sábado, 17 de diciembre de 2016

Pastores según Mi Corazon II. Catequesis vocacional del Reverendo Sacerdote Rvdo. D. Antonio Pavia. Sacerdote Comboniano, cap. 16 Reveladores del Misterio



No hay esfuerzo más baldío y estéril que el desplegado con el propósito de ignorar y, más aún, reprimir las genuinas intenciones del alma. Sería algo así como intentar ocultar el sol con nuestra propia mano. Por otra parte, es necesario que alguien nos ayude a encontrar los cauces por los que nuestro espíritu se atreva a lanzarse hacia Aquel que se perfila como centro de las intuiciones sonoras de su alma, digo sonoras porque se hacen oír. Tenemos necesidad de samaritanos que nos ayuden a activar lo que los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Agustín, llaman los sentidos del alma. Estos samaritanos-ayudadores tienen su nombre en la Escritura, Dios mismo los llama: “Pastores según mi corazón” (Jr3,15). También son conocidos como aquellos que revelan el Misterio, el de Dios.
Las intuiciones del alma -llamémoslas también impulsos internos que, traspasando lo visible se adentran en el Invisible- se hacen notar en todos los hombres, los de ayer y los de hoy, sea cual sea su cultura, religión o condición social. Sin embargo, la experiencia que, en este sentido, nos ofrece como legado de incalculable valor el pueblo santo de Israel, es cualitativamente excepcional y única.
El pueblo santo de Dios no es un pueblo que le busque en el vacío del cosmos ni en el caos, hoy le llamaríamos en el absurdo existencial: “Yo soy Yahveh, no existe ningún otro. No te he hablado en lo oculto ni en lugar tenebroso. No he dicho al linaje de Israel: Buscadme en el caos” (Is 45,18b-19). El testimonio del profeta nos da a conocer que Dios es Alguien que salió al encuentro de su pueblo; Alguien que fijó su mirada en él cuando no era más que un amasijo de esclavos sin ningún futuro y casi sin historia en Egipto. Sometidos a la tiranía de la maldad, encarnada en sus dominadores, ni Abrahán, ni Isaac, ni Jacob eran ya creíbles.
Dios les suscita un libertador: Moisés. Es tal su cercanía e intimidad con él que, a un cierto momento y sin duda movido por la infinita belleza del Misterio del Invisible, su propio espíritu estalló en intuiciones que dieron paso a una súplica excepcional: “Déjame ver tu rostro” (Éx 33,18).
No dejamos de lado a Israel, es más, nos servimos de él, y damos un salto en la historia para situarnos frente a Pablo de Tarso, quien nos hablará de la plenitud de los tiempos (Gá 4,6). El apóstol se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios, a su vivir con nosotros, plenitud de la historia porque Dios se hizo Emmanuel. Sí, tomó un cuerpo y un nombre: Jesús de Nazaret. En torno a Él, durante la última cena, Felipe, representando a todo el cuerpo apostólico y como recogiendo las intuiciones del espíritu del hombre de todos los tiempos, repitió la súplica de Moisés: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14,8).
La pregunta de Felipe no queda sin respuesta. Es posible que ésta no fuera realmente la que ellos esperaban o la que pedía su curiosidad religiosa. De hecho, la respuesta de Jesús va a medio camino entre negativa y enigmática para estos hombres en el momento concreto que están viviendo. Más adelante y a partir de la experiencia de la Resurrección de su Señor, pudieron comprobar que esta respuesta fue clara y diáfana. Se podrá ver al Padre en la medida en que seamos testigos de lo que hizo a favor de su Hijo: rescatarle de la muerte. El Hijo es vencedor y hace partícipes de su victoria a todos los que creen en Él; esta experiencia de fe les hace ver el rostro del Padre en la glorificación de su Hijo. Ahora sí, oigamos la respuesta que Jesús dio a Felipe: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí,  ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Entendemos mejor esta respuesta a la luz de la relación que existe en la espiritualidad bíblica entre los verbos ver y creer. Son correlativos e interdependientes, creer implica ver y viceversa. Estamos hablando de un creer desde las intuiciones del alma -como diría Henry Bergson- las mismas que nos hacen llegar a ver. Quizá podríamos hablar más de un contemplar desde el alma, al que el mismo Jesús da mucho más valor que la visión propia de los ojos del cuerpo. Tanto es así que Jesús llama a éstos que ven desde el alma, bienaventurados, dando a entender que estos hombres encierran en su seno el tesoro riquísimo de las bienaventuranzas. Oigamos lo que dijo nuestro Maestro y Señor a Tomás después de que sus ojos vieron y sus manos palparon su Resurrección: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que no han visto y han creído” (Jn 20,29).

Se dejará ver y oír
Ya el profeta Isaías anunció que vendría un tiempo –el del Mesías- en el que “oirán aquel día los sordos palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los ojos de los ciegos las verán” (Is 29,18). El Señor Jesús visibilizó, dio cumplimiento a esta incomparable promesa-profecía de Dios en su Resurrección cuando abrió el espíritu de sus discípulos para que pudiesen ver, oír, gustar y palpar a Dios en las Escrituras.  “…Y, entonces, abrió sus espíritus para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24,45). Dicen los exegetas que al abrir sus espíritus abrió también los sentidos que son propios del alma; recordemos lo que dice san Agustín: “Si el cuerpo humano tiene sus propios sentidos, ¿no los va también a tener el alma?”
A partir de la victoria del Hijo de Dios sobre la muerte y su abrir nuestros espíritus, la Palabra cobra vida en nuestras almas, es como si diera cuerpo a esas intuiciones de las que hemos hablado. Todo ello resuena en las entrañas de los buscadores de Dios dando lugar a la predicación en espíritu y en verdad, como en espíritu y verdad es la adoración de los discípulos del Buen Pastor (Jn 4,24). 
Esta era sin duda la predicación de los pastores de la Iglesia primitiva; ésta y no otra es también la genuina predicación de los pastores según el corazón de Dios de generación en generación. Estos son los pastores que ansían y anhelan encontrar los buscadores de Dios, los hambrientos del Espíritu.
Sabios según Dios e intuidoresde lo eterno se encuentran. Los sabios según Dios  hacen de la Palabra su Pan de Vida y, por amor, parten este su Pan a los hombres por medio del anuncio del Evangelio a sus ovejas. A su vez, los intuidores de lo eterno, verdaderos buscadores de Dios, distinguen entre el Pan recién salido del horno del Espíritu –hierba fresca lo llama el salmista (Sl 23,2)- y el pan cocinado en el horno de la propia sabiduría, que no alimenta ni siquiera al mismo predicador. Por supuesto que estos buscadores escogen el Pan verdadero.
Cuando una persona tiene una profunda relación con la Palabra hasta el punto de que ésta se convierte en su Manantial de aguas vivas (Jr 2,13), podemos decir que ha encontrado el descanso de su alma prometido por el Hijo de Dios. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29).
No estamos hablando de un descanso puntual, fruto de un plan programado que, a la postre, es más evasión que asentamiento. Hablamos de una especie de fuerza interior que nos impulsa tanto al descanso como al crecimiento. Hablamos del descanso de quien, siguiendo las intuiciones de su alma, se ha apropiado de la heredad que Dios ha dispuesto para él. Tuvo acceso a ella por medio de los sentidos de su alma y la encontró impresionantemente bella, todo un torrente de delicias y, por si fuera poco, la serena y cierta intuición de saber que puede poner su vida en buenas manos, las de Dios. Todo esto fue profetizado por el salmista y se cumplió en el Hijo de Dios. A partir de Él sigue cumpliéndose en todos y cada uno de sus discípulos: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).

