Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendandonos su lectura y meditación en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española
Pastores según mi
corazón - IX
Las sorpresas de Dios
Un aspecto que
nos impacta fuertemente al analizar la llamada que Dios dirige a alguien para
una misión concreta es lo que podríamos denominar “su falta de prudencia”, su
saltarse las más elementales normas que rigen a la hora de fijarse en alguien
para un determinado proyecto. Estamos
hablando de la idoneidad, de la capacidad de personas que no parecen de por
sí las más adecuadas en orden a asumir un encargo de tanta
responsabilidad, como lo son todos los encargos de Dios, para llevar a cabo
satisfactoriamente lo que Él les propone. Si se me permite una ligera ironía,
diría que, cuando Dios llama así, el acto de fe es más necesario en Él que en
la persona llamada.
Dios tiene sus
criterios que menos mal que no se equiparan con
los nuestros, ya que somos, una y otra vez, seducidos, influenciados y
movidos por las apariencias, hasta el punto de que valoramos a los demás según
su fachada. Dios no mira las apariencias sino el corazón. Recordemos el diálogo
habido entre el profeta Natán y Jesé, padre de David. Natán había sido enviado
a casa de éste con la misión de escoger entre sus hijos al rey que habría de
sustituir a Saúl (1Sm 16,1). Jesé le presenta al mayor de ellos, Eliab, sin
duda el que reunía las mejores condiciones y cualidades humanas, altura,
prestancia, fuerza, habilidad…, para ser rey. Sin embargo, Dios dijo a Samuel:
“No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La
mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las
apariencias, pero Yahvé mira el corazón” (1Sm 16,7).
La mirada de
Dios no es como la mirada de los hombres. Si tuviéramos que analizarlas,
diríamos que la mirada del hombre tiene mucho de egocéntrica, detrás y delante
de ella van atados nuestros intereses; además somos enormemente débiles y
pobres en objetividad ante las apariencias que nos deslumbran. La mirada de
Dios, en cambio, es creadora como creador es Él, es capaz de convertir el yermo
en un vergel: “Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar
de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré
en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una…” (Is 41,18b-19).
Así es como
Dios llama a sus pastores: mirándoles. No es una mirada sopesadora, menos aún
inquisidora. Dios no necesita investigar a fondo para conocernos, bien sabe
quiénes y cómo somos por fuera y por dentro. Recordemos lo que Jesús pensaba acerca
de aquellos que, a la vista de sus milagros, decían y profesaban su fe en Él.
Lo conocemos por el testimonio de Juan: “…muchos creyeron en su nombre al ver
las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía
a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los
hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre” (Jn 2,23b-25).
En realidad la
mirada del Hijo de Dios al llamar a los suyos es como un espejo en el que los
llamados pueden conocer quiénes y cómo son por una parte, y por otra evitar
que se asusten o se escandalicen de sí
mismos, ya que Él, que les mira y llama, se responsabilizará dando su vida por
ellos a fin de que lleguen a ser sus pastores: “Jesús les dijo: Venid conmigo,
y os haré llegar a ser pescadores de hombres. Al instante, dejando las redes,
le siguieron” (Mc 1,17-18).
Nos adentramos
en la llamada de Jesús a Pedro con el fin de disfrutar del relato catequético
tal y como nos lo ofrece Juan. El evangelista puntualiza que Jesús fijó su mirada
en él y le llamó: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el
hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir, Piedra” (Jn 1,42).
Claro que sabe
Damos un salto
de esta primera llamada a la última, la que consuma el definitivo toque a su
obra creadora en él, sabiendo que todo discípulo y pastor es una obra maestra
de Dios. En esta última vez, a las orillas del mar del Tiberíades, Jesús le
pregunta: Pedro, ¿me amas? -La misma voz, los mismos ojos y…, ahí queda el
pobre Pedro aturdido por el asombro, ¡el mismo amor!
¡Señor, tú lo
sabes todo, lo sabes todo acerca de mí! ¿Y aún me preguntas que si te amo?
¡Claro que sí, por supuesto que te amo! ¿Quién sino Tú es capaz de ofrecer al
hombre caído motivos y razones para seguir viviendo? Tu pregunta es como un
soplo que aviva la mecha humeante (Is 42,3) a la que se vieron reducidas mis
promesas de amor y seguimiento a ti: “… ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo
daré mi vida por ti” (Jn 13,37).
Buceamos, entre
curiosos y expectantes, por el inmenso amor de soliloquios de Pedro ante esta
mirada-pregunta, que en realidad es una neollamada de Jesús, con la certeza de
encontrar en Él respuestas, y también fuerzas ante tantos miedos que nos
impiden fiarnos de nosotros mismos a la hora de
decir nuestro ¡aquí estoy! a Dios.
Bien cierto es
que, si nos atrevemos a mirar fijamente el corazón de Pedro, llegamos a la
conclusión de que la verdad de nuestros impedimentos para responder a Dios el
aquí estoy ante sus llamadas, no es que no nos fiamos de nosotros mismos, sino
que, realmente, de quien no nos fiamos es de Dios, no nos creemos que la
historia de Pedro sea repetible. Pues sí, lo es, se repite en cada discípulo
llamado al pastoreo.
