El Bautismo (II)
Algunos consideran que con el Bautismo el hombre pierde su libertad, al no poder perder jamás su condición de hijo de Dios en Cristo. La realidad es otra, y queda claramente expresada en la segunda parte del n. 1272 del Catecismo.
"Este sello –el carácter- no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación". Es decir, el hombre nunca pierde la libertad en el plano de su actuar, y podrá, por tanto, oponerse no sólo a la acción de Dios sino también rechazar su realidad ante el mismo Dios y reafirmar, en definitiva, su propio yo delante y en oposición a Dios. Sencillamente, podrá paralizar toda posible acción de su propia persona. La obstinación en el pecado puede debilitar la voluntad del hombre, pero nunca le impedirá el ejercicio de su libertad. El mejor defensor de la libertad del hombre es Dios.
En definitiva, salvo casos patológicos, el hombre nunca deja de ser libre, aunque en su espíritu esté indeleble el carácter de hijo de Dios en Cristo Nuestro Señor.
Ya hemos señalado que la única vida que Dios nos impone es la vida humana, el ser criatura. Vida que, aun siendo recibida sin opción por nuestra parte de no aceptarla, no deja de ser un don divino, origen y fundamento de toda la grandeza humana.
La "vida sobrenatural", la realidad de ser nueva criatura, es también un don de Dios; en efecto, nos configura como “hijos suyos” y no nos deja indiferentes. Podemos, sin embargo, rechazarlo si, al ser conscientes del ofrecimiento que Dios nos hace, no deseamos aceptarlo, como es el caso de las personas no bautizadas en su infancia y que no aceptan recibir el Bautismo tampoco en su mayoría de edad.
Y, además, aun habiendo recibido el Bautismo en la infancia, está en nuestras manos la capacidad de hacer que la "participación en la naturaleza divina", que se nos concede, y que la acción de la gracia en nosotros que le sigue, sea eficaz o inoperante.
Una vez recibida la Gracia y aceptada, y abierto nuestro espíritu a su acción, la capacidad de ser hijos de Dios en Cristo toma cuerpo, y las potencias del hombre se abren hacia la santidad, hacia la unión con Dios, como hijos adoptivos, y echan raíces y se desarrollan en cada cristiano, en la libertad de cada cristiano, que se manifiesta expresamente en el deseo de amar a Dios y en el rechazo decidido al pecado.
San Pablo lo expresa con estas palabras: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace clamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Rm 8, 14-17).
Hijos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La familia de todos los bautizados, que formamos todos y estamos llamados a ir construyendo espiritualmente a lo largo de nuestra vida, somos “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2, 9).
“Los bautizados, por su nuevo nacimiento como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia, y a participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1270).
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- ¿Soy consciente de que estoy ejercitando mi libertad plena de hijo de Dios, cuando me arrodillo ante la Eucaristía y adoro?
- ¿Tengo la alegría de dar un testimonio de Fe, viviendo mi vocación de Adorador Eucarístico?
- Cuando saludo al Señor en el Sagrario, ¿rezo por el Santo Padre y por toda la Iglesia?
domingo, 4 de septiembre de 2011
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