Amor y asombro van enlazados
Si bien esta es la experiencia que Jesús abre hacia sus discípulos, sus pastores, los que lo son según su corazón, tiene una relevancia especial, pues es en la heredad de Dios                     –recordemos que se han apropiado de ella- donde los sentidos de su alma alcanzan a ver, oír, palpar y saborear su Misterio. Atónitos, descubren que Dios les muestra su rostro. Sí, es en su heredad donde el hombre conoce y reconoce al Dios vivo, a su Padre.
Con un amor desconocido, el que nace de las sorpresas ininterrumpidas, van al encuentro del mundo en la misma línea  en la que se expresa el autor del libro de la Sabiduría. Para entender este texto, recordemos que la espiritualidad bíblica identifica la Sabiduría con la Palabra: “…Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para buscarla, no se fatigará, pues a su puerta la encontrará sentada… Pues ella misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella; se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos” (Sb 6,13-16).
Con la Sabiduría de Dios injertada en el alma, al igual que Pablo, desconfiarán y dejarán de lado los persuasivos discursos de la sabiduría de los hombres, para que sus oyentes fundamenten su fe en la Sabiduría de Dios “Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundamentase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1Co 2,4-5). Fruto de la experiencia de su estar con Dios, de sacar partido a su heredad, están en condiciones de darse a sus ovejas para anunciarles -seguimos de la mano de Pablo- “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios ha preparado para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, incluso las profundidades de Dios” (1Co 2,9-10).
No hay duda de que lo que el Espíritu Santo suscitó en Pablo al hablar así a sus ovejas de Corinto, nos deja más que perplejos. Sin embargo, hemos de decir que no escribe bajo el efecto de ningún éxtasis o arrobamiento místico; está simplemente dándonos a conocer algo de la riqueza de su alma, hablamos de sus intuiciones acerca de Dios. Es como si el velo que le separaba de Él se hubiera rasgado. De hecho lo rasgó su Señor, el Crucificado; recordemos que, al morir, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo (Mc 15,38). Sólo el que vino de lo alto, de arriba (Jn 3,13), podía hacerlo. Abierto el velo desde la cruz, desde el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre, el Hijo confirmó que la misión con la que le había enviado al mundo había llegado a su culmen, de ahí su proclamación victoriosa: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
Todo está cumplido, y, a causa de ello, cumplidas también todas las promesas hechas por Dios a los hombres ya desde los inicios del pueblo santo de Israel. Al rasgarse el velo, el Hijo mostró el rostro del Padre. Él, el Revelador, atrayéndonos a su intimidad, nos lo mostró. No sólo eso, sino que escogió, y sigue escogiendo, pastores que, en su Nombre, siguen revelando el rostro del Padre, las entrañas de su Misterio.
El broche de oro del ministerio de estos pastores estriba en que sus ovejas lleguen a ser capaces –por supuesto que desde Dios- de abrir la Palabra y encontrar en ella el maná escondido, el Pan de Vida, tal y como lo prometió. (Ap 2,17). El maná escondido, el mismo alimento que el Hijo recibió del Padre para cumplir la misión que le confió. Él mismo, el Hijo, fue el primer Pastor según el corazón de Dios. Después de Él, muchos otros llevan su mismo título: pastores y reveladores del Rostro y del Misterio de Dios. Lo pueden ser por identificación con su Señor, su Buen Pastor y Maestro; porque cuando el Hijo de Dios proclamó que Él es el único Maestro (Mt 23,8), sabía bien lo que decía. Él, sólo Él y únicamente Él es el Revelador del Rostro del Padre.


Lecturas de la Misa del Domingo de la Semana 4ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel»



Lectura del profeta Isaías (7, 10-14): Mirad: la virgen está encinta.

En aquellos días, el Señor habló a Ajaz y le dijo: «Pide un signo al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo». Respondió Ajaz: «No lo pido, no quiero tentar al Señor». Entonces dijo Isaías: Escucha, casa de David: ¿no os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará una signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».

Salmo 23, 1—2 3-4ab. 5-6; R/. Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: // él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos. R/.

¿Quién puede subir al monte del Señor? // ¿Quién puede estar en el recinto sacro? // El hombre de manos inocentes y puro corazón, // que no confía en los ídolos. R/.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. // Esta es la generación que busca al Señor, que busca tu rostro, Dios de Jacob. R/.

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (1, 1- 7): Jesucristo, de la estirpe de David, Hijo de Dios.

Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios, que fue prometido por sus profetas en las Escrituras Santas y se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo, nuestro Señor.
Por él hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre. Entre ellos os encontráis también vosotros, llamados de Jesucristo. A todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados santos, gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (1, 18-24): Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David.

La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”».
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.


