domingo, 7 de febrero de 2016

CATEQUESIS VOCACIONAL. PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. XVII

Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendándonos su lectura y meditación, y sobre las que se refirió  en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española.) 

Pastores según mi corazón – XVII
Mi vida por mi rebaño
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece a lo largo de uno de sus pasajes (Hch 20,17-38), lo que no pocos grandes exegetas de la Escritura han considerado como el testimonio fidedigno de lo que constituye una relación genuinamente evangélica entre un pastor según Dios y el rebaño confiado.
En este pasaje Lucas nos relata la despedida de Pablo de la comunidad de los discípulos de Éfeso representada por sus presbíteros. Si bien su exposición está dirigida preferentemente a éstos, adivinamos a todos los cristianos de la ciudad como receptores de su exhortación. El tono, la desbordante afectividad de las palabras del apóstol, sobrecogen intensamente a todos los que las leemos sosegadamente. Es como si Pablo se despojase de su corazón con el vivo deseo de entregar a todos y cada uno de los discípulos que han abrazado la fe, la bellísima historia de amor y comunión que se ha creado entre ellos; digo creado porque un              amor- comunión de esta índole solamente puede ser obra de Dios.
Pablo va desgranando su catequesis de despedida. Toda ella rezuma amor, pasión, solicitud, misericordia, preocupación, libertad… sí, libertad para amar entrañablemente a sus ovejas, y libertad también para entrar en obediencia al soplo del Espíritu Santo que le impulsa a otras tierras, otras patrias, para darse, con el Evangelio de su Señor, a las multitudes. Libre para abrirse a otras historias de amor, aquellas que sólo el Gran Poeta –Dios- es capaz de escribir.
Hemos hablado también de solicitud, de preocupación por el rebaño. Tiene el suficiente discernimiento y experiencia para intuir que el rebaño va a ser envestido despiadadamente por las fuerzas del mal. Nos imaginamos al apóstol con sus ojos cargados de lágrimas y ensangrentada el alma al advertirles de estos peligros: “Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño…” (Hch 20,29).
Al hacernos eco de la amorosa cercanía de Pablo a su rebaño, así como de su sufrimiento y desvelo porque sabe que, precisamente por haber abrazado  la fe, está expuesto a todo tipo de prueba y persecución, nos estremecemos al evaluar la enorme grandeza del corazón de este hombre. Es como si Dios, salvando la distancia, lo hubiese recreado a su medida. Tenemos razones para sustentar esta comparación. El corazón intransigente, rebosante de maldad del perseguidor (Hch 26,11), ha dado paso a otro corazón; éste extremadamente tierno que le lleva a fortalecer con su palabra a las ovejas más débiles del rebaño de Éfeso.
Hemos medido el corazón de Pablo a la altura del de Dios, por supuesto, en una comparación sumamente atrevida. Sin embargo, podemos apoyarla comprobando que esta profecía de Isaías acerca de Jesucristo, el Buen Pastor, se cumple también en él: “Como pastor pastorea su rebaño, recoge en sus brazos los corderillos –los más débiles-, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las que van a dar a luz” (Is 40,11).
Por supuesto que no es el momento de desentrañar exhaustivamente la catequesis que el apóstol impartió a los presbíteros de Éfeso. Harían falta no uno sino varios libros para extraer la inescrutable riqueza que el Espíritu Santo puso en la boca de este pastor de Jesús. Sí creo conveniente detenerme en este pasaje que considero eje fundamental de toda su exposición: “Mirad que ahora yo, encadenado en el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,22-24).
Amado hasta el extremo
Si anteriormente me permití el atrevimiento de comparar el corazón de Pablo con el de su Señor, más atrevimiento, si cabe todavía, voy a necesitar para sumergirme en la belleza, tesoro inagotable, de estas palabras ¡tan llenas de Dios! Abordo esta empresa con el fin de hacer ver la grandeza de alma del apóstol. Puesto que son palabras -como he dicho- tan llenas de Dios, sólo desde Él me atrevo a partir con temor sagrado este Pan de Vida que el Espíritu Santo puso en su pluma. Repito, con temor sagrado, que es el principio de la Sabiduría (Pr 1,7).
Pablo se abre totalmente a los suyos. Su alma irradia con meridiano esplendor una confesión de fe, amor y confianza en Dios que embarga sobremanera tanto a los que entonces lo escucharon como a los que le seguimos escuchando a lo largo de la historia. En la misma línea de mis atrevimientos, afirmo que la confesión de este pastor llenó de orgullo a Aquel que Pedro llama el Mayoral, el Pastor de pastores (1P 5,4), el que tuvo la sabiduría y paciencia de formar su corazón. A este respecto hemos de decir que también el Gran Pastor llenó de orgullo y complacencia a su Padre, quien  lo atestiguó públicamente: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17b). 
Podemos hablar  de Jesucristo como modelador, formador del corazón de Pablo. Él es el Formador por excelencia porque lleva en sus entrañas “el arte de amar”. Efectivamente, sólo Él ama sin pedir currículo ni historias; sin mirar esos pasados de aquellos que, hasta que no son visitados por el perdón, lastran y socavan su alma. Jesús es Señor, por eso puede y sabe empezar de cero; cuando entabla relación con una persona y ésta se abre a ella, es como si le dijera: ¡ha llegado el momento de crearte un corazón nuevo!
Así es como Pablo se sintió: primero, encontrado; y después, vencido, amorosamente vencido por su Redentor quien, al llamarle, no le dijo ¿qué has hecho hasta ahora de tu vida?, sino: ¡vamos a rehacerla juntos! Mi Padre me envió para ser luz de los gentiles (Is 42,6), y Yo te envío a ti para que prolongues mi Luz entre ellos (Hch 26,16-17).
