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Lectura del libro
del profeta Daniel 7,9-10.13-14: Su vestido era blanco como la nieve.
Miré y vi
que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como
nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego, sus ruedas,
llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le
servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los
libros.
Yo vi, en
una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó
hacia el anciano venerable y llegó hasta su presencia. A él le dio poder, honor
y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron.
Su poder
es eterno, no cesará. Su reino no acabará.
Salmo 96,1-2.5-6.9: El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra. R/.
El
Señor reina, la tierra goza, // se alegran las islas innumerables. // Tiniebla
y nube lo rodean, // justicia y derecho sostienen su trono. R/.
Los
montes se derriten como cera // ante el dueño de toda la tierra; // los cielos
pregonan su justicia, // y todos los pueblos contemplan su gloria. R/.
Porque
tú eres, Señor, // altísimo sobre toda la tierra, // encumbrado sobre todos los
dioses. R/.
Lectura de la segunda carta de San Pedro
1,16-19: Esta voz traída del cielo la oímos nosotros.
Queridos hermanos:
Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor
Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido
testigos oculares de su grandeza.
Él recibió de Dios
Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: "Éste
es mi Hijo amado, mi predilecto."
Esta voz, traída del
cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada.
Esto nos confirma la
palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una
lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero
nazca en vuestros corazones.
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo
17,1-9: Su rostro resplandecía como el sol.
En aquel
tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los
llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro
resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se
les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando
bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que
el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
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Pautas para la reflexión personal
z El vínculo entre las lecturas
Este Domingo coincide con el
día en que la Iglesia celebra la Transfiguración del Señor: 6 de agosto. Tratándose
de una fiesta del Señor, su celebración prevalece sobre la del Domingo
ordinario. Por eso, en lugar de celebrar el Domingo XVIII del tiempo ordinario,
hoy día se celebra este misterio de la vida de Cristo y se toma el Evangelio
en que se relata este episodio. La transfiguración del Señor Jesús pone ante
nosotros el horizonte, la meta a la que estamos llamados.
Esto es lo que nos
comparte San Pedro cuando nos dice: «Os hemos dado a
conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas
ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad» (Segunda
Lectura). Es nuestro destino glorioso el participar de
aquella «transfiguración definitiva» del Señor Jesús en la gloria eterna. La paz,
la serenidad, el gozo intenso, marcan esa felicidad plena a la que estamos
llamados, aunque todavía haya que pasar por la cruz y es allí donde la
esperanza activa y continua nos sostiene. El «hijo del hombre» bajará del cielo
y el padre anciano le otorgará toda la potestad sobre los reinos, pueblos y
naciones (Primera Lectura).
J «Alguien
parecido a un hijo del hombre»
Daniel (Dios es mi juez) era un judío de la alta
alcurnia que fue llevado cautivo a Babilonia probablemente cuando era solo un adolescente. En la corte
del rey Nobucodonosor, se preparó a Daniel y sus tres amigos (Misac, Sidrac y Abdénago) para que fueran
consejeros reales. Dios concedió a Daniel gran sabiduría y el don de
interpretar los sueños, por lo cual recibió la protección del rey Baltasar
(sucesor de Nabucodonosor). El libro de
Daniel fue escrito en una época en el que pueblo se hallaba oprimido, quizás
por la persecución de Antíoco Epifanes
en el año 168 A.C. Los relatos y las visiones que figuran en el libro
servían al pueblo de aliento y consuelo: Dios rescatará a su pueblo y lo
restaurará.
Por el contexto de la Primera Lectura se desprende que
Daniel asiste «en sueño» a una sesión del juicio de Dios que es presentado como
un «anciano juez». Figura para encontramos en el Antiguo Testamento para
contrarrestar la perennidad de Dios ante la caducidad de la vida del hombre (ver Sal 102,25-26; Is 41,2-4; Job
36,26). Daniel describe la apertura de
la sesión del tribunal supremo indicando la apertura solemne de los libros, en
los cuales están escritos todos y cada uno de los actos humanos (ver Dn 12,1;
Ex 32,32-33; Sal 69,29; 139,16; 1 Sm 25,29). Cuando todos esperaban la
proclamación de una sentencia, inesperadamente Daniel pasa a relatar el destino
de las bestias que son destrozadas y arrojadas al fuego eterno. Seguidamente
pasa a describir simbólicamente el juicio de Dios sobre el resto de las bestias;
indicando como los reinos humanos,
significados por las bestias, no serán destruidos sino perderán su hegemonía y
poder. En cambio el poder que se levanta contra Dios será aniquilado
definitivamente.
La
segunda visión de este pasaje es muy importante y refiere que «alguien
parecido a un hijo de hombre viene entre las nubes del cielo y se dirige hacia
el anciano» que le concede un poder, una gloria y un reino eternos. La
acción se desarrolla rápidamente: el origen y la actividad de este hijo de hombre
es trascendente, viene de lo alto «entre las nubes del cielo» (ver Éx
13,21; 19,9; 1 Re 8,10; Is 19,1; Nah 1,3; Sal 18,10) y, presentado ante el
anciano, recibe un reino eterno cuyo dominio es universal. La contraposición
entre el origen de las bestias que surgen del mar y el hijo del hombre que
viene del cielo es clara. En el desarrollo de las acciones del anciano se
destaca la ejecución de su designio sobre las bestias y la entrega del poder y
el reino a este «hijo de hombre»[1].