& Pautas para la reflexión personal

z El vínculo entre las lecturas

Una frase que podría sintetizar las lecturas de este cuarto Domingo de Adviento podría ser: «Emmanuel- que traducido significa- Dios con nosotros». La Primera Lectura expone el oráculo del profeta Isaías. El rey Ajaz o Acaz[1] desea aliarse con el rey de Asiria para defenderse de las acechanzas de sus vecinos (rey de Damasco y rey de Samaria). Isaías se opone a cualquier alianza que no sea la alianza de Yahveh. El rey Ajaz debía confiar en el Señor y no aliarse con ningún otro rey. Sin embargo, el rey Ajaz ve las cosas desde un punto de vista terreno y desea aliarse con el más fuerte, el rey de Asiria. Isaías sale a su encuentro y le dice: «pide un signo y Dios te lo dará. Ten confianza en Él». El rey Ajaz teme abandonarse en las manos de Dios y se excusa diciendo: «no pido ningún signo». En su interior había decidido la alianza con los hombres despreciando el precepto de Dios. Isaías se molesta y le ofrece el signo: «la virgen[2] está encinta y da a luz un hijo y le pone por nombre Emmanuel, es decir, Dios con nosotros». La tradición cristiana siempre ha visto en este oráculo un anuncio del nacimiento de Cristo de una virgen llamada María.

Así lo interpreta el Evangelio de San Mateo cuando considera la concepción virginal y el nacimiento de Cristo: María esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. Esta fe en Cristo se recoge admirablemente en el exordio de la Carta a los Romanos. San Pablo ofrece una admirable confesión de fe en Jesucristo, el  Señor. Nacido del linaje de la familia de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios. San Pablo subraya el origen divino del Mesías y, al mismo tiempo, su naturaleza humana: «nacido de la estirpe de David». Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

J La genealogía de Jesús

Cuando leemos las Sagradas Escrituras, vemos que la identidad de una persona queda esta­blecida cuando se sabe de quién es hijo. Por eso la histo­ria de los grandes personajes comienza con su genea­logía. Esto lo que ocurre también con Jesús. En efecto, el Evangelio según San Mateo comienza así: «Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1,1). Y sigue el detalle de las generaciones desde Abraham, pasan­do por David, hasta Cristo. Se repite el verbo «engendró» trein­ta y nueve veces, siempre con la misma fórmula (A engendró a B; B engendró a C; C engendró a D...), con la única excep­ción de la última, donde se produce una llama­tiva disonan­cia evitando cuidadosamente decir: «José engendró a Jesús», porque esto habría sido falso.

Veamos también que son cuatro las mujeres que se mencionan en la genealogía de Jesús, cinco con María. Pero siempre según esta fórmula: «Judá engendró, de Tamar, a Fares... Salmón engendró, de Rajab, a Booz, Booz engendró de Rut.... David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón». En el caso de María no es ésa la fórmula sino: «José, el esposo de María, de la cual nació Je­sús». Se debe concluir que «José no engendró a Jesús, pues éste nació virginalmente de María». Aun a riesgo de poner en cuestión la descendencia davídica de Jesús -lo único claro es que el hijo de David es José-, el Evangelio afirma la concep­ción virginal de Jesús porque esto es lo único coherente con su identidad. Justamente lo que el Evangelio de este Domingo quiere explicar es cómo llegó José a ser padre de Jesús, para que esa genealogía pueda realmente llamarse: «Libro de la generación de Jesús Cristo»

J Aproximándonos al texto...

El Evangelio de este Domingo comienza con estas palabras: «La génesis[3] de Jesús Cristo fue así: concedida en matrimonio su madre María a José, antes que ellos comenzaran a estar juntos, se encontró encinta del Espíritu Santo». Ya está afirmado lo principal: el niño fue concebido por obra del Espíritu Santo; no es hijo de José, sino que es Hijo de Dios. Así lo confirma la cita­ción que aporta Mateo como explicación del retorno de la Sagrada Familia de Egipto, cuando se refugiaron allá huyendo de Herodes: «De Egipto llamé a mi Hijo» (Mt 2,15). Según la genealogía, como hemos visto, el que es «hijo de David» es José. Y así lo proclama el ángel cuando se le aparece en sueños: «José, hijo de David». Pero hasta aquí resulta claro que José no es el padre de Jesús. Para responder a esta cuestión debemos examinar detenidamente el texto: «José, su marido, siendo justo y no queriendo denunciarla, resol­vió repudiarla en secre­to».

Según la interpretación frecuente de este texto, José, al ver a María espe­rando un hijo, habría sospechado de su fidelidad y la habría juzgado culpable; pero, siendo justo y no queriendo dañarla, decidió dejar la cosa en secreto. Pero, en reali­dad, esta interpreta­ción es extraña al texto. Si José hubiera sospe­chado que su esposa era culpa­ble de infideli­dad, el hecho de ser justo, le exigía aplicar la ley, y ésta ordenaba al esposo entregar a la mujer una escritura de repu­dio (ver Dt 22,20s). En ningún caso la ley permite dejar la cosa en secre­to. Esto es lo que observaba San Jerónimo: «¿Cómo podría José ser calificado de justo, si esconde el crimen de su esposa?» Si, sospechando el adulterio, José hubiera queri­do evitar un daño a su esposa, su actitud habría sido caracterizada por la mansedumbre, no por la justicia.

K ¿Cómo supo José que María estaba encinta?

Esta pregunta es bastante importante y la respuesta obvia es: María se lo dijo tan pronto como lo supo ella[4]. Hay que tener en cuenta que José era su esposo y que, como explicaremos a continuación, estaba en la víspera de llevarla a vivir consigo. El Evangelio dice: «Antes de empezar a vivir juntos ellos, se encontró encinta». Nos preguntamos: ¿cuánto tiempo antes? Si todos pensaban que Jesús era hijo de José[5], eso quiere decir que José empezó a vivir junto con María en los mismos días de la concepción de Jesús, de manera que vivieran juntos los nueve meses del embarazo.

En cualquier otra hipótesis, se habría arrojado una sombra sobre la generación de Jesús: se habría pensado que sus padres habían tenido relaciones antes de convivir o, lo que es peor, que el Niño era hijo de otro. Ambas cosas repelen a la santidad de María y también de José. Por último, si María no hubiera dicho a José lo que ocurría en ella, habría faltado de honestidad, cosa imposible en ella. En efecto, su identidad había cambiado, y su esposo tenía derecho a saberlo. Más aun, tenemos que considerar que ambos ya habían decidido mantenerse vírgenes por la sencilla razón de que la decisión de María necesariamente ha tenido que ser compartida por José.

