domingo, 7 de febrero de 2016

CATEQUESIS VOCACIONAL. PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. XVII

Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendándonos su lectura y meditación, y sobre las que se refirió  en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española.) 

Pastores según mi corazón – XVII
Mi vida por mi rebaño
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece a lo largo de uno de sus pasajes (Hch 20,17-38), lo que no pocos grandes exegetas de la Escritura han considerado como el testimonio fidedigno de lo que constituye una relación genuinamente evangélica entre un pastor según Dios y el rebaño confiado.
En este pasaje Lucas nos relata la despedida de Pablo de la comunidad de los discípulos de Éfeso representada por sus presbíteros. Si bien su exposición está dirigida preferentemente a éstos, adivinamos a todos los cristianos de la ciudad como receptores de su exhortación. El tono, la desbordante afectividad de las palabras del apóstol, sobrecogen intensamente a todos los que las leemos sosegadamente. Es como si Pablo se despojase de su corazón con el vivo deseo de entregar a todos y cada uno de los discípulos que han abrazado la fe, la bellísima historia de amor y comunión que se ha creado entre ellos; digo creado porque un              amor- comunión de esta índole solamente puede ser obra de Dios.
Pablo va desgranando su catequesis de despedida. Toda ella rezuma amor, pasión, solicitud, misericordia, preocupación, libertad… sí, libertad para amar entrañablemente a sus ovejas, y libertad también para entrar en obediencia al soplo del Espíritu Santo que le impulsa a otras tierras, otras patrias, para darse, con el Evangelio de su Señor, a las multitudes. Libre para abrirse a otras historias de amor, aquellas que sólo el Gran Poeta –Dios- es capaz de escribir.
Hemos hablado también de solicitud, de preocupación por el rebaño. Tiene el suficiente discernimiento y experiencia para intuir que el rebaño va a ser envestido despiadadamente por las fuerzas del mal. Nos imaginamos al apóstol con sus ojos cargados de lágrimas y ensangrentada el alma al advertirles de estos peligros: “Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño…” (Hch 20,29).
Al hacernos eco de la amorosa cercanía de Pablo a su rebaño, así como de su sufrimiento y desvelo porque sabe que, precisamente por haber abrazado  la fe, está expuesto a todo tipo de prueba y persecución, nos estremecemos al evaluar la enorme grandeza del corazón de este hombre. Es como si Dios, salvando la distancia, lo hubiese recreado a su medida. Tenemos razones para sustentar esta comparación. El corazón intransigente, rebosante de maldad del perseguidor (Hch 26,11), ha dado paso a otro corazón; éste extremadamente tierno que le lleva a fortalecer con su palabra a las ovejas más débiles del rebaño de Éfeso.
Hemos medido el corazón de Pablo a la altura del de Dios, por supuesto, en una comparación sumamente atrevida. Sin embargo, podemos apoyarla comprobando que esta profecía de Isaías acerca de Jesucristo, el Buen Pastor, se cumple también en él: “Como pastor pastorea su rebaño, recoge en sus brazos los corderillos –los más débiles-, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las que van a dar a luz” (Is 40,11).
Por supuesto que no es el momento de desentrañar exhaustivamente la catequesis que el apóstol impartió a los presbíteros de Éfeso. Harían falta no uno sino varios libros para extraer la inescrutable riqueza que el Espíritu Santo puso en la boca de este pastor de Jesús. Sí creo conveniente detenerme en este pasaje que considero eje fundamental de toda su exposición: “Mirad que ahora yo, encadenado en el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,22-24).
Amado hasta el extremo
Si anteriormente me permití el atrevimiento de comparar el corazón de Pablo con el de su Señor, más atrevimiento, si cabe todavía, voy a necesitar para sumergirme en la belleza, tesoro inagotable, de estas palabras ¡tan llenas de Dios! Abordo esta empresa con el fin de hacer ver la grandeza de alma del apóstol. Puesto que son palabras -como he dicho- tan llenas de Dios, sólo desde Él me atrevo a partir con temor sagrado este Pan de Vida que el Espíritu Santo puso en su pluma. Repito, con temor sagrado, que es el principio de la Sabiduría (Pr 1,7).
