martes, 29 de marzo de 2022
Domingo de la Semana 4ª de Cuaresma. Ciclo C
«Convenía celebrar una fiesta y alegrarse»
Lectura del libro de Josué (5, 9a.10-12): El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua.
En aquellos días, dijo el Señor a Josué: «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto».
Los hijos de Israel acamparon en Gilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, pa-nes ácimos y espigas tostadas. Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Salmo 33,2-3.4-5.6-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias. R./
Contempladlo, y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
El afligido invocó al Señor,
él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. R./
Lectura de la Segunda carta de San Pablo a los Corintios (5, 17-21): Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo.
Hermanos: Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros.
En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (15, 1-3.11-32): Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovie-ron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y san-dalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas muje-res, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un ban-quete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos en-contrado”».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
«Dejaos reconciliar con Dios», he aquí una clave de lectura de las lecturas de este cuarto Domingo de Cuaresma. En la Primera Lectura Dios ofrece su perdón a su pueblo, concediéndole entrar en la tierra pro-metida, después de cuarenta años de vagar sin rumbo por el desierto. En la parábola evangélica el padre abraza tiernamente al hijo menor perdonándolo, y le hace ver al hijo mayor lo infinito de su corazón. En la Segunda Lectura, San Pablo nos enseña que Dios nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación.
«Hoy nos ha quitado la deshonra de Egipto»
Josué es el sucesor de Moisés como caudillo de los israelitas. Su nombre era Oseas hasta que Moisés le cambió de nombre a Josué que significa «Dios es salvación» (ver Nm 13,16). Josué fue elegido para co-mandar el ejército mientras el pueblo atravesaba el desierto. El «libro de Josué» nos refiere a la invasión de Canaán y la distribución de la tierra entre las doce tribus. El oprobio de Egipto termina al entrar el pueblo elegido en la tierra prometida y al renovar la circuncisión (Jos 5,2-3). La circuncisión era el signo externo de la alianza de Abraham con Dios (ver Sir (Eclesiástico) 44,20). La palabra «Gilgal» significa «círculo de pie-dra» y se ha convertido en el nombre propio de varias localidades. El Gilgal de Josué se encuentra entre el Jordán y Jericó, pero su lugar exacto es desconocido. El maná será la comida del desierto, alimento mara-villoso que Dios ha dado a su pueblo hasta entregarle la tierra prometida (ver Ex 16).
¿A quiénes dirige esta parábola?
Para entender la intención de la parábola del padre misericordioso y descubrir quiénes son sus destinata-rios, es necesario tener en cuenta la ocasión en que Jesús la dijo. En este caso la situación concreta de los oyentes está indicada en los primeros ver¬sículos del capítulo 15 de Lu¬cas: «Todos los publicanos y los pe-cado¬res se acerca¬ban a Jesús para oírlo, y los fariseos y los escri¬bas murmura¬ban diciendo: 'Éste acoge a los pecadores y come con ellos'. Entonces les dijo esta pará¬bola...». El auditorio está compuesto por dos grupos de personas bien caracterizadas: por un lado, los publica¬nos y pecado¬res, que se acercan a Jesús y son acogidos por él, hasta el punto de que come con ellos; por otro lado, los fariseos y escri¬bas que censu-raban la actuación de Jesús.
Antes que nada, hay que decir que, si los pecadores se acercaban a Jesús y querían oírlo, es porque es-taban bien dispuestos hacia Él y esto significa que ya habían empren¬dido el camino de la conver¬sión. En efecto, nadie se acerca a la «fuente de toda santidad» y escucha con ánimo positivo sus «palabras de vida eterna», si a continuación quiere seguir pecan¬do. En ese caso no se habrían acercado a Jesús, pues «todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censu¬radas sus obras» (Jn 3,20). Po-demos imaginar entonces que Jesús estaba contento de verse rodeado de todas esas personas que esta-ban dispues¬tas a cambiar de vida. Los fari¬seos, en cambio, «que se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9), no creen que sea posible la con¬versión de los pecadores y reprochan a Jesús que, aco-gién¬dolos y comiendo con ellos, está apro¬bando su pecado.
El hijo más joven se va de la casa...