J La reacción de José

Analicemos ahora lo que José ha decido hacer ante la información dada por María: el texto nos dice que como era justo, decidió repudiarla; y, como no quería ponerla en evidencia, decidió hacerlo en secreto. Examinemos lo primero: José no podía pretender ser el esposo de esta Virgen que llevaba en su seno a un Hijo concebido por obra del Espíritu Santo, y sobre todo, no podía pretender ser el padre de semejante Hijo. No cabe otra reacción sino considerarse indigno. Por eso decide repudiarla[6] (esta es una expresión idiomática que significa no seguir adelante con el desposorio). Pero no quiere poner en evidencia los motivos, porque esto pertenecía a la intimidad de María con Dios. Por eso decide proceder privadamente e interrumpir su desposorio con María en secreto. De hecho, después que José tomó a su esposa y nació el Niño, todos estos hechos siguieron siendo secretos. Son un misterio admirable y no pudo revelarlos nadie sino Jesús mismo.

Hay que tener en cuenta que hasta ahora nadie había pedido a José que él fuera el padre de ese Niño. Entonces el Ángel de Dios se le aparece en sueños y le dice: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque, aunque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo y dará a luz un hijo, tú le pondrás por nombre Jesús...». Esta traducción es perfecta­mente correcta[7]. El ángel está confirmándole algo que José ya sabe y cree - lo sabe porque María se lo dijo y lo cree -, pero ahora le comunica su vocación: tú le pondrás por nombre Jesús[8]. Esto quiere decir: tú estás llamado a ser el padre del Niño. Y José reaccionó según su justicia: «Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer». Si María, al recibir el anuncio de su vocación de Virgen Madre de Dios, respondió: «He aquí la esclava del Señor», José, su casto esposo, respondió igual.

Al asumir la paternidad de Jesús, José no está sustituyendo a nadie (como ocurre en las adopciones nuestras), porque Jesús no tiene padre biológico. Su Padre es Dios, pero es precisamente Dios quien encomienda a José la misión de ser su padre en la tierra. A él Dios le encomienda la paternidad de esa manera; a todos los demás padres Dios se la encomienda por vía de la generación biológica. ¡Ojalá todos los padres fueran tan fieles como José! Por esto Jesús es verdaderamente «hijo de José e hijo de David»: él es el «Dios con nosotros» de quien celebraremos el nacimiento.

+  Una palabra del Santo Padre:

«Hoy, cuarto y último domingo de Adviento, la liturgia quiere prepararnos para la Navidad que ya está a la puerta invitándonos a meditar el relato del anuncio del Ángel a María. El arcángel Gabriel revela a la Virgen la voluntad del Señor de que ella se convierta en la madre de su Hijo unigénito: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc1, 31-32). Fijemos la mirada en esta sencilla joven de Nazaret, en el momento en que acoge con docilidad el mensaje divino con su «sì»; captemos dos aspectos esenciales de su actitud, que es para nosotros modelo de cómo prepararnos para la Navidad.

Ante todo sufre, su actitud de fe, que consiste en escuchar la Palabra de Dios para abandonarse a esta Palabra con plena disponibilidad de mente y de corazón. Al responder al Ángel, María dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (v. 38). En su «heme aquí» lleno de fe, María no sabe por cuales caminos tendrá que arriesgarse, qué dolores tendrá que sufrir, qué riesgos afrontar. Pero es consciente de que es el Señor quien se lo pide y ella se fía totalmente de Él, se abandona a su amor. Esta es la fe de María.

Otro aspecto es la capacidad de la Madre de Cristo de reconocer el tiempo de Dios. María es aquella que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios, «la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos» (Rm16, 25). Hizo posible la encarnación del Verbo gracias precisamente a su «sí» humilde y valiente. María nos enseña a captar el momento favorable en el que Jesús pasa por nuestra vida y pide una respuesta disponible y generosa. Y Jesús pasa. En efecto, el misterio del nacimiento de Jesús en Belén, que tuvo lugar históricamente hace más de dos mil años, se realiza, como acontecimiento espiritual, en el «hoy» de la Liturgia. El Verbo, que encontró una morada en el seno virginal de María, en la celebración de la Navidad viene a llamar nuevamente al corazón de cada cristiano: pasa y llama. Cada uno de nosotros está llamado a responder, como María, con un «sí» personal y sincero, poniéndose plenamente a disposición de Dios y de su misericordia, de su amor. Cuántas veces pasa Jesús por nuestra vida y cuántas veces nos envía un ángel, y cuántas veces no nos damos cuenta, porque estamos muy ocupados, inmersos en nuestros pensamientos, en nuestros asuntos y, concretamente, en estos días, en nuestros preparativos de la Navidad, que no nos damos cuenta que Él pasa y llama a la puerta de nuestro corazón, pidiendo acogida, pidiendo un «sí», como el de María.

Un santo decía: «Temo que el Señor pase». ¿Sabéis por qué temía? Temor de no darse cuenta y dejarlo pasar. Cuando nosotros sentimos en nuestro corazón: «Quisiera ser más bueno, más buena... Estoy arrepentido de esto que hice...». Es precisamente el Señor quien llama. Te hace sentir esto: las ganas de ser mejor, las ganas de estar más cerca de los demás, de Dios. Si tú sientes esto, detente. ¡El Señor está allí! Y vas a rezar, y tal vez a la confesión, a hacer un poco de limpieza...: esto hace bien. Pero recuérdalo bien: si sientes esas ganas de mejorar, es Él quien llama: ¡no lo dejes marchar!

En el misterio de la Navidad, junto a María está la silenciosa presencia de san José, como se representa en cada belén —también en el que podéis admirar aquí en la plaza de San Pedro. El ejemplo de María y de José es para todos nosotros una invitación a acoger con total apertura de espíritu a Jesús, que por amor se hizo nuestro hermano. Él viene a traer al mundo el don de la paz: «En la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc2, 14), como lo anunció el coro de los ángeles a los pastores. El don precioso de la Navidad es la paz, y Cristo es nuestra auténtica paz. Y Cristo llama a nuestro corazón para darnos la paz, la paz del alma. Abramos las puertas a Cristo».

Papa Francisco. Ángelus en el IV Domingo de Adviento, 21 de diciembre de 2014.





' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Vivamos estos últimos días de espera cerca de la Virgen Santa y de San José. Preparemos nuestro hogar para que en él nazca el «Emmanuel». ¿Qué vamos hacer en estos últimos días del Adviento?

