viernes, 25 de octubre de 2019
Domingo de la Semana 30ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 27 de octubre de 2019 «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»
Lectura del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18): Los gritos del pobre atraviesan las nubes.
El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.
Salmo 33,2-3.17-18.19.23: Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. R./
Bendigo al Señor en todo momento, // su alabanza está siempre en mi boca, // mi alma se gloría en el Señor: // que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
El Señor se enfrenta con los malhechores, // para borrar de la tierra su memoria. // Cuando uno grita, el Señor lo escucha // y lo libra de sus angustias. R./
El Señor está cerca de los atribulados, // salva a los abatidos. // El Señor redime a sus siervos, // no será castigado quien se acoge a él. R./
Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18): Ahora me aguarda la corona merecida.
Querido hermano: Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.
La primera vez que me defendí ante el tribunal, todos me abandonaron y nadie me asistió. -Que Dios los perdone-.
Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. El me libró de la boca del león.
El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo.
¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: -«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador."
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Los términos «justicia y oración» resumen bien las lecturas de hoy. En la parábola evangélica tanto el fariseo como el publicano oran en el templo, pero Dios hace justicia y sólo el último es justificado. El Sirácida, en la primera lectura, aplica la justicia divina a la oración y enseña que Dios, justo juez, no tiene acepción de personas y por eso escucha la oración del humilde que «atraviesa las nubes». Finalmente, San Pablo le revela a Timoteo sus sentimientos y deseos más íntimos: «Me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo juez» (Segunda Lectura).
Dos actitudes ante Dios
La parábola del fariseo y el publicano presenta dos actitudes completamente opuestas frente a la salvación que proviene de Dios. El fariseo se presenta ante Dios, confiado en sus buenas obras y seguro de merecer la salvación gracias a su fiel cumplimiento de la ley: «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias, etc.». La seguridad en sí mismo está expresada en su actitud y su relación con los demás hombres. «De pie, oraba en su interior y decía: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano». Se tiene por justo y su relación con Dios es la del que puede exigir: él ha realizado las obras que ordena la ley y Dios le está debiendo la salvación. El publicano, por otro lado, ni siquiera se sentía digno de «alzar los ojos al cielo».
¿Quiénes eran los «fariseos»?
Para comprender la actitud autosuficiente del fariseo es conveniente saber quiénes eran estos señores. Ante todo, la palabra «fariseo» proviene del hebreo «perushim» que significa: separados, segregados. En su origen era el nombre dado a una secta de origen religioso que se aisló del resto del pueblo, probablemente afines del siglo II a.C., para poder vivir estrictamente las normas de la ley, pues creían obtener la salvación por esta observancia. En la mayoría de los casos, sus miembros eran personas corrientes, no sacerdotes que ampliaban a menudo el alcance de las leyes hasta el punto de que estas resultaban difíciles de observar. Deben de haber sido unos 6,000 miembros en la época de Jesús.
El peligro de tales grupos es el de despreciar a los demás hombres, considerándolos como una «masa» de infieles. Una actitud análoga se repite en la historia: es el caso de la secta gnóstica de los perfectos, de los cátaros (puros) en el medioevo, de los puritanos, etc. Una reedición de esta actitud, aunque pueda parecer extraño, se da en ciertos grupos actuales que se consideran poseedores de «conocimientos milenarios» que son revelados solamente a aquellos que, puntualmente, pagan su cuota mensual. Los vemos por doquier y de las más diversas formas (autores de libros de autoayuda, cursos de Nueva Acrópolis, el oráculo de los arcanos, entre otros). A éstos va dirigida la parábola de Jesús, pues ellos ya se consideran justos y, por tanto, para ellos la venida de Cristo y su sacrificio en la cruz resultan inútiles y sin sentido.
¿Quién era un «publicano»?
Por otro lado«Publicano» es el nombre que se daba en Israel a los recaudadores de los impuestos así como de los derechos aduaneros, con que Roma gravaba al pueblo. En ese tiempo eran los que entendían de finanzas y son presentados como ricos e injustos. Algunos de ellos abusaban de la gente y por eso eran odiados y «despreciados» ya que éstos eran obligados a entregar al gobierno de Roma una cantidad estipulada, pero el sistema se prestaba a obtener más de lo acordado y embolsarse así el restante.
Autores paganos, como Livio y Cicerón, señalan que los publicanos habían adquirido mala fama en sus días a causa de los referidos abusos. Los judíos que se prestaban para este trabajo tenían que alternar mucho con los gentiles y, lo que era peor, con los conquistadores; por eso se les tenía por inmundos ceremonialmente (ver Mt 18,17). Estaban excomulgados de las sinagogas y excluidos del trato normal; como consecuencia se veían obligados a buscar la compañía de personas de vida depravada, los «pecadores» (ver Mt 9,10-13; Lc 3,12ss; 15,1). Ellos son, justamente, la antítesis de los fariseos: son pecadores, y están conscientes de serlo, es decir, no presumen de «justos». Un exponente típico de este grupo es Zaqueo, jefe de los publicanos, descrito como «publicano y rico»; otro publicano es Mateo, de rango inferior que Zaqueo, a quien Jesús llama mientras está «sentado en el despacho de impuestos» (Mt 9,9). Para ambos el encuentro con Jesús fue la salvación.
¿Qué oración fue escuchada por el Señor?
En la parábola presentada por Jesús el publicano «se mantenía a distancia, no se atrevía a alzar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!» La conclusión es que «éste bajó a su casa justificado y aquél no». Bajó justificado no por ser publicano, ni por ser injusto, sino por reconocerse pecador y perdido; él no ostenta su propia justicia ni confía en su esfuerzo personal; confía sólo en la misericordia de Dios e implora de Él la salvación. Reconoce así que la salvación es obra sólo de Dios, que Él la concede como un don gratuito, inalcanzable a las solas fuerzas humanas.
El fariseo, en cambio, volvió a su casa sin ser justificado, no porque ayunara y pagara el diezmo, no porque fuera una persona de bien -estas cosas es necesario hacerlas-, sino por creer que gracias a esto es ya justo ante Dios y Dios le debe la salvación que él se ha ganado con su propio esfuerzo. Para éstos Cristo no tiene lugar; ellos creen que se pueden salvar solos. A ellos se refiere Jesús cuando dice: «He venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,13).
«Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes»
Ahora podemos observar la ocasión que motivó esta enseñanza: «Jesús dijo esta parábola a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás». A éstos los resiste Dios porque son soberbios. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (St 4,6; 1P 5,5). Éste es un axioma que describe las relaciones de Dios con el hombre. Dios creó al hombre para colmarlo de sus bienes y hacerlo feliz, sobre todo, con el don de su amistad y de su propia vida divina. Pero encuentra un solo obstáculo que la libertad del hombre le puede oponer: la soberbia. Cuando el hombre se pone ante Dios en la actitud de que él puede, con su propio esfuerzo, alcanzar la salvación, eso «bloquea» a Dios, aunque decir esto pueda parecer excesivo.
En su comentario a los Salmos, San Agustín hace una magnífica definición de quién es el soberbio: «¿Quién es el soberbio? El que no confiesa sus pecados ni hace peniten¬cia, de manera que por la humildad pueda ser sanado. ¿Quién es el soberbio? El que atribuye a sí mismo aquel poco bien que parece hacer y niega que le venga de la misericordia de Dios. ¿Quién es el soberbio? El que, aunque atribuya a Dios el bien que hace, desprecia a los que no lo hacen y se exalta sobre ellos». El mismo San Agustín aplicando esta definición de la soberbia a la parábola del fariseo y el publicano, agrega: «Aquél era soberbio en su obras buenas; éste era humilde en sus obras malas. Pues bi¬en, -¡observad bien hermanos!- más agradó a Dios la humildad en las obras malas que la sober¬bia en las obras buenas. ¡Cuánto odia Dios a los sober¬bios!». Tenerse por justo ante Dios no sólo es soberbia, sino una total insensatez.
Dios, el Juez justo y bueno
Algo que también impresiona en los textos litúrgicos de este Domingo, es que al decirnos la actitud de Dios ante el orante, subraya la de juez. No se excluye que Dios sea Padre, pero es un Padre que hace justicia. Hace justicia a quien eleva su oración con la actitud adecuada, como el publicano, y lo justifica; y hace justicia a quien ora con actitud impropia, como el fariseo, que sale del templo sin el perdón de Dios, porque, por lo visto, no lo necesitaba y quizás ni lo quería. Dios es un juez que no tiene acepción de personas, y por eso escucha con especial atención al frágil, al débil; que le suplica en su desdicha y dolor. Su oración «penetra hasta las nubes», es decir hasta allí donde Dios mismo tiene su morada.
Dios juzga al orante según sus parámetros de redentor, y no conforme a los parámetros del orante o de otros hombres. En la respuesta al orante Dios no actúa por capricho, sino para restablecer la «equidad», la justicia. Por eso, la corona que Pablo espera no es fruto del mérito personal, sino de la justicia de Dios para con él y para con todos los que son imitadores suyos en el servicio al Evangelio. La oración del justo, dice San Agustín, es la llave del cielo; la oración sube y la misericordia de Dios baja.
Una palabra del Santo Padre:
«Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud correcta para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo se debe rezar; la actitud correcta para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14).
Ambos protagonistas suben al templo para rezar, pero actúan de formas muy distintas, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. Su oración es, sí, una oración de acción de gracias dirigida a Dios, pero en realidad es una exhibición de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», a los que califica como «ladrones, injustos, adúlteros», como, por ejemplo, —y señala al otro que estaba allí— «este publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: ese fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee. En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Pero sus actitudes y sus palabras están lejos del modo de obrar y de hablar de Dios, que ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario, ese fariseo desprecia a los pecadores, incluso cuando señala al otro que está allí. O sea, el fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.
No es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero, pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos atrapados por las prisas del ritmo cotidiano, a menudo dejándonos llevar por sensaciones, aturdidos, confusos. Es necesario aprender a encontrar de nuevo el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí donde Dios nos encuentra y nos habla. Sólo a partir de allí podemos, a su vez, encontrarnos con los demás y hablar con ellos. El fariseo se puso en camino hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber extraviado el camino de su corazón.
El publicano en cambio —el otro— se presenta en el templo con espíritu humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es muy breve, no es tan larga como la del fariseo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». Nada más. ¡Hermosa oración! En efecto, los recaudadores de impuestos —llamados precisamente, «publicanos»— eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y en general se los asociaba con los «pecadores». La parábola enseña que se es justo o pecador no por pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y sencillas palabras del publicano testimonian su consciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial Se comporta como alguien humilde, seguro sólo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque ya lo tenía todo, el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose «con las manos vacías», con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente».
Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 1 de junio de 2016.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. ¿Con qué actitud me aproximo al Señor, como la del fariseo o la del publicano?
2. Leamos y meditemos el Salmo 32 (31): el reconocimiento del pecado obtiene la misericordia de Dios.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2607-2619.
texto failitado por JUAN RAMON PULIDO,presidente diocesano de Adoración nocturna española en Toledo
sábado, 19 de octubre de 2019
Domingo de la Semana 29ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de octubre de 2019 «¿Encontrará fe sobre la tierra?»
Lectura del Éxodo (17, 8-13): Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel.
En aquellos días, Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín.
Moisés dijo a Josué: «Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte con el bastón maravilloso en la mano.
Hizo Josué lo que le decía Moisés y atacó a Amalec; Moisés, Aarón y Jur subieron a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía bajada, vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado.
Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol.
Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.
Salmo 120,1-2.3-4.5-6.7-8: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. R./
Levanto mis ojos a los montes: // ¿de dónde me vendrá el auxilio?, // el auxilio me viene del Señor, // que hizo el cielo y la tierra. R./
No permitirá que resbale tu pie, // tu guardián no duerme; // no duerme ni reposa // el guardián de Israel. R./
El Señor te guarda a su sombra, // está a tu derecha; // de día el sol no te hará daño, // ni la luna de noche. R./
El Señor te guarda de todo mal, // él guarda tu alma; // el Señor guarda tus entradas y salidas, // ahora y por siempre. R./
Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo (3, 14-4,2): El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.
Querido hermano: Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado; sabiendo de quién lo aprendiste, y que de niño conoces la Sagrada Escritura: Ella puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación.
Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud: así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena. Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (18, 1-8): Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan.
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: -Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».