Una vez que estas palabras se posaron en su corazón, y dentro de los límites normales que todos tenemos, Pablo alcanzó a comprender, al menos en parte, el don gratuito -sin mérito alguno que le precediera, más bien todo lo contrario- que había recibido. Es por ello que considera que llevar a cabo la misión confiada por su Señor, se erige como la mayor y más completa realización personal que nunca jamás, ni en la más disparatada de sus imaginaciones, hubiese podido soñar; y menos aún, por inalcanzable, ambicionar.
Siente incluso la impotencia de poder agradecer a Jesús la misión recibida; es como si tuviese la impresión de que nunca vivirá lo suficiente para, como dice el salmista, “pagar al Señor el bien que le ha hecho” (Sl 116,12). En su amor incontenible por su Pastor y Señor, se deja llevar por su capacidad de asombro y se sumerge en un misterio, el suyo, el que está viviendo por el hecho de tener en sus labios el Evangelio de la Gracia por el que murió Jesús. Se sabe receptor de sus palabras, las de vida eterna que confieren al hombre su genuina y auténtica dimensión: ser hijo de Dios (Rm 8,14-17).
La verdadera autoestima
Vamos a jugar un poco con la imaginación e intentaremos adivinar los pensamientos que, más de una vez, navegaron por el corazón y la mente de Pablo al recordar su antes y después de su encuentro con Jesucristo. Se acordaría de su vida, la que tenía tan sistemáticamente estructurada, asentada sobre la arena, antes de conocer la Roca (Mt 7,24…) Algo de esto nos dio a conocer en su confesión a los filipenses (Flp 3,4…). Mirándola de lejos, es decir, desde el Señor Jesús que es ahora su vida (Flp 1,20), le parece insultantemente ridícula.
 Ha recibido de Jesucristo un tesoro de incalculable valor, un corazón de pastor semejante al suyo que le impele a cargar sobre sus espaldas las vejaciones, debilidades y abatimientos de sus rebaños, el de Éfeso y el de tantos otros pastoreados por él. Sus ojos de pastor ven a multitud de hombres dispersos saltando intermitentemente de sus pequeñas vidas a otras, por falta de pastores que les anuncien  y ofrezcan la Vida. Su mirada se posa sobre estas ingentes muchedumbres sin ninguna censura condenatoria; por el contrario, desborda compasión entrañable, como la de su Pastor: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,35-36).
El amor misericordioso que fluye del corazón del Hijo de Dios, se ha hecho manantial en el suyo, lo que le lleva a proclamar ante el rebaño de Éfeso que no se arredra ante las prisiones y persecuciones que el Espíritu Santo le ha testificado que le esperan. No hay duda de que en su balanza de valores y prioridades pesa mucho más la realización del ministerio recibido que su propia vida. De ahí que diga de ella que “no es digna de estima”.
Quizá hoy día esto suene un poco raro dada la cantidad de cursos, libros, terapias, que potencian la autoestima. Nada que decir acerca de todas estas iniciativas. Pero en el caso de Pablo entendemos que está proyectando su autoestima hacia el infinito al catapultar su vida hacia la órbita de la causa del Hijo de Dios, como leemos en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15,26). Nuestro querido amigo y padre en la fe, como tantos otros pastores, ha desestimado su vida a causa del Evangelio en el que cree. En su confesión de fe, en realidad se desnuda de todo ropaje de esplendor, honor y gloria, con el que todos pretendemos impresionar a todos. Al despojarse de estas vestimentas -hábitat privilegiado de todo tipo de polillas y roedores- comprueba, entrañablemente agradecido, que el Evangelio por el que ha desestimado su vida, se convierte en su vestido radiante, anticipo de su transfiguración gloriosa, herencia que le da su Señor (Flp 3,21).
Arropado por el Evangelio de Jesús, se enfrenta con toda vehemencia a todo aquello que no es Dios ni su gloria en el seno de las comunidades. En sus desencuentros y enfrentamientos, -que no fueron pocos- al igual que David en su combate con Goliat, prescinde de toda arma comúnmente usada en combate (1S 17,38-39). Siguiendo el paralelismo con David, las armas que podría usar Pablo serían la mentira, servirse de influencias, apoyarse en grupos de presión, manipulaciones…, nada de eso le sirve; tiene suficiente, y volvemos a remitirnos a David, con su Piedra angular –Jesucristo- a quien lleva envuelto en la honda del Evangelio.
Así, abrazado al Evangelio, al que amó con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, se lanzó al mundo sabiendo que podía ofrecerle el don inherente a su misión: la Palabra de la Vida (Flp 2,16). Lo hace sin pretensiones, sin prepotencia; sabe, tiene asumido -no desde la ascesis sino desde la Sabiduría del Evangelio que anuncia- que Dios ha asignado a los apóstoles el último lugar: “Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar…” (1Co 4,9).
No se avergüenza de este puesto ínfimo al que ha sido confinado por su condición de apóstol; está incluso contento ya que es el que ocupó su Señor. Sabe que la gloria de Dios que reposaba en el Lugar Santo –Templo de Jerusalén- se trasladó hacia el Calvario donde yacía el Crucificado, quien se llenó de la gloria de la resurrección. Es su lugar, no espera su glorificación ni su resurrección como algo del futuro. Ya lo está viviendo. Así lo testifica, como podemos comprobar, en su exhortación a los cristianos de Colosas: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba…” (Col 3,1). Por su comunión con Jesucristo se sabe ya crucificado por Él y en Él. En definitiva, se reconoce portador de la gloria de Dios aunque sea en primicias (2Co 3,18).
No, no está atentando Pablo contra su vida cuando proclama solemnemente a su rebaño de Éfeso que la desestima a causa de la misión recibida. Simplemente está confesando que tiene sus ojos puestos en “el Evangelio de la gloria de Dios que se le ha confiado” (1Tm 1,11). No, no está desestimando su vida…, todo lo contrario… ¡Nunca jamás un hombre se amó tanto a sí mismo!   