2.  A todos nos gusta recibir regalos y eso está muy bien. Pero al verdadero dueño del “cumpleaños”, ¿qué regalo le voy a dar?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 437- 439. 496- 507. 1846.



[1] Ajaz o Acaz, rey de Judá aproximadamente del 732 al 716 a.C., introdujo el culto pagano en el Templo de Jerusalén e incluso llegó a sacrificar a sus propios hijos quemándolos. Ajaz fue finalmente derrotado cuando Siria e Israel llevaron adelante juntos un ataque contra Judá. Rechazando el consejo de Isaías, pidió ayuda a Tiglat-Piléser, rey de Asiria, pero ello lo convirtió en vasallo suyo (2R 15, 38 ss.; 2Cro 27, 9; Is 7). Fue tan aborrecido por sus súbditos que le negaron sepultura entre los reyes de Judá.    
[2] Es cierto que en el texto hebreo de Isaías no se hablaba explícitamente de una «virgen», sino de una «doncella» (betulah), pero cuando los mismos sabios hebreos tradujeron la Biblia al griego mucho antes de Cristo (la llamada traducción de los LXX), haciendo una inter­preta­ción auténtica, usaron aquí el térmi­no «parthenos», que signi­fica claramente «virgen», y es precisamente este el punto que llama la atención de Mateo y que él quiere destacar como leemos en el texto evangélico de este Domingo.
[3] Es significativo que el Evangelio de Mateo, que es el primer libro del Nuevo Testa­mento, comience con estas pala­bras: "Libro de la génesis de Jesús Cristo" (Mt 1,1). El evan­gelista ha elegido deliberadamente la pala­bra "génesis" y no "generación". Su intención es recordar el primer libro de la Biblia, que recibe el nombre "Génesis", porque en su traducción griega el relato de la creación concluye con esta frase: "Este es el libro de la génesis del cielo y de la tierra" (Gn 2,4). Tenemos entonces el "libro de la génesis del cielo y de la tierra" y el "libro de la génesis de Jesús Cristo". De esta manera Mateo quiere destacar que con Jesu­cristo se tiene un nuevo inicio en la historia.
[4] Un presupuesto importante que tenemos que tener en cuenta es que la vocación de María, que leemos en el relato del Evangelio de San Lucas 1,26-38, tiene directa relación con la vocación de su esposo y padre de Jesús: San José. Ambos relatos tratan de explicar cómo fue el nacimiento en este mundo del Hijo de Dios hecho hombre. Lucas expone el punto de vista de María; Mateo, por su parte, nos va a entregar el punto de vista de San José. 
[5] Ver Lc 3,23; Jn 1,45; 6,42.
[6] En la traducción de la Biblia Americana de San Jerónimo leemos: «...quiso abandonarla secretamente».
[7] Esta traducción es válida y ha sido propuesta por biblistas tan destacados como Xavier León-Dufour, A. Pelletier, René Laurentin, entre otros. 
[8] Se sigue así la costumbre judía de impo­ner el nombre según la misión o según alguna circunstan­cia que acompaña al nacimiento. En este caso el nombre que debía darse al niño suena en hebreo así: «Yeho­shua» y quiere decir: «Yahveh salva»


Artículo facilitado por J.R. PULIDO, presidente dioesano de A.N.E. Toledo

jueves, 8 de diciembre de 2016

Pastores según Mi Corazón. Catequesis Vocacional del Reverendo Padre D. Antonio Pavía, Sacerdote Comboniano

15
Saber escoger

Última cena. La atmósfera está más que recargada, hasta el aire parece pesado. El desconcierto de los apóstoles es total y manifiesto, han dejado todo por su Señor y parece que es su Señor quien les deja a ellos en el más absoluto de los desamparos. La conspiración contra quien dice ser el Hijo de Dios no tiene vuelta atrás. Es evidente que van a por Él, que su condena está ya decidida; así las cosas y cuando parece que el derrotismo tiene la voz cantante en el grupo, Jesús toma la palabra y dice proféticamente: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22,31-32).
Satanás ha requerido un poder sobre los discípulos de Jesús. Se repite la historia de Job (Jb 1,6-11 y 2,4-6). El escándalo para todos aquellos que piensen que la fe ayuda a tener todo bien sistematizado y controlado está servido; a nadie le cabe en la cabeza que Dios permita a Satanás hacer daño al hombre. Vamos a entrar de lleno en este tema del mal a ver si es verdad que, como dice el apóstol Pablo, todo, incluido el mal en el que también contamos las pruebas a las que somete Satanás a quienes quieren ser discípulos de Jesús, concurren para su bien. “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de todos los que le aman…” (Rm 8,28).
Satanás ha pedido permiso para cribaros como el trigo, dice Jesús a estos hombres amedrentados, a quienes ha llamado para continuar su misión pastoral. Ve en ellos a los pastores según su corazón profetizados por Jeremías (Jr 3,15). A todo esto, podemos transcribir la pregunta inoportuna por excelencia: ¿Por qué no hizo Jesús un milagro, sólo uno más, y les cambió el corazón para que pudiesen pastorear con solicitud y entrega total a sus ovejas? Pues no lo hizo porque una vez elegidos, son ellos los que han de escoger libremente el abrazarse con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas a la misión pastoral que el Buen Pastor les confía.
No, no va a hacer un milagro, va a hacer algo inmensamente mayor: va a permitir que sean cribados como se criba el trigo. A lo largo de esta tremenda prueba, Él mismo estará a su lado sosteniéndoles con su presencia, fortaleciéndoles. No nos estamos imaginando nada, ya que, tal y como hemos leído en el texto de Lucas, Jesús le promete esto a Pedro como cabeza de su Iglesia; promesa que alcanza a todos los que están participando de la Cena. Jesús proclama solemnemente que intercederá por él para que no desfallezca.
Gracias a esta criba, este ser removidos hasta violentamente en el cedazo aunque parezca increíble, repito, gracias a esta criba, Satanás va perdiendo su combate, pues la fuerza de sus vaivenes provoca que el trigo se separe de la paja. Es entonces, sólo entonces, que el hombre, en este su servicio a Dios, alcanza la sabiduría y, como hija de ésta, la libertad para saber escoger. Por supuesto que sólo un necio escogería la paja. Bueno, lo importante es que se llega a ser pastores según el corazón de Dios a base de ser sometidos a esta criba –repito- permitida providencialmente por Dios. No se trata de aplaudir el mal y menos aún justificarlo, pero el hecho es que, aun siendo obra de Satanás, Dios sabe sacar de su mal el bien.