Y el Señor respondió: -Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
«Jesús les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar sin desfallecer». El tema central de este Domingo lo leemos en el inicio de la lectura evangélica. La perseverancia en la oración es esencial para la vida cristiana y sin duda ya lo vemos en el Antiguo Testamento. Moisés, acompañado de Aarón y de Jur, no cesa durante todo el día de elevar las manos y el corazón a Yahveh para que los israelitas salgan vencedores sobre los amalecitas (Primera Lectura). El mismo San Pablo nos recuerda la necesidad de «perseverar en lo que aprendiste y en lo que creíste» (Segunda Lectura). Así la viuda importuna de la parábola no se cansa de suplicar justicia al juez, hasta que recibe respuesta (Evangelio).
Se les cansaron las manos...pero perseveraron
El antiguo relato del libro del Éxodo, probablemente yahvista, representa una tradición de las tribus del sur. Está unido al relato anterior donde brota agua de la roca habiendo acampado en Refidim. Los amalecitas eran un pueblo nómade que habitaba en la región de Négueb y Sinaí. Amalec, presentado, por Gn 36,12 como hijo de Elifaz y nieto de Esaú , forma un pueblo muy antiguo (ver Nm 24,20). En el tiempo de los Jueces se asocian a los salteadores de Madián (ver Jue 3,13). Saúl los derrota pero desobedece el mandato del profeta Samuel de no dar muerte al rey Agar (ver 1Sam 15). David los debilita de sobremanera (ver 1Sam 27,6-9) y finalmente un remanente de ellos fue destruido en los días del rey de Judá, Ezequías (Ver 1Cr 4,42-43).
En el pasaje que leemos del Éxodo, el pueblo de Israel guiados por Josué ganan su primera victoria militar a causa de la oración perseverante de Moisés y la protección de Yahveh. Comentando este pasaje San Agustín nos dice: «Venzamos también nosotros por medio de la Cruz del Señor, que era figurada en los brazos tendidos de Moisés, a Amalec, esto es, el demonio, que enfurecido sale al camino y se nos opone negándonos el paso para la tierra de promisión».Dios revelará a Moisés que en el futuro los amalecitas sufrirán el exterminio a causa de su pecado: «Escribe esto en un libro para que sirva de recuerdo, y haz saber a Josué que borraré por completo la memoria de Amalec de debajo de los cielos» (ver Ex 17, 14-16).
La justicia de Dios
Según su método habitual, Jesús propone a sus oyentes una parábola, es decir, trata de aclarar un punto de su enseñanza por medio de una comparación tomada de la vida real con el fin de enseñar la perseverancia en la oración. Se trata de un juez inicuo al cual una viuda venía con insistencia a pedir que se le hiciera justicia contra su adversario. El breve texto recalca dos veces que el juez «no temía a Dios ni respetaba a los hombres»; pero al final, para que la viuda no lo molestara más y no viniera continuamente a importunarlo, decide hacerle justicia; para «sacársela de encima», como suele popularmente decirse. Todos los oyentes están obligados a reconocer: «Es verdad que ese modo de proceder del juez se da entre los hombres». La conclusión es de la más extrema evidencia que se puede imaginar: si el juez, que es injusto y a quien ni Dios ni los hombres le importan, se ve vencido por la insistencia de la viuda; ¿cómo actuará el Justo Dios con nosotros?
Pero ¿qué quiere enseñar Jesús con esto? Aquí se produce el paso de ese hecho de la vida real a una verdad revelada. Ese paso lo explica el mismo Jesús: «Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justi¬cia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto». Es una comparación audaz que actúa por contraste. En realidad, parece haber dos temas que están como entremezclados. El primero es el de «la justicia de Dios». El juez tramitaba a la viuda y no le hacía justicia porque era injusto; Dios es justo y hará pronto justicia a sus elegidos. Este es el tema que corresponde mejor al contexto. Jesús está hablan¬do de la venida del «Hijo del hom¬bre» y dice: «El día en que el Hijo del hombre se manifieste, sucederá como en los días de Noé» (Lc 17,26ss). Pues bien, en esos días toda la tierra estaba corrompida y el juicio de Dios actuó por medio del diluvio, haciendo perecer a todos; pero salvó por medio del arca a sus elegidos: a Noé y su fami¬lia.
«El Hijo del hombre»
El segundo tema se refiere al título de «Hijo del hombre», que Jesús usaba para hablar de sí mismo (aparece más de noventa veces en el Evangelio). Jesús toma este enigmático título de la visión del profeta Daniel: «He aquí que en las nubes del cielo venía uno como Hijo de hombre... se le dio imperio, honor y reino... su imperio es un imperio eterno que nunca pasará y su reino no será destruido jamás» (Dan 7,13-14). Este título se lo apropia Jesús sobre todo en el contexto del juicio final, cuando Dios hará justicia. En efecto, ante el Sanedrín, el tribunal del cual Él mismo fue víctima inocente, Jesús declara: «Yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64). Sin duda está aludiendo a la visión de Daniel antes mencionada. Y la conocida escena del juicio final del Evangelio de San Mateo la presenta con esas mismas imágenes: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, acom¬pañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará los unos de los otros como el pastor separa a las ovejas de los cabritos... E irán éstos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna» (Mt 25,31¬ss).
Dios hará justicia a sus elegidos. El Elegido de Dios es Jesús mismo. Él fue condenado injustamente por jueces inicuos y sometido a muerte; pero Dios lo declaró justo resucitándolo de los muertos. Es lo que dice la primera predicación cristiana: «Vosotros los matasteis, clavándolo en la cruz... pero Dios lo resucitó» (Hech 2,23-24). Los elegidos de Dios, a quienes hará justicia prontamente, son los que creen en Jesús: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna y yo lo resucite el último día» (Jn 6,40).
«Cuando venga...¿encontrará fe sobre la tierra?»
Por eso la lectura de hoy concluye con la pregunta muy fuerte: «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?» Es una pregunta que cada uno debe responder examinando su propia vida. Jesús pregunta esto porque el único obstáculo que puede frustrar la prontitud de Dios, es que no encuentre esos elegidos a quienes dar la recompensa, porque no encuentre fe sobre la tierra. Justamente este mismo criterio lo leemos en el documento de trabajo de los obispos latinoamericanos reunidos en Santo Domingo cuando dicen: «La falta de coherencia entre la fe que se profesa y la vida cotidiana es una de las causas que genera pobreza en nuestros países, porque la fe no ha tenido la fuerza necesaria para penetrar los criterios y las decisiones...» (n. 473).
