sábado, 30 de enero de 2016

si no vas, pero quieres ir, te ayudaran a acercarte a la puerta

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Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo C
«Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó»

Lectura del libro del profeta Jeremías (1, 4-5.17-19): Te nombré profeta de los gentiles

En los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones.
Tú cíñete los lomos: prepárate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra. Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte - oráculo del Señor -».

Salmo 70, 1-6. 15. 17

R./ Mi boca contará tu salvación, Señor.

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 31-13,13): Quedan la fe, la esperanza, el amor. La más grande es el amor

Hermanos: Ambicionad los carismas mayores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente.

Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.

El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca.

Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará. Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; más, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.

Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre acabé con las cosas de niño.

Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.

En una palabra: quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (4, 21-30): Jesús, como Elías y Elíseo, no solo es enviado a los judíos

En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.» Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»

Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm.»

Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio.»

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se seguía su camino.

Pautas para la reflexión personal  

El vínculo entre las lecturas

Este Domingo, «Dies Domini», las lecturas nos van a ayudar a meditar en algo que es fundamental para todo ser humano: ¿qué es lo que Dios quiere de mí? ¿Para qué he sido creado? ¿Cuál es mi misión en este pasajero mundo? Jeremías, Pablo y el Señor Jesús nos van a mostrar, cada uno, la misión a la cual Dios nos ha convocado. Tres hombres con una única misión. El centro es sin duda Jesucristo, plenitud de la revelación. Nuestro Señor Jesús es el enviado del Padre para traernos la reconciliación a todos los hombres, sin distinción alguna entre judíos y gentiles (Evangelio).

La misión profética de Jesús está prefigurada en Jeremías, el gran profeta de Anatot durante el primer cuarto del siglo VI a.C., de cuya vocación y misión, en tiempos de la reforma religiosa del rey Josías y luego durante el asedio y la caída de Jerusalén, trata la Primera Lectura. Pablo, antes Saulo de Tarso, lleva adelante la enorme misión evangelizadora dada a los apóstoles directamente por Jesús, compartiéndonos en esta bella lectura, lo único que debe de alimentar el corazón del hombre: el amor.

«Antes de formarte…antes que salieras del seno…te consagré» 

La vocación de Jeremías nos ayuda a entender el maravilloso designio de Dios para cada uno de nosotros. Como la mayoría de las narraciones vocacionales, subraya la irrupción de Dios en la vida del hombre como algo inesperado y diferente. La palabra indica el carácter personal de esa comunicación divina; el imperativo expresa la experiencia del impulso irresistible; la objeción no es mero desahogo, sino que recoge las dificultades reales de la llamada y supone su libertad de aceptación; el signo externo, finalmente, equivale a las credenciales del enviado. Saber qué es lo que Dios quiere de mí debe ser una constante experiencia vital, pero aquí vemos ese primer momento crucial donde la persona toma conciencia de su propia dignidad y por lo tanto, de su llamado personal.

La misión de arrancar y arrasar, edificar y plantar (ver Jr 18,7; 31,28; 24,6; 31,40; 42,10 y 45,4), resume admirablemente las dos dimensiones fundamentales de la misión profética de Jeremías y, por qué no decirlo, de todo cristiano: denuncia del pecado y el error; anuncio de la salvación y la reconciliación de Dios. La misión recibida obliga al profeta a estar preparado interna y externamente. Deberá hacer acopio de fortaleza para soportar los obstáculos y enemigos; comenzando por su propia fragilidad personal. Dios sale al encuentro y le dice que no tema porque «yo estoy contigo para salvarte».

 «La mayor de todas es la caridad» 

La Segunda Lectura es sin duda, una de las páginas más bellas de toda la Sagrada Escritura. Alguien ha llamado a esta singular página paulina el Cantar de los Cantares de la Nueva Alianza. También se la conoce habitualmente con el título de «himno al amor» o «himno a la caridad»; no tanto por el ritmo poético, que no es evidente, cuanto por el bello contenido. Este himno no está desvinculado del contexto inmediato, pues aunque su mensaje es eterno, cada línea, cada afirmación está orientada a iluminar a los corintios sobre el tema de los carismas.

Todo el mensaje se despliega en tres magníficas estrofas. Ante todo sin amor hasta las mejores cosas se reducen a la nada (1 Cor 13,1-3). Ni los carismas más apreciados, ni el conocimiento más sublime, ni la fe más acendrada, ni la limosna más generosa, valen algo desconectados del amor. Sólo el amor, el verdadero amor cristiano hace que tengan valor todas las realidades y comportamientos del creyente.  En un segundo párrafo nos dice que el amor es el manantial de todos los bienes (1 Cor 13,4-7). En esta estrofa enumera san Pablo quince características o cualidades del verdadero amor al que presenta literariamente personificado de manera semejante a como se personifica a la sabiduría en los pasajes del Antiguo Testamento citados más arriba. Siete de estas cualidades se formulan positivamente y otras ocho de forma negativa. Y se trata de cosas sencillas y cotidianas para que nadie piense que el amor es cosa de «sabios y entendidos». Pero al mismo tiempo se insinúa que ser fieles a este amor supone un comportamiento heroico, porque el común de los hombres, los corintios en concreto, actúan justamente al revés.

Finalmente el amor es ya aquí y ahora lo que será eternamente ya que por él participamos de la misma vida divina (1 Cor 13,8-13). El amor del que aquí habla San Pablo no es el amor egoísta y autosuficiente. Es el amor cristiano (ágape) que se dirige conjuntamente a Dios y a nuestros hermanos, y que ha sido derramado por el Espíritu Santo en nuestros corazones (ver Rom 5,5); es, en fin, un amor sin límites como el que nos ha mostrado Jesús al entregarse por cada uno de nosotros.

