sábado, 31 de agosto de 2019

Domingo de la Semana 22ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 1 de septiembre de 2019 «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»



Lectura del libro del Eclesiástico (3, 19-21.30-31): Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.

Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso.
Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.
No corras a curar la herida del cínico, pues no tienen cura, es brote de mala planta. El sabio aprecia las sentencias de los sabios, el oído atento a la sabiduría se alegrará.

Salmo 67,4-5ac.6-7ab.10-11: Preparaste, oh Dios, casa para los pobres. R./

Los justos se alegran, // gozan en la presencia de Dios, // rebosando de alegría. // Cantad a Dios, tocad en su honor, // alegraos en su presencia. R./

Padre de huérfanos, // protector de viudas, // Dios vive en su santa morada. // Dios prepara casa a los desvalidos, // libera a los cautivos y los enriquece. R./

Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, // aliviaste la tierra extenuada; // y tu rebaño habitó en la tierra // que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres. R./

Lectura de la carta a los Hebreos (12, 18-19.22-24a): Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.

Hermanos: Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni habéis oído aquella voz que el pueblo, al oírla, pidió que no les siguiera hablando.
Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a la asamblea de innumerables ángeles, a la congregación de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (14, 1.7-14): El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

Entró Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso este ejemplo: -Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.
Y dijo al que lo había invitado: -Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote y quedarás pagado.
Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

El vínculo que podemos encontrar entre los textos litúrgicos de este Domingo es la humildad. Es la actitud del hombre ante las riquezas del mundo material o espiritual (Primera Lectura). Es y debe ser la actitud correcta de todo hombre, y particularmente del cristiano, en las relaciones con los demás (Evangelio). Y, sobre todo, debe ser la actitud propia del hombre en su relación con Dios; una actitud en la que descubre su propia pequeñez ante la magnanimidad de Dios (Segunda Lectura).

 Entendiendo el contexto

El Evangelio de hoy comienza ubicando el contexto de lo que va a acontecer: «Sucedió que habiendo ido Jesús en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando» (Lc 14,1). Tres cosas podemos destacar en esta introducción: el tiempo: día sábado; el lugar: la casa de un fariseo; la ocasión: un banquete con varios otros invitados. Después de esta introducción sigue un episodio, que no hace parte de la lectura dominical: «Había allí, delante de Jesús, un hombre hidrópico». Seguramente este hombre se había enterado de que Jesús estaba allí y había venido a postrarse ante él suplicándole que lo sanara. ¿Qué hacer?

Por un lado, es claro que la Ley prohíbe hacer cualquier trabajo en sábado, y Jesús declaró que Él había venido a «dar cumplimiento a la Ley» (Mt 5,17). Por otro lado, es claro que este hombre está privado de la salud. Jesús opta por curar al enfermo y lo despide. De esta manera enseña que la vida humana tiene un valor sagrado e inviolable y que la Ley, incluido el precepto del sábado, está formulada por Dios «para que el hombre tenga vida y la tenga en abundancia». El respeto de la vida humana y el cuidado de ella, desde su concepción hasta su fin natural, está en el centro de la enseñanza de Cristo.

En seguida el Evangelio se centra en el banquete. Jesús se fija en la conducta de los invitados y, notando cómo elegían los primeros puestos, les dice una parábola: «Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto...». En realidad, más que una parábola en sentido estricto, ésta es una enseñanza de sabiduría humana. Y, aunque sea una norma de la más elemental prudencia humana, los invitados que Jesús observaba no la cumplían.

 La literatura sapiencial

Con estas recomendaciones de sabiduría humana y de sana convivencia, Jesús adopta el estilo de la literatura sapiencial. Sabemos que varios libros de la Biblia pertenecen a este género: Job, Proverbios, Cohelet (Eclesiastés), Sirácida (Eclesiástico) y Sabiduría. También se encuentra el género sapiencial en parte de otros libros. Jesús revela tener conocimiento de esta literatu¬ra, pues la parábola que propone toma su enseñanza del libro de los Proverbios. Allí se hace la misma recomendación: «No te des importan¬cia ante el rey, no te coloques en el sitio de los grandes; porque es mejor que te digan: 'Sube acá', que ser humillado delante del príncipe» (Prov. 25,6-7). Es la misma enseñanza que, para hacerla más incisiva, Jesús la propone en forma de parábola, según su estilo propio y característico de enseñar.

La literatura sapiencial floreció en el Antiguo Oriente, especialmente en Egipto y Mesopotamia, donde se componían proverbios, fábulas y poemas para enseñar el arte del bien vivir, conforme al orden del universo. De allí fue tomada por Israel, pero mirada bajo el prisma de su propia fe en un Dios creador y salvador que dirige todo el universo. Y en esta forma fue adoptada como parte de los libros sagrados. Pero la canonización mayor de estos libros les viene por el hecho de que Jesús los conozca y los cite. Tan sólo del libro de los Proverbios, el Nuevo Testamento tiene catorce citas textuales y una veintena de alu¬siones. Justamente en el Evangelio de hoy encon¬tramos una de éstas.

Sin embargo alguien podría preguntar: ¿Qué tiene que ver este tipo de consideraciones de prudencia y sabiduría humana con las virtu¬des sobrenaturales de fe, esperanza y caridad, que constituyen la perfección de la vida cristiana? ¿Por qué se ocupa Jesús de estas cuestiones de vida social? Él se ocupa de las virtudes humanas naturales, porque ellas son el terreno fértil en que pueden echar raíces las virtudes sobrenatu¬rales de la fe, esperanza y caridad. Donde faltan las virtudes humanas de la honestidad, la lealtad, el amor a la verdad, la fidelidad a la palabra empeñada y a los compromisos asumidos, etc., y las virtudes cristianas naturales de la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la modestia, la tolerancia, la gene¬rosidad, etc., es imposible que florezcan las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad.
Cuando alguien, por ejemplo, es deshonesto, o mentiroso, o mantiene negocios turbios y fraudulentos, no se puede pretender que sobresalga en la caridad; cuando alguien es vanidoso y soberbio y ambiciona los primeros lugares para alcanzar gloria humana, es imposible que brille por la fe y la esperanza sobrenatura-les. Por otro lado, donde las virtudes sobrenaturales han encontrado un terreno apto para florecer, ellas perfeccionan ulteriormente al hombre en las virtudes naturales. Por eso, las virtudes humanas y cristianas naturales resplandecen con mayor brillo en los santos.