Pablo se abre totalmente a los suyos. Su alma irradia con meridiano esplendor una confesión de fe, amor y confianza en Dios que embarga sobremanera tanto a los que entonces lo escucharon como a los que le seguimos escuchando a lo largo de la historia. En la misma línea de mis atrevimientos, afirmo que la confesión de este pastor llenó de orgullo a Aquel que Pedro llama el Mayoral, el Pastor de pastores (1P 5,4), el que tuvo la sabiduría y paciencia de formar su corazón. A este respecto hemos de decir que también el Gran Pastor llenó de orgullo y complacencia a su Padre, quien  lo atestiguó públicamente: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17b). 
Podemos hablar  de Jesucristo como modelador, formador del corazón de Pablo. Él es el Formador por excelencia porque lleva en sus entrañas “el arte de amar”. Efectivamente, sólo Él ama sin pedir currículo ni historias; sin mirar esos pasados de aquellos que, hasta que no son visitados por el perdón, lastran y socavan su alma. Jesús es Señor, por eso puede y sabe empezar de cero; cuando entabla relación con una persona y ésta se abre a ella, es como si le dijera: ¡ha llegado el momento de crearte un corazón nuevo!
Así es como Pablo se sintió: primero, encontrado; y después, vencido, amorosamente vencido por su Redentor quien, al llamarle, no le dijo ¿qué has hecho hasta ahora de tu vida?, sino: ¡vamos a rehacerla juntos! Mi Padre me envió para ser luz de los gentiles (Is 42,6), y Yo te envío a ti para que prolongues mi Luz entre ellos (Hch 26,16-17).
Una vez que estas palabras se posaron en su corazón, y dentro de los límites normales que todos tenemos, Pablo alcanzó a comprender, al menos en parte, el don gratuito -sin mérito alguno que le precediera, más bien todo lo contrario- que había recibido. Es por ello que considera que llevar a cabo la misión confiada por su Señor, se erige como la mayor y más completa realización personal que nunca jamás, ni en la más disparatada de sus imaginaciones, hubiese podido soñar; y menos aún, por inalcanzable, ambicionar.
Siente incluso la impotencia de poder agradecer a Jesús la misión recibida; es como si tuviese la impresión de que nunca vivirá lo suficiente para, como dice el salmista, “pagar al Señor el bien que le ha hecho” (Sl 116,12). En su amor incontenible por su Pastor y Señor, se deja llevar por su capacidad de asombro y se sumerge en un misterio, el suyo, el que está viviendo por el hecho de tener en sus labios el Evangelio de la Gracia por el que murió Jesús. Se sabe receptor de sus palabras, las de vida eterna que confieren al hombre su genuina y auténtica dimensión: ser hijo de Dios (Rm 8,14-17).
La verdadera autoestima
Vamos a jugar un poco con la imaginación e intentaremos adivinar los pensamientos que, más de una vez, navegaron por el corazón y la mente de Pablo al recordar su antes y después de su encuentro con Jesucristo. Se acordaría de su vida, la que tenía tan sistemáticamente estructurada, asentada sobre la arena, antes de conocer la Roca (Mt 7,24…) Algo de esto nos dio a conocer en su confesión a los filipenses (Flp 3,4…). Mirándola de lejos, es decir, desde el Señor Jesús que es ahora su vida (Flp 1,20), le parece insultantemente ridícula.
 Ha recibido de Jesucristo un tesoro de incalculable valor, un corazón de pastor semejante al suyo que le impele a cargar sobre sus espaldas las vejaciones, debilidades y abatimientos de sus rebaños, el de Éfeso y el de tantos otros pastoreados por él. Sus ojos de pastor ven a multitud de hombres dispersos saltando intermitentemente de sus pequeñas vidas a otras, por falta de pastores que les anuncien  y ofrezcan la Vida. Su mirada se posa sobre estas ingentes muchedumbres sin ninguna censura condenatoria; por el contrario, desborda compasión entrañable, como la de su Pastor: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,35-36).