Nos ha dicho Benedicto XVI en Deus Caritas est: «Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un “mandamiento” externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “ todo para todos” (cf. 1 Co 15, 28)».

«¿No es éste el hijo de José?»

Cualquier persona que lea con atención el Evangelio de hoy puede percibir que se produce un cambio brusco en la multitud que escuchaba a Jesús. Después del discurso inaugural en que Jesús, explicando la profecía mesiánica de Isaías, la apropia a su persona (como se comentaba el Domingo pasado), el Evangelio observa: «Todos en la sinagoga daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca». En términos modernos se podría decir que Jesús gozaba de gran popularidad. Pero al final de la lectura la situación es exactamente la contraria ya que querían arrojarlo por despeñadero. ¿Qué pasó? ¿Por qué se produjo este cambio en el público? Lo que media entre ambas reacciones no es suficiente para explicar un cambio tan radical.

Cuando Jesús concluyó sus palabras, ganándose la admiración y el entusiasmo de todos, a alguien se le ocurrió poner en duda su credibilidad recordando la humildad de su origen. Recordemos que esto ocurría en Nazaret donde Jesús se había criado. No pueden creer que alguien a quien conocen desde pequeño pueda haberse destacado así, y se preguntan: «¿De dónde le viene esto? ¿Qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?... ¿No es éste el carpintero, el hijo de María...?» (Mc 6,2-3). La envidia, esta pasión humana tan antigua, entra en juego y los ciega, impidiéndoles admitir la realidad de Jesús. Esto da pie para que Jesús diga la famosa sentencia: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria». Y les cita dos episodios de la historia sagrada en que Dios despliega su poder salvador sobre dos extranjeros. Cuando un predicador goza de prestigio y aceptación puede decir a sus oyentes esto y mucho más sin provocar por eso su ira. Es que aquí hay algo más profundo; aquí está teniendo cumplimiento lo que todos los evangelistas registran perplejos: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Estamos ante el misterio de la iniquidad humana: aquél que era «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14) iba a ser rechazado por los hombres hasta el punto de someterlo a la muerte más ignominiosa. Pero, aunque «nadie es profeta en su tierra» y la autoridad de Jesús era contestada, aunque fue sacado de la sinagoga y de la ciudad a empujones con intención de despeñarlo, sin embargo, Jesús mantiene su majestad, y queda dueño de la situación.

El pueblo de Israel, que había esperado y anhelado la venida del Mesías durante siglos y generaciones, cuando el Mesías vino, no lo reconocieron. Es que tenían otra idea de lo que debía ser el Mesías y no fueron capaces de convertirse a la idea del Mesías que tenía Dios. Un Mesías pobre que no tiene dónde reclinar su cabeza, que anuncia la Buena Noticia a los pobres y los declara «bienaventurados», que come con los publicanos y pecadores y los llama a conversión, esto no cuadraba con la idea del Mesías que se había formado Israel. La aceptación de Jesús como el Salvador, exigía un cambio radical de mentalidad; para decirlo breve, exigía un acto de profunda fe. Y este Evangelio se sigue repitiendo hoy, porque también hoy Jesús, por medio de su Iglesia, sigue diciendo las mismas cosas que provocaron el rechazo de sus contemporáneos. Y esas cosas provocan el rechazo también de muchos hombres y mujeres de hoy. También hoy es necesario un acto de confianza para aceptar a Jesús; estamos hablando del verdadero Jesús, es decir, del Jesús que no se encuentra sino en su Iglesia. Porque también hoy hay muchos que se han hecho una idea propia de Jesús, una idea de Jesús que les es simpática y que no los incomoda de ninguna manera, porque no les exige nada.

 Una palabra del Santo Padre:

«Muchas personas, reflexionando sobre la situación de nuestro mundo, se sienten consternadas y, a veces, incluso angustiadas. Las perturba constatar conductas individuales o de grupo que muestran una desconcertante ausencia de valores. Nuestro pensamiento va, naturalmente, a ciertos sucesos, algunos recientes, que, a quien los observe con atención, le producen un escalofriante sentido de vacío. ¿Cómo no interrogarse sobre las causas, y cómo no sentir la necesidad de alguien que nos ayude a descifrar el misterio de la vida, permitiéndonos mirar con esperanza al futuro? En la Biblia, los hombres que tienen esta misión se llaman profetas. Son hombres que no hablan en nombre propio, sino en nombre de Dios, movidos por su Espíritu.

También Jesús fue un profeta ante los ojos de sus contemporáneos que, impresionados, reconocieron en él «un profeta poderoso en obras y palabras» (Lc 24, 19). Con su vida, y sobre todo con su muerte y resurrección, se acreditó como el profeta por excelencia, pues es el Hijo mismo de Dios. Es lo que afirma la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). El misterio del profeta de Nazaret no deja de interpelarnos. Su mensaje, recogido en los evangelios, permanece siempre actual a lo largo de los siglos y los milenios. El mismo dijo: «El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31).

En Jesús su Hijo encarnado. Dios ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia, y la Iglesia vuelve a proponerla siempre con nueva confianza, sabiendo que es la única palabra capaz de dar sentido pleno a la vida del hombre. Muchas veces la profecía de Jesús puede resultar molesta, pero es siempre saludable. Cristo es signo de contradicción (cf. Lc 2, 34), precisamente porque llega al fondo del alma, obliga a quien lo escucha a replantearse su vida y le pide la conversión del corazón».

Juan Pablo II. Ángelus, 26 de enero de 1997  

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.  

