(Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote
Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendándonos su lectura y meditación,
y sobre las que se refirió en la convivencia que mantuvo con los
Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna
Española.)
Jesús: Discípulo y
Maestro
Uno de los rasgos que los profetas
nos presentan como más determinante en lo que respecta a reconocer al Mesías
esperado es el de su relación de discípulo con Yahvé, su Padre. Isaías,
iluminado por el Espíritu Santo, conjuga de forma magistral el oído abierto del
Mesías con su capacidad de hacer llegar, por medio de su predicación, palabras
colmadas de fuerza interior que servirán para levantar a los débiles, a los
cansados, a todos aquellos que ya no esperan nada de nadie, ni siquiera de
Dios: “El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al
cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para
escuchar como los discípulos” (Is 50,4).
Mañana tras mañana conecta el Señor
Jesús con el Padre, alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y
fortaleza; también de la vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su
voluntad, que no es otra que llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado.
Es tal la convicción del Hijo a este respecto que proclama solemnemente que Él
no puede hablar por su cuenta, que lo que sale de sus labios le viene de su
Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha
mandado lo que tengo que decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna.
Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn
12,49-50).
Jesús es Maestro y Pastor, en
realidad el único Maestro (Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque
primeramente ha sido el Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al
Padre en actitud de continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir
de Isaías, mostrando así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene
autoridad para decir a los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser
pescadores de hombres” (Mc 1,17).
Fijémonos bien en lo que dice: “os
haré llegar a ser”. Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión
utilizada por los autores bíblicos que nos narran la creación, la génesis del
mundo. Jesús no funda una escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la
génesis donde unos pobres hombres llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo
por la calidad de lo que escuchan: el Evangelio, y porque Él mismo les abre el
oído; y, por supuesto, porque ellos libremente aceptan el seguimiento.
El hombre que se acerca a Jesucristo
como Señor descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y
Pastor, gesta en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber
distinguir, al tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da
la Palabra; mas no termina ahí el gozo, el asombro, de los suyos ante lo que
reciben de su Maestro. Así como Él llegó a ser Maestro por la calidad y
profundidad de su ser discípulo del Padre, acontece que –y ahí radica el
asombro que da paso al estupor- también ellos, por la calidad de su
discipulado, llegan a ser maestros por el Maestro, pastores por el Pastor según
su corazón.
Todo esto, por muy sublime que sea, no tendría ningún
valor si no estuviese apoyado y atestiguado por el mismo Jesucristo, por su
Evangelio. La buena noticia es que no hemos inventado absolutamente nada, ni
siquiera ha sido necesario sondear hasta la saciedad escritos de diversos
expertos en espiritualidad con el fin de encontrar un apoyo a lo que estamos
diciendo. Las palabras que Jesús proclama a este respecto son meridianamente
claras. Hablando con su Padre, y con evidente intención catequética hacia los
suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra.
Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que
tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido
verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn
17,6-8).
Mi Padre os quiere
Con la indispensable ayuda de nuestro
Maestro, el mismo que explicó y abrió las Escrituras a los dos discípulos que
se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús (Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir
el texto de Juan. Al pedir la ayuda de nuestro Maestro para partir como Pan de Vida que es, estas palabras, no estoy
echando mano de una frase hecha, de un cliché. Lo digo porque tengo la certeza
total y absoluta de que si Dios no nos abre por medio de su Hijo la Palabra en
cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy inteligente, preparado o sabio
que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese no sería más que –siguiendo
analógicamente a Pablo- “un bronce que suena o un címbalo que retiñe” (1Co
13,1).
Partimos, pues, el Pan Vivo de este
texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”, como diría Pablo
(1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como se expresa Isaías
(Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que experimentaban los judíos
al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos –el
Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de su enseñanza (Mt 7,28).
Juan inicia el capítulo en el que
está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando los ojos al cielo,
dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con su Padre, al tiempo
que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va hacia su
origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para que, según
la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de hombres”, es
decir, maestros y pastores.
En esta su sublime y asombrosamente
bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus discípulos; unos hombres
que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y han guardado tu Palabra”.
Las palabras que ha proclamado a lo largo de su predicación no eran suyas, sino
que, como hemos visto anteriormente, le eran dadas por su Padre.
Ahora, y teniendo en cuenta el tema
de este libro -Pastores según el corazón de Dios-, nos centramos en lo que
podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su magisterio y pastoreo a estos discípulos, imagen de la Iglesia, que
están junto a Él celebrando la
cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia,
está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más
adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).