El tonto útil zarandea
Me imagino que, a estas alturas, se habrá diluido bastante el escándalo del que hablé antes, del permiso dado por Dios a Satanás. La verdad es que, en lo que concierne a la llamada de Jesús a sus apóstoles de todos los tiempos, Satanás, muy a pesar suyo, hace el papel de “tonto útil”. Gracias a sus arremetidas que, por cierto, a nadie gustan ni apetecen, se abren nuestros ojos para distinguir y discernir entre lo que sirve y lo desechable. Una vez reconocido lo uno y lo otro, la elección se impone; se elige lo que realmente tiene valor, no los harapos.
Cuando Jesús afirma que Satanás va a tamizar a estos hombres que, a las alturas de la última Cena, ya casi han perdido su confianza en Él, sus ojos los ven a lo lejos victoriosos en su combate de la fe, gloriosos. Ve a Pedro en Roma sosteniendo con su entereza a su temeroso rebaño golpeado por tantas persecuciones; a Juan en Patmos fortaleciendo a las distintas Iglesias locales surgidas a lo largo y ancho del Imperio Romano; a Felipe en Samaría sembrando en tantos hombres hambrientos de verdad, el Evangelio  de la gracia; a Santiago ofreciendo su cuello ante la espada de su verdugo… y, abriendo el tiempo hacia la eternidad, contempló gozoso a la inmensa multitud de pastores según su corazón alimentando a pueblos enteros con el Evangelio de la salvación que Él mismo graba en sus entrañas.
Pastores que, una vez llamados, se dejaron libremente cribar, zarandear, a veces aullando de dolor y tristeza ante tanta angustia y abandono. La criba les permitió crecer en amor y libertades,y les desató de todo aquello que creían, por un tiempo, compatible con su pastoreo. Fue así que pudieron llegar a ser hermanos universales porque allí donde hay un pastor según el corazón de Dios, y aun cuando ejerzan su ministerio en la aldea más remota de cualquiera de los cinco continentes, la Luz de su Dios se proyecta amorosamente sobre el mundo entero.
Quiero centrarme en un testimonio entresacado del Antiguo Testamento que, como bien sabemos, es todo él una profecía acerca del Mesías, su misión y la Iglesia nacida de su costado, como afirman repetidamente los santos Padres de la Iglesia. Nos acercamos al profeta Jeremías, amigo íntimo de Dios que vivió desgarradoramente la caída libre del pueblo santo a causa de su insensatez. Insensatez que no apareció por generación espontánea, sino que fue fruto de un pastoreo insustancial. Evidentemente, no eran pastores sabios, sino necios, con todo el tinte peyorativo que tiene esta palabra en boca de Dios. También Jeremías es sometido a una criba que podríamos llamar hasta brutal. Nos parece que su Adversario no le da tregua alguna, no hay respiro para su dolor ni remedio que alivie su alma abatida. No encuentra aparentemente medicina para sus heridas.
Como le fue profetizado siglos después a María de Nazaret, también Jeremías tiene su alma atravesada por una espada. Es tal su dolor, tan desoladora su soledad, que llega a dudar de todo incluso hasta de Dios. “¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿Serás Tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?” (Jr 15,18).
Dios ha oído a su profeta, a su íntimo, porque Jeremías lo fue como pocos. No se le escapó ninguno de sus gemidos. Una a una sus lágrimas fueron por Él contadas y hasta recogidas como dice el salmista: “De mi vida errante llevas tú la cuenta, ¡recoge mis lágrimas en tu odre!” (Sl 56,9). Cuando Dios consideró que la prueba había alcanzado su cometido, cuando ya eran perfectamente visibles y, por lo tanto, separables en el corazón de su amigo el trigo y la paja, le dijo: ¡Quiero que seas mío eternamente! He permitido todos estos vaivenes y zarandeos en tu vida en vistas a tu misión profética, a tu pastoreo; en realidad, aun en el dolor sabías que estaba junto a ti, y esto fue lo que te dio la capacidad para escoger y decidir. La capacidad te la he brindado yo, la libertad no; eso lo tienes que poner tú. Escoge, pues, entre el trigo y la paja, entre la escoria y el oro, lo precioso y lo vil, toda esa maraña que tenías mezclada en tu corazón. Y si sabes escoger lo que realmente es precioso y eterno, entonces serás como mi boca. Serás pastor según mi corazón y  también según mi boca: has sabido escoger. Oigamos qué fue lo que realmente le dijo Dios: “Si te vuelves porque yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jr 15,19).

Su amor vale más que mis proyectos
Nuestro querido Jeremías es figura eminente de Jesucristo el Buen Pastor y Palabra del Padre. Y sin querer ser desconsiderado, también de su boca, al igual que de la de Jesús, salían palabras llenas de gracia. Jeremías es también icono de los llamados por el Hijo de Dios para pastorear el mundo entero. Más allá de fijarnos en pretendidas cualidades de éstos que, incluso elevadas a pedestales pueden obstaculizar la originalidad, limpieza y frescura de la llamada, los pastores según el corazón de Dios son su boca. A esto se refiere Jesús cuando proclamó solemnemente acerca de sus pastores: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16); sí, porque son mi boca.
Profundamente, hasta los más recónditos entresijos de su alma, fue cribado Pablo una vez que acogió la llamada de Jesús. Pálida fue la luz que cegó sus ojos haciéndole caer camino a Damasco, en comparación con la que recibió de su Señor y Maestro en esa su aventura de conocerle más y más cada día hasta llegar a la comunión con Él y con sus padecimientos (Flp 3,10…).
Pablo, el apóstol a quien el mundo conocido de entonces se le quedó pequeño en su afán evangelizador, fue cribado como Jeremías, como Moisés, como Elías…, como todo aquel que se deja amar, llamar y llenar por Dios. La persecución, ignominia, expolio de su dignidad, desprecios incontables no le echaron atrás. Zarandeado y pulido hasta la extenuación del alma, también del cuerpo, Pablo separó y escogió. Primero separó y, aunque nos pueda parecer un poco drástico, llamó a todos los pedestales que había levantado antes del conocimiento de su Señor, basura, desecho.
No es que Pablo desprecie nada de lo humano, pero si las cosas de este mundo le impiden apropiarse del trigo que vieron sus ojos, trigo como, por ejemplo, éste del que da testimonio: “la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor” (Flp 3,8), entonces sí entendemos su forma de expresarse, su llamar basura a la paja. Nada, ni los mayores honores hasta ahora recibidos, ni los que podría seguir recibiendo si volviese a su anterior estatus, tendrían el valor suficiente como para hacer la competencia al amor y la vida que recibía de su Buen Pastor. Fue un perder para ganarlo todo, un desechar para abrazar y ser abrazado por el amor eterno.
Como David, Pablo y con él todos los que supieron escoger, pueden confesar: “tu Amor vale más que la vida” (Sl 63,4). He ahí la raíz y razón de su elección. Lejos estamos de generosidades, hablamos de sabiduría, de quien sabe acoger el don de Dios. Tu amor, así entendieron David, Pablo y todos los demás, es más valioso que la vida a la que me aboca mi corazón en el que el trigo y la paja continúan mezclados.