1. ¿Nos asusta el predicar la Palabra? ¿Nos asusta denunciar el error y callarnos ante situaciones que sabemos no son correctas? Pidamos a Dios el don del coraje y seamos fieles a la verdad. Solamente la verdad nos hará libres.

2. Todos estamos llamados a conocer lo que Dios quiere de nosotros de manera particular. Veamos a María y recemos para que ella nos ayude a estar abiertos al amoroso Plan de Dios en nuestras vidas.  

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 494. 781. 897-913.


Reflexión recibida a través  de nuestro amigo Juan Ramón Pulido, Presidente diocesano de A.N.E. Toledo.

CATEQUESIS VOCACIONAL XVI Pastores según mi corazón


(Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendándonos su lectura y meditación, y sobre las que se refirió  en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española.) 


Caminando juntos

Uno de los métodos aceptados por la Iglesia en su servicio de interpretación de las Escrituras y usado con frecuencia por los exegetas es el llamado método alegórico, que es válido siempre que el núcleo catequético contenido en los textos bíblicos no sea desvirtuado. Teniendo en cuenta esto, vamos a servirnos de la alegoría para presentar toda una serie de rasgos comunes que encontramos en el ofrecimiento que hace Abrahám de Isaac y el del Padre que ofrece, entrega, a su Hijo al mundo. El telón de fondo que se adivina en las figuras Abrahám-Isaac, se abre en toda su plenitud en Dios y su Hijo. Telón que tiene un nombre: la salvación de la humanidad.

Viajamos en el tiempo, y nos encontramos con Abrahám que camina con su hijo hacia el monte, señalado por Yahvé, en el que va a ser ofrecido en holocausto (Gé 22,1…).Nos imaginamos a los dos unidos estrechamente como si ambos compartiesen corazón y voluntad. Padre e hijo saben lo que están haciendo, sobran explicaciones. A Isaac le es suficiente la experiencia que tiene de su padre y que se resume en dos palabras: amor y gratitud. Quizá este caminar lado a lado fue lo que siglos más tarde inspiró al salmista esta bellísima plegaria que, por supuesto, alcanza su plenitud en el Mesías: “Aunque camine por valle de tinieblas, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo” (Sl 23,4).

Intuía que la muerte no iba a tener la última palabra, intuición que se ve reforzada cuando su padre dice a los sirvientes que le acompañaban: “Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros”. “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”-dijo Jesús a sus discípulos cuando su muerte había sido decidida (Jn 16,22). Ya con anterioridad les había comunicado que aun cuando sería entregado a la muerte, se levantaría sobre ella, resucitaría: “Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día (Mt 16,21). Al tercer día, acabamos de escuchar… “al tercer día levantó Abrahám los ojos y vio el lugar –del sacrificio- a lo lejos…”

Sondeamos ahora uno de los aspectos catequéticos más profundos y entrañables que nos ofrece el diálogo que cruzan Abrahám y su hijo en su camino hacia el monte donde se va a realizar el sacrificio. Nos dice el autor que ambos, padre e hijo, “caminaban juntos”. La   piedra-altar donde Isaac -que carga sobre sus espaldas la leña- va a ofrecer su vida, está ya a la vista; es entonces cuando su voz se eleva majestuosamente por encima del desenlace trágico que parece inminente: ¡Padre!

¿Qué movimiento del alma, qué estremecimiento sacudió violentamente las entrañas de Abrahám al oírse llamar por su hijo? Nos lo imaginamos; sólo eso. De la misma forma que sólo nos es posible imaginar el estremecimiento del corazón del Padre al ver al Hijo caminar con la cruz hacia el Calvario. ¿Dónde está el cordero para el holocausto? -pregunta Isaac a su padre. ¡Dios proveerá! -responde éste. “Y siguieron caminando los dos juntos”. Por dos veces en este mismo pasaje, repleto de fe, amor, confianza, dolor, angustia, aflicción, nos dice el autor del Génesis que caminaban juntos.

Mi Padre está conmigo

A la luz de la experiencia de Abrahám e Isaac, acercamos nuestra alma al testimonio de Jesús quien, sobreponiéndose al cúmulo de humillaciones, desprecios y burlas que ya se ciernen sobre Él y que alcanzarán su punto culminante en su muerte de cruz como si fuera un maldito (Gá 3,13), proclama con serena majestad: “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,29).  No es simplemente estar juntos como Abrahám e Isaac. La experiencia-realidad de Jesús alcanza la plenitud de la comunión con el que le envía. Oigamos lo que dice a sus discípulos: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,11).

Jesús sabe que está llevando a su pleno cumplimiento toda la Escritura (Mt 5,17); por lo tanto, también la figura de Isaac en todas sus dimensiones: su relación con su padre, su caminar juntos a lo largo de la misión confiada, la prodigiosa intervención de la Voz de lo alto mostrando a Abrahám un cordero para el sacrificio. Jesús no espera ningún cordero que le sustituya en la cruz; sabe que ¡Él es el Cordero que carga con el pecado del mundo! (Jn 1,29).

Sin embargo, el “¡Dios proveerá!” que Abrahám anunció a su hijo Isaac, resuena en Él con toda la fuerza y convicción que emanan del amor y la confianza que tiene en su Padre. Sólo así se entiende el enlace que hace con el anciano patriarca ante los judíos que se resistían a creer en Él: “Vuestro padre Abrahám se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró” (Jn 8,56).

