sábado, 8 de diciembre de 2018
Domingo de la Semana 2ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C- 9 de diciembre de 2018 «Todos verán la salvación del Señor»
Lectura del profeta Baruc (5,1-9): Dios mostrará tu esplendor.
Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da; envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua, porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos viven bajo el cielo.
Dios te dará un nombre para siempre: «Paz en la justicia, Gloria en la piedad».
Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia oriente y contempla a tus hijos, reunidos de oriente a occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque Dios se acuerda de ti.
A pie se marcharon, conducidos por el enemigo, pero Dios te los traerá con gloria, como llevados en carroza real.
Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados, a todas las colinas encumbradas, ha mandado que se llenen los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios; ha mandado al bosque y a los árboles fragantes hacer sombra a Israel. Porque Dios guiará a Israel entre fiestas, a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia.
Sal 125,1-2ab.2cd-3.4-5.6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, // nos parecía soñar: // la boca se nos llenaba de risas, // la lengua de cantares.
Hasta los gentiles decían: // «El Señor ha estado grande con ellos.» // El Señor ha estado grande con nosotros, // y estamos alegres.
Que el Señor cambie nuestra suerte, // como los torrentes del Negueb. // Los que sembraban con lágrimas // cosechan entre cantares.
Al ir, iba llorando, // llevando la semilla; // al volver, vuelve cantando, // trayendo sus gavillas.
Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (1,4-6.8-11): Que lleguéis al día de Cristo limpios e irreprochables.
Hermanos: Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría.
Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del evangelio, desde el primer día hasta hoy.
Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús.
Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero, en Cristo Jesús.
Y ésta es mi oración: que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores.
Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (3,1- 6): Todos verán la salvación de Dios.
En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del Profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas de este segundo Domingo de Adviento ponen el acento en la conversión personal a los valores evangélicos. Pablo muestra su alegría a los filipenses por la actitud que han tenido en relación a la Buena Nueva. Ella ha ido transformando poco a poco la vida de los cristianos de esta comunidad en una tensión por la venida gloriosa de Jesús (Filipenses 1, 4-6.8-11). El profeta Baruc, por otro lado, contempla a los hijos de Jerusalén que vivían en el destierro «convocados desde oriente a occidente por la Palabra del Santo y disfrutando del recuerdo de Dios» y les transmite un mensaje de plena esperanza en un futuro nuevo (Baruc 5,1-9). El Evangelio de San Lucas nos dice que la Palabra de Dios fue dirigida al hijo de Zacarías, Juan el Bautista, en el desierto para preparar los caminos del Señor que ya llega (Lc 3,1- 6).
«Todos verán la salvación del Señor»
Hay dos partes bien diferenciadas en la lectura del Evangelio de este Domingo, cuyo protagonista es la Palabra de Dios que viene sobre Juan el Bautista en un determinado contexto histórico. Aunque los Evangelios no son la crónica diaria de la vida de Jesús, sin embargo tienen como base y contenido la existencia y doctrina de una persona que realmente vivió en un espacio histórico determinado y que se llamó Jesús de Nazaret. Nuestra fe se fundamenta en una persona histórica: Cristo Jesús, el Verbo Encarnado para nuestra reconciliación.
Lucas sincroniza la historia de la salvación con la historia humana. Así, detalla el momento de la historia política internacional (romana) y nacional (judía), que constituye el encuadre temporal en que la Palabra eterna de Dios entra en acción por boca del Bautista. La inten¬ción del evangelista es afirmar que la historia de la salva¬ción se realiza en las vicisitudes de la historia profana, cuyos personajes principales son los emperado¬res y los gobernantes. La Palabra eterna de Dios entra en la historia y se encarna. Por eso el punto culminante y central de la historia es el nacimien¬to del Reconciliador.
¿Quién era Juan, el Bautista?
En este segundo Domingo de Adviento hace su aparición un personaje típico de este tiempo litúrgico: el Bautis¬ta. Juan el Bautista es hijo de Isabel, prima de Santa María. Él es aquél que en el seno materno saltó de gozo en el encuentro de las dos madres (Lc 1,44). Este niño, concebido milagrosamente por un don de Dios concedido al anciano Zacarías y a su mujer, también anciana y además estéril (Lc 1,5-7), estaba llamado desde el seno materno a una singular misión, anunciada por el ángel (ver Lc 1,15-17). Su mismo padre, Zacarías, lleno de Espíritu Santo dijo: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1,76). Es el más grande de los profetas, pues a él no sólo le tocó la misión de anunciar con rasgos oscuros al Salva¬dor futuro, sino indicarlo presente y con rasgos bien defini¬dos en la persona de Jesús de Nazaret.