Efectivamente la verdadera respuesta ante tantas situaciones de injusticias, pobreza extrema, corrupción, terrorismo, drogas, etc.; que sufren nuestros países latinoamericanos está en la falta de coherencia entre la fe que profesamos y nuestra vida cotidiana. Esa fe que es viva y que debería darse a conocer en nuestros criterios, en nuestra conducta y en nuestras decisiones diarias. ¿Dónde podemos encontrar los criterios que necesitamos para nuestro actuar? San Pablo nos responde claramente en la Segunda Lectura.
Orar sin desfallecer
El Evangelista San Lucas en la introducción a la parábola pone de relieve la lección transmitida: «... era preciso orar siempre, sin desfallecer». En efecto, en la parábola y su aplicación son llamativos los términos que tienen que ver con la perseverancia: «durante mucho tiempo... que no venga continuamen¬te a importunarme... clamando día y noche... ¿les hará esperar?». La enseñanza de la parábola, desde este punto de vista, es la perseverancia en la oración: si el juez se dejó mover por la insistencia, ¡cuánto más Dios escuchará a sus elegidos que claman a Él día y noche! En este caso, para ser escuchados prontamente por Dios hay que cumplir dos condiciones: contarse entre los elegidos de Dios por la semejanza con su Hijo Jesucristo y clamar a Él «día y noche». Santa Teresa del Niño Jesús, en medio de las pruebas que pasaba, escribía a su hermana Inés: «Antes se cansará Dios de hacerme esperar, que yo de esperarlo» (Carta del 4 de mayo de 1890).
¿Dónde alimentar mi fe?
En la Segunda Lectura, San Pablo recuerda a su discípulo Timoteo que «toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la virtud». Porque la Sagrada Escritura nos da la «sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación». Esta fe se consolida, profundiza y aumenta cuando se vive de acuerdo a los criterios evangélicos que leemos en las Sagradas Escrituras. Timoteo, el «temeroso de Dios», era hijo de padre pagano y madre judía (ver Hch 6,1), fue fiel discípulo de Pablo, compañero suyo en los viajes segundo y tercero, colaborador muy estimado (ver Flp 2, 19-23) a quien encomendó misiones muy especiales en diversas Iglesias (Ver Hch 17, 14-16; 18, 5; 1 Cor 4, 17; 2 Cor 1,19; 1Tm 3,6). Estuvo junto con Pablo en la primera cautividad y fue obispo de Éfeso.
Una palabra del Santo Padre:
«En el Evangelio de hoy Jesús relata una parábola sobre la necesidad de orar siempre, sin cansarnos. La protagonista es una viuda que, a fuerza de suplicar a un juez deshonesto, logra que se le haga justicia en su favor. Y Jesús concluye: si la viuda logró convencer a ese juez, ¿pensáis que Dios no nos escucha a nosotros, si le pedimos con insistencia? La expresión de Jesús es muy fuerte: «Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?» (Lc 18, 7).
«Clamar día y noche» a Dios. Nos impresiona esta imagen de la oración. Pero preguntémonos: ¿por qué Dios quiere esto? ¿No conoce Él ya nuestras necesidades? ¿Qué sentido tiene «insistir» con Dios?
Esta es una buena pregunta, que nos hace profundizar en un aspecto muy importante de la fe: Dios nos invita a orar con insistencia no porque no sabe lo que necesitamos, o porque no nos escucha. Al contrario, Él escucha siempre y conoce todo sobre nosotros, con amor. En nuestro camino cotidiano, especialmente en las dificultades, en la lucha contra el mal fuera y dentro de nosotros, el Señor no está lejos, está a nuestro lado; nosotros luchamos con Él a nuestro lado, y nuestra arma es precisamente la oración, que nos hace sentir su presencia junto a nosotros, su misericordia, también su ayuda. Pero la lucha contra el mal es dura y larga, requiere paciencia y resistencia —como Moisés, que debía tener los brazos levantados para que su pueblo pudiera vencer (cf. Ex 17, 8-13). Es así: hay una lucha que conducir cada día; pero Dios es nuestro aliado, la fe en Él es nuestra fuerza, y la oración es la expresión de esta fe. Por ello Jesús nos asegura la victoria, pero al final se pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Si se apaga la fe, se apaga la oración, y nosotros caminamos en la oscuridad, nos extraviamos en el camino de la vida.
Por lo tanto, aprendamos de la viuda del Evangelio a orar siempre, sin cansarnos. ¡Era valiente esta viuda! Sabía luchar por sus hijos. Pienso en muchas mujeres que luchan por su familia, que rezan, que no se cansan nunca. Un recuerdo hoy, de todos nosotros, para estas mujeres que, con su actitud, nos dan un auténtico testimonio de fe, de valor, un modelo de oración. ¡Un recuerdo para ellas! Rezar siempre, pero no para convencer al Señor a fuerza de palabras. Él conoce mejor que nosotros aquello que necesitamos. La oración perseverante es más bien expresión de la fe en un Dios que nos llama a combatir con Él, cada día, en cada momento, para vencer el mal con el bien».
Papa Francisco. Ángelus. Domingo 20 de octubre de 2013.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. Hay que orar «sin desfallecer», es decir hay que perseverar en la oración, aunque parezca que no obtenemos el resultado esperado. ¿Será que sabemos pedir lo que nos conviene? ¿Cómo está mi vida de oración? ¿Soy constante en ella?
2. ¿Vivo de acuerdo a mi fe? ¿Soy coherente con la fe que cada domingo profeso? ¿Cuál es mi respuesta personal a la pregunta que Jesús lanza: «encontrará la fe sobre la tierra»?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2566 - 2594.
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de Adoración nocturna, Toledo
sábado, 12 de octubre de 2019
Domingo de la Semana 28ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 13 de octubre de 2019 «Levántate y vete; tu fe te ha salvado»
Lectura del segundo libro de los Reyes (5,14-17): Volvió Naamán al profeta y alabó al Señor.
En aquellos días, Naamán el sirio bajó y se bañó siete veces en el Jordán, como se lo había mandado Eliseo, el hombre de Dios, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva al hombre de Dios y se le presentó diciendo: -Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Y tú acepta un presente de tu servidor.
Contestó Eliseo: -Juro por Dios, a quien sirvo, que no aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó.
