(Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote
Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendándonos su lectura y meditación,
y sobre las que se refirió en la convivencia que mantuvo con los
Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna
Española.)
Caminando juntos
Uno de los
métodos aceptados por la Iglesia en su servicio de interpretación de las
Escrituras y usado con frecuencia por los exegetas es el llamado método
alegórico, que es válido siempre que el núcleo catequético contenido en los
textos bíblicos no sea desvirtuado. Teniendo en cuenta esto, vamos a servirnos
de la alegoría para presentar toda una serie de rasgos comunes que encontramos
en el ofrecimiento que hace Abrahám de Isaac y el del Padre que ofrece,
entrega, a su Hijo al mundo. El telón de fondo que se adivina en las figuras
Abrahám-Isaac, se abre en toda su plenitud en Dios y su Hijo. Telón que tiene
un nombre: la salvación de la humanidad.
Viajamos en el
tiempo, y nos encontramos con Abrahám que camina con su hijo hacia el monte,
señalado por Yahvé, en el que va a ser ofrecido en holocausto (Gé 22,1…).Nos
imaginamos a los dos unidos estrechamente como si ambos compartiesen corazón y
voluntad. Padre e hijo saben lo que están haciendo, sobran explicaciones. A
Isaac le es suficiente la experiencia que tiene de su padre y que se resume en
dos palabras: amor y gratitud. Quizá este caminar lado a lado fue lo que siglos
más tarde inspiró al salmista esta bellísima plegaria que, por supuesto,
alcanza su plenitud en el Mesías: “Aunque camine por valle de tinieblas, ningún
mal temeré, porque tú vas conmigo” (Sl 23,4).
Intuía que la
muerte no iba a tener la última palabra, intuición que se ve reforzada cuando
su padre dice a los sirvientes que le acompañaban: “Quedaos aquí con el asno.
Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde
vosotros”. “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”-dijo Jesús a sus
discípulos cuando su muerte había sido decidida (Jn 16,22). Ya con anterioridad
les había comunicado que aun cuando sería entregado a la muerte, se levantaría
sobre ella, resucitaría: “Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él
debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día (Mt 16,21). Al
tercer día, acabamos de escuchar… “al tercer día levantó Abrahám los ojos y vio
el lugar –del sacrificio- a lo lejos…”
Sondeamos ahora
uno de los aspectos catequéticos más profundos y entrañables que nos ofrece el
diálogo que cruzan Abrahám y su hijo en su camino hacia el monte donde se va a
realizar el sacrificio. Nos dice el autor que ambos, padre e hijo, “caminaban
juntos”. La piedra-altar donde Isaac
-que carga sobre sus espaldas la leña- va a ofrecer su vida, está ya a la
vista; es entonces cuando su voz se eleva majestuosamente por encima del
desenlace trágico que parece inminente: ¡Padre!
¿Qué movimiento
del alma, qué estremecimiento sacudió violentamente las entrañas de Abrahám al
oírse llamar por su hijo? Nos lo imaginamos; sólo eso. De la misma forma que
sólo nos es posible imaginar el estremecimiento del corazón del Padre al ver al
Hijo caminar con la cruz hacia el Calvario. ¿Dónde está el cordero para el
holocausto? -pregunta Isaac a su padre. ¡Dios proveerá! -responde éste. “Y
siguieron caminando los dos juntos”. Por dos veces en este mismo pasaje,
repleto de fe, amor, confianza, dolor, angustia, aflicción, nos dice el autor
del Génesis que caminaban juntos.
Mi Padre está conmigo
A la luz de la
experiencia de Abrahám e Isaac, acercamos nuestra alma al testimonio de Jesús
quien, sobreponiéndose al cúmulo de humillaciones, desprecios y burlas que ya
se ciernen sobre Él y que alcanzarán su punto culminante en su muerte de cruz
como si fuera un maldito (Gá 3,13), proclama con serena majestad: “El que me ha
enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le
agrada a él” (Jn 8,29). No es
simplemente estar juntos como Abrahám e Isaac. La experiencia-realidad de Jesús
alcanza la plenitud de la comunión con el que le envía. Oigamos lo que dice a
sus discípulos: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn
14,11).