Si vas a Misa, te servirán las lecturas de recuerdo y preparación

Domingo de la Semana 5ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo C
«Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo lo siguieron»

Lectura del libro del profeta Isaías  (6,1-2a. 3-8): Aquí estoy, mándame

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Junto a él estaban los serafines, y se gritaban uno a otro, diciendo: « ¡Santo, santo, santo es el Señor del universo, llena está la tierra de su gloría!».
Temblaban las jambas y los umbrales al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo.
Yo dije: « ¡Ay de mi, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor del universo».
Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: «Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado».
Entonces, escuché la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?»
Contesté: «Aquí estoy, mándame».

Salmo 137, 1-2a. 2bc-3. 4-5. 7c-8

R./ Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor.

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 1-11): Predicamos así; y así lo creísteis vosotros

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié y que vosotros aceptasteis, en el que además estáis fundados, y que os está salvando, si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano.
Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo.
Pues bien; tanto yo como ellos predicamos así, y así lo creísteis vosotros.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas (5,1-11): Dejándolo todo, lo siguieron

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra.
Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca».
Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse.
Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador».
Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres».
Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.


& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Sin duda el mensaje de este quinto Domingo del tiempo ordinario es muy claro: la libre elección de Dios y la respuesta generosa del hombre. El profeta Isaías es elegido durante una acción litúrgica en el templo de Jerusalén: «Oí la voz del Señor que me decía: ¿A quién enviaré?» (Primera Lectura). San Pedro, por su parte, percibe la elección divina después de haber obedecido al Maestro de «bregar mar adentro» y echar nuevamente las redes. «No temas - le dice Jesús a un Pedro que reconoce a su Señor- desde ahora serás pescador de hombres» (Evangelio). Finalmente, San Pablo evoca el llamado personal que  Jesús resucitado le hace, camino de Damasco. A él, el que perseguía cristianos; «el menor de los apóstoles...pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (Segunda Lectura).

