Fascículo 4
Todo lo mío es tuyo
Dicen los exegetas que el Prólogo del evangelio de Juan encierra de hecho su profesión de fe, profesión única, paradigma de todas las confesiones y testimonios de Jesús como Señor. Sabemos de confesiones de fe hechas por innumerables hombres y mujeres a lo largo de los siglos; unas ante reyes y gobernadores, otras ante los foros más diversos.
La de Juan es una confesión gestada por obra y gracia del Espíritu Santo. La podemos ver como el pórtico de la gloria del Hijo de Dios. Sólo un hombre tan profundamente lleno de Jesús podía confesar así. Al hablar de Juan hemos de hablar de un gran pastor, de un hombre que vivió de y desde el Evangelio que su Señor le confió. Las vetas catequéticas que nos brinda el evangelista en lo que se ha llamado su confesión de fe, son innumerables, se podrían escribir miles de páginas sobre la insondable riqueza de este texto y, aun así, quedarían miles y miles por escribir. Dicho de otra forma, nunca habría tinta suficiente para escribir los incontables tesoros del Prólogo del evangelio de san Juan.
Voy a centrarme solamente en la apreciación que nos hace acerca del Hijo de Dios encarnado; dice que está lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14b). Que rebose de gracia y de verdad indica que es el resplandor inmarcesible de la gloria del Padre; y que, al hacerse Emmanuel, derrama en el espíritu de los que acogen su Evangelio, su gracia y su verdad en el sentido más pleno de su significado.
Juan habla de este don que Dios da al hombre por medio de su Hijo; y no lo hace académicamente, sino como acontecimiento vivido no sólo por él, sino también por las primeras comunidades cristianas con sus pastores al frente: “Pues de su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,16-17).
Dios es Gloria, es Gracia y es Verdad y, a partir de la Encarnación de su Hijo, también lo es el hombre. Juan puntualiza suavemente, como si estuviera sintiendo el soplo creador de Dios, que recibimos esta su plenitud progresivamente: gracia tras gracia. Todo lo que somos está sujeto a crecimiento hasta llegar a su altura natural. En nuestro desarrollo como discípulos del Hijo de Dios no hay ningún “hasta”, tendemos -como nos dice Pablo- hacia la plenitud del mismo Señor Jesús: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo”. (Ef 4,13)
En definitiva, podemos afirmar que Dios abre al hombre su divinidad, la plenitud de su ser, por medio de su Hijo; y, como dice Pablo, un día, vencida nuestra muerte, apareceremos gloriosos con Él (Col 3,1-4). Así, Gracia tras Gracia, Palabra tras Palabra, somos reengendrados, como nos dice el apóstol Pedro: “Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente… Y ésta es la Palabra: el Evangelio anunciado a vosotros” (1P 1,23-25).
Cuando el Anuncio apremia
Esto es lo que no fue capaz de comprender el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Obcecado como estaba por guardar simplemente las formas, respetaba e incluso obedecía a su padre hasta donde llegaban sus órdenes; a partir de ahí, pasarlo bien con él no entraba en sus planes. De hecho, a la hora de festejar algo, su compañía natural no podía ser otra que sus amigos: “Pero él replicó a su padre: Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos…” (Lc 15,29).
El pobre hombre, tan cumplidor, tan pendiente de una recompensa muy a lo lejos en el tiempo, nunca tuvo corazón para entender que no era siervo de los bienes de su padre, sino dueño y señor. Así se lo hizo saber su padre: “Pero él le dijo: hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).
“Todo lo mío es tuyo”. He ahí la Palabra viva que brilla con luz propia a lo largo de toda la misión del Señor Jesús desde la Encarnación hasta su Resurrección. Parece que todo su Evangelio se resume en lo siguiente: Todo lo que Soy, Dios y Señor, es tuyo. Lo es, lo es en la medida en que lo acogemos en el corazón; y así, Gracia tras Gracia, Palabra tras Palabra, el hombre recibe el poder de ser hijo de Dios (Jn 1,12).
Todo lo mío es tuyo. Esto es lo que resuena en el oído de quien escucha el Evangelio. Podemos imaginarnos el gozo que invadió el espíritu y el cuerpo de Jesús cuando pudo decir al Padre refiriéndose a sus discípulos: ¡Todo lo nuestro es suyo! Es suyo “porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,8).
El Gran Pastor, como le llama Pedro (1P 5,4), ha abierto las infinitas riquezas de sus entrañas y ha alimentado a sus pastores. Las palabras de vida eterna, las mismas que Él ha recibido del Padre, corren como ríos por los innumerables surcos y concavidades del seno de aquellos a quienes ha llamado a anunciar su Evangelio (Jn 7,38). Se han empapado de Dios, de Vida, sólo así surge natural la imperiosa necesidad del Anuncio.