Jesús sabe que
está llevando a su pleno cumplimiento toda la Escritura (Mt 5,17); por lo
tanto, también la figura de Isaac en todas sus dimensiones: su relación con su
padre, su caminar juntos a lo largo de la misión confiada, la prodigiosa
intervención de la Voz de lo alto mostrando a Abrahám un cordero para el
sacrificio. Jesús no espera ningún cordero que le sustituya en la cruz; sabe
que ¡Él es el Cordero que carga con el pecado del mundo! (Jn 1,29).
Sin embargo, el
“¡Dios proveerá!” que Abrahám anunció a su hijo Isaac, resuena en Él con toda
la fuerza y convicción que emanan del amor y la confianza que tiene en su
Padre. Sólo así se entiende el enlace que hace con el anciano patriarca ante
los judíos que se resistían a creer en Él: “Vuestro padre Abrahám se regocijó
pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró” (Jn 8,56).
El gozo de
Abrahám viendo a lo lejos la resurrección del Hijo de Dios, de esto es de lo
que está hablando Jesús. Su Día no es otro que el día de Yahvé por excelencia,
día en el que realizó la obra que está por encima de todas las obras, la
maravilla de las maravillas. Tal y como nos anuncian los santos Padres de la
Iglesia: el Día de la resurrección del Señor. Día que absorbe, hasta anularla
por completo, “la hora del poder de las tinieblas” (Lc 22,53).
Es el día Santo
y Glorioso en el que Dios Padre levantó a su Hijo del sepulcro, abriendo así la
vida eterna a toda la humanidad; el día en que sus discípulos -los de
entonces y los de todos los tiempos- han
venido a saber que era verdad que el Padre “dio al Hijo tener vida en sí mismo”
(Jn 5,26). Es el Día de los días, en el que podríamos decir que Dios se esmeró
hasta el extremo en su amor por el hombre. Día, en fin, anunciado y profetizado
por el salmista con toda clase de epítetos que rivalizan en esplendor. “…Ésta
ha sido la obra de Yahvé, una maravilla a nuestros ojos. ¡Este es el día que
Yhavé ha hecho, exultemos y gocémonos en él! ¡Yahvé nos da la salvación! ¡Yahvé
nos da la victoria!…” (Sl 118,23-25).
La muerte ha
sido absorbida por la victoria -cantaban los primeros cristianos en sus
liturgias al celebrar la resurrección del Señor. La hora del príncipe de este
mundo ha sido absorbida por el Día de Yahvé, convertido ahora en el Día de su
Hijo, aquel que Abrahám vio a lo lejos con los ojos de su alma provocando su
exultación.
Jesús, el
Pastor por excelencia, da su vida por sus ovejas sin separarse de su Padre. Al
igual que Abrahám con Isaac, ambos caminaron juntos a lo largo de la misión. Lo
que ahora nos llena de sorpresa y colma de gozo es ver que el Hijo de Dios pasa
el paralelismo que ha vivido con el Padre respecto a Abrahám e Isaac, a sus
discípulos, aquellos que han de pastorear el mundo entero con su Evangelio, al
que Pablo llama “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm
1,16).
No les envía a
anunciar el Evangelio por su cuenta y riesgo, menos aún como obra suya y
personal. No, Él está con ellos en su misión, nunca les dejará solos, como el
Padre nunca le dejó a Él. Así se lo hace saber cuando les envía por el mundo
entero. “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo
lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). El yo estaré con vosotros no es sólo
una garantía de seguridad, sino -y por encima de todo- garantía de que serán
pastores según su corazón.
A vuestro lado estoy
Id, yo os
envío, al tiempo que estoy con vosotros. Seré un solo corazón con el de cada
uno de mis pastores, a lo largo de los siglos. Nada de lo que les suceda me
será extraño, eso es lo que yo viví en mi propia carne. Si yo pude llevar a
cabo mi misión fue porque mi Padre no se separó de mí ni yo de Él. Mis pastores
tampoco estarán solos: yo estaré con ellos, no les abandonaré al poder de “la
hora de las tinieblas”. Participarán de mi Día, el que vio Abrahám a lo lejos,
el que creó mi Padre cuando invadió con su luz las estrechas y gélidas paredes
del sepulcro. ¡No temáis, pastores míos, yo estoy con vosotros! Vuestra vida es
sumamente preciosa a mis ojos, al igual que la mía lo fue a los ojos de mi
Padre (Sl 72,14).