K Estremecimiento, asombro y temor reverencial   

Destaquemos los elementos comunes de las tres lecturas bíblicas  y veamos como el esquema vocacional en el llamado a los primeros apóstoles de Jesús, es habitual en la Biblia. La primera reacción ante el encuentro con Dios es el miedo y estremecimiento. La criatura ante una manifestación del Creador no puede sino experimentar su infinita limitación. El contraste mayor entre la criatura y el Creador es el contraste entre el pecado y la santidad. Por eso vemos a Simón Pedro que exclama: «Aléjate de mí, que soy un pecador». Sigue la palabra, dicha por Jesús, con la que el hombre es tranquilizado y habilitado para recibir la palabra de Dios: «No temas».

Igualmente Isaías al contemplar la gloria de Dios exclama: «Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros» (Is 6,5). Sin embargo es Dios quien escoge, llama, elige a su profeta. Es Dios quien le da los medios proporcionables y necesarios para que pueda cumplir su misión: «Yo he retirado la culpa de tus labios». Recordemos que Isaías, el gran profeta del siglo VIII a. C., fue un hombre influyente en la corte de los reyes de Judá. Su actividad profética coincide con los reyes Ozías, Jotán y Ezequías de Judá. Los cuarenta años de su ministerio profético estuvieron dominados por la constante amenaza del imperio asirio y la constante tentación de la infidelidad al amoroso Plan de Dios.

Asimismo San Pablo, el gran apóstol de los gentiles, refiriéndose al encuentro con Jesús camino a Damasco no olvida nunca quien ha sido: «Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (1Co 11, 8 - 9). Nuevamente vemos como la gracia (la fuerza) del Señor (semejante a lo que hemos visto del profeta Isaías) sale al encuentro y transforma completamente ese corazón. 

Sabemos que Pablo nació en Tarso de Cilicia (Asia Menor). Tenía la ciudadanía romana pero era de padres judíos. Al igual que su padre, se adhirió a la corriente farisea y fue a Jerusalén, con 15 años, para formarse a los pies del maestro Gamaliel. Cuando fue lapidado Esteban, Saulo era «joven» todavía (ver Hch 7,58) y se encaminaba a Damasco para perseguir  a «los seguidores del Camino»  y llevarlos presos a Jerusalén para matarlos (ver Hch 9,1ss).



J La misión 

Los llamados por Dios, que es quien siempre toma iniciativa, reciben siempre una misión concreta «No temas desde ahora serás pescador de hombres». Igualmente en la Primera Lectura, después que el serafín[1] purifica los labios de Isaías, el Señor pregunta: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá de parte nuestra?». La respuesta ante el llamado del Señor es la disponibilidad total y el seguimiento incondicional: «Aquí estoy mándame». Pablo confiesa «la gracia del Señor, no se ha frustrado en mí». Él ha sido fiel a la misión de anunciar íntegro el Evangelio de Jesús. Pedro, Juan y Santiago;  dejándolo todo también le siguieron. En las Sagradas Escrituras vemos cómo en el momento en que alguien es llamado por Dios tiene una experiencia marcante que transforma toda su vida. En este llamado inicial está contenido todo lo que será su misión. Ese núcleo, que se capta en el momento de la vocación, se despliega y se desarrolla durante toda su vida.

J Serás pescador de hombres

Veamos ahora la vocación de Simón Pedro. Jesús se presenta a la orilla del lago de Genesaret, mientras la gente se agolpaba para escuchar la Pala­bra de Dios. Jesús entonces vio dos barcas cuyos tripulan­tes habían bajado a tierra y lavaban las redes. Una de ellas era la barca de Pedro. A ella subió Jesús y pidién­do­le que la alejara un poco, desde ella enseñaba a la multi­tud. Cuando acabó de hablar, dice a Pedro: «Boga mar adentro y echa las redes para pescar». Pedro le res­ponde: «Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes». Y pescaron una gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazan con romperse. Llenaron tanto las dos barcas que casi se hun­dían.

Pedro comprendió que este resultado era un milagro y que había acontecido en virtud de la pala­bra de Jesús. Es la misma palabra que arroja endemoniados y cura enfermos. «Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: "¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen» (Lc 4,36). Mas aún, había curado, poco antes, a la suegra de Simón Pedro (ver Lc 4, 38.39). Entonces lo invadió un temor reverencial y cayendo a los pies de Jesús exclamó: «Aléja­te de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Lucas comen­ta que el asombro se había apoderado de todos ellos. Estamos ante una teofanía[2], es decir, ante uno de esos momentos en que Jesús manifiesta su divinidad y así lo sintió Pedro.