 La reina de las virtudes

La parábola es de mera sabiduría humana y como tal contie¬ne una sabia enseñanza para el diario vivir. Pero es claro que Jesús no se queda sólo en este nivel. Él no sólo está dando una norma de elemental buena educación. Lo que Jesús quiere ense¬ñar es la virtud de la humildad. Por eso la senten¬cia conclusiva: «El que se ensalce, será humillado; y el que se humille será ensalzado», se refiere, en primer lugar, a nuestra relación con Dios. «Será humillado» y «será ensalzado» por Dios. La humildad es la reina de las virtudes. Ella hace res¬plandecer todas las demás virtudes y sin ella todas las demás virtudes perecen.

«Humilde» se deriva de la palabra latina «humilis», que a su vez proviene de «humus» (tierra). Humilde es el que está al ras del suelo o se mueve cerca del suelo. Algo que responde exactamente a nuestra condición de criatura ya que humilde es el que, con sabiduría y realismo, reconoce la distancia que le separa de su Creador. Santa Teresa de Ávila, sin apelar a latines, dio una certera definición de humildad, quizás la mejor que existe: «Una vez estaba yo considerando porqué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y se me puso delante...esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad» (Moradas sextas 10,8).

Más aún podemos decir que toda la historia de la salvación es el cumplimiento de esa sentencia luminosa de Jesús. En efec¬to, si todo el género humano se vio comprometido y sometido a la muerte, fue por el orgullo de nuestros primeros padres. Dios les había dado todos los bienes, incluido el más grande de todos que es su propia amistad e intimidad. El único límite que les puso fue el de su propia humanidad. Bastaba que el hombre reconociera su condición de ser humano. El único precepto: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» equivale a éste otro: «Conténtate con ser hombre y no quieras ser Dios». Pero no. El ser humano quiso traspa¬sar también este límite y cedió a la tentación de ser dios: «El día que comiereis se os abrirán los ojos y seréis como dioses» (Gen 3,5). Y comió. Pero no fue dios, sino que volvió al polvo de donde había sido tomado: «Polvo eres y en polvo te convertirás» (Gen 3,19). El hombre se exaltó y fue humi¬llado. Ésta es la eterna historia del hombre autosufi¬ciente que quiere realizase al margen de Dios.

Cristo, en cambio, para redimirnos hizo el camino con¬trario, como lo dice hermosamente el himno de la carta a los Filipenses 2,6-11: «Cristo, siendo de condición divi¬na, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose seme¬jante a los hombres... se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz». Ésta es también la historia de la bienaventurada Virgen María que es capaz de decir: «Eengrandece mi alma al Señor y mi espíritu - se alegra en Dios mi salvador - porque - ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, - por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada».

 ¿A quién invitar?

Aprovechando de que estaba en un banquete, Jesús siguió dando un criterio sobre la elección de los invitados: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos». ¡Qué distinto es este criterio del que se usa en la vida corriente! Las listas de invitados parten siempre por los más poderosos y precisamente en vista de la retribución que ellos puedan ofrecer. Jesús dice: «Ellos te invitarán a su vez, y tendrás ya tu recompensa», quedarás pagado en esta tierra.

En cambio, si se invita a los que no pueden corresponder, la recompensa no será de ellos, ¡será de Dios! Y no será en bienes de esta tierra. Por eso dice: «Se te recompensará en la resurrección de los justos», es decir, eternamente en el cielo. ¡Qué extraño poder de retribución tienen los pobres! Es que Jesús se identificó con ellos de la manera más plena: «Tuve hambre y me disteis de comer... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,35.40). La recompensa será ésta: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34).

 Una palabra del Santo Padre:

«En la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe de Dios «poder, honor y reino» (Dn 7,14). Jesús da un nuevo sentido a esta imagen y señala que él tiene el poder en cuanto siervo, el honor en cuanto que se abaja, la autoridad real en cuanto que está disponible al don total de la vida. En efecto, con su pasión y muerte él conquista el último puesto, alcanza su mayor grandeza con el servicio, y la entrega como don a su Iglesia.

Hay una incompatibilidad entre el modo de concebir el poder según los criterios mundanos y el servicio humilde que debería caracterizar a la autoridad según la enseñanza y el ejemplo de Jesús. Incompatibilidad entre las ambiciones, el carrerismo y el seguimiento de Cristo; incompatibilidad entre los honores, el éxito, la fama, los triunfos terrenos y la lógica de Cristo crucificado. En cambio, sí que hay compatibilidad entre Jesús «acostumbrado a sufrir» y nuestro sufrimiento. Nos lo recuerda la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como el sumo sacerdote que comparte totalmente nuestra condición humana, menos el pecado: «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado» (4,15). Jesús realiza esencialmente un sacerdocio de misericordia y de compasión. Ha experimentado directamente nuestras dificultades, conoce desde dentro nuestra condición humana; el no tener pecado no le impide entender a los pecadores. Su gloria no está en la ambición o la sed de dominio, sino en el amor a los hombres, en asumir y compartir su debilidad y ofrecerles la gracia que restaura, en acompañar con ternura infinita, acompañar su atormentado camino.

Cada uno de nosotros, en cuanto bautizado, participa del sacerdocio de Cristo; los fieles laicos del sacerdocio común, los sacerdotes del sacerdocio ministerial. Así, todos podemos recibir la caridad que brota de su Corazón abierto, tanto por nosotros como por los demás: llegando a ser «canales» de su amor, de su compasión, especialmente con los que sufren, los que están angustiados, los que han perdido la esperanza o están solos».

(Papa Francisco. Homilía 18 de octubre de 2015 en la misa de canonización)






 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Humildad es andar en verdad. ¿Cómo vivo la humildad en mi vida cotidiana? ¿Soy humilde? ¿Qué me falta para vivir esta virtud?

2. ¿A quién invitaría a un banquete?¿Cuándo ayudo a alguien, busco que ella me retribuya el favor? ¿Soy generoso y desinteresado?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1803-1804. 1810-1813. 2779.

texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de Adoración Nocturna de Toledo

viernes, 23 de agosto de 2019

Domingo de la Semana 21ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 25 de agosto de 2019 «Luchad por entrar por la puerta estrecha»



Lectura del libro del profeta Isaías (66, 18-21): De todos los países traerán a todos vuestros hermanos.