Naamán dijo: -Entonces, que entreguen a tu servidor una carga de tierra, que pueda llevar un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otro dios que no sea el Señor.
Salmo 97,1.2-3ab.3cd-4: El Señor revela a las naciones su salvación. R./
Cantad al Señor un cántico nuevo, // porque ha hecho maravillas; // su diestra le ha dado la victoria, // su santo brazo. R./
El Señor da a conocer su victoria, // revela a las naciones su justicia: // se acordó de su misericordia y su fidelidad // en favor de la casa de Israel. R./
Los confines de la tierra han contemplado // la victoria de nuestro Dios. // Aclama al Señor, tierra entera, // gritad, vitoread, tocad. R./
Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo (2,8-13): Si perseveramos, reinaremos con Cristo.
Querido hermano: Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David.
Este ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna.
Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (17,11-19): ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar Gloria a Dios?
En aquel tiempo, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: –Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, les dijo: –Id a presentaros a los sacerdotes. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: –¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: –Levántate, vete: tu fe te ha salvado.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
La obediencia de la fe y la gratitud ante los dones de Dios nos ayudan a leer unitariamente los textos de este Domingo. Los diez leprosos se fían de la palabra de Jesús y se ponen en camino para presentarse a los sacerdotes, a fin de que reconocieran que están curados de la lepra y sólo uno se volvió para agradecer el milagro (Evangelio). Naamán, el sirio, obedece las palabras del profeta Eliseo, a instancias de sus siervos, sumergiéndose siete veces en el Jordán, con lo que quedó curado de la lepra.
En acto de gratitud promete ofrecer solamente a Yahvé holocaustos y sacrificios (Primera Lectura). La obediencia de la fe y su gratitud ante la salvación que proviene de Jesús hacen que San Pablo termine en cadenas y tenga que sufrir no pocos padecimientos (Segunda lectura).
¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!
El relato evangélico de este Domingo relata un episodio real de la vida de Jesús que refleja la conducta humana en general: sólo una de cada diez personas que han recibido un beneficio lo reconoce y agradece. Y esta conducta, lamentablemente, es aún más evidente cuando se refiere a los beneficios recibidos de parte de Dios.
Mientras Jesús iba de camino a Jerusalén, salen a su encuentro diez leprosos. Dada su condición de segregados, sólo desde una prudente distancia se atreven a gritar: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» . La ley exigía que los sacerdotes certificaran la mejoría de quien había sido afecto de lepra. Jesús los manda a presentarse a los sacerdotes y, por el camino, quedan curados. Viéndose curados, nueve de ellos seguramente empezaron a pensar en la restitución a sus hogares, a sus amigos, a la vida social normal, etc.; y se olvidaron que habían recibido un beneficio; no reconocieron que alguien había tenido compasión de ellos.
Uno sólo de los diez leprosos tiene la actitud justa: «Viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias». El Evangelio recalca la nacionalidad del único que volvió a dar gracias a Jesús: «Éste era un samaritano». También Jesús lo nota y pregunta: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Podemos concluir que los otros nueve leprosos eran judíos.
La gratitud y la ingratitud
¿Es real esta proporción: uno de diez? ¿Es tan común la ingratitud? La gratitud es parte de la justicia; tiene por objeto reconocer y recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido. En este caso, el único que lo hizo, no pudiendo recompensar de otra manera, «postrándose a los pies de Jesús, le daba gracias». Conviene aquí citar un texto clásico de Santo Tomás de Aquino acerca de esta virtud: «La gratitud tiene diversos grados. El primero es que el hombre reconozca que ha recibido un beneficio; el segundo es que alabe el beneficio recibido y dé gracias por él; el tercero es que retribuya, a su debido tiempo y lugar, según sus posibilidades. Pero, dado que lo último en la ejecución es lo primero en la decisión, el primer grado de ingratitud es que el hombre no retribuya el beneficio; el segundo es que lo disimule, como restándole valor; el tercero y más grave es que no reconozca haber recibido beneficio alguno, sea por olvido o por alguna otra razón» (Suma Teológica, II-II, q. 107, a. 2 c.).
La ingratitud es entonces una injusticia, más o menos grave, según su grado. El que sufre esta injusticia siente dolor. Muchas veces es el pago de las personas que más se ama. ¡Cuántos padres hay que sufren en silencio este dolor causado por la ingratitud de sus hijos! Pues mayor es el dolor cuanto mayor es el beneficio que no se reconoce y retribuye. Este dolor también lo sintió Jesús. Jesús no se queja de la injusticia sufrida de parte de los nueve; Él es «varón de dolores y habituado a padecer» (Is 53,3), y estaba destinado a sufrir injusticias mucho mayores. Pero, para educación nuestra, expresa su incredu¬lidad por la ingratitud de los nueve: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?».
Este es nuestro comportamiento más frecuente con Dios. De Él lo hemos recibido absolutamente todo, comenzando por el invalorable don de la vida; pero, difícilmente lo reconocemos y tanto menos le agradecemos como es debido. Un antiguo poema citado por San Pablo, dice: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17,28). Y en otra ocasión San Pablo pregunta: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7). Por eso resulta ejemplar y proverbial la actitud del justo Job cuando, al verse privado de sus hijos y de todos sus bienes, reconoce: «Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá retornaré. El Señor dio, el Señor quitó: ¡Sea bendito el nombre del Señor!» (Job 1,21).
¡Tu fe te ha salvado!
Hemos recibido de Dios la existencia y todos nuestros bienes; pero sin duda el mayor beneficio que hemos recibido es la salvación, es decir, la posibilidad de compartir su vida divina y gozar de su eternidad feliz. Este es un don tan absolutamente gratuito que se llama precisamente «gracia». Para obtenernos este don el precio que se debió pagar fue la muerte de Cristo en la cruz. «Habéis sido rescatados no con oro o plata, sino al precio de la sangre preciosa de Cristo» (ver 1Ped 1,19). A este elevado precio se nos concedió la salvación y ella llegó a nosotros a través de la predicación del Evangelio y de los sacramentos de vida. Es justo que quienes reconocemos este beneficio de valor infinito, expresemos nuestra gratitud, «glorificando a Dios en voz alta... y dando gracias a Jesús».