El amor misericordioso que fluye del corazón del Hijo de Dios, se ha hecho manantial en el suyo, lo que le lleva a proclamar ante el rebaño de Éfeso que no se arredra ante las prisiones y persecuciones que el Espíritu Santo le ha testificado que le esperan. No hay duda de que en su balanza de valores y prioridades pesa mucho más la realización del ministerio recibido que su propia vida. De ahí que diga de ella que “no es digna de estima”.
Quizá hoy día esto suene un poco raro dada la cantidad de cursos, libros, terapias, que potencian la autoestima. Nada que decir acerca de todas estas iniciativas. Pero en el caso de Pablo entendemos que está proyectando su autoestima hacia el infinito al catapultar su vida hacia la órbita de la causa del Hijo de Dios, como leemos en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15,26). Nuestro querido amigo y padre en la fe, como tantos otros pastores, ha desestimado su vida a causa del Evangelio en el que cree. En su confesión de fe, en realidad se desnuda de todo ropaje de esplendor, honor y gloria, con el que todos pretendemos impresionar a todos. Al despojarse de estas vestimentas -hábitat privilegiado de todo tipo de polillas y roedores- comprueba, entrañablemente agradecido, que el Evangelio por el que ha desestimado su vida, se convierte en su vestido radiante, anticipo de su transfiguración gloriosa, herencia que le da su Señor (Flp 3,21).
Arropado por el Evangelio de Jesús, se enfrenta con toda vehemencia a todo aquello que no es Dios ni su gloria en el seno de las comunidades. En sus desencuentros y enfrentamientos, -que no fueron pocos- al igual que David en su combate con Goliat, prescinde de toda arma comúnmente usada en combate (1S 17,38-39). Siguiendo el paralelismo con David, las armas que podría usar Pablo serían la mentira, servirse de influencias, apoyarse en grupos de presión, manipulaciones…, nada de eso le sirve; tiene suficiente, y volvemos a remitirnos a David, con su Piedra angular –Jesucristo- a quien lleva envuelto en la honda del Evangelio.
Así, abrazado al Evangelio, al que amó con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, se lanzó al mundo sabiendo que podía ofrecerle el don inherente a su misión: la Palabra de la Vida (Flp 2,16). Lo hace sin pretensiones, sin prepotencia; sabe, tiene asumido -no desde la ascesis sino desde la Sabiduría del Evangelio que anuncia- que Dios ha asignado a los apóstoles el último lugar: “Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar…” (1Co 4,9).
No se avergüenza de este puesto ínfimo al que ha sido confinado por su condición de apóstol; está incluso contento ya que es el que ocupó su Señor. Sabe que la gloria de Dios que reposaba en el Lugar Santo –Templo de Jerusalén- se trasladó hacia el Calvario donde yacía el Crucificado, quien se llenó de la gloria de la resurrección. Es su lugar, no espera su glorificación ni su resurrección como algo del futuro. Ya lo está viviendo. Así lo testifica, como podemos comprobar, en su exhortación a los cristianos de Colosas: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba…” (Col 3,1). Por su comunión con Jesucristo se sabe ya crucificado por Él y en Él. En definitiva, se reconoce portador de la gloria de Dios aunque sea en primicias (2Co 3,18).
No, no está atentando Pablo contra su vida cuando proclama solemnemente a su rebaño de Éfeso que la desestima a causa de la misión recibida. Simplemente está confesando que tiene sus ojos puestos en “el Evangelio de la gloria de Dios que se le ha confiado” (1Tm 1,11). No, no está desestimando su vida…, todo lo contrario… ¡Nunca jamás un hombre se amó tanto a sí mismo!   










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