martes, 5 de junio de 2012
De los escritos del Siervo de Dios, Luis de Trelles
“¿A qué viene el Señor a permanecer entre nosotros? Pues a traernos en persona su amor y a recabar el nuestro”
LA ADORACIÓN Y LA PRESENCIA REAL
No hay duda que la adoración es el tributo que viene a buscar el Señor en su presencia real, porque es el verdadero culto de latría, que sólo a Dios es debido y que le ofrecen de una manera inefable los ángeles y los bienaventurados en la Gloria. […] hay de parte de nuestro Señor un beneficio inexplicable para nosotros, puesto que amar y adorar a Dios es una anticipación de la Bienaventuranza, que no consiste en otra cosa en su realidad esencial e íntima, sino en el amor que no se pierde, continuo e infinito de la criatura al Creador; amor que se funda en el conocimiento perfecto que nos concederá Dios en la vida beatífica, y en cuyo Misterio nace el amor del conocimiento como el rayo del sol, pues dice el Evangelio: “la gloria eterna es conocerte a Ti sólo Dios verdadero y al que enviaste Jesucristo”.
Con la diferencia empero de que el conocimiento que en la gloria tendremos es don absoluto y directo de Dios, y el conocimiento que se alcanza en este mundo por la gracia divina requiere la cooperación del hombre y el uso de sus potencias; lo cual a su vez es otra maravilla, porque se presta Dios Nuestro Señor a que estudiemos y meditemos sus atributos y sus beneficios para mover a nuestro corazón a amarle.
Pero de todos modos la esencia de la Adoración y el objeto de ella es el mismo en la presencia real que será en la bienaventuranza; y es más: que como la
Adoración es homenaje y el tributo que reclama la presencia real, viene a ser la Adoración un reflejo de la luz divina que irradia el augusto Sacramento. Y esto sólo basta para probar la afinidad que sirve de título al presente artículo. Pero no es ese el único objeto de nuestras reflexiones, pues el fin principal a que tendemos es más importante, porque es más práctico, y consiste en que, mirada la Adoración como efecto, y reflejo y fruto de la presencia real, constituye por sí sola la bienaventuranza inicial, porque realiza perfectamente la voluntad de Dios, y corresponde en cuanto cabe y permite la humana miseria al beneficio que la determina y labra la dicha inefable en el que la práctica, porque es una comunión espiritual cuyo grado de intensión depende en alguna manera del propio adorador. (L. S. tomo XX (1889) pág. 388 y 389)
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