Esto dice el Señor: Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua; vendrán para ver mi gloria, les daré una señal, y de entre ellos despacharé supervivientes a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria; y anunciarán mi gloria a las naciones.
Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén -dice el Señor-, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor.
De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas -dice el Señor-.

Salmo 116,1.2: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio. R./

Alabad al Señor, todas las naciones, // aclamadlo, todos los pueblos. R./

Firme es su misericordia con nosotros, // su fidelidad dura por siempre. R./

Lectura de la carta a los Hebreos (12, 5-7.11-13): El Señor reprende a los que ama.


Hermanos: Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: «Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.» Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?
Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por él, nos da como fruto una vida honrada y en paz.
Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (13, 22-30): Vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.

En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó: -Señor, ¿serán pocos los que se salven? Jesús les dijo: -Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: «Señor, ábrenos» y él os replicará: «No sé quiénes sois». Entonces comenzaréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas». Pero él os replicará: «No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados».
Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera.
Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos.


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

Los textos litúrgicos se mueven entre dos polos: uno, la llamada universal a la salvación; el otro, el esforzado empeño desde la libertad y cooperación del hombre. El libro de Isaías (Primera Lectura) termina hablando del designio salvador de Yahveh a todos los pueblos y a todas las lenguas.

El Evangelio, por su parte, nos indica que la puerta para entrar en el Reino es estrecha y que sólo los esforzados entrarán por ella. En este esfuerzo de nuestra libertad nos acompaña el Señor, con su pedagogía paterna que no está exenta de corrección, aunque no sea ésta la única forma de pedagogía divina ya que el corrige a los que realmente ama (Segunda Lectura).

 «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas»

El interlocutor anónimo que pregunta a Jesús sobre el número de los que se salvarán, está refiriéndose a una cuestión habitual en las escuelas rabínicas y frecuentemente repetida en todos los tiempos. Todos los rabinos en la época de Jesús estaban de acuerdo en afirmar que la salvación era monopolio de los judíos; pero según algunos, no todos los que pertenecían al pueblo elegido se salvarían. Justamente el mensaje de la lectura evangélica, más que el número de los salvados e incluso que la dificultad misma para salvarse, como podría sugerir la imagen de «la puerta estrecha»; es la oferta universal de salvación de parte de Dios donde «vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios».

Se verifica así en plenitud la visión de la Primera Lectura tomada del libro del profeta Isaías. En un cuadro grandioso se describe la universalidad de la salvación de Dios a partir de Jerusalén, que se convierte simultáneamente en foco de irradiación misionera y de atracción cultual para todas las naciones. En ninguna parte del Antiguo Testamento se yuxtaponen con tal relieve el universalismo de la salvación de Dios y el particularismo judío. El texto nos hace recordar aquel pasaje que dice el Señor: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7 citado en Mt 11,17).

 «¿Son pocos los que se salvan?»

El Evangelio de este Domingo nos dice cómo Jesús iba caminando rumbo a Jerusalén, atravesando ciudades y pueblos, e iba enseñando. Podemos imaginar a Jesús proclamando la palabra de Dios como los antiguos profetas de Israel. Donde llega¬ba, seguramente reunía al pueblo en la plaza y les enseñaba. Su enseñanza era nueva y asombrosa. Jamás al¬guien había enseñado así. En efecto, los maestros de Israel enseñaban diciendo: «Moisés en la ley dijo...» o «La ley dice...». Jesús, en cambio, enseña diciendo: «Yo os digo». Inclu¬so presentaba su enseñan¬za de una manera que podía parecer impía a los oídos judíos: «Habéis oído que se dijo: 'No matarás'; mas yo os digo...» (Mt 5,21s). No es que Jesús deroga¬ra el mandamiento de Dios; pero Él con su auto¬ridad es una nueva instancia de volun¬tad divina; da al mandamiento una mayor profundización. Por eso cuando Jesús terminaba de ense¬ñar, «la gente se quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).

No es raro, entonces que la gente aprovechara la sabiduría de Jesús para resolver dudas acerca de cuestiones fundamentales sobre la existencia humana. Es así que en uno de esos pueblos, uno se le acercó corriendo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 18,18). O, como refiere el Evangelio de hoy: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Si alguien hiciera esta pregunta a otra persona, sería objeto de burla. ¿Quién puede responder eso? Lo notable en este caso es que el que pregunta está convencido de que Jesús sabe la respuesta. Podemos calcular la expectativa de todos los presentes que estaban pendientes de los labios de Jesús.

Ahora bien, ¿qué fue lo que enseñó Jesús para motivar semejante pregunta? Y ¿por qué está formulada en esa forma? Jesús tiene que haber dicho algo que llevara a concluir que los que se salvan son pocos. Pudo haber dicho, por ejemplo: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24).Seguramente entre los oyentes había pocos que estuvieran dispuestos a perder la vida por Jesús. O bien, pudo haber dicho: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,22; 24,13). Tampoco habría muchos que aceptaran ser odiados de todos por causa de Jesús. En otra ocasión, ante las palabras de Jesús, los oyentes concluyeron, no sólo que serían pocos los que se salvarían, sino que nadie podría salvarse: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (Lc 18,26).

 La respuesta del Maestro...

Algo que no podemos dejar de recordar es que a ningún maestro de este tierra se le podría hacer semejante pregunta ya nadie sería capaz de aventurarse a dar una res¬puesta. Por eso, la respuesta que Jesús da merece toda nuestra aten¬ción. Antes de examinarla aclaremos qué se entiende por «salva¬ción». Es claro que aquí se entiende por salvación aquel estado de felicidad definitiva y eterna que se tiene después de la muerte y que consiste en el conocimiento y el amor de Dios. El nombre «salvación» es exac-to, porque el estado en que se encuentran los hombres al venir a este mundo es de pecado, es decir, de privación del amor de Dios. Todos nece¬sitamos ser salvados. Pero, ¿son pocos o muchos los que se salvan?

El que pregunta ciertamente tiene la convicción, al menos, de que no todos se salvan. La duda se refiere a la proporción entre los que se salvan y los que se pierden, y él parece tener la idea de que son menos los que se salvan. Por eso formula la pregunta de esa manera. Lo más grave es que la respuesta de Jesús le da la razón: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán». ¡Muchos no podrán entrar! En la respuesta de Jesús se percibe que para los oyen¬tes es claro que en las ciudades hay una puerta ancha por donde entran los carros y camellos cargados, y otra estrecha, por donde entran los peatones, uno por uno y sin carga. Es por aquí por donde hay que entrar, es decir, todo lo que tengamos de superfluo estorba para entrar a la vida eterna. Tal vez la forma completa de la respuesta de Jesús es la que reproduce Mateo: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la puerta y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo en¬cuen¬tran» (Mt 7,13-14).