El gozo de Abrahám viendo a lo lejos la resurrección del Hijo de Dios, de esto es de lo que está hablando Jesús. Su Día no es otro que el día de Yahvé por excelencia, día en el que realizó la obra que está por encima de todas las obras, la maravilla de las maravillas. Tal y como nos anuncian los santos Padres de la Iglesia: el Día de la resurrección del Señor. Día que absorbe, hasta anularla por completo, “la hora del poder de las tinieblas” (Lc 22,53).

Es el día Santo y Glorioso en el que Dios Padre levantó a su Hijo del sepulcro, abriendo así la vida eterna a toda la humanidad; el día en que sus discípulos -los de entonces  y los de todos los tiempos- han venido a saber que era verdad que el Padre “dio al Hijo tener vida en sí mismo” (Jn 5,26). Es el Día de los días, en el que podríamos decir que Dios se esmeró hasta el extremo en su amor por el hombre. Día, en fin, anunciado y profetizado por el salmista con toda clase de epítetos que rivalizan en esplendor. “…Ésta ha sido la obra de Yahvé, una maravilla a nuestros ojos. ¡Este es el día que Yhavé ha hecho, exultemos y gocémonos en él! ¡Yahvé nos da la salvación! ¡Yahvé nos da la victoria!…” (Sl 118,23-25).

La muerte ha sido absorbida por la victoria -cantaban los primeros cristianos en sus liturgias al celebrar la resurrección del Señor. La hora del príncipe de este mundo ha sido absorbida por el Día de Yahvé, convertido ahora en el Día de su Hijo, aquel que Abrahám vio a lo lejos con los ojos de su alma provocando su exultación.

Jesús, el Pastor por excelencia, da su vida por sus ovejas sin separarse de su Padre. Al igual que Abrahám con Isaac, ambos caminaron juntos a lo largo de la misión. Lo que ahora nos llena de sorpresa y colma de gozo es ver que el Hijo de Dios pasa el paralelismo que ha vivido con el Padre respecto a Abrahám e Isaac, a sus discípulos, aquellos que han de pastorear el mundo entero con su Evangelio, al que Pablo llama “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16).

No les envía a anunciar el Evangelio por su cuenta y riesgo, menos aún como obra suya y personal. No, Él está con ellos en su misión, nunca les dejará solos, como el Padre nunca le dejó a Él. Así se lo hace saber cuando les envía por el mundo entero. “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). El yo estaré con vosotros no es sólo una garantía de seguridad, sino -y por encima de todo- garantía de que serán pastores según su corazón.

A vuestro lado estoy

Id, yo os envío, al tiempo que estoy con vosotros. Seré un solo corazón con el de cada uno de mis pastores, a lo largo de los siglos. Nada de lo que les suceda me será extraño, eso es lo que yo viví en mi propia carne. Si yo pude llevar a cabo mi misión fue porque mi Padre no se separó de mí ni yo de Él. Mis pastores tampoco estarán solos: yo estaré con ellos, no les abandonaré al poder de “la hora de las tinieblas”. Participarán de mi Día, el que vio Abrahám a lo lejos, el que creó mi Padre cuando invadió con su luz las estrechas y gélidas paredes del sepulcro. ¡No temáis, pastores míos, yo estoy con vosotros! Vuestra vida es sumamente preciosa a mis ojos, al igual que la mía lo fue a los ojos de mi Padre (Sl 72,14).

El Hijo de Dios está con -de parte de- los suyos, de sus discípulos-pastores, por el hecho de que comparten con Él causa y misión. Él y sus pastores, a los que envía por todo el mundo con el Evangelio de la gracia (Hch 20,24), son un solo corazón; en su interior arde un mismo fuego: el firme y decidido deseo de que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). 
Es por ello que los pastores -así sellados por el Amor de Dios- no tienen patria fija, ni moldes, ni sistema que les aten o coarten. Han nacido del espíritu, cuyo soplo nadie puede controlar (Jn 3,8). Justamente porque ellos mismos son los primeros que han renunciado a controlar el soplo de Dios –al contrario de los “sabios e inteligentes” (Mt 11,25)-, se dejan moldear y amar por su Pastor a imagen suya. Conocen la libertad de tener bastante con Dios, de ahí que su patria sea hoy una y mañana otra. Comparten con sus ovejas el Evangelio que han recibido, por eso son maestros en saber estar con los hombres.

Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo -les había dicho el Señor resucitado. Estos hombres, tan débiles para creer y sostenerse ante su muerte, recibieron la fuerza de estas palabras-promesas. Acogieron y creyeron. A partir de entonces fueron con el tesoro del Evangelio, que gratuitamente acababan de recibir, al encuentro de sus hermanos. Les esperaba un pueblo hostil. Bien pronto se acostumbraron al hecho de que el mundo entero es hostil al Evangelio. Mientras dios no sea más que un becerro de oro que el hombre pueda llevar a su antojo (Éx 32,1 ss.), nunca habrá problema ni hostilidad. Pero si es el Dios del Evangelio, el que da la Vida, descolocando por completo la minúscula vida levantada con tanto esfuerzo y dedicación, entonces sí, acontece el rechazo.

Bien sabían esto los apóstoles, los primeros pastores de Jesús. También ellos habían pasado por el seguimiento a Jesús sin renunciar al control de su pequeña vida, lo que les llevó al abandono en la noche del Huerto de los Olivos. Noche en que unas traiciones se sucedieron a otras. Ahora, enviados por el Resucitado y con la garantía de estar junto a Él, llenaron toda Jerusalén de su Evangelio, como bien les dijeron en forma acusatoria los acianos del Sanedrín (Hch 5,27-28).