El hijo menor despreciando abiertamente el amor del padre toma la parte de la herencia que le perte¬nece y se va a un país lejano donde derrocha toda su fortuna vivien¬do como un libertino. San Juan Pablo II nos explica cómo «el hombre - todo hombre - es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre» .
La parábola se detiene a describir con detalles la miseria en que cayó el hijo lejos de su padre. Dos ras-gos interesantes «país (o región) lejano» a un judío le podía sonar como región pagana. De hecho así se deduce por la finca donde se criaban puercos, prohibido entre los judíos. Los cerdos eran considerados im-puros y comer su carne era censurado como odiosa abominación idolátrica (ver Lv 11,7. Dt 14,8. Is 65,4). La carne del cerdo simbolizaba suciedad y corrupción oponiéndola a lo santo y puro (ver Prv 11,22. Mt 7,6).
Para este hijo pródigo era imposible no comparar la miseria que sufría, aun siendo hijo, con la felicidad de que gozaba el último de los jornale¬ros en la casa de su padre. Comienza así su proceso de conversión: «entrando en sí mismo...» Era plenamente consciente de haber faltado al amor del padre y tenía listo el dis-curso que le diría para implorar su misericordia. Con tal de estar de nuevo en la casa del padre, le bastaba con ser tratado como uno de sus jornale¬ros. Es cierto que quiere volver al padre; pero algo no nos agrada. Es que este hijo está movido por el interés y no por el amor. Lo que lo hace volver es el recuerdo de la vida regala¬da que tenía junto a su padre -«pan en abun¬dancia»-, y no el dolor de haberlo ofendi¬do. Si, en lugar de haberle ido mal, hubiera tenido éxito, no habría vuelto a su padre. Está movido por una motivación im-perfecta. Y, sin embargo, hay que ver cómo lo recibe el padre; a él ¿qué le importa la motivación? El padre está movido por puro amor hacia el hijo y no hay en él nada de amor pro¬pio ofendido; está movido por pura miseri¬cordia: «Estando el hijo toda¬vía lejos, lo vio su padre y, conmo¬vido, corrió hacia él, se echó a su cue-llo y lo besó efusivamen¬te». Y ordena: «Cele¬bremos una fies¬ta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta».
El hijo mayor
La parábola ya habría estado completa hasta aquí sin embargo se prolonga en un segundo acto a causa de la difi¬cultad del hombre para comprender la misericordia divina. Entra ahora en escena el hijo mayor. No comprende al padre y no acepta que goce por la vuelta de su hermano. Cuando oyó el sonido de la música y las danzas «el hijo mayor se irritó y no quería entrar». Reprocha la actitud del padre sin embargo él se muestra grande también con este hijo. Esperaba de él plena adhesión en su alegría, y se encuentra con la murmu¬ración. Pero no repara en sus propios sentimientos, sino en el malestar del hijo. Por eso, olvidado de sí mismo, «sale a suplicarle». Le dice: «Hijo, tú estás siempre conmi¬go». Tiene la esperanza de que esto le baste. Si el hijo hubiera estado movido por el amor, la compa¬ñía del padre le habría bastado. Se habría ale-grado con lo que se alegra el padre y se habría adherido plenamente también a la decisión de celebrar la vuelta del hermano. Pero no estaba movido por el amor. La pará¬bola termina aquí. No nos dice cuál fue la reac¬ción del hermano mayor: ¿Entró a la fiesta, o se obstinó en su rechazo?
Dios es Amor
Que Dios es omnipotente y puede hacerlo todo, esto todos lo comprenden; que Dios es infinitamente sa-bio y todo lo sabe, también lo aceptan todos; pero que «Dios es Amor» y que es miseri¬cordioso, esto difícil-mente lo com¬prende el hombre. Y, sin embargo, es en esto que debemos imitar¬lo y no en aquello. En efec-to, Jesús nos dice: «Sed vosotros misericor¬diosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36). Este es el núcleo de la revelación bíblica: Dios es Amor. San Pablo nos dice en la carta a los Corintios, que todo hombre muerto y resucitado con Cristo adquiere ontológica y espiritualmente un nuevo ser, es una «nueva criatura» en Cristo, en cuanto que el hombre viejo desaparece. Una renovación o transformación no puede ser el resultado del esfuerzo humano. Dios, mediante el don de la reconciliación, abre de par en par la puer-ta para que el hombre pueda reconciliarse con Dios Padre, consigo mismo y con sus hermanos. Dios confía a sus apóstoles el deber de continuar la obra de Jesucristo: ser artesanos de la reconciliación.