Si la carga es tanta y no cabe por la puerta estre¬cha, mientras se pugna por hacer entrar todo sin decidirse a despo¬jarse, «el dueño de casa se levantará y cerrará la puerta». ¡Cerrará incluso la puerta estrecha! El Señor continúa con esta parábola: «Los que hayáis quedado fuera os pondréis a llamar a la puerta, diciendo: '¡Señor, ábrenos!' Y os responderá: 'No sé de dónde sois'» Los de fuera recibi¬rán esta sen¬tencia: «¡Retiraos de mí, todos los agentes de injus¬ti¬cia!». La situación de los que queden fuera es así descri¬ta: «Allí será el llanto y el rechinar de dientes». Cuando se cierre la puerta, los que hayan quedado fuera no podrán argüir excusas ni presentar recomendaciones. Jesús da, como ejemplo, una recomendación particular que no valdrá y que se dirige a los que están allí escu¬chando su enseñan¬za. En ese día no podrán decir: «Has enseñado en nuestras plazas... somos tu pueblo. ¡Ábrenos!». A éstos advierte que la salvación no está restrin¬gida a Israel sino a todos los pueblos de la tierra.

 «Luchad por entrar...»

El término en griego de «luchad» (agonizesthe, de agonizomai) es una fuerte exhortación a luchar, a trabajar fervientemente, hacer el máximo esfuerzo por conquistar un bien que, aunque posible, es difícil y arduo de alcanzar. Se trata de un esfuerzo con celo persistente, enérgico, acérrimo y tenaz, sin doblegarse ante las dificultades que se presentan en la lucha. Implica también un entrar en competencia, luchar contra adversarios. El término lo utiliza San Pablo en su carta a Timoteo: «Combate (agonizou) el buen combate de la fe» (1Tim 6,12). Pablo lo alienta a no desistir en el combate excelente de la fe, a esforzarse sin desmayo en una lucha que, porque perfecciona al hombre y porque lo orienta hacia la plenitud de la vida eterna, es hermosa y preciosa. Pablo resalta que es necesario, por parte de quien ha recibido el don de la fe, el esfuerzo sostenido en esa lucha: mediante la decidida cooperación con el don y la gracia recibidos, se conquista la vida eterna. Y dado que no es fácil acceder a ella, el esfuerzo ha de ser análogo al que realiza un luchador en vistas a conquistar la victoria.

Para pasar por «la puerta estrecha» hay que trabajar esforzadamente, hay que luchar el buen combate de la fe, hay que obrar de acuerdo a la justicia y santidad, de acuerdo a la caridad y a la solidaridad: ¡hay que obrar bien, y ello demanda al cristiano, en un mundo que prefiere la puerta amplia y el camino fácil, un continuo esfuerzo por la santidad!

 Una palabra del Santo Padre:

«Y he aquí entonces que, a la pregunta, Jesús responde diciendo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán» (v. 24). ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? Y, ¿por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta se repite varias veces en el Evangelio y se refiere a la de la casa, del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor, calor. Jesús nos dice que existe una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Esta puerta es Jesús mismo (cf. Jn 10, 9). Él es la puerta. Él es el paso hacia la salvación. Él conduce al Padre. Y la puerta, que es Jesús, nunca está cerrada, esta puerta nunca está cerrada, está abierta siempre y a todos, sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios. Porque, sabéis, Jesús no excluye a nadie. Tal vez alguno de vosotros podrá decirme: «Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido, porque soy un gran pecador: he hecho cosas malas, he hecho muchas de estas cosas en la vida». ¡No, no estás excluido! Precisamente por esto eres el preferido, porque Jesús prefiere al pecador, siempre, para perdonarle, para amarle. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo: Él te espera. Anímate, ten valor para entrar por su puerta. Todos están invitados a cruzar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerle entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le done alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante muchas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que luego nos damos cuenta de que dura sólo un instante, que se agota en sí misma y no tiene futuro. Pero yo os pregunto: nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar? Y, ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida? Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de dejarle entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga más. No es un fuego de artificio, no es un flash. No, es una luz serena que dura siempre y nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de Jesús.

Cierto, la puerta de Jesús es una puerta estrecha, no por ser una sala de tortura. No, no es por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y dejarnos renovar por Él. Jesús en el Evangelio nos dice que ser cristianos no es tener una «etiqueta». Yo os pregunto: vosotros, ¿sois cristianos de etiqueta o de verdad? Y cada uno responda dentro de sí. No cristianos, nunca cristianos de etiqueta. Cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en la promoción de la justicia, en hacer el bien. Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.A la Virgen María, Puerta del Cielo, pidamos que nos ayude a cruzar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como transformó la suya para traer a todos, la alegría del Evangelio».

(Papa Francisco. Ángelus. Domingo 25 de agosto de 2013)


Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Hagamos un examen y veamos cuáles son las cargas que me impiden entrar por la puerta estrecha.

2. Leamos el pasaje de Hb 12,5-7.11-13 ¿Cuántas veces me resulta difícil entender la pedagogía de Dios?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2012 – 2016

texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de A.N.E. Toledo

jueves, 15 de agosto de 2019

Domingo de la Semana 20ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 18 de agosto de 2019 «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra?»


Lectura del libro del profeta Jeremías (38, 4-6.8-10): Me has engendrado para pleitear para todo el país.

En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: -Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad, y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.
Respondió el rey Sedecías: -Ahí lo tenéis, en vuestro poder: El rey no puede nada contra vosotros.
Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Melquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo.
Ebedmelek salió del palacio y habló al rey: -Mi rey y señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre (porque no quedaba pan en la ciudad).
Entonces el rey ordenó a Ebedmelek: -Toma tres hombres a tu mando, y sacad al profeta Jeremías del aljibe, antes de que muera.

