Pastores según mi
corazón – III
Sus discípulos se le
acercaron
Es la cercanía
al Señor Jesús, al Maestro, lo que forma el corazón de sus discípulos a imagen
del suyo, el Buen Pastor. Cercanía que se nos da a conocer explícita y
repetidamente a lo largo del Evangelio, como bien sabemos.
Hay con todo
un momento que podemos llamar crucial en
la predicación del Hijo de Dios en que esa cercanía es profunda y
manifiestamente reveladora; supone un desmarcarse del mundo por parte de los
discípulos a fin de entrar en la órbita del Maestro para ser formados por Él.
Me refiero a aquel día en el que Jesús subió al monte, se sentó y proclamó el
Sermón de la Montaña, catequesis que podríamos definir como el ADN del
discipulado.
Mateo introduce
este discurso evangélico, tan magistral como sublime del Hijo de Dios, en estos
términos: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se
le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo…” (Mt 5,1-2).
Partamos con detenimiento este texto. Jesús
sube a un monte. Tengamos en cuenta la reminiscencia que tiene el monte en la
espiritualidad del pueblo santo. Se sienta a fin de comunicar las palabras que
el Padre pone en su boca (Jn 12,49). Abajo han quedado los que le acompañan,
toda una muchedumbre, explicita Mateo. Sin embargo, el evangelista especifica
que un grupo de entre la multitud –sus discípulos- se le acercaron.
De esta
cercanía, a fin de que su corazón sea moldeado por el Buen Pastor, es de la que
estamos hablando. Acercarse, en la espiritualidad bíblica, no se reduce
simplemente a una proximidad física, sino que apunta a una realidad mucho más
profunda. Es un aproximarse para escuchar con atención, un ir al Evangelio del
Señor con el oído abierto. Isaías nos hace saber que uno de los signos
distintivos del Mesías es el de tener el oído abierto a Dios (Is 50,4). Esa es
la razón por la que tendrá un corazón según el suyo: corazón de Pastor.
Es en esta
dimensión que hemos de entender a todas aquellas personas que, a lo largo de la
historia, han llegado a ser pastores según el corazón del Señor que los llamó.
Se han desmarcado de la muchedumbre a fin de acoplar su oído y su corazón –son
inseparables- al Evangelio. Se han separado de los hombres a fin de dejar que
el Hijo de Dios cree en ellos un corazón según el suyo para, a continuación,
enviarlos de nuevo a su encuentro, a la
inmensa e ingente muchedumbre del mundo entero. “…y les dijo: Id por todo el
mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).
Volvemos nuestros pasos al Sermón de la
Montaña. Habíamos dejado al Hijo de Dios sentado y en actitud de enseñar a los
discípulos que, habiendo salido de la multitud, se habían acercado a Él. Por
supuesto que, hablando de discípulos, trascendemos el grupo de los doce y vemos
en un instante eterno y supraespacial la fila interminable de hombres y mujeres
sedientos de Trascendencia, que hicieron de su vida una apasionada búsqueda de
Dios. Así como nos es fácil imaginar al andariego acercar con ansia y gozo sus
labios resecos a la fuente que encuentra en su caminar, vemos también a estos
hombres y mujeres allegarse con sus oídos y sus corazones –aburridos de toda
rutina- a las palabras de vida que fluyen de la boca de su Señor: “Las palabras
que os he dicho son espíritu y son vida” (Jn 6,63b).
De la abundancia del
corazón
Nos detenemos a
degustar la primera de las ocho bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres
de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3). Podemos
señalar que miles y miles de arroyos y veneros han surgido de este manantial de
agua viva nacido de esta primera bienaventuranza. Nos vamos a decantar por uno
de ellos, siempre en la línea de reconocer a los pastores según el corazón de Dios.
Discípulos llamados por su Hijo, que tienen la misión de iluminar al mundo
entero (Mt 5,14) y de revestirlo con su alegría (1P 1,6-8), alegría que su
Pastor sembró en sus entrañas: “Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me
has dado, para que sean uno como nosotros… Ahora voy a ti, y digo estas cosas
en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada” (Jn 17,11b-13).
Los pastores
según el corazón del Hijo de Dios son pobres de espíritu porque son hijos de la
precariedad; por no tener seguridades, no tienen ni siquiera garantizada la
Palabra –según la garantía del
mundo- con la que se alimentan a sí mismos y a sus ovejas. Permanentemente han
de estar pendientes de que Dios ponga sus palabras en su boca, como atestigua
el apóstol Pablo: “…orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con
perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que
me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el
Misterio del Evangelio…” (Ef 6,18-19).
No predican,
pues, de lo que han aprendido de memoria, sino de lo que Dios les da
gratuitamente, tal y como profetizó Isaías (Is 55,1-2). Así, de la abundancia
de su corazón, alimentan a su rebaño, como afirma Jesús (Mt 12,34). En este
sentido, hemos de señalar que no es posible ser pastor según el corazón de Dios
sin la experiencia continua de la precariedad. Sólo quien vive en el día a día
en esta especie de escuela, aprende a confiar en Dios. De ahí que podemos
traducir la primera bienaventuranza en estos términos: Bienaventurados los que,
llenos de confianza, aceptan la precariedad evangélica, porque conocerán lo que
es tener la vida depositada en las manos de Dios. Ellas son el verdadero Reino
de los Cielos.