Confiesa Jesús al Padre que ha dado a sus discípulos las palabras
que Él le ha confiado; y añade a
continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición indispensable para
que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia.
Es entonces cuando la fuerza interior que emana de ellas engendra la fe, la fe
adulta. En esta misma dirección, Pablo afirma que es la predicación la que
engendra la fe (Rm 10,17).
Puesto que la fe no es estática, sino
que, por el contrario -siguiendo el símil del universo- está siempre en
expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace partícipes del
mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una apreciación
humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a
mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los discípulos
la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la catequesis que ha
dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche de oro: “…Yo les
he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor
con que tú me has amado esté en ellos y
yo en ellos” (Jn 17,26).
Las palabras que tú me
diste
A la luz de estos textos, vemos cómo
Jesús sitúa a sus discípulos en una dimensión con Dios Padre que, aunque nos
parezca exagerada, es semejante -lo
proclama Él mismo- a la suya. Es una semejanza que nadie se atrevería a afirmar
si no fuera porque, como ya he dicho, conocemos de primera mano: de la boca del
mismo Hijo de Dios. Escuchemos las palabras que dirige a María Magdalena en la
mañana de su resurrección gloriosa: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17b).
Algo muy determinante aconteció a partir de la victoria de Jesucristo
sobre la muerte; es todo un salto cualitativo en la relación del hombre con
Dios. Las alusiones de Jesús a “mi Padre”,
que tantas veces encontramos a lo largo del Evangelio, dan paso ahora a
una realidad imposible de abarcar por su adimensionalidad. Le oímos decir: “mi
Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”. No hay duda de que ésta ha
sido, si es que así podemos hablar, la obra maestra de nuestro Buen Pastor: su
Padre es nuestro Padre y su Dios es nuestro Dios, con todo lo que ello implica.
Es su Palabra la que ha engendrado este nuevo ser del hombre en Dios. Palabra
que ha engendrado en sus discípulos la fe adulta, puesto que les ha permitido
ver y reconocer en su Señor al Enviado de Dios Padre.
Estos datos catequéticos recogidos
por Juan a lo largo de la última cena nos dan pie para pensar que fueron los
que forjaron la columna vertebral de la espiritualidad de la Palabra, de la que
rezuma el Prólogo de su evangelio.
Llevado del santo y sagrado atrevimiento que tienen aquellos que han
penetrado en la intimidad de Dios, proclama que “todos aquellos que recibieron
-acogieron la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Fijémonos bien en lo que dice Juan:
“hacerse”, que equivale al “llegar a ser”
que vimos cuando Jesús llamó a
Pedro y Andrés a ser pescadores de
hombres (Mc 1,17). Jesús -Señor, Maestro y Pastor-, ofrece a los hombres el
Evangelio que les engendra como hijo de Dios; que les permite, igual que Él,
llamar al Padre, mi Padre; y a Dios, mi Dios. He ahí la misión primordial de
los pastores llamados y enviados por el Señor Jesús. He ahí los pastores que,
al tener una relación con Dios parecida a la del Hijo, pastorean según su
corazón.
Estos pastores siguen los pasos de su
Señor, sus huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos
ejemplo para que sigáis sus huellas” (1P 2,21). Muchas son las penalidades que
estos pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio. Pedro considerará un
gran gozo, al tiempo que una inestimable gracia, el hecho de participar de los
sufrimientos del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en que participáis en los
sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la
revelación de su gloria” (1P 4,13).
Por supuesto que sí, que los pastores
según el corazón de Dios participan de los sufrimientos de Jesucristo. Esta
realidad es una constante en las cartas apostólicas. Mas no nos podemos quedar
sólo en eso; los gozos y las alegrías de los pastores según Jesucristo son
indeciblemente mayores que las penalidades; además éstas son curadas por la
capacidad de amar y perdonar que Jesús da a los suyos, mientras que el júbilo y
las satisfacciones que tienen están en las manos de Dios; hacen parte de ese
tesoro anunciado en el Evangelio por Jesús, y que no está expuesto al peligro
de los ladrones ni a la corrosión de la polilla (Lc 12,32).
Entre los gozos y satisfacciones de
incalculable valor que Dios preserva y protege para los suyos, nombraremos uno
que nos llama la atención por su absoluta originalidad; me estoy refiriendo al
júbilo indescriptible de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras
otra, las mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También
ellos pueden un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor:
“Tuyas eran –las ovejas- y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se
las he dado a ellas y ellas las han
aceptado…” (Cfr. 17,6-8).
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