Salmo 39,2.3.4.18: Señor, date prisa en socorrerme. R./

Yo esperaba con ansia al Señor; // él se inclinó y escuchó mi grito. R./

Me levantó de la fosa fatal, // de la charca fangosa; // afianzó mis pies sobre roca // y aseguro mis pasos. R./

Me puso en la boca un cántico nuevo, // un himno a nuestro Dios. // Muchos al verlo quedaron sobrecogidos // y confiaron en el Señor. R./

Yo soy pobre y desgraciado, // pero el Señor se cuida de mí; // tú eres mi auxilio y mi liberación, // Dios mío, no tardes. R./

Lectura de la carta a los Hebreos (12, 1- 4): Corramos con perseverancia en la carrera que nos toca.

Hermanos: Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (12, 49-53): No he venido a traer paz, sino división.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: –He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

Todas las lecturas de este Domingo nos hablan del anuncio de la Palabra de Dios y el precio que lleva aceptarla. El mensaje anunciado por Jeremías lleva a que sea arrojado en el pozo de Malkiyías (Jeremías 38, 4-6.8-10). Las duras palabras de Jesús sobre el fuego del juicio, sobre el bautismo en la sangre de la cruz y sobre la espada que divide; sin duda escandalizaron a sus oyentes (San Lucas 12, 49-53). Finalmente leemos en la Carta a los Hebreos que es la Cruz de Jesucristo el camino que tenemos que recorrer para llegar al cielo prometido (Hebreos 12,1- 4).

 El escándalo de la verdad

Al profeta Jeremías nunca le resultó fácil cumplir la misión que Dios le había encomendado. El recibió el encargo de anunciar un futuro sombrío para su pueblo, y aconsejarle decisiones que no eran para nada del agrado de las autoridades. Por eso intentaron eliminarle, hacer callar su voz. Los hechos narrados debemos de situarlos durante el sitio de Jerusalén por el rey Nabucodonosor (entre 588 y 587 a. C.) Jeremías ya estaba en prisión ya que había sido acusado de desmoralizar a los pocos combatientes que quedaban y a toda la población. ¿De qué se le acusa exactamente? Jeremías anuncia de parte de Dios que la ciudad será tomada; quien se rinda a los caldeos vivirá. «Así dice Yahveh: Quien se quede en esta ciudad, morirá de espada, de hambre y de peste, más el que se entregue a los caldeos vivirá, y ese saldrá ganando. Así dice Yahveh: Sin remisión será entregada esta ciudad en mano de las tropas del rey de Babilonia, que la tomará» (Jer 38, 2-3). Y eso es exactamente lo que ocurrió. El Señor utilizará un pueblo pagano como medio para educar severamente a su «Pueblo escogido».

Jeremías no puede dejar de anunciar lo que el Señor le ordena transmitir sin embargo esta actitud es incomprendida por las autoridades; ¿cómo entender lo que Dios les estaba pidiendo? Jeremías será bajado a un pozo lleno de cieno para que allí muera olvidado y abandonado, pero no importa, él sabe que Dios no lo abandonará. Le salvará por medio de un etíope, de un pagano; y la verdad de Dios por él transmitida prevalecerá y vencerá. Y así fue. Jerusalén fue tomada y destruida por el ejército caldeo, y gran parte de la población deportada, como esclava, a la tierra de los vencedores. El salmo responsorial 39 nos remite al martirio de Jeremías: «Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos».

 «No habéis resistido…hasta llegar a la sangre»

Jeremías no es el único que es martirizado por ser fiel al mensaje de Dios; en la carta a los Hebreos vemos como Dios permite a los primeros cristianos pasar por un sin fin de sufrimientos. ¿Cómo es posible que Dios dejase intervenir las fuerzas del mal en modo tan manifiesto? Por eso la carta a los Hebreos les invita a poner la mirada en Jesús, «el que inicia y consuma la fe», que se sometió a la Cruz soportando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. En lenguaje más coloquial se podría formular así: ¿te escandaliza el mal? ¡Mira a Jesucristo en la cruz! ¿Estás desanimado? ¡Mira a Jesucristo sentado a la derecha del trono de Dios! A la luz de Cristo nuestro sufrimiento se convertirá en testimonio de fe y gloria.

 «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra»

Cualquier persona que lea los Evangelios con atención recibe la impresión clara de que Jesús fue un maestro incomparable. El apelativo espontáneo que sus contemporáneos le daban era el de «maestro». Pero Él no enseñaba cosas de este mundo; Él vino a este mundo a revelarnos verdades sublimes que la inteligencia humana por sí sola no puede alcanzar y que el lenguaje humano no puede expresar. Así se lo dice a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto... Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,11-13). Estas «cosas del cielo» son las que Jesús da a conocer a sus amigos: «A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Pero estas cosas del cielo no se dejan encerrar en nuestro lenguaje humano. Es necesario otro lenguaje que resuene directamente en nuestro interior.

Esta explicación nos puede ayudar a entender la imagen que Jesús utiliza al inicio del texto evangélico. «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera inflamado!». Es obvio que Jesús no vino a encender fuego real, sino que se trata de una imagen. Lo que Jesús vino a traer a la tierra es una realidad espiritual que no tiene representación visible. Pero ¿por qué usa Jesús la imagen del fuego? ¿Qué quiere decir con ella? El fuego es una realidad inquietante. Cuando estalla, nadie puede quedar impávido, pues se propaga y devora todo a su paso. Ante el fuego todo se pone en actividad.

Por eso ya se usaba en la Escritura para expresar el celo por la gloria de Dios. Elías no encuentra otro modo mejor para decir lo que siente por su Dios ante el pecado de su pueblo: «Ardo en celo por Yahveh, el Dios de los Ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas...» (1Rey 19,9-10). Lo que Elías siente por Dios es como un fuego que lo quema dentro. Por eso, cuando el Sirácide repasa la historia del pueblo dice: «Entonces surgió el profeta Elías como fuego, su palabra abrasaba como antorcha» (Si 48,1). Por su parte, el profeta Jeremías, para evitarse problemas, quiso desoír la palabra de Dios; pero no pudo. Y lo explica así: «Había en mi corazón algo así como fuego ardiente, encendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía» (Jr 20,9).