Los pastores
según el corazón del Hijo de Dios encarnan, al igual que Él, -por supuesto que
no en la misma plenitud- la experiencia de fe del salmista que, habiendo
sopesado los dioses del mundo, aquellos que insistentemente pretenden absorber
su vida llenándola de vacíos, se decantan por el Dios vivo, el que da sentido a
su existencia. Él es su bien, su lote y su herencia. Paradójicamente, esta su
fe, fuerte como una roca, se apoya en la precariedad, ¡Bendita y prodigiosa
precariedad que le permite saberse en las manos de Dios! En Él, su vida y su
destino están asegurados: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo
al Señor: Tú eres mi bien. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen…
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha
tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,1-5).
La experiencia
de la precariedad. He ahí el genuino campo de la fe, en cuyos surcos el grano
de trigo encuentra su lugar para germinar y dar fruto (Jn 12,24). Por supuesto
que estos pastores no están en absoluto exento de crisis, desánimos, dudas y
hasta de llegar a pensar que están perdiendo su vida por una causa perdida o
bien, que no le interesa a Dios. Isaías nos presenta esta terrible tentación en
una de sus profecías mesiánicas más dramáticas: “Yo me decía: Por poco me he
fatigado, en vano e inútilmente he gastado mi vigor. ¿De veras que Dios se
ocupa de mi causa, y de mi trabajo?” (Is 49,4).
En manos de Dios
¡Cuántas veces
esta profecía mesiánica se cumple también en los pastores con la intención de
adueñarse de su alma hasta someterla! Tristeza y angustia se abaten sobre ellos
como se abatieron sobre su Maestro: “Mi alma está triste hasta morir”,
exclamó con un gemido estremecedor en el
Huerto de los Olivos (Mt 26,38). Es como si su alma hubiera sido atravesada por una espada; sin
duda que el dolor alcanzó también a los suyos. Bajo esta tentación, parece que
la precariedad sea algo casi ridículo, ajena al sentido común; nos sentimos
como desamparados. Tiembla el alma de estos amigos de Dios. Sin embargo, justamente
por ser amigos, porque han hecho experiencia de su cercanía y sus cuidados, se
sobreponen a la “falsa evidencia” de creer que se han equivocado al haber
aceptado la misión recibida de su Señor. Rehaciéndose de su abatimiento,
levantan sus ojos hacia Él, y proclaman exultantes: “Pero yo confío en ti,
Señor, te digo: ¡Tú eres mi Dios! En tus manos está mi destino, líbrame de las
manos de mis enemigos y perseguidores; haz brillar tu rostro sobre su siervo…
No haya confusión para mí…” (Sl 31,15-18).
La fluctuante y
sinuosa precariedad se ha convertido en roca firme; en ella han encontrado a su
Dios… ¡y descubrieron que es Padre…, su Padre! Es entonces cuando saben que sí,
que han acertado al aceptar la llamada que recibieron. Han acertado con su vida
no porque ésta haya culminado la realización de un proyecto tras otro, sino por
algo mucho más esencial, han culminado su Gran Proyecto: haber encontrado en
las manos de Dios su hogar. Dios es el único que está pendiente de su causa
porque piensa en él (Sl 40,18). Es así porque la causa del que llama y del
llamado es la misma, como se nos dice en los Hechos de los Apóstoles hablando
de Pablo y Bernabé: “Hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y
enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que
son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo
(Hch 15,25-26).
Los pastores
según el corazón de Dios se saben, a pesar de las tormentas y contrariedades de
todo tipo, en sus manos. Antes que pastores, son ovejas del Buen Pastor quien,
al elegirlos, los tomó en sus manos y los pasó a las manos del Padre con esta
garantía: “Nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre” (Jn 10,28-29).
Tanto en el Hijo como en sus pastores, se cumple la profecía-promesa de estar
“guardados junto a Dios, sellados en sus tesoros” (Dt 32,34).
En tus manos
encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). He ahí el grito de fe del Hijo de Dios
mientras las tinieblas, ingenuamente, celebraban su triunfo en el Calvario.
Grito de victoria, cuyos ecos resonaron con tal fuerza que todos reconocieron
que el crucificado había vencido: “… Todas las gentes que habían acudido a
aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho (Lc
23,48).
En tus manos,
Padre: ellas son las bolsas donde los bienes adquiridos por el Evangelio y la
evangelización -tesoros inagotables, puntualiza Lucas- están seguros, son inalcanzables a los
ladrones, inmunes a la carcoma de la polilla; y a la luz de los días en que
vivimos, inaccesibles a la voracidad y vaivenes del mercado: “Vended vuestros
bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable
en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla” (Lc 12,33) A estos
pastores que confían su vida en las manos de Dios, Él mismo les llama pastores
según su corazón (Jr 3,15).
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