No se arredraron; les quemaba demasiado el Evangelio de Jesús como para colocarlo como reliquia en un documento  fundacional o en un museo. Continuaron, pues, dando testimonio público del Señor Jesús y su Evangelio, por lo que la persecución se hizo cada vez más apremiante. Así hasta que uno de los doctores de la ley –Gamaliel- llamó la atención de todo el Sanedrín con esta advertencia: ¡Cuidado con lo que estamos haciendo! Si la obra que estos hombres están llevando a cabo es de Dios, “no conseguiréis destruirles. A ver si es que os encontráis luchando contra Dios” (Hch 5,39).

Parece como si les estuviera recordando el drama de los ejércitos de Egipto que, al salir en persecución de Israel, se vieron arrollados por las aguas del mar Rojo. Ante la furia de las aguas gritaron aterrados: “Huyamos ante Israel, porque Yahvé pelea por ellos” (Éx 14,25). ¡Cuidado! –les dice Gamaliel– porque algo me dice que Dios está con ellos. Acertó. Por supuesto que estos sabios del Sanedrín, tan inteligentes ellos, no le  hicieron mayor caso. Por su parte, los apóstoles vieron cumplidas las palabras de Jesús: Yo estaré con vosotros, caminaremos juntos.   



domingo, 17 de enero de 2016

HERMANDADES SACRAMENTALES PURAS. SOLEMNE ACTO EUCARÍSTICO





Doña Teresa Enríquez, "La Loca del Sacramento", desde que  en 1511, año en que llegó a Sevilla como integrante del séquito del Rey Fernando el Católico y de su segunda esposa Germana de Foix, se dedicó desde entonces a fomentar la Adoración al Santísimo Sacramento.

 Traía consigo la famosa Bula Pastoris Aeternis expedida en Roma el 21 de agosto de 1508 por el Papa Julio II, concediendo indultos y especiales privilegios para las cofradías eucarísticas que se iban instituyendo bajo el patrocinio de tan noble Dama en todos los reinos españoles.

Se conocen datos de que en el Siglo XVI se fundaron tres Hermandades Sacramentales; la del Sagrario de la Metropolitana Iglesia Catedral; Santa María Magdalena y la de San Ildefonso.

El fervor Eucarístico se enraíza en nuestra ciudad llegándose a fundar un total de 47 Hermandades Sacramentales.

A lo largo del tiempo y por diversas circunstancias 40 de ellas se anexionaron con otras Cofradías, de Penitencia o de Gloria,  ubicadas en sus mismos templos; de tal modo que siete Sacramentales no fusionadas  han mantenido sus orígenes fundacionales.



Estas Hermandades Puras organizan cada año un Acto Eucarístico conjunto cuya celebración rotan a través de sus respectivas  Parroquias y cuyo fin principal es dar público testimonio de amor, devoción y reverencia al Augusto Sacramento del Altar e invocar al Señor sus bendiciones al comienzo de cada año.

En la presente ocasión se ha celebrado en la Parroquia de San Pedro el Real Príncipe de los Apóstoles, repleta de feligreses que participaron en la Eucaristía presidida por el Sr. Arzobispo Mons. Juan José Asenjo y concelebrada por los Párrocos de San Pedro, de San Gil y el Vicario de San Pedro.

En su homilía D. Juan José exaltó la importancia de la Eucaristía recordando la conveniencia de participar diariamente en su celebración y  Adoración; animó a las Sacramentales fusionadas mantengan vivo su espíritu fundacional.

Tras la Exposición y Adoración de la Santísima Eucaristía se celebró solemne Procesión claustral con S.D.M. bajo palio, finalizando con Bendición y Reserva.





El acompañamiento de la CORAL DE SAN FELIPE NERI contribuyó a la grandeza del Acto con cantos de Bach y de Gounod.




sábado, 16 de enero de 2016

Si no vas a Misa estas Lecturas te acercaran a una sintonía más clarificadora, solidaria y hermosa. Si vas, te servirán de recuerdo y preparación. Y si no vas, pero quieres ir, te ayudaran a acercarte a la puerta


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BODA EN CANÁ

¡Haced lo que Él os diga!. Sin demora.
Tus órdenes acatan los sirvientes,
es mandato de madre y de señora.

Jesús dice, llenad los recipientes
de agua hasta los bordes y llevad
a probar este vino a los presentes.

Fue por tu mediación, tu caridad,
este primer milagro del Mesías
que esclareció su gloria, su deidad,
y adelantó futuras alegrías.

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«Tú eres mi Hijo Amado, el predilecto»

Lectura del libro del profeta Isaías (40, 1-5.9-11): Abramos nuestros corazones al Señor.

«Consolad, consolad a mi pueblo - dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados. Una voz clama: "En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios.  Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie.  Se revelará la gloria de Yahveh, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahveh ha hablado".
Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: "Ahí está vuestro Dios".  Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas.»

Salmo 103, 1-4. 24-30

R./ Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, que grande eres!

Lectura de la carta de San Pablo a Tito (2, 11-14; 3, 4-7): Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo

«Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras.»
«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna.»

Lectura del santo Evangelio según San Lucas (3, 15-16.21-22): Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos

«Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo: "Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo:  "Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado".»


Nota:
En el presente año C, pueden utilizarse también las siguientes lecturas:
PRIMERA LECTURA: Isaías 42, 1-4. 67
SEGUNDA LECTURA: Hechos de los apóstoles 10, 34-38


& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Sin que aparezca la palabra «novedad» en los textos litúrgicos, todos ellos se refieren, en cierta manera, a la novedad de la acción de Dios en la historia. Es nuevo el lenguaje de Dios en Isaías: «ha terminado la esclavitud..., que todo valle sea elevado y todo monte y cerro rebajado..., ahí viene el Señor Yahveh con poder y su brazo lo sojuzga todo».
Es absolutamente nuevo que Jesús sea bautizado por Juan, que el cielo se abra, que el Espíritu descienda en forma de paloma, que se oiga una voz del cielo: «Tú eres mi hijo predilecto». Es nueva la realidad del hombre que ha recibido el bautismo: «un baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Señor».