Jesús no se queja por la ingratitud hacia Él, como si esperara un reconocimiento o estuviera resentido, porque no se le dio. Jesús lo lamenta por ellos, por los nueve que no volvieron «a dar gloria a Dios»; lo lamenta porque de esa manera se privaron de un don infinitamente mayor que la cura¬ción de la lepra; se privaron del don de la salvación que Él quería concederles. Por eso, sólo al que volvió pudo hacerle este don: «Le dijo: 'Levántate y vete; tu fe te ha salvado»". Este don de la salvación, que es el único que interesa verdaderamente a Jesús, Él quería dárselo a los diez, sobre todo, a los otros nueve que eran judíos; lo pudo dar, gracias a su fe, sólo a un buen samari¬tano.
La curación de Naamán
La curación del sirio Naamán es un milagro que podría haberse convertido en un asunto de política internacional ya que sirios, arameos e israelitas mantenían una paz muy inestable que podía ser aprovechada por las bandas de guerrillas para sus propios fines. La enfermedad que vemos en este pasaje no debe de haber sido propiamente lepra: si lo fuera, el contagio lo apartaría de todo cargo público, así como de acompañar al rey al templo. Se trata, sin duda, de una enfermedad crónica de la piel que, a juzgar por 2Re 5, 27; podría ser leucodermia o vitíligo (ver Lev 13). El asunto comienza con una ocurrencia de una criada que habían traído de Israel: «Ah, si mi señor pudiera presentarse ante el profeta que hay en Samaría, él le curaría la lepra» (2Re 5, 3). De ésta sube a la señora, de ella a su marido, del marido al rey de Siria, de éste al rey de Israel, de éste al profeta.
El contrapunto lo descubrimos en el movimiento de humillación: Naamán el magnate tiene que bajar del rey al profeta, de éste a un criado, después baja al Jordán; y una vez curado y convertido, pedirá tierra para postrarse en Siria confesando a Yahveh. La curación está expresada en dos formas: una es «librar de»; es una forma precisa y es empleada por la criada, el rey de Siria, el rey de Israel y Naamán. La otra es «limpiar», fórmula típica del culto (ver Lev 13-16) y ésta es empleada por Eliseo, Naamán con desprecio, los criados y el narrador. La distinción es significativa: Naamán parece tomarla en sentido profano para lavarse y limpiarse no necesita ni Jordán ni profeta, lo que él quiere es curarse de una enfermedad. Eliseo subraya la visión sacra al mandar que se bañe siete veces: el río de Israel con la palabra profética devolverán la «verdadera limpieza». De hecho, Naamán termina proclamando admirablemente que: «Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel».
Los milagros de Jesús
La estadística narrativa de los milagros de Jesús es muy amplia: unos treinta y cinco en total, de los cuales treinta se encuentran en los tres evangelistas sinópticos y cinco en Juan: La mayor parte de los milagros de Jesús son curaciones de enfermos y endemoniados, hay también de resurrecciones de muertos como el hijo de la viuda de Naim, Lázaro y la hija de Jairo; asimismo, algunos portentos sobre la naturaleza: tempestad calmada, caminar sobre las aguas, pesca milagrosa, agua convertida en vino, multiplicación de los panes. Hacer milagros no fue algo exclusivo de Jesús, si bien Él los realiza con potestad propia y no vicaria.
Pero también los apóstoles realizaron milagros a partir de la potestad delegada por Jesús a ellos. Asimismo, en el Antiguo Testamento vemos, entre otros, los impresionantes prodigios obrados por Elías y Eliseo. Los milagros no sustituyen ni sustentan nuestra fe, sino que la hacen entrar en un orden de exigencia más elevado. En el Nuevo Testamento las circunstancias y las lecciones a partir de los milagros son tan interesantes como los milagros mismos. El Evangelio de este Domingo es un claro ejemplo de esto.
¿Somos mal agradecidos?
Nosotros tenemos una forma muy especial de poder agradecerle a Dios el don de la vida eterna. Lo podemos hacer ofreciéndole en retribución algo que Él mismo ha puesto en nuestras manos: se trata de la participación en la Eucaristía dominical, que literalmente significa «acción de gracias». Pero, precisamente en ella, no participa más o menos el 10% de los católicos. Ese 10% parece escuchar la suave queja del Señor: «¿No he muerto yo en la cruz por todos? ¿El otro 90% dónde está?» Esta vez sí le debe doler nuestra ingratitud, porque el beneficio que Él nos hizo es infinito. Por eso nuestra indiferencia es ofensiva. ¡Hagamos de la misa el corazón de nuestro Domingo «día del Señor»!
Una palabra del Santo Padre:
«El Evangelio de este domingo presenta a Jesús curando a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve para darle las gracias (Cf. Lucas 17, 11-19). El Señor le dice: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lucas 17, 19).
Este pasaje evangélico nos invita a una reflexión doble. Ante todo, hace pensar en dos niveles de curación: uno más superficial, afecta al cuerpo; el otro, más profundo, a lo íntimo de la persona, lo que la Biblia llama el «corazón», y de ahí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la «salvación». El mismo lenguaje común, al distinguir entre «salud» y «salvación», nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud: es, de hecho, una vida nueva, plena, definitiva. Además, aquí Jesús, como en otras circunstancias, pronuncia la expresión: «tu fe te ha salvado». La fe salva al hombre, restableciéndole en su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se expresa con el reconocimiento. Quien, como el samaritano curado, sabe dar las gracias, demuestra que no lo considera todo como algo que se le debe, sino como un don que, aunque llegue a través de los hombres o de la naturaleza, en última instancia proviene de Dios. La fe comporta, entonces, la apertura del hombre a la gracia del Señor; reconocer que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: «gracias»!
Jesús cura diez enfermos de lepra, enfermedad que entonces era considerada como una «impureza contagiosa», que exigía un rito de purificación (Cf. Levítico 14,1–37). En realidad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado. El orgullo y el egoísmo engendran en el espíritu indiferencia, odio y violencia. Sólo Dios, que es Amor, puede curar esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad. Al abrir el corazón a Dios, la persona que se convierte es sanada interiormente del mal».
Benedicto XVI. Ángelus 14 de octubre de 2007
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. ¿Somos agradecidos con los dones que Dios diariamente nos otorga gratuitamente? Pensemos con sinceridad y elevemos diariamente una oración de «acción de gracias» por todos los dones recibidos.