Luego Jesús usa otra imagen: «Con un bautismo tengo que ser bautizado». Y expresa la misma urgencia: «¡Qué angustiado estoy hasta que se cumpla!». Es cierto que Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán. Pero no se refiere a ese rito, pues ese rito ya había tenido lugar, y Jesús habla de algo que aún debía cumplirse. El término «bautismo» significa «purificación por medio del agua». Jesús está hablando de una purificación, pero no de suciedad material, sino del pecado, que grava nuestra conciencia. Y Él debía pasar por esta purificación, «tengo que ser bautizado», no por sus pecados, pues Él era sin tacha, sino por los pecados de todo el mundo: «La sangre de Cristo, que... se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo» (Hb 9,14). A Jesús le urgía nuestra salvación del pecado y para obtenerla estaba ansioso de dar su vida. Este es el sentido de la cruz. El mismo celo por la gloria de Dios y por la salvación de los hombres que tenía Jesús debe encenderse en todos los cristianos. Jesús quiere que este fuego los abrase a todos.

 «No penséis que he venido a traer paz»

La segunda parte del texto evangélico es muy difícil de entender, pues parece contradecir la predi¬cación de la Iglesia, sobre todo, en este tiempo. En efecto, cuando todos hablan de reconciliación y de paz, el Señor dice: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división». Pero no sólo parece contradecir la predicación de la Iglesia, sino la predicación de Cristo mismo y la realidad del Evangelio como tal. La palabra «evangelio» significa «buena noticia». A una noticia se daba el nombre de «evangelio», sobre todo, cuando su contenido era la paz, por ejemplo, cuando se anunciaba la paz a un pueblo que estaba sufriendo el asedio del enemigo. Isaías dirá, con claro sentido mesiánico: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia (evangeliza) la paz!» (Is 52,7). Ese anuncio es un evangelio porque quien lo recibe pasa de una situación de temor y de sometimiento a una situación de gozo y salvación.

Por eso al anuncio de Jesucristo se llamó «evangelio»: el que lo recibe pasa de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. El mismo Cristo dice: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27). Y cuando se aparece a sus discípulos después de su resurrección les repite: «Paz a vosotros» (Jn 19,1¬9). También encontramos en Jesús un modelo de unidad: «Padre, que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). ¿Cómo se explica, entonces, que ahora asegure: «No he venido a traer paz a la tierra, sino división»?

La clave de comprensión es que aquí Cristo está hablando en estilo profético. Por eso dice: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no os la doy como la da el mundo». Jesús habla de la paz que Él trae, que no consiste en el mero bienestar de este mundo, ni en el equilibrio inestable de las potencias bélicas. Esa es la paz que da el mundo. Esa paz tiene bases frágiles y es falsa, es una máscara de la verdadera paz; esa es la paz que Cristo no ha venido a traer al mundo, sino a denunciar. Con esa declaración, Jesús se sitúa en la tradición de los antiguos profetas de Israel. Nunca estuvo mejor, ni más próspero el Reino de Israel que cuando Jeremías se puso a gritar: «No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan: 'Paz tendréis'. Os están embaucando» (Jr 23,16-17).

El verdadero profeta veía que esa situación de prosperidad encerraba una falsedad, que no podía perdurar. Había una máscara de paz, sin realidad. Es que no puede haber verdadera paz donde hay desprecio de Dios y abuso de los poderosos contra los débiles. Por eso el profeta Jeremías se ve obligado a anunciar: «Mirad que, como una tormenta, la ira del Señor ha estallado; un torbellino remolinea; sobre la cabeza de los malos descarga» (Jr 23,19). La diferencia entre el profeta verdadero y el falso es que uno anuncia la verdad, aunque sea incómoda, y el otro busca halagar los oídos de sus oyentes.

El falso profeta anuncia lo que los hombres quieren oír, busca complacer a la mayoría, su mensaje coincide con el consen¬so de los hombres. Jesucristo, en cambio, anunció la verdad salvífica, aunque le costara la vida. Dice a los de su tiempo: «Vosotros tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios» (Jn 8,40). Y a sus discípulos les advirtió: «Bienaventurados vosotros cuando los hombres os odien... por causa del Hijo del hombre... así hicieron vuestros padres con los profetas... Ay de vosotros cuando todos hablen bien de vosotros: así hicieron vuestros padres con los falsos profetas» (Lc 6,22.26).

Hoy día hay muchos que piensan encontrar la paz en el consenso de las mayorías. Esa no será nunca la paz de Cristo, pues en temas de fe y de moral (es decir, en temas que interesan la salvación del hombre) el consenso de la mayoría no es nunca la verdad. La verdad en la histo¬ria ha avanzado y se ha establecido por el ministerio de los profetas, voces aisladas que terminaban siendo acalladas, empezando por Cristo mismo. Pero su sacrificio era fecundo y hacía avanzar la verdad en el mundo. Así se suprimió el aborto y la exposición de los niños, que era consenso; así se suprimió el divorcio, que era consenso de los adultos en perjuicio de los niños; así se suprimieron los juegos en el circo... la lista es larga. Lamentablemente hoy en día la realidad parece aceptar «por consenso» lo que antes se había suprimido por el principio rector que el mismo Jesús nos había dejado: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

 Una palabra del Santo Padre:

«Pero la Palabra de Dios de este domingo contiene también una palabra de Jesús que nos pone en crisis, y que se ha de explicar, porque de otro modo puede generar malentendidos. Jesús dice a los discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51). ¿Qué significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión, como si fuese un pastel que se lo decora con nata. No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio- base de la vida, y Dios no es vacío, Dios no es neutro, Dios es siempre positivo, Dio es amor, y el amor es positivo. Después de que Jesús vino al mundo no se puede actuar como si no conociéramos a Dios. Como si fuese una cosa abstracta, vacía, de referencia puramente nominal; no, Dios tiene un rostro concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí, al contrario: Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2, 34).

Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza, de hecho, el uso de la fuerza para difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a toda violencia. ¡Fe y violencia son incompatibles! ¡Fe y violencia son incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van juntas. El cristiano no es violento, pero es fuerte. ¿Con qué fortaleza? La de la mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor».

(Papa Francisco. Ángelus. Domingo 19, 8 de agosto 2013)





 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Un ejemplo sobre «el fuego» que debemos vivir se nos ofrece en la vida admirable de San Francisco Javier. En una carta escribe a San Ignacio desde la India: «Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que de esto se ocupen. Muchas veces me viene el deseo de ir a las Universidades de esas partes, sobre todo a la de París, y pasar por sus claustros gritando, como hombre que tiene perdido el juicio: ‘¡Cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por vuestra negligencia!’» (Carta desde Cochín, 15 enero 1544). ¿Vivo yo este celo por transmitir la Palabra de Dios?