J La novedad sólo puede venir de Dios

El hombre, desde los mismos inicios, lleva la huella del pecado original. Se trata de una realidad común a toda la humanidad. Esta es la triste condición humana. El hombre puede gritar, desesperarse, blasfemar; o puede sentir el peso de la culpa, pedir perdón y ayuda, esperar. Lo que está claro es que sólo Dios puede echarle una mano; sólo Dios puede cambiar su vieja condición pecadora en pura novedad de gracia y misericordia.
Está igualmente claro que Dios siempre está de parte del hombre y actúa en favor de él, porque «ha sido creado a imagen y semejanza suya». La liturgia presenta tres momentos históricos de la intervención de Dios: primero interviene para liberar al pueblo israelita de la esclavitud de Babilonia (primera lectura), luego para revelar al mundo la filiación divina de Jesús (Evangelio), finalmente para manifestar a los hombres la nueva situación creada en quienes han recibido el bautismo (segunda lectura). La consecuencia es lógica: Si Dios ha intervenido en el pasado con una irrupción de vida y esperanza nuevas, Dios interviene en el presente e intervendrá en el futuro, porque el nombre más propio de Dios es la fidelidad.

J La manifestación de Jesús

La manifestación («epifanía») de Jesús se realiza en tres momentos. En los tres se trata de poner en evidencia ante los hombres quién es Jesús. El primer momento es el que se recuerda en la solem­ni­dad de la Epifanía que celebrábamos el Domingo pasado: llegan tres magos de oriente pre­guntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha naci­do?». Cuando lo encuentran le ofrecen dones: oro como a Rey, incienso como a Dios y mirra como a quien ha de morir. Empezamos a comprender quién es este Niño que nació en medio de nosotros tan ignorado.
El segundo momento ocurre en el bautismo de Jesús por medio de Juan en el Jordán. Es el momento que celebramos este Domingo. El mismo Juan  responde acerca de su bautismo:  «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis... yo he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel» (Jn 1,26.31). Esa manifestación es la que nos narra el Evangelio de hoy. El tercer momento ocurre en las bodas de Caná. Este pasaje, que es el Evangelio del próximo Domingo, termina diciendo el Evangelista: «En Caná de Galilea comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).

J El pueblo estaba a la espera...

El Evangelio de hoy nos informa sobre el ambiente que se vivía en Israel cuando Jesús comienza su ministerio público. Las personas más sensibles a los cami­nos de Dios presentían que estaba cerca el momento en que Dios iba a cumplir su promesa de salvación (enviando al Cristo, al Mesías anunciado en los profetas). En esto tenían razón, porque el Cristo ya estaba en medio de ellos, pero no en su identificación.  «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazo­nes acerca de Juan, si no sería él el Cristo». Juan recti­fica inmediata­mente, indicando lo más esencial del Cristo: estará lleno del Espíritu Santo. Así estaba anunciado. Y no sólo estará lleno del Espíritu, sino que Él lo comuni­cará a los hom­bres.
David había sido establecido como rey en Israel por medio de la unción por parte del profeta Samuel. David era entonces un Ungido (un Mesías). Pero no fue la unción la que hizo de él el gran rey que recuerda la histo­ria, sino el Espíritu de Dios que por medio de ese signo visible le había sido comunicado. Había que atribuir todo lo grande que fue David al Espíritu de Dios que estaba en él. Juan bien sabía esto. Por eso lo expresa de la manera más evidente: «El Cristo bautizará en Espíritu Santo».

J El Espíritu Santo  

Habiendo sido bautizado Jesús, «se abrió el cielo y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal como una paloma». Hay algo insólito en esta des­cripción que no debe pasar inadvertido. El texto dice literalmente que el Espíritu bajó "en forma corporal" (en griego: "soma­tikó"). ¿Cómo es posible un espíritu corpo­ral? El Espíritu es inmaterial. Pero en este caso era necesario que se viera, para que quedara en evidencia que en Jesús se cumplen las palabras de Dios sobre el Mesías espera­do: «He puesto mi Espíritu sobre él». Y como si este signo no fuera suficiente para iden­tifi­car al Cristo, una voz del cielo le dice: «Tú eres mi Hijo, yo te he engen­drado hoy».
En los episodios siguientes Lucas insiste sobre la presencia del Espíritu en Jesús. Después del bautismo dice: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto» (Lc 4,1). Y concluida la narración de las tentaciones, agrega: «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Pero, sobre todo, es Jesús mismo el que, entrando en la sinagoga de Nazaret, lee la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido». Y la comenta así: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Lc 4,18.21). Es lo mismo que afirmar: «Esta profecía se refiere a mí, yo soy el que poseo el Espíritu del Señor, yo soy el Ungido, el Mesías».
Siendo uno de la Trinidad, Jesús posee el Espíritu desde la eternidad. Pero en cuanto se ha hecho hombre lo recibe para realizar la obra de la redención y comunicarlo a los hombres. Por eso «Él bautiza en el Espíritu Santo». El Espíritu, que recibimos de Cristo, después que Él lo ha recibido del Padre, nos configura con Él, sobre todo, en su condición de Hijo de Dios. San Pablo lo dice de manera insuperable: "Habéis recibido un Espíritu de hijos adopti­vos, que nos hace exclamar: '¡Abba, Padre!' El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rom 8,15-16).