Nos parece oír
los susurros de Pedro: ¡Señor, tú lo sabes todo sobre mí! Es cierto que hemos
hablado en otras ocasiones de este encuentro de Jesús con Pedro en la mañana de
la resurrección. Hoy nos apetece acariciar estas palabras, tan bellas como
sobrecogedoras: Señor, tú sabes todo acerca de mí y, a pesar de ello, me llamas…
Ahora sí que comprendo el valor incalculable que tiene la vida que has
ofrecido, entregado, por mí… ¡Es tanta mi pobreza, tan escaso mi amor! Sin
embargo, ahora ya sé lo que es ser amado aunque yo no te haya sabido amar.
Sin salir de
las entrañas de Pedro, nos parece oír la respuesta de Jesús, o quizás mejor,
las razones por las que insiste en su llamada-invitación a que pastoree sus
ovejas. Recogemos, pues, las palabras del Señor y Maestro que resuenan en el
alma asombrada y sobrecogida de Pedro. El soliloquio ha dado paso a un diálogo
íntimo en el que el eco de cada palabra está cargado de mil resonancias,
rebosantes todas ellas de la ternura infinita del Hijo de Dios, y también, por
qué no, de la ternura del rudo pescador que está con Él.
Afinamos el
oído y escuchamos la respuesta que da el Hijo de Dios a su amigo y discípulo:
Es cierto, conozco todo sobre ti, conozco tu corazón mucho mejor que tú mismo.
Acuérdate que en su momento te advertí que no estabas todavía preparado para
seguirme, mas también te prometí que un día estarías capacitado para dar estos pasos (Jn 13,36). No era entonces
posible para ti ni para nadie. Al igual que todos los demás, tenías una fe
infantil, disonante; tu boca y tu corazón estaban desajustados. La palabra de
tus labios no estaba en absoluto en consonancia con tu corazón tan voluble… Más
de una vez lo habrás oído en la sinagoga cuando se leen los textos proféticos:
“Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Is
29,13). Justamente por esta disonancia no podías ni seguirme, ni ser pastor
según mi corazón. Una vez que he dado mi vida por ti y que ya te es posible el
seguimiento y la aceptación de mi llamada a ser pastor, rememoro nuestro primer
encuentro y te pregunto: ¿Quieres? Puesto que ya puedes amarme a mí y a mis
ovejas, te digo: ¿Me amas y las amas?
Dios nos hace crecer
Pedro, el del
corazón voluble, el de voluntad débil, el de sentimientos adolescentes, se
rinde. ¡Dios se ha hecho en él en forma de corazón fuerte! Quizás se ve en ese
momento en el espejo de Jeremías cuando, acobardado y atemorizado ante la
misión que Dios le confiaba, arguyó en su favor el pretexto, con el fin de
poder rechazarla, de que no era más que un muchacho, un adolescente. Pienso que
no se estaba refiriendo a una edad cronológica sino a la inmadurez de su
corazón. Y por otra parte, ¿qué corazón no es inmaduro ante las propuestas de
Dios?
Recordemos la respuesta de Dios a Jeremías
cuando le argumentó que no era más que un adolescente: “No digas: Soy un muchacho, pues adondequiera que yo te envíe,
irás, y todo lo que te mande dirás… Entonces alargó Yahvé su mano y tocó mi
boca. Y me dijo: Mira, he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,7-9). El
profeta se rindió no ante la fuerza de Dios sino ante su amor y elección.
Corazón
voluble, adolescente, inmaduro y, por supuesto, no fiable. Así es como nos
encuentra el Hijo de Dios al llamarnos al pastoreo. La garantía consiste en que
el que nos llama se hace en nosotros dándonos un corazón nuevo. Lo hizo con
Pedro y lo hace con todos, pues así está profetizado y prometido: “Os daré un
corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu
en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos (mis palabras)…” (Ez
36,26-27).
Releamos esta
promesa a la luz de Jesucristo, que es quien la lleva a cabo en los suyos: un
corazón nuevo que os hará caminar según mi Evangelio. A la luz de Jesucristo,
podemos afirmar que Dios se hace en el hombre por su Palabra creando en él un
corazón nuevo, firme en la fe y apto para el seguimiento. Ya afirmé antes que
el Hijo de Dios se hizo en el corazón de Pedro, y probablemente esto suscitó
algo de extrañeza y perplejidad. Creo que sabiendo que la profecía-promesa de
Ezequiel se ha cumplido en su plenitud en el Hijo de Dios, hemos podido
comprender mejor este hacerse de Dios en el hombre, aunque parezca metafórico.
Mirando ahora a
Pedro, podemos afirmar que el pastoreo de las ovejas de Jesús es una bellísima
e inigualable historia de confianza y amor, en la que el Señor Jesús, aun
sabiendo todo hasta lo más recóndito e, incluso, inexcusable, acerca de cada
uno de los que llama a este ministerio, persiste en su invitación.
Nadie que
conociese así a un candidato que pretendiera trabajar para él, lo aceptaría.
¡Dios sí! Lo que realmente es incomprensible, imposible de encajar con nuestros
parámetros de eficacia, es que, aunque nos parezca increíble, y realmente nos
lo parece, cuanto más un hombre se sabe conocido por Dios en su debilidad,
¡tanto más se siente hijo suyo, tanto más Dios es Padre para él! Y pasmémonos:
tanto más Dios lo reconoce como hijo querido en quien se complace (Mt 3,17).
Inaudito, inconcebible, sí, pero… ¡silencio!: ¡estamos hablando de Dios, de su
amor!, término que en Él no tiene nada de banalidad, como puede acontecer entre
nosotros.
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