J «Lo que hemos visto y oído»
En la carta de San
Pedro queda absolutamente claro que nuestra esperanza y actitud vigilante se funda y sustenta en el «recuerdo vivo» de los apóstoles y en la «palabra de los
profetas», directa alusión a la revelación del Antiguo Testamento. Para dar
mayor fuerza a su exhortación Pedro apela a su condición de apóstol y a la
responsabilidad que su misión le exige de cara a los destinatarios. Esta
responsabilidad se presenta más acuciante ante la perspectiva de su muerte
inminente que vincula al anuncio hecho por el mismo Jesús a su persona (ver Jn
21,18-19). Precisamente esta cercanía de la muerte da a la carta el valor de
auténtico «testamento espiritual del príncipe de los Apóstoles».
A su dignidad y responsabilidad de «cabeza de la Iglesia», Pedro une su
condición de testigo de acontecimientos históricos para sustentar el anuncio de
la parusía o segunda venida de Jesucristo. Esta venida ha sido
anticipada en la Transfiguración de Jesús y no tiene nada que ver con los mitos
y leyendas tan usados en los círculos gnósticos de aquella época. La sección
finaliza con un principio hermenéutico[2]
de primer orden (ver 1P 1,20-21): no cabe una interpretación “particular” de la
Sagrada Escritura. Si ésta ha sido inspirada por el Espíritu Santo, sólo podrá
ser interpretada adecuadamente en ese mismo Espíritu, es decir sólo puede ser
legítima una interpretación plenamente eclesial.
J «Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo»
En el Evangelio de San Mateo, la
Transfiguración es un evento de revelación de la verdadera identidad de Jesús y
de su relación con la ley y los profetas. En Cristo, todo el Antiguo Testamento
encuentra su sentido y su cumplimiento. Todo el Antiguo Testamento es anuncio
de Cristo, y todas las instituciones antiguas son figura de Cristo. Lo escrito
en el Antiguo Testamento tiene ciertamente su sentido propio literal: las
historias que narra son historias verdaderas, las instituciones que describe
tuvieron existencia real, por ejemplo, el templo, la tienda de la Alianza, los
sacrificios, el cordero pascual, etc. Pero todo eso no se agota en su sentido
literal histórico, sino que tiene un sentido ulterior espiritual. Esa realidad
ulterior es Cristo muerto resucitado y glorificado. La Iglesia desde sus
comienzos sostiene que existe un sentido cristiano de todo el Antiguo
Testamento, que en el Evangelio es llamado «la Ley y los profetas».
Él mismo afirma que la Ley y
los profetas hablan del Cristo, y enseña a sus discípulos a encontrar allí lo
que estaba dicho sobre él (ver Lc 24,25-27. Jn 5,39.46).
El episodio de la
Transfiguración tiene como primera finalidad mostrar la identidad de Jesús a la
vista de los tres discípulos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan. Pero intenta
afirmar también que la Ley y los profetas encuentran su sentido último, su
verdadero sentido, en Cristo. En efecto, el Evangelio dice en primer lugar: «Jesús se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz». Esto es lo primero que vieron los tres apóstoles. Y esta descripción
es claramente una afirmación de la divinidad de Jesús: el sol y la blancura
son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia, atributos que son
propios de Dios. Y por si quedara alguna duda, la voz del Padre la disipa,
hablando con mucha ternura: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». La Transfiguración es
entonces una manifestación de la divinidad de Jesús. Tal vez nunca como aquí
resulta claramente confirmada esta declaración impresionante de él: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30).
El hecho habría tenido un
sentido completo si hubiera quedado aquí. Pero se agrega esta otra
circunstancia muy particular: «Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él». Esta es una aparición que
vieron los apóstoles. Conocemos a Moisés y Elías por el lugar que ocupan en la
historia de Israel. Respecto de Moisés el libro del Eclesiástico dice: «El Señor hizo salir de su pueblo un hombre
de bien, que hallaba gracia a los ojos de todos, amado por Dios y por los
hombres, Moisés, cuya memoria está envuelta en bendiciones... cara a cara le
dio los mandamientos, la ley de vida y de saber, para enseñar a Jacob su
alianza, y sus decretos a Israel» (Sir 45,1.5). Moisés es el hombre de la
ley.