Una palabra del Santo Padre:
«Partamos desde el final, es decir de la alegría del corazón del Padre, que dice: «Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (vv. 23-24). Con estas palabras el padre interrumpió al hijo menor en el momento en el que estaba confesando su culpa: «Ya no merezco ser llamado hijo tuyo...» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que, en cambio, se apresura a restituir al hijo los signos de su dignidad: el mejor vestido, el anillo y las san-dalias. Jesús no describe a un padre ofendido y resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: «Me la pagarás»: no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al contrario, lo único que le interesa al padre es que este hijo esté ante él sano y salvo, y esto lo hace feliz y por eso celebra una fiesta. La acogida del hijo que regresa se describe de un modo conmovedor: «Estaba él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, co-rrió, se echó a su cuello y le besó» (v. 20). Cuánta ternura; lo vio cuando él estaba todavía lejos: ¿qué sig-nifica esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo regresaba; ese hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. ¡Cuán bonita es la ternura del padre! La mise-ricordia del padre es desbordante, incondicional, y se manifiesta incluso antes de que el hijo hable. Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: «He pecado... trátame como a uno de tus jornaleros» (v. 19). Pero estas palabras se disuelven ante el perdón del padre. El abrazo y el beso de su papá le hacen comprender que siempre ha sido considerado hijo, a pesar de todo. Es importante esta enseñanza de Je-sús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por lo tanto, nadie nos la puede quitar, ni siquiera el diablo. Nadie puede quitarnos esta dignidad.
Esta palabra de Jesús nos alienta a no desesperar jamás. Pienso en las madres y en los padres preo-cupados cuando ven a los hijos alejarse siguiendo caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequis-tas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien se encuentra en la cárcel, y le parece que su vida se haya acabado; en quienes han hecho elecciones equivocadas y no logran mirar hacia el futuro; en todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen no merecerlo... En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en la situación más fea de la vida, Dios me es-pera, Dios quiere abrazarme, Dios me espera.
En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la misericordia del padre. Él ha es-tado siempre en casa, ¡pero es tan distinto del padre! A sus palabras le falta ternura: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya... y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo...» (vv. 29-30). Vemos el desprecio: no dice nunca «padre», no dice nunca «hermano», piensa sólo en sí mismo, hace alarde de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo servido; sin embargo, nunca ha vivido con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado nunca un cabrito para tener una fiesta. ¡Pobre padre! Un hijo se había marchado, y el otro nunca había sido verdaderamente cercano. El sufrimien-to del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o por-que nos marchamos lejos o porque estamos cerca sin ser cercanos.
El hijo mayor, también él necesita misericordia. Los justos, los que se creen justos, también ellos necesi-tan misericordia. Este hijo nos representa a nosotros cuando nos preguntamos si vale la pena hacer tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para tener una compensación, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de «trocar» con Dios, sino de permanecer en el seguimiento de Jesús que se entregó en la cruz sin medida.
«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (v. 31). Así dice el Padre al hijo mayor. Su lógica es la de la misericordia. El hijo menor pensaba que se merecía un castigo por sus pecados, el hijo mayor se esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias diferentes, pero ambos razonan según una lógica ajena a Jesús: si hacen el bien recibes un premio, si obras mal eres castigado; y esta no es la lógica de Jesús, ¡no lo es! Esta lógica se ve alterada por las palabras del padre: «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado» (v. 31). El padre recuperó al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano. Sin el menor, incluso el hijo mayor deja de ser un «hermano». La alegría más grande para el padre es ver que sus hijos se recono-cen hermanos».
Papa Francisco. Audiencia General. 11 de mayo de 2022
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Todos tenemos algo de ambos hijos. ¿Actualmente, con qué hijo me identifico más?
2. Acerquémonos confiadamente, en estos días de Cuaresma, al sacramento del «amor misericor-dioso del Padre»: el sacramento de la reconciliación.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1425 -1426. 1440 -1470
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