No es un anuncio cualquiera, es El Anuncio. No necesitan pensarlo mucho ni hacer un listado de generosidades y renuncias; no necesitan nada de esto porque, como le pasó a Pablo, se ven imperiosamente apremiados por el amor de Cristo (2Co 5,14). Podríamos incluso hablar de la violenta necesidad de compartir tanto Fuego. Empleo el término violencia porque no hay duda de que son conscientes de que si no lo comparten es como si se estuviesen perjudicando a sí mismos, como si estuvieran atentando contra lo más real, genuino, divino y humano que el Hijo de Dios ha depositado en ellos, Gracia tras Gracia, Palabra de Vida tras Palabra de Vida.
En este contexto, volvemos a Juan y nos ponemos en su piel intentando adivinar la fuerza del torrente de Vida que se abrió en su alma; comprendemos por qué a un cierto momento pudo proclamar: ¡Dios es amor! (1Jn 4,8 y 16). El apóstol no está dando una definición teológica de Dios, ni un enunciado o tratado sobre su Ser. Lo que pasa es que Juan está respirando con el alma, habla de Dios desde su propia morada: le tiene como Huésped, tal y como Jesús prometió. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Dice de Dios lo que Dios le habla a él; más aún, lo que le dice y le hace, porque así es Dios. Al igual que el salmista, su anuncio nace de una constación empírica: “Venid a oír y os contaré, vosotros todos los que buscáis a Dios, lo que Él ha hecho por mí” (Sl 66,16).
Son hechura de Dios
Constación, experiencia parecida a la de Pablo, que queda como trastornado al conocer el amor de Jesucristo por él, un amor que hizo saltar en pedazos toda su lógica; tan descolocado quedó nuestro amigo que apenas acertó a balbucir “me amó y se entregó por mí” (Gá 2,20). Si entrásemos en la mente de Pablo, le oiríamos susurrar: Era yo quien tenía que haber sido entregado a causa de mis violencias y sangre derramada. Mas no, vino Él y ocupó mi lugar, se hizo cargo de mi culpabilidad.
Por estas y tantas cosas, los pastores según el corazón de su Pastor son especialistas del y en el amor. No lo aprenden en dinámicas de grupos, sesiones de capacitación humana, ni nada parecido. No lo aprenden de nadie, lo aprenden de su Maestro y Señor. Es tal la fuerza creadora que actúa en ellos que, al igual que Juan a quien le estalló el alma al grito de ¡Dios es amor!, también, al igual que Juan, pueden proclamarlo por sus propias y personales experiencias.
Desde esta plenitud, desde su ser “hechura de Dios” (Ef 2,10), salen de sí mismos hacia el mundo entero; se dejan llevar por el Espíritu como Felipe (Hch 8,26-29), para hacerse los encontradizos con los hombres como Dios se hizo el encontradizo con ellos. Al encontrarse con sus hermanos llevan en el corazón un único programa pastoral, el mismo que tuvo su Maestro y Señor: Todo lo mío es tuyo.
Todo lo mío es tuyo, y es por ello que de sus bocas manan palabras llenas de gracia (Lc 4,22), palabras llenas de vida. El Padre las puso en el Hijo, y éste en sus pastores. Esto tiene un nombre: el Anuncio. Todo lo mío es tuyo, he ahí la vida eterna, la plenitud de Dios al servicio del hombre. Es tan divino lo que el pastor recibe de Jesucristo y que a su vez entrega a sus hermanos, que ya no se pertenece a sí mismo ni a nadie: pertenece a Dios, a su santo Evangelio y al mundo entero.
“Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio” (Mc 16,15). Estas palabras de Jesús son mucho más que una exhortación; es la Palabra que, acogida, les configura y les lleva al encuentro de los pobres de espíritu. Codo a codo con ellos, se pondrán a su nivel, pues saben bien de debilidades. Llenos del Dios vivo, pondrán en sus manos sus riquezas; de esta forma, gracia tras gracia, verán a estos sus nuevos hermanos crecer hasta ver a Jesucristo formado en ellos como dice Pablo “… ¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gá 4,19).
No, estos pastores según el corazón de Dios no se pertenecen a sí mismos, pertenecen a Jesucristo, como confiesa Pablo, (Rm 27,23), y a su Evangelio. Es tal su sentido de pertenencia total al Señor que -seguimos con Pablo- son conscientes de que cada vez que anuncian su Evangelio están ofreciendo a Dios un culto espiritual. “Porque Dios, a quien doy culto en mi espíritu predicando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros” (Rm 1,9).
Lo testificó Pablo y, al igual que él, los pastores de las primeras comunidades cristianas. Y juntamente con ellos, los pastores según el corazón de Dios a lo largo de todos los siglos, también los de hoy. Son pastores que ofrecen al hombre gracia tras gracia, actualizando así en cada uno de ellos el “todo lo mío es tuyo” que recibieron del Señor Jesús.
domingo, 17 de julio de 2016
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