Todos los demás profe¬tas decían: «El Señor vendrá y nos salvará», pero no sabían decir con precisión «cuándo» ni «cómo»; Juan, en cambio, indicando a Jesús, dijo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). El mismo Jesús lo define como un profeta, cuando hablando sobre él pre-gunta a la gente: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta» (Lc 7,26-27). Después de conocer los hechos extraor¬dinarios que rodearon el nacimiento de Juan, el lector como que queda aguardando el día de su manifes¬tación a Israel. El Evangelio de hoy nos describe precisamente ese día. Es el día en que vino sobre Juan la Pala¬bra de Dios. Antes de esto Juan estaba oculto y era desconoci¬do; después de esto se hizo manifiesto y ya nadie pudo ignorarlo.
Casi la mitad del Evangelio de hoy está constituido por una citación del profeta Isaías. Ese texto pertenece al comienzo del llamado «Libro de la consolación de Is¬rael» que abraza los capítulos 40-55 de Isaías. En ese momento, hacia el año 550 a.C., por intervención de Ciro, el persa, había comenzado la caída de Babilonia y se anunciaba ya la liberación de Israel que estaba cautivo allí. Para su regreso se abriría una calzada recta en el desierto: «Una voz clama: En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios... Se revelará la gloria del Señor y toda criatura a una la verá» (Is 40,3-5). En efecto, Babilonia cayó e Israel fue liberada. Pero su regreso y su reinstalación en Palestina no fue todo lo triunfal que se esperaba, el pecado y la infidelidad no cesaron en el pueblo y los episodios de injusticia y de muerte siguieron ocurriendo. Esas profecías había que entenderlas entonces como referidas a otro hecho salvífico todavía futuro. Cuando vino Cristo a la tierra y el nombre de Jesús de Nazaret se reveló como «el único nombre bajo el cielo por el cual podamos ser salvados» (Hech 4,12), enton¬ces se comprendió que en Él habían tenido cumplimien¬to todas las promesas hechas por Dios a través de los profetas.
El esplendor de la gloria mesiánica
El esplendor mesiánico es el contenido de la lectura del profeta Baruc (Yahveh es bendito). Amigo fiel del profeta Jeremías durante los últimos días, precisamente antes de que los babilonios conquistaran Jerusalén en el año 586 a.C. Baruc ponía por escrito los mensajes de Dios dados a Jeremías. Este libro se escribió probablemente en hebreo pero se conserva únicamente en su versión griega. En un primer momento vemos como hay un mandato claro de abandonar el luto y vestirse de fiesta por lo que Dios va a hacer con el pueblo. El segundo momento está marcado por la orden de salir del estado de postración y contemplar el retorno de los desterrados. Israel recibe un nuevo nombre de parte de Dios, será la ciudad donde rebosa la paz como fruto de la justicia y la gloria divina por su relación especial con Dios. Jerusalén, como novia radiante, es nuevamente desposada por su marido (ver Is 1,26; Jr 33,14-16; Ez 48,35). Baruc concluye su obra volviendo a confesar la misericordia de Dios y la salvación otorgada a Israel. Dios concede el regreso y él mismo lo dirige con premura. En este caminar a la luz del Señor, resuenan los textos de Éx 13,21-22; Is 60,1-3.19-20; Sab 10,17. La lectura de Baruc rebosa optimismo y entusiasmo proféticos para animar al pueblo en los difíciles momentos del destierro. Su afinidad con la lectura de Isaías (40) que es citada en el Evangelio de hoy, es evidente.
Para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo
La espiritualidad itinerante del desierto va a estar presente siempre en el caminar del pueblo cristiano hacia el Día del Señor. Preparar los caminos al Señor resulta cada día más difícil, porque a nuestro alrededor se ensancha, muchas veces, el desierto de la indiferencia y de la apatía religiosa. Esto lo vemos en la carta a los Flipenses. San Pablo escribe a los fieles de la ciudad griega de Filipos, primera iglesia cristiana en Europa (fundada alrededor del año 50), en la región de Macedonia. La carta la escribió hallándose en la prisión, posiblemente en Roma hacia el año 61 al 63. En su carta rebosa sentimientos personales de ternura y cariño paternal hacia los filipenses a quienes considera verdaderos hijos suyos en la fe.