+  Una palabra del Santo Padre:

Decía: es la fe de la Iglesia. Esto es muy importante. El Bautismo nos introduce en el cuerpo de la Iglesia, en el pueblo santo de Dios. Y en este cuerpo, en este pueblo en camino, la fe se transmite de generación en generación: es la fe de la Iglesia. Es la fe de María, nuestra Madre, la fe de san José, de san Pedro, de san Andrés, de san Juan, la fe de los Apóstoles y de los mártires, que llegó hasta nosotros, a través del Bautismo: una cadena de trasmisión de fe. ¡Es muy bonito esto!

Es un pasar de mano en mano la luz de la fe: lo expresaremos dentro de un momento con el gesto de encender las velas en el gran cirio pascual. El gran cirio representa a Cristo resucitado, vivo en medio de nosotros. Vosotras, familias, tomad de Él la luz de la fe para transmitirla a vuestros hijos. Esta luz la tomáis en la Iglesia, en el cuerpo de Cristo, en el pueblo de Dios que camina en cada época y en cada lugar. Enseñad a vuestros hijos que no se puede ser cristiano fuera de la Iglesia, no se puede seguir a Jesucristo sin la Iglesia, porque la Iglesia es madre, y nos hace crecer en el amor a Jesucristo.

Un último aspecto surge con fuerza de las lecturas bíblicas de hoy: en el Bautismo somos consagrados por el Espíritu Santo. La palabra «cristiano» significa esto, significa consagrado como Jesús, en el mismo Espíritu en el que fue inmerso Jesús en toda su existencia terrena. Él es el «Cristo», el ungido, el consagrado, los bautizados somos «cristianos», es decir consagrados, ungidos. Y entonces, queridos padres, queridos padrinos y madrinas, si queréis que vuestros niños lleguen a ser auténticos cristianos, ayudadles a crecer «inmersos» en el Espíritu Santo, es decir, en el calor del amor de Dios, en la luz de su Palabra.

Por eso, no olvidéis invocar con frecuencia al Espíritu Santo, todos los días. «¿Usted reza, señora?» —«Sí» —«¿A quién reza?» —«Yo rezo a Dios» —Pero «Dios», así, no existe: Dios es persona y en cuanto persona existe el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. «¿Tú a quién rezas?» —«Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo». Normalmente rezamos a Jesús. Cuando rezamos el «Padrenuestro», rezamos al Padre. Pero al Espíritu Santo no lo invocamos tanto. Es muy importante rezar al Espíritu Santo, porque nos enseña a llevar adelante la familia, los niños, para que estos niños crezcan en el clima de la Trinidad santa. Es precisamente el Espíritu quien los lleva adelante. Por ello no olvidéis invocar a menudo al Espíritu Santo, todos los días. Podéis hacerlo, por ejemplo, con esta sencilla oración: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Podéis hacer esta oración por vuestros niños, además de hacerlo, naturalmente, por vosotros mismos.».

Francisco. Homilía en la Fiesta del Bautismo del Señor. 11 de enero de 2015.



'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. En el Catecismo se dice que el bautismo imprime carácter, es decir, el bautismo se recibe una sola vez y para toda la vida. ¿Qué pasa, entonces, cuando no se vive como cristiano? ¿Cuando se vive indiferente a la propia fe? ¿Cuándo se tiene más fe en horóscopos y supersticiones que las verdades que Dios nos ha transmitido?

2. “Recuerda que eres un bautizado”, “Sé lo que eres, vive lo que eres”. ¿Soy consciente del compromiso que he asumido con mi bautismo?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1262 - 1274.



 Agradecemos el envío de esta información a don Juan Ramón Pulido, presidene diocesano de A.N.E. Toledo.

CATEQUESIS VOCACIONAL Pastores según mi corazón – XV

(Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendándonos su lectura y meditación, y sobre las que se refirió  en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española.) 


