Biblia. Podríamos pensar
entonces que, efectivamente, Juan no fue nada original, no dijo nada nuevo al
afirmar que en la Palabra estaba la vida; pero sí, hay mucho de novedad y
original en el textos joánico, y es que lo que en el Antiguo Testamento es
primicia y promesa, es ya cumplimiento y plenitud en la encarnación, muerte y
resurrección del Hijo de Dios. Cuando el Señor Jesús, sobreponiéndose a los
estertores de su agonía, gritó ¡todo está cumplido!, llenó de vida la Palabra.
El olor de vida que se desprende de las palabras escritas dio paso a la vida
eterna que emerge gloriosa de la Palabra cumplida por Él, por el Hijo.
Del grano a la espiga
El mismo
Jesucristo nos presenta una parábola no digo sublime porque me quedo corto, así
que, a falta de epítetos, diré simplemente que lleva en sí la vida eterna. Me
refiero a su catequesis acerca del grano de trigo; voy a intentar
desarrollarla. Recordemos que fue su última catequesis antes de la última cena.
Leamos su comienzo: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).
No hay duda de
que está hablando de sí mismo y, por extensión, de la plenitud que su Evangelio
alcanzará a partir de su muerte y resurrección. El grano de trigo en cuanto
semilla, representaría la palabra literal, escrita. Puede tener cierto valor
moral, incluso académico, pero en cuanto fruto como que se nos queda a mitad de
camino; para que éste alcance su perfecto desarrollo debe morir, descomponerse
en la tierra, es así como se despliega en toda su virtualidad llegando a ser
espiga. Llevamos este ejemplo de Jesús a la Palabra. Si la reducimos a su valor
moral, si es sólo un pergamino a investigar, no brota de ella la espiga de la
vida. Esto mismo fue lo que dijo Jesús a los judíos. “…Vosotros investigáis las
Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan
testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn5,39-40).
Éste puede
llegar a ser el gran problema de muchos hoy día, quedarse en la palabra
escrita; quizá en el fondo subyace un temor, el no creerse que, haciéndose
grano de trigo con ella, vayan a recuperarla como fruto glorioso: la espiga. No
por casualidad Jesús asoció el perder la vida por Él y por el Evangelio en la
misma dimensión “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Todo lo que
sea separar Jesús de su Evangelio en este mismo contexto de perder la vida no
es más que una burda manipulación.
Se puede llegar
a esta situación de autoengaño, enfrascados en –repito- la burda manipulación
de la Palabra a causa de la increencia. Me explico. Pesa demasiado el
escepticismo como para arriesgar la propia vida por el Evangelio tal y como
salió de la boca del Hijo de Dios, como decía y vivió san Francisco de Asís. El
escepticismo –sin duda la peor de las increencias- nos deja anclados en la
fachada del Evangelio. Por el contrario, el amor incondicional al Hijo de Dios
¡con todas nuestras debilidades!, nos introduce en su interior: es entonces
cuando tenemos acceso y participamos del Misterio de Dios.
Siendo así y
dado que los muertos no pueden dar la vida a los muertos, éstos, erróneamente
llamados pastores, están a años luz de llevar grabado en su predicación el
exultante y gozoso anuncio de Jesús. “En verdad, en verdad os digo: Llega la
hora, ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y
los que la oigan vivirán” (Jn 5,25). No, no pueden dar vida a nadie porque nunca
la encontraron. Los pastores según el corazón de Dios sí. La encontraron cuando
la dejaron crecer al mismo ritmo con que ellos desaparecían como grano de trigo
en el surco de la tierra. Juan Bautista lo explicó a su manera: “Es preciso que
Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
En la Palabra
estaba la vida, repetimos con Juan con estremecimiento e incluso en actitud de
adoración. Sí, porque al decirnos el apóstol que la vida es una propiedad
intrínseca a la Palabra, nos está impulsando hacia la esencia del mismo Dios.
Recordemos que cuando Moisés pidió a Dios que le diera a conocer su Nombre, Él
se definió a sí mismo en estos términos: “Yo soy el que soy” (Éx 3,14). “Yo soy
el que soy”, que equivale a decir: Soy por mí mismo, no por obra de otro u otros,
como mis criaturas que dependen de los demás para venir a la existencia. Yo no,
Yo existo antes de que el mundo fuese.
Llamados para el
Evangelio
Yo soy el que
soy, en mí está la vida y por eso puedo hacer vivir al hombre. En realidad es
esto lo que Juan nos está diciendo. La vida está asociada indisolublemente a la
Palabra; digamos que una define a la otra en su totalidad y viceversa. Los
discípulos del Señor Jesús de cada generación conocen esta vida; saben que les
ha sido engendrada por su relación amorosa con la Palabra, más aún, es ella la
que les ha hecho hijos de Dios. También lo atestigua Juan. “…A todos lo que la
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Como ya he
señalado, los pastores según el corazón de Dios saben bien la vida que destila
la Palabra. Más que saberlo, digamos que son testigos de ello porque han hecho
de la Palabra la cátedra de su anuncio evangélico. Al igual que Pablo, no se
apoyan en “persuasivos discursos de sabiduría”, sino en el pozo de la Sabiduría
de Dios (1Co 2,4-5) que, al mismo tiempo que es la fuente de su predicación, es
también el oasis de su descanso. Estos pastores tienen conciencia de que su
vida es preciosa, como también la de sus ovejas; todos, pastores y ovejas, han
sido rescatados al precio de la sangre del Hijo de Dios (1P 1,19). Son tan
conscientes de lo que valen –repito- por el precio que su Señor ha pagado por
ellos, que no van a rebajar su ministerio al nivel de los saldos del saber
humano.
Con esta
convicción, buscan primero la vida inherente a la Palabra, primero para ellos
mismos, para después darla como alimento a sus ovejas. Al actuar así, les
muestran que, tanto ellos como ellas reciben el Pan de vida de unas mismas
manos: las del Hijo de Dios. Así es como aparece en la multiplicación de los
panes: “Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco
panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición
y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la
gente” (Mt 14,19).
Tengamos,
además, en cuenta que, dado que las ovejas saben que el pan de la predicación
les viene de la mano del único Maestro, nunca tendrán la tentación de idolatrar
a sus pastores. Saben quién es en realidad el que les da la vida en abundancia (Jn
10,10b) y sólo a Él adorarán. Recogemos el testigo que nos pasa Juan, “en ella
estaba la vida”, y hacemos de él el fundamento, la piedra angular y razón de
ser del anuncio del Evangelio. Es así, como vemos en Pablo, que un pastor llega
a sentir el sano orgullo de haber sido constituido por el Señor embajador y
anunciador de su Evangelio. “…de nuestro salvador Cristo Jesús, quien ha
destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del
Evangelio para cuyo servicio he sido constituido heraldo, apóstol y maestro”
(2Tm 1,10b-11).
Pastores según
el corazón de Dios; pobres hombres entre los hombres en un mundo en el que su
Príncipe (Jn 14,30) ha sometido a la más cruel de las tiranías. Grandes, pero
sólo a los ojos de Dios, son estos pastores que, “llamados para el Evangelio”,
como le gusta decir de sí mismo al apóstol Pablo (Rm 1,1), han recibido el don
inestimable de saber –hablo del saber propio del alma- que la Palabra que su
Señor ha puesto primero en sus corazones y después en sus labios, es vida. Con
ella van al encuentro de sus hermanos, han conocido el desamparo al igual que
ellos, y hacia ellos van con el poder de vivificarlos. Pueden hacerlo porque se
han hecho uno con la Palabra que el Hijo de Dios les da.
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