 ¡Quiero otra vida!, oímos con frecuencia decir a la gente. La verdad es que Dios es el primero que quiere otra vida para ti, para sus hijos. Los pastores según el corazón de Dios son aquellos que aceptan ser cribados por Satanás, conscientes de que hay mucho de paja y desecho en ellos. Conforme se van dejando probar, van conociendo el asombro de la cercanía de Dios. ¿Cómo se va a separar de ellos si aun siendo un cúmulo de debilidades, se ponen en sus manos para poder ser útiles al mundo por medio de la predicación del Evangelio? Si dijéramos que éstos son los pastores que Dios quiere, sería incompleto. Me explico, no solamente son los que Dios quiere, sino también los que quiere y necesita el mundo. 

Lecturas de la Misa del Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A «¿Eres tú el que ha de venir?»



Lectura del profeta Isaías (35, 1-6a.10): Dios viene en persona y os salvará.

El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá como flor de narciso, festejará con gozo y cantos de júbilo.
Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Contemplarán la gloria del Señor, la majestad de nuestro Dios.
Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes; decid a los inquietos: «Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará».
Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo. Retornan los rescatados del Señor. Llegarán a Sión con cantos de júbilo: alegría sin límite en sus rostros. Los dominan el gozo y la alegría. Quedan atrás la pena y la aflicción.

Salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10; R./ Ven, Señor, a salvarnos.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, // hace justicia a los oprimidos, // da pan a los hambrientos. // El Señor liberta a los cautivos. R./

El Señor abre los ojos al ciego, // el Señor endereza a los que ya se doblan, // el Señor ama a los justos, // el Señor guarda a los peregrinos. R./

Sustenta al huérfano y a la viuda // y trastorna el camino de los malvados. // El Señor reina eternamente, // tu Dios, Sión, de edad en edad. R./

Lectura de la carta de Santiago (5,7-10): Fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca.

Hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor. Mirad: el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperando con paciencia hasta que recibe la lluvia temprana y la tardía. Esperad con paciencia también vosotros, y fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca.
Hermanos, no os quejéis los unos de los otros, para que no seáis condenados; mirad: el juez está ya a la puerta. Hermanos, tomad como modelo de resistencia y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (11,2-11): ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle. «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí! ». Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».


& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

La liturgia del tercer Domingo de Adviento destaca de manera particular la alegría por la llegada de la época mesiánica. El profeta Isaías (Primera Lectura), en un bello poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor. Esta alegría se comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse a la desesperanza. Santiago (Segunda Lectura), constatando que la llegada del Señor está ya muy cerca, invita a todos a tener esperanza y paciencia.

El Evangelio, finalmente, pone nuevamente de relieve la figura de San Juan el Bautista quien en las oscuridades de la prisión dirige a Jesús una pregunta fundamental: «¿Eres tú el que estamos esperando?». Todas las expectativas y esfuerzos de Juan descansan en la respuesta que Jesús le da: «Vayan a contar a Juan lo que ven y lo que oyen…».

''' ¡Encendamos nuestra tercera vela!

Ya estamos en el corazón del Adviento y la liturgia de este tercer Domingo del tiempo de espera está llena del gozo de la Navidad que ya está próxima. En efecto, la antí­fona que introduce la liturgia eucarística de este día es un llamado a la alegría: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. ¡El Señor está cerca!» (Flp 4,4.5). La primera palabra de esta invitación, traducida al latín, ha dado tradicionalmente el nombre a este Domingo: «Gaude­te!». Y si el color del Adviento es el morado, en este Domingo, para indi­car que la espera pronto será colmada, se debería usar ornamentos de color rosado.

K  «¿Tú eres el que ha de venir?»

El Evangelio de hoy contiene uno de los puntos más difíciles de interpretar. Juan había sido arrojado en la cárcel por Herodes[1]. Habiendo oído de las obras de Jesús, desde la cárcel, manda preguntar acerca de su identidad. El mismo que había saltado de gozo en el vientre de su madre cuando percibió la presencia del Señor encarnado en el seno de la Virgen María, el mismo que predicando un bautismo de conversión había preparado el camino para la venida del Señor, el mismo que lo había anunciado ya presente entre los hombres y espe­raba su inminente manifes­tación, el mismo que lo había identifi­cado con la persona concreta de Jesús de Nazaret, ahora parece dudar.

Y para complicar aún más las cosas notemos que el Evangelio dice: «Juan había oído hablar de las obras del Cristo». Después del título del Evangelio de Mateo y de sus relatos sobre el origen de Jesús, ésta es la primera vez que se habla de «el Cristo». Si lo que Juan ha oído es que las obras que Jesús hace son las «obras del Cristo», entonces no se entiende por qué luego pregunta: « ¿Eres tú el que ha de venir?», vale decir: «¿Eres tú el Cristo?», pues ya las obras mismas le estaban dando una respuesta afirmativa. En el resto del relato ya no se habla más de Cristo, sino sólo de Jesús. El reconocimiento de que Jesús es el Cristo se narra solamente en el capítulo 16. Justamente a la pregunta que el mismo Jesús dirige a los Doce sobre su propia identidad: «¿Vosotros, quién decís que soy yo?». Pedro responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,15-16).