2. «Si hemos muerto con Él, también viviremos con Él, si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él», nos dice San Pablo. ¿Soy fiel a mi fe? Pidamos al Señor el don de la fidelidad a nuestras promesas bautismales de donde proviene mi fe.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 168- 175. 547-550. 1500- 1510.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de Adoración nocturna Española en Toledo
viernes, 4 de octubre de 2019
Domingo de la Semana 27ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 6 de octubre de 2019 «Auméntanos la fe»
Lectura del libro del profeta Habacuc (1,2-3; 2,2-4): El justo vivirá por su fe.
¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré «Violencia», sin que me salves?
¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?
El Señor me respondió así: Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido.
La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.
Salmo 94,1-2.6-7.8-9: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón». R/.
Venid, aclamemos al Señor, // demos vítores a la Roca que nos salva; // entremos a su presencia dándole gracias, // aclamándolo con cantos. R/.
Entrad, postrémonos por tierra, // bendiciendo al Señor, creador nuestro. // Porque él es nuestro Dios, // y nosotros su pueblo, // el rebaño que él guía. R/.
Ojalá escuchéis hoy su voz: // «No endurezcáis el corazón como en Meribá, // como el día de Masá en el desierto; // cuando vuestros padres me pusieron a prueba // y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R/.
Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo (1,6-8.13-14): No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor.
Querido hermano: Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero.
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio según las fuerzas que Dios te dé. Ten delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas, y vive con fe y amor cristiano. Guarda este tesoro con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (17,5-10): ¡Si tuvierais fe..!
En aquel tiempo, los Apóstoles dijeron al Señor: -Auméntanos la fe. El Señor contestó: -Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a la mesa?» ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú?»
¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Parece evidente que el tema dominante en este Domingo es «la fe», ya que se menciona en las tres lecturas. Al final de la Primera Lectura leemos: «el justo por la fe vivirá», frase que será recogida por San Pablo en relación a la fe. Jesús en el Evangelio, ante el pedido de los apóstoles por aumentar la fe, coloca el horizonte de plenitud al que estamos llamados. La fe si bien es un don de Dios; exige de nosotros una generosa respuesta. Finalmente, San Pablo exhorta a Timoteo a dar testimonio de su fe en Cristo Jesús y a aceptar la Buena Nueva recibida y custodiada en el «depósito de la fe». (Segunda Lectura).
«El justo por la fe vivirá»
El profeta Habacuc, de la región de Judá, vivió a finales del siglo VII a.C. (625 - 612 a.C.) en la misma época en que vivió el profeta Jeremías. Su horizonte histórico está definido por la presencia de dos grandes reinos amenazantes: el imperio de Assur y el nuevo imperio babilónico o caldeo. Los caldeos se iban haciendo cada vez más poderosos y Habacuc no terminaba de entender que Dios justamente se iba a servir de esa nación para formar una vez más a su pueblo elegido. Es decir, iba a ayudar al pueblo a tomar consciencia de su situación actual. En las famosas cuevas de Qumrán se ha encontrado un rollo con un comentario al libro de Habacuc.
Las primeras líneas de su libro son una breve súplica en forma de lamentación: «¿hasta cuándo?», «¿por qué?»; que expresan el eterno clamor del hombre cuando, desde la desgracia personal, interroga a Dios por su suerte. Culminando la gran expectación, el versículo cuarto del segundo capítulo condensa lo que es la teología de la Salvación: el impío o soberbio «sucumbe» por no obrar rectamente; en cambio el justo, confiando solamente en Dios, salva su vida. Recibe así Habacuc una importante revelación sobre la fe que San Pablo comentará dos veces y que tendrá una enorme resonancia en la teología espiritual: «el justo por la fe vivirá». Contiene esta sentencia una verdad que nunca se agota, ya sea en cuanto nos enseña que nadie puede ser justo sin tener fe; ya en cuanto la fe es la vida del hombre justo, el cual desfallece si le falta esa fuerza con que sobrellevar las «cruces» de la vida.
«¡Auméntanos la fe!»
«Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo». Esta sentencia de Jesús antecede al Evangelio de este Domingo. Jesús nos manda perdonar y para que esto quede claro, añade: «Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás» (Lc 17,6) . Esta es la doctrina de Cristo y evidentemente exige tal vez más de lo que los apóstoles eran capaces de entender, por eso le piden al Señor: «¡Auméntanos la fe!». La breve oración de los apóstoles nos revela por lo menos cuatro cosas. Ante todo, la fe no es algo que podamos adquirir gracias a nuestro propio esfuerzo, como se adquiere, por ejemplo, el dominio de una lengua, y que, por tanto, debe ser solicitada en la oración como un don gratuito que se nos da. Si Dios no nos da la fe como un don gratuito -y sólo Él tiene la iniciativa-, no tendríamos ni siquiera sensibilidad ante las realidades espirituales, «estaríamos en otra», como suele decirse hoy. ¡Y así viven tantos!
Lo segundo es que Jesús puede darnos y aumentarnos la fe; siendo Jesús el destinatario de la oración de los apóstoles, es reconocido por ellos como el origen de este don. Esto se corrobora, porque San Lucas habla de Jesús como «el Señor» (en griego:Kyrios, es el título dado solamente a Dios). Él es el único que nos puede dar la fe. Lo tercero es que, aunque ya tengamos fe, ella es susceptible de aumento; nuestra fe no es todavía ni siquiera tan grande como un grano de mostaza. Por eso la actitud humilde de todo cristiano debe de ser: «Creo Señor pero aumenta mi fe». Finalmente, si nuestra fe fuera robusta, incluso la naturaleza nos obedecería, pues dispondríamos del poder de Dios mismo. En otro lugar el Señor lo dice más claramente: «Os aseguro que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: 'Desplázate de aquí allá', y se desplazaría, y nada os sería imposible» (Mt 17,20).
El Catecismo recoge todo esto enseñando que «la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El» . Es una virtud por la cual confiamos absolutamente en Dios y fundamos nuestra vida en su Palabra. La fe no es sólo un conocimiento intelectual, sino una virtud que incide en toda la vida; no es sólo la recitación de ciertas fórmulas, sino que consiste en poner las verdades reveladas como base de nuestra existencia. Una virtud es un hábito adquirido, una cualidad interiorizada; que forma parte del sujeto, y determina su modo de ser. La fe cuando existe en la persona, le da vida: «El justo vivirá por su fe» (Hab 2,4). Cuando alguien confiesa determinadas verdades de fe, e incluso cree en ellas, pero su vida no es coherente con lo que confiesa; entonces se dice que la fe no está formada o que está muerta. Esto lo expresa de la manera más extrema el apóstol Santiago, afirmando que esa fe la tienen también los demonios: «La fe, si no tiene obras, está realmente muerta... ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan» (Sant 2,14s).
