miércoles, 1 de septiembre de 2010

15 septiembre, Memoria de NUESTRA SEÑORA LA VIRGEN DE LOS DOLORES

La devoción a la Santísima Virgen en su advocación de la Madre Dolorosa nos acompaña y nos guía en el tiempo en el que la liturgia de la Iglesia nos dispone a conmemorar el Misterio Pascual de su Hijo Jesucristo. A instancia de Felipe V, el Papa Clemente XII, el 20 de septiembre de 1735, concedió la ampliación a la Iglesia de España de esta conmemoración, propia hasta entonces de los religiosos servitas, fundados en Florencia en el siglo XIII. La celebración litúrgica se ha ampliado al calendario de la Iglesia Universal, concentrándose ahora en una de sus fechas originales, con relación a la fiesta de la Santa Cruz, en el mes de septiembre, trasladándose la festividad, tan enraizada en España, de la antevíspera del Domingo de Ramos.

Profecía de Simeón
Refiere el Evangelio de San Lucas (2, 25-35) este episodio de la primera infancia de Jesús que, aunque podría pasar por ser tan sólo una anécdota piadosa, encierra una considerable riqueza teológica. Era Simeón un hombre justo, al que el Espíritu Santo le había asegurado que no vería la muerte antes de ver al Mesías. Pero, cuando ve entrar en el Templo al Niño Jesús en brazos de su Madre, se dirige hacia ella diciéndole que una espada le atravesará el alma. Sorprendería este anuncio que hace este hombre, si no fuera porque el texto del Evangelio insiste tantas veces en que actuaba movido por el Espíritu Santo. No es así mero anuncio: es profecía, que debemos entender como complemento del anuncio del ángel: María había aceptado lo que le ofreció el ángel, sin concretar más: "hágase en mí según tu palabra". Y la palabra del ángel, que no había dicho en aquel momento más que lo imprescindible -"el Espíritu vendrá sobre ti... el Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios"-, va descendiendo a detalles por la palabra del mismo Espíritu, manifestada en la profecía del anciano: "una espada..."
María va descubriendo lo que el Espíritu le va haciendo ver; y lo primero que descubre es el dolor que le atravesará el alma, que atravesará toda su vida. La devoción cristiana posterior ha desarrollado este dolor, único, subdividiéndolo en siete "dolores", en siete episodios de dolor, con los que recorremos la vida de la Santísima Virgen María. La misma iconografía cristiana, al no poder figurar el alma de María, representa su corazón fuera del pecho, atravesado no por una, sino por siete dagas.
Pero, en realidad, de lo que habla Simeón es de un dolor único, que atravesará toda el alma, toda la vida de María.

Dolor que es sacrificio; sacrificio que es cruz; cruz, que es unión, a lo largo de toda la vida, con Jesús, el Hijo de Dios, al que Ella está presentando, recién nacido, en el Templo -¡la casa de su Padre!-; Hijo de María, cuya Encarnación en sus purísimas entrañas maternales tiende como hacia su propio fin hacia el Misterio Pascual: fin que es el término del proceso vital de Cristo, Dios y hombre, en este mundo; fin que es, sobre todo, la gloria de Dios, restituida al Padre por la inmolación de la vida del único Hijo, que por nosotros se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Al pie de la Cruz
Señala San Juan en su Evangelio que "junto a la Cruz de Jesús estaba, en pie, su Madre" (19, 25). Menciona por su nombre a cada una de las otras mujeres allí presentes; de María no: sólo dice que es "su Madre". Y añade que estaba "de pie".
Nosotros ahora no podemos imaginarnos siquiera lo que era, realmente, una crucifixión. Los primeros cristianos se resistieron a representar a Jesús en la Cruz, porque muchos habían visto lo horrible que era aquello. El emperador Constantino prohíbe la crucifixión como ejecución de la pena capital; y sólo a partir de las generaciones siguientes, cuando ya no quedaba nadie que en su vida hubiera presenciado una crucifixión, aparece en la iconografía cristiana el Crucifijo: la cruz así deja de ser realidad para convertirse en símbolo. Y empezamos a bendecirnos los cristianos con lo que había sido hasta entonces el signo de la mayor maldición: la señal de una cruz.
Allí estaba de pie, soportándolo todo junto al mayor de los suplicios, la Madre de Jesús. Así, sólo podemos vislumbrar con una cierta aproximación lo que tuvo que suponer para Ella entonces estar al lado del Crucificado, y estar de pie. No es lo mismo que la madre que vela, impotente, a su hijo agonizante sentada junto al lecho de una clínica: no puede haber comparación. De ahí, la admiración que reconoce en aquel gesto el Evangelista Juan -testigo presencial-, al señalar que Ella aguantaba de pie. Quizá los soldados se sentaron un momento, para jugarse a las tabas las vestiduras de Cristo; Ella seguía de pie.
La devoción recoge la tradición (que no se encuentra expresamente en el Evangelio), de que, al bajar de la Cruz el cadáver de Cristo muerto, y antes de depositarlo en el sepulcro, aquellos hombres piadosos lo dejaron unos momentos en el regazo de María. Y aquí la tradición iconográfica es constante: con Cristo muerto, se representa a la Madre sentada; con el Hijo crucificado aún vivo, agonizante, el Evangelio nos la presenta de pie. El dolor asumido y aceptado desde la profecía de Simeón no le consiente ni siquiera el alivio de sentarse.
Quizá San Juan recordara entonces sus propias palabras, en presencia de su madre, cuando le pedía a Jesús un puesto para cada uno de sus hijos en el Reino. Jesús preguntó: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?" Los dos hermanos, al unísono, y sin saber quizás con precisión lo que decían, respondieron entusiasmados que sí, que podían beber- lo, Levantando los ojos hacia Jesús en la Cruz, vería Juan lo que era el cáliz; bajándolos hacía María, vería lo que es beberlo: de pie.

Madre de la Iglesia
En este dolor de María al pie de la Cruz reconocemos los dolores del alumbramiento de la Iglesia, de la que la Madre de Cristo es también Madre. Ese dolor que atraviesa toda su vida se convierte entonces en aquel dolor de parto; no lo sufrió en el nacimiento virginal del Hijo de Dios hecho hombre, pero ahora se le hace intensamente presente en nuestro nacimiento a la vida de la gracia, a la vida de hijos de Dios, originada en cada uno a partir de la Pascua del Señor. Es cierto que la gracia santificante nos viene únicamente de Cristo, pero ha sido El mismo el que ha deseado tener a su Madre tan unida a El en el misterio de nuestra redención, que no ha querido ahorrarle lo más mínimo de aquel dolor, que en Él es Sacrificio, y en Ella, unión. Es esta misma unión de la que es Inmaculada desde su Concepción la que le hace aceptar, hasta la saciedad, aquel dolor que el Hijo, en su amor a Ella, le ofrece compartir con El por su amor hacia nosotros.
No podemos contemplar solamente como espectadores lejanos la escena del Calvario: la Cruz nos compromete y nos involucra a cada uno por completo. Que la consideración de la Madre Dolorosa nos pueda ayudar a vivir lo que a nosotros nos corresponde de este Misterio, que es paso previo a nuestra resurrección pascual.

José F. Guijarro
La Lámpara del Santuario", n.° 18

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