J  Las obras del Cristo

¿Cuáles son las obras de Jesús que el Evangelio ha narrado hasta ahora? Ha transmitido dos discursos de Jesús: el sermón de la montaña y el discurso apostólico, y varios milagros obrados por él: curación de un leproso, del criado del centurión, de la suegra de Pedro; ha calmado la tempestad en el lago; ha liberado a dos endemoniados de la posesión del demonio; ha curado a un paralítico y a la mujer con flujo de sangre; ha resucitado a la hija de Jairo, ha devuelto la vista a dos ciegos, ha hecho hablar a un mudo. Después de este elenco impresionante de obras, el Evangelio hace un resumen: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35). Esto es lo que Juan ha oído y que él reconoce como las «obras de Cristo».

A la pregunta de Juan Jesús responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva». Pero justamente esto es lo que Juan ya había oído. Por eso debemos concluir que esa respuesta de Jesús no va dirigida a Juan sino a sus enviados y a los demás presentes. A ellos también va dirigida la frase: «¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!». Juan ya reconocía que quien hacía esas obras era el Cristo, en tanto que los mismos apóstoles, es posible, aún no habían llegado a esa conclusión.
Solamente así se puede explicar por qué Jesús hace un impresionante reconocimiento de Juan: «Os digo que él es un profeta, y más que un profeta... En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Es un testimonio impactante y que no deja duda de lo que Jesús pensaba acerca de su primo.
J «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán...»

La respuesta que Jesús da a los discípulos de Juan condensa un conglomerado de citas del profeta Isaías (ver Is 35,5-6; 61,1...) El primero de estos textos es justamente la Primera Lectura de este Domingo. La visión esperanzadora del profeta que consuela al pueblo oprimido se sirve de imágenes que desbordan alegría para la naturaleza hostil del desierto y para las caravanas de los repatriados que la cruzan. La esperanza de un nuevo éxodo hacia la patria alentó la fe de la generación del destierro. Unas cincuenta mil personas regresaron a Palestina cuando el edicto liberador de Ciro, rey de Persia (538 a.C.). Por otro lado, leemos cómo, en la Segunda Lectura, Santiago exhorta a los fieles de esas primeras comunidades cristianas, y a nosotros, a la fortaleza evangélica en la espera paciente (hypomone[2]) y activa de la venida del Señor, imitando la esperanza del que siembra y el aguante de los profetas.
   
K «¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!»

En la última parte de la respuesta a los discípulos de Juan, Jesús agrega a los enviados de Juan esta frase enig­mática que es una bienaventuranza; pero en su contexto suena a reproche. ¿Para quién ha sido Jesús escándalo? Es decir, un obstácu­lo en su camino: ¿para Juan, para los enviados de Juan, para la gente que lo escuchaba entonces, o para nosotros que estamos ahora escu­chando su palabra? Jesús está seguro de que él no es escándalo para Juan, quien se encontraba en la cárcel y habría de sufrir el martirio por su defensa de la pureza de la unión conyugal. En efecto, había sido encarcelado porque decía a Herodes: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano» y sufrió el martirio a instigación de la adúltera (ver Mt 14,3-12). ¿No habría de enseñar también Jesús: «El que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio» y «no separe el hombre lo que Dios ha unido» (ver Mt 19,6.9)? Ambos poseían el mismo Espíritu, tanto que cuando Jesús pregunta qué dice la gente acerca de él, la primera respuesta es: «Dicen que eres Juan el Bautista» (Mt 16,14).

Por eso tal vez las palabras más elogiosas de Jesús en todo el Evangelio están dichas acerca de Juan. «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Pero Jesús agrega: «Sin embargo el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él». Este es un modo metafórico para expresar la diferencia entre dos tiempos: el tiempo en que el Reino de los cielos era futuro, aunque estuviera cerca, y el tiempo en que el Reino de los cielos está presente entre nosotros. Este último tiempo es infinita­mente superior, pues contie­ne en su seno la eterni­dad. Juan pertenece al tiempo anterior. A él llegó solamente noticia de lo que Jesús enseñó e hizo; en cambio, a los de este tiempo se dice: «Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen. Pues os aseguro que muchos profe­tas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vie­ron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). La desgracia mayor es pertenecer a este tiempo y así y todo no ser capaces de ver ni de oír, ni de reconocer al Mesías, el Cristo.

+  Una palabra del Santo Padre:                

«Tened paciencia (...) hasta la veni­da del Señor». Al mensaje de alegría, típico de este Domingo «Gaude­te», la liturgia une la invitación a la pa­ciencia y a la espera vigilante, con vistas a la venida del Salvador, ya próxima. Desde esta perspectiva, es preciso sa­ber aceptar y afrontar con alegría las di­ficultades y las adversidades, esperando con paciencia al Salvador que viene. Es elocuente el ejemplo del labrador que nos propone la carta del apóstol Santia­go: «aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia tem­prana y tardía». «Tened paciencia tam­bién vosotros —añade—, manteneos fir­mes, porque la venida del Señor está cerca». Abramos nuestro espíritu a esa invita­ción, avancemos con alegría hacia el misterio de la Navidad. María, que espe­ró en silencio y orando el nacimiento del Redentor, nos ayude a hacer que nuestro corazón sea una morada para acogerlo dignamente. Amén».

Juan Pablo II. Homilía del 13 de diciembre de 1998.

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Dichoso el que no halle escándalo en mí». ¿Para mí seguir lo que Jesús me pide es motivo de escándalo? ¿Pienso que es demasiado lo que pide?

2. La carta de Santiago es una exhortación a vivir la paciencia. ¿Soy paciente en las adversidades? 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 274.1717. 1817-1821. 2657. 



[1] El Bautista se encontraba preso, según el historiador Flavio Josefo, en la fortaleza de Masqueronte en la ribera oriental del Mar Muerto, donde moriría decapitado (29 D.C.) por orden del tetrarca Herodes Antipas.
[2] «Hypomone se traduce normalmente por «paciencia», perseverancia, constancia. El creyente necesita saber esperar soportando pacientemente las pruebas para poder “alcanzar la promesa” (ver Hb 10,36). En la religiosidad del antiguo judaísmo, esta palabra se usó expresamente para designar la espera de Dios característica de Israel: su perseverar en la fidelidad a Dios basándose en la certeza de la Alianza, en medio de un mundo que contradice a Dios. Así, la palabra indica una esperanza vivida, una existencia basada en la certeza de la esperanza» (Benedicto XVI.  Spe Salvi, 9).  

Información facilitada por J.R. Pulido. Presidente Diocesano de A.N.E. Toledo