La comunidad de Filipos se ha portado con la persona de Pablo de manera excepcionalmente cariñosa, pero sobre todo porque se ha portado de forma ejemplar en relación con el Evangelio. Esto es lo único que a Pablo le preocupa: que la Buena Nueva de Jesús penetre en el corazón de aquella sociedad pagana y la transforme de arriba abajo en una sociedad cristiana. Los alienta en la fe ya que le preocupa los falsos maestros que habían en la ciudad. Pablo les pide que sigan creciendo más en la comunión de amor mediante el conocimiento perfecto y el discernimiento; es decir, mediante la interiorización de los criterios evangélicos. Solamente así podrán mantenerse puros e intachables para el encuentro con Cristo.
Una palabra del Santo Padre:
«En este segundo domingo de Adviento, la liturgia nos pone en la escuela de Juan el Bautista, que predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Y quizá nosotros nos preguntamos: «¿Por qué nos deberíamos convertir? La conversión concierne a quien de ateo se vuelve creyente, de pecador se hace justo, pero nosotros no tenemos necesidad, ¡ya somos cristianos! Entonces estamos bien». Pensando así, no nos damos cuenta de que es precisamente de esta presunción que debemos convertirnos —que somos cristianos, todos buenos, que estamos bien—: de la suposición de que, en general, va bien así y no necesitamos ningún tipo de conversión. Pero preguntémonos: ¿es realmente cierto que en diversas situaciones y circunstancias de la vida tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Jesús? ¿Es verdad que sentimos como Él lo hace? Por ejemplo, cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta, ¿logramos reaccionar sin animosidad y perdonar de corazón a los que piden disculpas? ¡Qué difícil es perdonar! ¡Cómo es difícil! «Me las pagarás»: esta frase viene de dentro. Cuando estamos llamados a compartir alegrías y tristezas, ¿lloramos sinceramente con los que lloran y nos regocijamos con quienes se alegran? Cuando expresamos nuestra fe, ¿lo hacemos con valentía y sencillez, sin avergonzarnos del Evangelio? Y así podemos hacernos muchas preguntas. No estamos bien, siempre tenemos que convertirnos, tener los sentimientos que Jesús tenía.
La voz del Bautista grita también hoy en los desiertos de la humanidad, que son —¿cuáles son los desiertos de hoy?— las mentes cerradas y los corazones duros, y nos hace preguntarnos si en realidad estamos en el buen camino, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, nos advierte con las palabras del profeta Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (v. 4). Es una apremiante invitación a abrir el corazón y acoger la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con terquedad, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta expande esa voz, preanunciando que «toda carne verá la salvación de Dios» (v. 6). Y la salvación se ofrece a todo hombre, todo pueblo, sin excepción, a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros puede decir: «Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado». No. Siempre debemos acoger este ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año de la Misericordia: para avanzar más en este camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres se salven por medio de Jesucristo, el único mediador (cf. 1 Tim 2, 4-6)».
(Papa Francisco. Ángelus del II domingo de Adviento. 6 de diciembre de 2015.)
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Dios continúa hablándonos de muchas maneras. ¿Escuchamos su voz? ¿Somos dóciles a lo que Dios nos pide? Hagámoslo antes que sea demasiado tarde.
2. La Palabra de Dios viene a la historia, se encarna en Jesús de Nazaret para hablarnos de salvación: «Todos verán la salvación de Dios». En la Navidad, los cristianos, todos los hombres de buena voluntad, vemos esa salvación de Dios. La Palabra de Dios no divide, une a todos en el anhelo y en la gozosa posesión de la salvación. Dios quiere que su Palabra de salvación sea eficaz en nuestros días y en nuestras vidas. Dios nos impulsa a que dejemos obrar eficazmente su Palabra de salvación. ¿Qué obstáculos encuentro en mi vida y en mi ambiente? ¿Qué hago o qué puedo hacer para que la Palabra de Dios sea viva y eficaz en mí y en mis hermanos? ¿Qué cosas concretas?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 522-524. 2090-2092.
texto facilitado por J.R. PULIDO, presidente diocesano de A.N.E. TOLEDO
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