Carta del Arzobispo
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos en este
domingo con toda la Iglesia la Jornada del Emigrante y el Refugiado. Año tras
año vamos tomando conciencia de que las migraciones son una realidad que
históricamente ha existido siempre, con distintos protagonistas, direcciones y
destinos, algo que no debemos interpretar sólo desde los acontecimientos o
sucesos de que nos dan cuenta con frecuencia los medios de comunicación social.
Según la Organización Internacional de las Migraciones en nuestro mundo
globalizado hay 232 millones de emigrantes internacionales.
Estas cifras son signo y consecuencia de situaciones de
violencia, injusticia, y desigualdad que empujan a personas y familias a
desplazarse buscando una oportunidad de paz y bienestar que no les ofrecen sus
lugares de origen. Las novedades que presenta este fenómeno hoy tienen que ver
con su mayor dimensión y con su dramatismo, por la dificultad que suponen unas
fronteras, levantadas desde posiciones de privilegio y de poder, cada vez más
peligrosas e impenetrables. Las imágenes de miles de hombres, mujeres y niños
procedentes de países en guerra agolpándose a las puertas de Europa y
arriesgando su vida hasta la muerte en el Mediterráneo nos han conmovido y sacudido
nuestra conciencia. Aunque se hayan apagado los focos de la atención mediática,
sabemos que estas familias siguen sufriendo en nuestras fronteras.
En las
esferas políticas apenas se ha adoptado un compromiso, todavía hoy no cumplido,
de albergar alrededor de un 20% de los que ya están esperando a lo largo de la
extensa valla del límite este de la Unión. Esta manifiesta incapacidad para dar
respuesta a una emergencia humanitaria de tal calibre contrasta con la
generosidad desplegada por los ciudadanos europeos de buena voluntad, decididos
a ser hospitalarios ofreciendo edificios, recursos y víveres.
En nuestra
Iglesia de Sevilla han sido numerosos los ofrecimientos de parroquias,
congregaciones religiosas masculinas y femeninas, hermandades, grupos, movimientos
y particulares para aliviar el drama de los refugiados. En estos momentos, a la
espera de unos contingentes organizados que no parece que vayan a llegar a
corto plazo, invito a que serenemos la reflexión, buscando profundidad y
discernimiento en nuestra respuesta.
Hay algunas claves importantes: En primer
lugar, se confirma el efecto perverso que ha tenido la crisis de los refugiados
en un reforzamiento del blindaje de las fronteras externas de Unión Europea y
el consiguiente sufrimiento para miles de personas atrapadas en ellas. Tenemos
presente en especial la frontera más cercana, la frontera sur de Europa, desde
donde nos llegan preocupantes noticias de violencia y condiciones infrahumanas
para los emigrantes subsaharianos: no podemos permanecer indiferentes y ser
cómplices silenciosos de que se esté financiando a los países limítrofes para
que sean gendarmes de Europa a cualquier precio, mirando para otro lado y sin
preocuparnos por el elemental respeto a los derechos humanos.
En segundo lugar,
se insiste machaconamente en una peligrosa diferenciación entre emigrantes y
refugiados, en especial sirios, considerando legítimo el derecho de estos
últimos y no el de los primeros. La Iglesia rechaza esta distinción,
reconociendo la emigración como un derecho fundamental de todo ser humano, y se
siente llamada a acoger como hermanos a quienes huyen de cualquier tipo de
violencia, sea esta fí- sica, económica, social o provocada por las cada vez
más frecuentes catástrofes naturales.
Por último, hemos de evitar ofrecer sólo
respuestas de emergencia, olvidando que los proyectos migratorios son largos y
complejos. No se trata sólo de una acogida de urgencia que no resolverá las
dificultades a medio y largo plazo. Seamos comunidades hospitalarias e
integradoras para los que ya viven entre nosotros y para los que vengan en el
futuro, entendiendo la realidad migratoria como un don de Dios, que nos invita
a recorrer juntos un camino que nos hace crecer y nos enriquece como sociedad.
Así lo compruebo personalmente en mis visitas a las parroquias, en las que
siempre encuentro emigrantes católicos, que refrescan y rejuvenecen nuestras
comunidades parroquiales. Ante los emigrantes, nuestra respuesta es el
Evangelio de la Misericordia, lema de esta Jornada en el año Jubilar en el que
todos estamos llamados a ser “misericordiosos como el Padre”.
La existencia de
emigrantes y refugiados golpea nuestra conciencia y nos emplaza a una
conversión profunda del corazón, pues como escribiera san Juan de la Cruz, en
la noche de la vida, nos juzgarán del amor. En efecto, en el momento crucial
del juicio, uno de los criterios de discriminación será éste: Fui forastero o
emigrante y me acogisteis.
Que en esta Jornada el Señor Jesús nos conceda la
gracia de saber mirar como mira Él, a lo profundo del ser humano, derribando
todas las fronteras geográficas y emocionales, desde la alegría y el
agradecimiento por sentirnos profunda y gratuitamente amados por el Señor. Sólo
desde esta mirada que reconoce la propia debilidad e identifica la vulnerabilidad
del prójimo, propiciaremos encuentros que puedan disipar todos los miedos y
prejuicios, abriéndonos al dar y recibir, y construyendo una humanidad
fraterna.
Para todos, mi saludo
fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo
Pelegrina
Arzobispo de Sevilla.
( tomado del semanario Iglesia en Sevilla, nº 48 )
No hay comentarios:
Publicar un comentario