La respuesta de Jesús
Examinemos más detalladamente la respuesta dada por Jesús: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este sicómoro: «Arráncate y plántate en el mar', y os obedecería» (Lc 17,5-6). Es obvio que la fe, siendo una realidad espiritual, no puede medirse con algo material, como es un grano de mostaza. Se trata de una expresión analógica, para indicar la mínima cantidad. En efecto, en el concepto de Jesús el grano de mostaza es «la más pequeña de todas las semillas» (Mt 13,32). La frase de Jesús está dicha en condicional, de donde se deduce que los apóstoles tienen fe, pero es aún insuficiente, menor que «un grano de mostaza», porque ellos no pueden ordenar al sicómoro que se erradique y se plante en el mar. El sentido de la respuesta de Jesús es éste: si con una fe tan pequeña como un grano de mostaza ya se podría trasladar los montes, ¡qué no se obtendría con una fe robusta y sólida! Nosotros tendemos a considerar que una fe que traslada los montes, ya es una fe inmensa. En efecto, no nos ha tocado la suerte de conocer a nadie con una fe tan grande. Para Jesús, en cambio, eso es lo mínimo; hay que comenzar de aquí para arriba. De aquí se concluye que, como virtud teologal que es: no tienen límite en su intensidad. Es claro que el mensaje del Evangelio nos debe interpelar a nosotros ahora; cada uno debe examinarse a sí mismo para ver qué medida de fe tiene.
¡Somos siervos inútiles!
En la segunda parte del Evangelio de hoy, se habla de un siervo que, después de una jornada de trabajo en el campo, vuelve a la casa y sirve la mesa de su amo. Jesús pregunta: «¿Acaso el amo tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?». Y agrega: «De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: 'Somos siervos inútiles ; hemos hecho lo que debíamos hacer'» (Lc 17,9-10).Esta segunda parte del Evangelio está relacionada con la anterior. Para ver esa relación, debemos comprender que el cumplimiento fiel de la ley de Dios por parte nuestra es también un don de Dios. En efecto, el resumen de todo lo que Dios nos manda es el precepto del amor, tal como lo dice San Pablo:«El que ama al prójimo ha cumplido la ley... Todos los preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rom 13,8-10).Pero el amor es otra de las virtudes sobrenaturales y teologales, más aún, es la más excelente de las virtudes. El amor es el don de Dios por excelencia.
El Catecismo enseña: «El Amor, que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor 'Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado' (Rom 5,5)» . Por eso, cuando cumplimos lo que Dios nos manda, que siempre es alguna forma del amor, no hacemos más que lo que Él mismo nos concede. Él no nos tiene que agradecer por haber hecho lo que Él mismo nos concede hacer. Esto es lo que dice San Agustín en su famosa frase de las Confesiones: «Da el cumplir lo que mandas, y manda lo que quieras».
Una palabra del Santo Padre:
«Hoy, el pasaje del Evangelio comienza así: «Los apóstoles le dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”» (Lc 17, 5). Me parece que todos nosotros podemos hacer nuestra esta invocación. También nosotros, como los Apóstoles, digamos al Señor Jesús: «Auméntanos la fe». Sí, Señor, nuestra fe es pequeña, nuestra fe es débil, frágil, pero te la ofrecemos así como es, para que Tú la hagas crecer. ¿Os parece bien repetir todos juntos esto: «¡Señor, auméntanos la fe!»? ¿Lo hacemos? Todos: Señor, auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe. ¡Que la haga crecer!
Y, ¿qué nos responde el Señor? Responde: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (v. 6). La semilla de la mostaza es pequeñísima, pero Jesús dice que basta tener una fe así, pequeña, pero auténtica, sincera, para hacer cosas humanamente imposibles, impensables. ¡Y es verdad! Todos conocemos a personas sencillas, humildes, pero con una fe muy firme, que de verdad mueven montañas. Pensemos, por ejemplo, en algunas mamás y papás que afrontan situaciones muy difíciles; o en algunos enfermos, incluso gravísimos, que transmiten serenidad a quien va a visitarles. Estas personas, precisamente por su fe, no presumen de lo que hacen, es más, como pide Jesús en el Evangelio, dicen: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17, 10). Cuánta gente entre nosotros tiene esta fe fuerte, humilde, que hace tanto bien.
En este mes de octubre, dedicado en especial a las misiones, pensemos en los numerosos misioneros, hombres y mujeres, que para llevar el Evangelio han superado todo tipo de obstáculos, han entregado verdaderamente la vida; como dice san Pablo a Timoteo: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2 Tm 1, 8). Esto, sin embargo, nos atañe a todos: cada uno de nosotros, en la propia vida de cada día, puede dar testimonio de Cristo, con la fuerza de Dios, la fuerza de la fe. Con la pequeñísima fe que tenemos, pero que es fuerte. Con esta fuerza dar testimonio de Jesucristo, ser cristianos con la vida, con nuestro testimonio.
¿Cómo conseguimos esta fuerza? La tomamos de Dios en la oración. La oración es el respiro de la fe: en una relación de confianza, en una relación de amor, no puede faltar el diálogo, y la oración es el diálogo del alma con Dios. Octubre es también el mes del Rosario, y en este primer domingo es tradición recitar la Súplica a la Virgen de Pompeya, la Bienaventurada Virgen María del Santo Rosario. Nos unimos espiritualmente a este acto de confianza en nuestra Madre, y recibamos de sus manos el Rosario: el Rosario es una escuela de oración, el Rosario es una escuela de fe».
Papa Francisco. Ángelus, 6 de octubre de 2013
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. Necesitamos tener una fe viva y operante. San Pablo nos recuerda en su segunda carta a Timoteo: «Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste...porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor». ¿Cómo vivo mi fe? ¿Es viva...?
2. «¡Creo Señor...pero aumenta mi fe!» Pidamos, con humildad, al Señor de la Vida que aumente nuestra fe y pongamos los medios concretos para vivirla a lo largo de nuestra vida cotidiana.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 153 - 166.
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de Adoración nocturna en Toledo
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