El Hijo de Dios
está con -de parte de- los suyos, de sus discípulos-pastores, por el hecho de
que comparten con Él causa y misión. Él y sus pastores, a los que envía por
todo el mundo con el Evangelio de la gracia (Hch 20,24), son un solo corazón;
en su interior arde un mismo fuego: el firme y decidido deseo de que “todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4).
Es por ello que
los pastores -así sellados por el Amor de Dios- no tienen patria fija, ni
moldes, ni sistema que les aten o coarten. Han nacido del espíritu, cuyo soplo
nadie puede controlar (Jn 3,8). Justamente porque ellos mismos son los primeros
que han renunciado a controlar el soplo de Dios –al contrario de los “sabios e
inteligentes” (Mt 11,25)-, se dejan moldear y amar por su Pastor a imagen suya.
Conocen la libertad de tener bastante con Dios, de ahí que su patria sea hoy
una y mañana otra. Comparten con sus ovejas el Evangelio que han recibido, por
eso son maestros en saber estar con los hombres.
Yo estaré con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo -les había dicho el Señor
resucitado. Estos hombres, tan débiles para creer y sostenerse ante su muerte,
recibieron la fuerza de estas palabras-promesas. Acogieron y creyeron. A partir
de entonces fueron con el tesoro del Evangelio, que gratuitamente acababan de
recibir, al encuentro de sus hermanos. Les esperaba un pueblo hostil. Bien
pronto se acostumbraron al hecho de que el mundo entero es hostil al Evangelio.
Mientras dios no sea más que un becerro de oro que el hombre pueda llevar a su
antojo (Éx 32,1 ss.), nunca habrá problema ni hostilidad. Pero si es el Dios
del Evangelio, el que da la Vida, descolocando por completo la minúscula vida
levantada con tanto esfuerzo y dedicación, entonces sí, acontece el rechazo.
Bien sabían
esto los apóstoles, los primeros pastores de Jesús. También ellos habían pasado
por el seguimiento a Jesús sin renunciar al control de su pequeña vida, lo que
les llevó al abandono en la noche del Huerto de los Olivos. Noche en que unas
traiciones se sucedieron a otras. Ahora, enviados por el Resucitado y con la
garantía de estar junto a Él, llenaron toda Jerusalén de su Evangelio, como
bien les dijeron en forma acusatoria los acianos del Sanedrín (Hch 5,27-28).
No se
arredraron; les quemaba demasiado el Evangelio de Jesús como para colocarlo
como reliquia en un documento
fundacional o en un museo. Continuaron, pues, dando testimonio público
del Señor Jesús y su Evangelio, por lo que la persecución se hizo cada vez más
apremiante. Así hasta que uno de los doctores de la ley –Gamaliel- llamó la
atención de todo el Sanedrín con esta advertencia: ¡Cuidado con lo que estamos
haciendo! Si la obra que estos hombres están llevando a cabo es de Dios, “no
conseguiréis destruirles. A ver si es que os encontráis luchando contra Dios”
(Hch 5,39).
Parece como si
les estuviera recordando el drama de los ejércitos de Egipto que, al salir en
persecución de Israel, se vieron arrollados por las aguas del mar Rojo. Ante la
furia de las aguas gritaron aterrados: “Huyamos ante Israel, porque Yahvé pelea
por ellos” (Éx 14,25). ¡Cuidado! –les dice Gamaliel– porque algo me dice que
Dios está con ellos. Acertó. Por supuesto que estos sabios del Sanedrín, tan
inteligentes ellos, no le hicieron mayor
caso. Por su parte, los apóstoles vieron cumplidas las palabras de Jesús: Yo
estaré con vosotros, caminaremos juntos.
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