2. En la Carta a los Hebreos tenemos la medida exacta para nuestra lucha contra el pecado: «No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado».¿Qué piensas de ello?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 214- 227. 863- 865. 2074


texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de A.N.E. Toledo

domingo, 4 de agosto de 2019

Domingo de la Semana 18ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 4 de agosto de 2019 «Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma»


Lectura del libro del Eclesiastés (1,2; 2, 21-23): ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?

Vaciedad sin sentido, dice el Predicador, vaciedad sin sentido; todo es vaciedad.
Hay quien trabaja con destreza, con habilidad y acierto, y tiene que legarle su porción al que no la ha trabajado. También esto es vaciedad y gran desgracia.
¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol? De día dolores, penas y fatigas; de noche no descansa el corazón. También esto es vaciedad.

Salmo 89, 2.3-4.5-6.12-13: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. R./

Antes que naciesen los montes, // o fuera engendrado el orbe de la tierra, // desde siempre y por siempre tú eres Dios. R./

Tú reduces el hombre a polvo, // diciendo: «Retornad, hijos de Adán.» // Mil años en tu presencia // son un ayer, que pasó, // una vela nocturna. R./

Los siembras año por año, // como hierba que se renueva: // que florece y se renueva por la mañana, // y por la tarde la siegan y se seca. R./

Enséñanos a calcular nuestros años, // para que adquiramos un corazón sensato. // Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? // Ten compasión de tus siervos. R./

Lectura de la carta de San Pablo a los Colosenses (3, 1-5.9-11): Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.

Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.
Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia, y la avaricia, que es una idolatría. No sigáis engañándoos unos a otros.
Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de la nueva condición, que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo.
En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres; porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (12, 13-21): Lo que has acumulado, ¿de quién será?

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: –Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. El le contestó: –Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y dijo a la gente: –Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.
Y les propuso una parábola: –Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: «Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida».
Pero Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?»
Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.


Pautas para la reflexión personal

 El vínculo entre las lecturas

La lecturas dominicales nos muestran dos formas concretas de vivir y de entender la propia existencia en el mundo. Existe el modo de vivir del hombre que olvida el fundamento de su existencia: «¿qué le queda a aquel hombre de toda su fatiga y esfuerzo con que se fatigó bajo el sol?» (Eclesiastés 1,2; 2¸21-23). La respuesta a esta incómoda pregunta la encontramos en la carta de San Pablo a los Colosenses. Existe el hombre que busca el fundamento en «las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Colosenses 3,1-5.9-11). El Evangelio (San Lucas 12, 13-21), por su parte, opone la vida de quien cifra toda su realización en el tener, en el poder y el dejarse llevar por los placeres; y atesora malsanamente riquezas para sí; y la vida de quien funda su existencia en el ser, y atesora así riquezas delante de Dios.

 «¡Vanidad de vanidades...todo es vanidad!»

La Primera Lectura pertenece al libro del Eclesiastés (o Qohélet que significa «el predicador») fue escrito alrededor del siglo III a.C. El libro, que pertenece a la literatura sapiencial , empieza y acaba con la sentencia que es el tema central de este escrito: «todo es vaciedad sin sentido». El término vaciedad o vanidad se repite hasta 64 veces en un libro que es breve (consta de 12 capítulos cortos). El texto puede dar la impresión de un nihilismo o pesimismo que menosprecia todo cuanto constituye el mundo y la vida del hombre. Pero es más exacto decir que, al relativizar o desmitificar con realismo los valores terrenos y caducos (amor y trabajo, placer y sabiduría, éxito y prestigio, etc.); afirma con claridad meridiana que este mundo no puede ser el descanso final del afán y el esfuerzo humano. La verdadera sabiduría proviene «de lo alto» y nos ayuda a entender cómo todo esfuerzo en este «breve peregrinar» se prolonga en la eternidad a la que todos estamos llamados.

 «Buscad las cosas de arriba...»

En la Segunda Lectura, que es el inicio de la parte exhortativa de la carta a los Colosenses (3,1ss), San Pablo expone las motivaciones profundas de la moral cristiana, a partir de la nueva condición del bautizado. Lo primero es la vida de hijos de Dios que nos es regalada por el bautismo. Lo segundo, necesariamente unido a lo primero, es una existencia acorde con tal vida en Cristo. Lo que somos fundamenta y posibilita lo que debemos ser, incompatible con la vieja condición del hombre terreno. La vida cristiana debe de estar centrada en la persona de Cristo y en la tensión y esperanza escatológicas: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él».

En la tensión escatológica entre el «ya» y el «todavía no», necesitamos remitirnos continuamente a los valores evangélicos para que sopesando los bienes aquí abajo, no perdamos de vista los valores verdaderamente valiosos: los eternos. Debemos de entender que es mucho más valioso e importante «el ser» y «las personas» que «el tener» y que las cosas valen «en cuanto» son medios para vivir de acuerdo a nuestra dignidad de hijos de Dios. De lo que se trata en esta vida es de «ser más» y no de «tener más»

 Un problema judicial

El Evangelio de hoy nos narra un episodio real de la vida de Jesús y nos hace ver que los litigios entre hermanos por cuestiones de herencia son tan antiguos como el hombre mismo ya que se daban también en el tiempo de Jesús. En esta ocasión la multitud que se había reunido para escuchar a Jesús era particularmente numerosa: «Se habían reunido miles de personas, hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1)y Jesús les enseñaba su doctrina. Entonces, alguien, considerando que Jesús podría ser un buen árbitro en el litigio con su hermano, alza la voz entre la gente: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo». El hombre quiere exponer el conflicto para escuchar el juicio de Jesús y tener a todos los presentes como testigos de lo que él sentencie. Pero su intervención es inoportuna e impertinente. Interrumpe las «Palabras de vida eterna» que Jesús pronunciaba y que la multitud escuchaba maravillada, para hacer prevalecer su propio interés material.

De esa manera deja en evidencia que no escuchaba la Palabra de Jesús, sino que su atención estaba concentrada en los bienes caducos de esta tierra. Jesús rehúsa entrar en este asunto respondiéndole de manera cortante: «¡Hombre!¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Vemos en este episodio cómo se realiza uno de los destinos que puede tener la Palabra de Dios cuando es proclamada: «Una parte de la semilla cayó en medio de abrojos, y creciendo los abrojos, la ahogaron... éstos son los que han oído la Palabra, pero es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llega a madurez» (Lc 8,7.14). Este hombre hizo morir la Palabra en su raíz porque su corazón estaba en otro lugar.