Jesús: Discípulo y Maestro
Uno de los rasgos que los profetas nos presentan como más determinante en lo que respecta a reconocer al Mesías esperado es el de su relación de discípulo con Yahvé, su Padre. Isaías, iluminado por el Espíritu Santo, conjuga de forma magistral el oído abierto del Mesías con su capacidad de hacer llegar, por medio de su predicación, palabras colmadas de fuerza interior que servirán para levantar a los débiles, a los cansados, a todos aquellos que ya no esperan nada de nadie, ni siquiera de Dios: “El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50,4).
Mañana tras mañana conecta el Señor Jesús con el Padre, alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su voluntad, que no es otra que llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo a este respecto que proclama solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta, que lo que sale de sus labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Jesús es Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro (Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque primeramente ha sido el Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al Padre en actitud de continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir de Isaías, mostrando así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene autoridad para decir a los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17).
Fijémonos bien en lo que dice: “os haré llegar a ser”. Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión utilizada por los autores bíblicos que nos narran la creación, la génesis del mundo. Jesús no funda una escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la génesis donde unos pobres hombres llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan: el Evangelio, y porque Él mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos libremente aceptan el seguimiento.
El hombre que se acerca a Jesucristo como Señor descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y Pastor, gesta en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber distinguir, al tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da la Palabra; mas no termina ahí el gozo, el asombro, de los suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así como Él llegó a ser Maestro por la calidad y profundidad de su ser discípulo del Padre, acontece que –y ahí radica el asombro que da paso al estupor- también ellos, por la calidad de su discipulado, llegan a ser maestros por el Maestro, pastores por el Pastor según su corazón.
Todo esto,  por muy sublime que sea, no tendría ningún valor si no estuviese apoyado y atestiguado por el mismo Jesucristo, por su Evangelio. La buena noticia es que no hemos inventado absolutamente nada, ni siquiera ha sido necesario sondear hasta la saciedad escritos de diversos expertos en espiritualidad con el fin de encontrar un apoyo a lo que estamos diciendo. Las palabras que Jesús proclama a este respecto son meridianamente claras. Hablando con su Padre, y con evidente intención catequética hacia los suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,6-8).
Mi Padre os quiere
Con la indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús (Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de nuestro Maestro para partir como  Pan de Vida que es, estas palabras, no estoy echando mano de una frase hecha, de un cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos abre por medio de su Hijo la Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese no sería más que –siguiendo analógicamente a Pablo- “un bronce que suena o un címbalo que retiñe” (1Co 13,1).
Partimos, pues, el Pan Vivo de este texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”, como diría Pablo (1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como se expresa Isaías (Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que experimentaban los judíos al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos –el Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de su enseñanza (Mt 7,28).
Juan inicia el capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de hombres”, es decir, maestros y pastores.
En esta su sublime y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus discípulos; unos hombres que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y han guardado tu Palabra”. Las palabras que ha proclamado a lo largo de su predicación no eran suyas, sino que, como hemos visto anteriormente, le eran dadas por su Padre.
Ahora, y teniendo en cuenta el tema de este libro -Pastores según el corazón de Dios-, nos centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su magisterio y pastoreo  a estos discípulos, imagen de la Iglesia, que están junto a Él celebrando la            cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia, está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).
Confiesa Jesús al Padre que  ha dado a sus discípulos las palabras que  Él le ha confiado; y añade a continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición indispensable para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia. Es entonces cuando la fuerza interior que emana de ellas engendra la fe, la fe adulta. En esta misma dirección, Pablo afirma que es la predicación la que engendra la fe (Rm 10,17).
Puesto que la fe no es estática, sino que, por el contrario -siguiendo el símil del universo- está siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace partícipes del mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la catequesis que ha dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos  y yo en ellos” (Jn 17,26).
Las palabras que tú me diste
A la luz de estos textos, vemos cómo Jesús sitúa a sus discípulos en una dimensión con Dios Padre que, aunque nos parezca exagerada, es semejante  -lo proclama Él mismo- a la suya. Es una semejanza que nadie se atrevería a afirmar si no fuera porque, como ya he dicho, conocemos de primera mano: de la boca del mismo Hijo de Dios. Escuchemos las palabras que dirige a María Magdalena en la mañana de su resurrección gloriosa: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17b).
Algo muy determinante  aconteció a partir de la victoria de Jesucristo sobre la muerte; es todo un salto cualitativo en la relación del hombre con Dios. Las alusiones de Jesús a “mi Padre”,  que tantas veces encontramos a lo largo del Evangelio, dan paso ahora a una realidad imposible de abarcar por su adimensionalidad. Le oímos decir: “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”. No hay duda de que ésta ha sido, si es que así podemos hablar, la obra maestra de nuestro Buen Pastor: su Padre es nuestro Padre y su Dios es nuestro Dios, con todo lo que ello implica. Es su Palabra la que ha engendrado este nuevo ser del hombre en Dios. Palabra que ha engendrado en sus discípulos la fe adulta, puesto que les ha permitido ver y reconocer en su Señor al Enviado de Dios Padre.
Estos datos catequéticos recogidos por Juan a lo largo de la última cena nos dan pie para pensar que fueron los que forjaron la columna vertebral de la espiritualidad de la Palabra, de la que rezuma el Prólogo de su evangelio.  Llevado del santo y sagrado atrevimiento que tienen aquellos que han penetrado en la intimidad de Dios, proclama que “todos aquellos que recibieron -acogieron la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Fijémonos bien en lo que dice Juan: “hacerse”, que equivale al “llegar a ser”  que  vimos cuando Jesús llamó a Pedro y  Andrés a ser pescadores de hombres (Mc 1,17). Jesús -Señor, Maestro y Pastor-, ofrece a los hombres el Evangelio que les engendra como hijo de Dios; que les permite, igual que Él, llamar al Padre, mi Padre; y a Dios, mi Dios. He ahí la misión primordial de los pastores llamados y enviados por el Señor Jesús. He ahí los pastores que, al tener una relación con Dios parecida a la del Hijo, pastorean según su corazón.
Estos pastores siguen los pasos de su Señor, sus huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas” (1P 2,21). Muchas son las penalidades que estos pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio. Pedro considerará un gran gozo, al tiempo que una inestimable gracia, el hecho de participar de los sufrimientos del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1P 4,13).
Por supuesto que sí, que los pastores según el corazón de Dios participan de los sufrimientos de Jesucristo. Esta realidad es una constante en las cartas apostólicas. Mas no nos podemos quedar sólo en eso; los gozos y las alegrías de los pastores según Jesucristo son indeciblemente mayores que las penalidades; además éstas son curadas por la capacidad de amar y perdonar que Jesús da a los suyos, mientras que el júbilo y las satisfacciones que tienen están en las manos de Dios; hacen parte de ese tesoro anunciado en el Evangelio por Jesús, y que no está expuesto al peligro de los ladrones ni a la corrosión de la polilla (Lc 12,32).
Entre los gozos y satisfacciones de incalculable valor que Dios preserva y protege para los suyos, nombraremos uno que nos llama la atención por su absoluta originalidad; me estoy refiriendo al júbilo indescriptible de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras otra, las mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También ellos pueden un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor: “Tuyas eran –las ovejas- y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se las he dado a  ellas y ellas las han aceptado…” (Cfr. 17,6-8).