Jesús al llamar a Pedro hace de esa pesca milagrosa un signo de lo que será la vida entera de Pedro: «Desde ahora serás pescador de hombres». Ya no será más pesca­dor de peces, porque él deja atrás las redes, las barcas, el mar y todo, y sigue a Jesús. Lo que quiere decir Jesús es que en ade­lante Pedro deberá cambiar el objeto de sus preocupaciones y afanes: será pescador de hombres. Y ¿cómo ocurrirá esta nueva pesca? Esta nueva pesca deberá ser igual que aquella paradigmá­tica: será igualmente abundante y, sobre todo, se producirá en virtud de la misma palabra. Para esta nueva pesca Pedro deberá siempre decir: «En tu palabra echaré las redes». Esta nueva pesca nunca deberá em­prenderse confiando solamente en las propias fuerzas y en los propios medios humanos, pues en este nuevo género de pesca, si el hombre se fía de sus capacidades, al final el resultado será cero y deberá reconocer: «Hemos trabajado toda la noche (algunos deberán decir: toda la vida) sin pescar nada». Sin embargo es el mismo Pablo que nos dice: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13). Para esta nueva pesca Jesús va siempre en la barca de Simón Pedro. Por eso cuando manda a los apóstoles a hacer discí­pulos de todos los pueblos -a pescar hombres-, les asegu­ra: «Yo estaré con vosotros todos los días» (Mt 28,20).

+  Una palabra del Santo Padre:

El Apóstol Pablo no se vanagloria de sus estudios – “había estudiado con los profesores más importantes de su tiempo” – sino “sólo de dos cosas”:

“Él mismo dice: ‘yo sólo me glorío de mis pecados’. Esto escandaliza. Además, en otro pasaje dice: ‘Yo sólo me glorío en Cristo, este Crucificado. La fuerza de la Palabra de Dios está en aquel encuentro entre mis pecados y la sangre de Cristo, que me salva. Y cuando no existe este encuentro, el corazón no tiene fuerza. Cuando se olvida ese encuentro que hemos tenido en la vida, nos volvemos mundanos, queremos hablar de las cosas de Dios con lenguaje humano, y no sirve: no da vida”.

También Pedro – en el Evangelio de la pesca milagrosa – experimenta el encuentro con Cristo viendo su propio pecado: ve la fuerza de Jesús y se ve a sí mismo. Se inclina a sus pies diciendo: “Señor, aléjate de mí, porque soy un pecador”. En este encuentro entre Cristo y mis pecados está la salvación, dijo el Papa:

“El lugar privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios pecados. Si un cristiano no es capaz de sentirse precisamente pecador y salvado por la sangre de Cristo, de este Crucificado, es un cristiano a mitad de camino, es un cristiano tibio. Y cuando nosotros encontramos Iglesias decadentes, cuando encontramos parroquias decadentes, instituciones decadentes, seguramente los cristianos que están allí no han encontrado jamás a Jesucristo o se han olvidado de aquel encuentro con Jesucristo. La fuerza de la vida cristiana y la fuerza de la Palabra de Dios está precisamente en aquel momento donde yo, pecador, encuentro a Jesucristo y aquel encuentro da un vuelco a la vida, cambia la vida… Y te da la fuerza para anunciar la salvación a los demás”.
El Papa Francisco invita a hacerse algunas preguntas, dijo también el Papa: “¿Soy capaz de decir al Señor: ‘Soy pecador?’”. No en teoría, ¿sino confesando “el pecado concreto? ¿Y soy capaz de creer que precisamente Él, con su Sangre, me ha salvado del pecado y me ha dado una vida nueva? ¿Tengo confianza en Cristo?”. Y concluyó: “¿De qué cosas puede jactarse un cristiano? De dos cosas: de los propios pecados y de Cristo crucificado”.

Extractos de la homilía Papa Francisco en Santa Marta. Jueves 4 de septiembre de 2014.

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. ¿Cómo vivo mi vocación cristiana? ¿Me descubro llamado por Jesús? ¿Sé cuál es mi misión en el mundo? ¿Hago lo necesario para descubrirla?

2. Es necesario como católico rezar siempre por las vocaciones para la vida consagrada. ¿Rezo por ellas?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 294. 1533, 1962, 2566- 2567



[1] Serafín: nombre que se da a los ángeles que están ante el trono de Dios. Su función es semejante a la de los querubines. 
[2] Teofanía: del griego phaneros: visible y theos: Dios. Aparición o manifestación de Dios de alguna manera visible.  


Documentacion aportada por Juan Ramón Jímenez, Presidente Diocesano de A.N.E. Toledo