 Las enseñanzas sobre los bienes

Aunque Jesús no se interesa por las circunstancias del litigio sobre la herencia, sin embargo, toma pie de este hecho para exponer su propia enseñanza sobre la relación con los bienes de este mundo. Así Jesús se revela como el «Maestro» que realmente es. Cuando la atención de todos ha sido atraída sobre el asunto de la herencia y ya todos están metidos en este tema, Jesús aprovecha para hacer una advertencia: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes». Y para corroborar esta enseñanza expone la parábola del hombre cuyos campos dieron una cosecha abundante. Es un cuadro que no se puede reproducir sino con las mismas palabras: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: '¿Qué haré, pues no tengo dónde reunir mi cosecha?' Y dijo: 'Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí mi trigo y mis bienes'». Hasta aquí el razonamiento es impecable. Es una medida de pru¬dencia económica irreprensible.

Pero lo que sigue revela un egoísmo cerrado: «Entonces diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea». Para darle mayor dramatismo, Jesús describe la reflexión del hombre rico como un diálogo con su propia alma. No asoma por ningún lado la preocupación por el prójimo; todo es disfrutar de su propio bienestar, y esto, sin molestias de ningún tipo y ¡por muchos años! Jesús había enseñado que toda la ley y los profetas, toda la verdad acerca del hombre se resumía en el mandamiento del amor, uno de cuyos versos dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y aquí el rico, en medio de tanta abun¬dancia, no piensa más que en regalarse a sí mismo; no ama más que a sí mismo.

Por eso, sigue esta conclusión terrible: «Dios le dijo: '¡Necio ! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?'». ¡Terrible ser llamado «necio» por Dios mismo! No toleramos que algún hombre nos llame «necio» y lo consideramos una afrenta inaceptable. Pero cuando actuamos como el hombre rico pensando sólo en nuestro propio bien, es Dios mismo quien nos da ese calificativo. Y tiene razón. Mientras el hombre trazaba planes de placeres mundanos para muchos años, su vida terminaría esa misma noche. Error total de cálculo, necedad total. Esa alma a la cual se le proponía disfrutar por muchos años, sería llamada a dar cuenta ante Dios esa misma noche. Por eso la pregunta es válida: «¿Para quién serán las cosas que preparaste? ¿Quién va a disfrutar de lo que trabajaste con tanto esfuerzo y dedicación?» Obviamente la respuesta es ésta: «para otros». Es decir, para aquellos en quienes ni siquiera había pensado.

 «Enriquecerse en orden a Dios»

Hasta aquí la parábola. Ahora sigue la conclusión de Jesús: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Enriquecerse en orden a Dios; ¿cómo se hace esto? Ya el Eclesiastés había observado que «Él da (Dios) sabiduría, ciencia y alegría a quien le agrada; más al pecador da la tarea de amontonar y atesorar para dejárselo a quien agrada a Dios» (Ecle 2,26). También lo sabemos de boca del mismo Jesús cuando le dice a otro hombre rico: «Cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos: luego, ven y sígueme» (Lc 18,22). Todo dinero dado a los pobres es dinero acumulado en el cielo, «donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben» (Mt 6,20).

El secularismo actual tiene que dar una respuesta a este juicio de Jesús. En efecto, el secularismo es la doctrina formulada o la mentalidad difusa que sostiene que todo el destino del hombre acaba en esta tierra y que no hay una vida eterna más allá de este tiempo, más allá del «siglo presente» . Por eso se busca gozar al máximo en esta tierra, literalmente como el hombre necio de la parábola. La advertencia de Jesús contra esa mentalidad es contundente. Los bienes de esta tierra no nos pueden asegurar la vida. No nos pueden asegurar la vida terrena, pero mucho menos la vida eterna. Consciente del peligro que encierran las riquezas de este mundo, San Pablo nos exhorta a desapegar el corazón de ellas: «Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3,1-2) ya que «donde está nuestro tesoro ahí estará nuestro corazón» (ver Mt 6, 21).

 Una palabra del Santo Padre:

«Desearía pediros que recéis conmigo a fin de que los jóvenes que participaron en la Jornada mundial de la juventud puedan traducir esta experiencia en su camino cotidiano, en los comportamientos de todos los días; y que puedan traducirlos también en las opciones importantes de vida, respondiendo a la llamada personal del Señor. Hoy en la liturgia resuena la palabra provocadora de Qoèlet: «¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!» (1, 2). Los jóvenes son particularmente sensibles al vacío de significado y de valores que a menudo les rodea. Y lamentablemente pagan las consecuencias.

En cambio, el encuentro con Jesús vivo, en su gran familia que es la Iglesia, colma el corazón de alegría, porque lo llena de vida auténtica, de un bien profundo, que no pasa y no se marchita: lo hemos visto en los rostros de los jóvenes en Río. Pero esta experiencia debe afrontar la vanidad cotidiana, el veneno del vacío que se insinúa en nuestras sociedades basadas en la ganancia y en el tener, que engañan a los jóvenes con el consumismo. El Evangelio de este domingo nos alerta precisamente de la absurdidad de fundar la propia felicidad en el tener. El rico dice a sí mismo: Alma mía, tienes a disposición muchos bienes... descansa, come, bebe y diviértete. Pero Dios le dice: Necio, esta noche te van a reclamar la vida. Y lo que has acumulado, ¿de quién será? (cf. Lc 12, 19-20).

Queridos hermanos y hermanas, la verdadera riqueza es el amor de Dios compartido con los hermanos. Ese amor que viene de Dios y que hace que lo compartamos entre nosotros y nos ayudemos. Quien experimenta esto no teme la muerte, y recibe la paz del corazón. Confiemos esta intención, la intención de recibir el amor de Dios y compartirlo con los hermanos, a la intercesión de la Virgen María».
Papa Francisco. Ángelus 4 de agosto de 2013.





 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Vive como si fuera el último día de tu vida. ¿Qué harías? ¿Qué dejarías de hacer? ¿Por qué no vivir sopesando el peso de cada uno de nuestros actos a la luz del texto evangélico? Vivamos con humildad el horizonte de eternidad que el Señor nos invita a vivir.

2. Lee y medita el texto del libro de la Sabiduría 15, 9-13. ¿Qué conclusiones puedes sacar?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2534- 2557.



texto facilitado por JUAN RAMÓN PULIDO, presidente diocesano de A.N.E. Toledo