Y respecto de Elías el mismo
libro dice: «Después surgió el profeta
Elías como fuego, su palabra abrasaba como antorcha... ¡Qué glorioso fuiste
Elías en tus portentos! ¿Quién puede jactarse de ser igual que tú?» (Eclo
48,1.4). Elías es designado como un profeta que no tiene igual en gloria; él
representa a los profetas. Moisés y Elías, la Ley y los profetas, conversan con
Jesús como antiguos conocidos. Jesús aparece claramente superior a ellos. Y
para mayor confirmación de la superioridad de Jesús, la voz del cielo exhorta,
hablando sólo de él: «Escuchadlo». La
Ley y la profecía alcanzan su plenitud en Cristo. Cristo es aquél que
anunciaban. Por eso la voz del cielo llama a escuchar sólo a Jesús. Moisés y
Elías siguen siendo leídos en la Iglesia, pero en la medida en que ellos
hablaron de Jesús; siguen siendo leídos en sentido cristiano, que es el sentido
intentado por Dios cuando él inspiró las palabras de sus escritos. Esto es lo
que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica como verdad de fe: «A través de todas las palabras de la Sagrada
Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se expresa a
sí mismo en plenitud»[3].
+ Una palabra del Santo Padre:
«Hoy, el Evangelio nos presenta el evento de la
Transfiguración. Es la segunda etapa del camino cuaresmal: la primera, las
tentaciones en el desierto, y la segunda: la Transfiguración. Jesús «tomó a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado»
(Mt 17, 1).La montaña representa el lugar de la cercanía con Dios y del
encuentro íntimo con Él; el lugar de la oración, donde estar ante la presencia
del Señor. Allá arriba en la montaña, Jesús se presenta a los tres discípulos
transfigurado, luminoso; y luego aparecen Moisés y Elías, conversando con Él.
Su rostro es tan resplandeciente y sus vestiduras tan blancas, que Pedro queda
deslumbrado hasta querer quedarse allí, casi como para detener ese momento.
Pero enseguida resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a Jesús como
su Hijo muy querido, diciendo: «Escúchenlo».
Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros,
los discípulos de Jesús, estamos llamados a ser personas que escuchan su voz y
se toman en serio sus palabras. Para escuchar a Jesús, tenemos que seguirlo,
tal como hacían las multitudes en el Evangelio, que lo reconocían por las
calles de Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que
era un maestro itinerante, que proponía sus enseñanzas a lo largo de las
calles, recorriendo distancias no siempre previsibles y, a veces algo
incómodas.
De este episodio de la Transfiguración, quisiera señalar
dos elementos significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y bajada.
Tenemos necesidad de apartarnos en un espacio de silencio – de subir a la
montaña – para reencontrarnos con nosotros mismos y percibir mejor la voz del
Señor.
¡Pero no podemos quedarnos ahí! El encuentro con Dios en
la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y a volver hacia
abajo, a la llanura, donde nos encontramos con muchos hermanos abrumados por
fatigas, injusticias, pobreza material y espiritual. A estos hermanos nuestros
que están en dificultad, estamos llamados a brindarles los frutos de la
experiencia que hemos vivido con Dios, compartiendo con ellos los tesoros de la
gracia recibida. Pero, si no hemos estado con Dios, si nuestro corazón no ha
sido consolado ¿cómo podremos consolar a otros?
Esta misión concierne a toda la Iglesia y es
responsabilidad en primer lugar de los Pastores – obispos y sacerdotes –
llamados a sumergirse en medio de las necesidades del Pueblo de Dios,
acercándose con afecto y ternura, especialmente a los más débiles y pequeños, a
los últimos. Pero para cumplir con alegría y disponibilidad esta obra pastoral,
los Obispos y los sacerdotes necesitan las oraciones de toda la comunidad
cristiana».
Papa
Francisco. Ángelus, 14 de marzo de 2014.
'Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. San Andrés de Creta nos dice: «La cruz de Cristo es,
en efecto, su gloria y su exaltación, ya que dice: Yo, cuando sea levantado en
alto, atraeré a mí a todos los hombres». ¿Entiendo la dinámica de muerte para
la vida que el Señor Jesús me invita a vivir? Morir para que otros vivan…
2.
Pablo VI nos decía en uno de sus últimos mensajes: «La Transfiguración del
Señor arroja una luz deslumbrante sobre nuestra vida cotidiana y nos lleva a
dirigir la atención al destino inmortal que se esconde detrás de aquel
acontecimiento». Jesucristo transfigurado nos muestra la plenitud a la que
estamos llamados. ¿Vivo de acuerdo a mi dignidad? ¿Cómo puedo ir
“transfigurando” mi propia vida? ¿De qué manera?
3.
Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 444, 459,
554-556,568, 2583, 2600.
Texto facilitado por J.R. Pulido. ANE TOLEDO
[1]Hijo del hombre: en hebreo es a
menudo sinónimo de «hombre», miembro de la raza humana (Ver Nm 23,19; Is 51,12;
Job 25,6). En el pasaje de Daniel 7 se utiliza con clara connotaciones
apocalípticas. En los Evangelios aparece 70 veces este término y siempre es
Jesús que se autodenomina así destacando su condición humana, aunque a veces
destaca también su divinidad (ver Mt 16, 27; 24,30; Mc 8,31).
[2]Hermenéutica: del griego hermeneuein: interpretar. Conjunto de reglas y de métodos para la interpretación
correcta de los textos sagrados.
[3]Catecismo de la Iglesia Católica, 102.