Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía recomendandonos en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española, su lectura y meditación
Pastores según mi
corazón – X
Palabra y pastor:
historia de amor
Es comúnmente
sabido que una persona se abre a otra conforme se va sintiendo aceptada,
apreciada y, por supuesto, valorada; todo ello hace que no quede indiferente
ante quien ha fijado su mirada y atención en ella. Cuando se dan estos hechos
podemos afirmar que se ha puesto en marcha la fuerza, la atracción irresistible
del amor.
Lo que sucede
en el amor humano, reflejo del Amor que es Dios (1Jn 4,8), se cumple y realiza
en dimensiones que escapan a toda medición entre la Palabra en la cual Dios
habita, (Jn 1,1), y el hombre-mujer que la acoge teniendo en cuenta que acoge
al mismo Dios: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Estamos hablando de una
especialísima historia de amor.
Dicho esto,
podemos considerar, sin querer ser sensacionalistas, que la Palabra en cuanto
tal se abre, se da a conocer, a quien la valora realmente, a quien muestra un
interés que llamaríamos exclusivo que no excluyente; diríamos, sirviéndonos del
lenguaje humano, que se entrega a quien la busca con pasión. Es como si se
sintiera amada sobre todas las cosas, por ello se abre a su amante. Éste, a su
vez, al intuir que ella supone el culmen de todas las riquezas y grandezas
soñadas, anheladas y buscadas, pone todos los medios a su alcance para hacerla
suya, alma de su alma, como expresó el autor de la Sabiduría, lleno del
Espíritu Santo: “Considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en
emparentar con la Sabiduría, en su amistad un placer bueno, en los trabajos de
sus manos inagotables riquezas… busqué por todos los medios la manera de
hacerla mía” (Sb 8,17-18).
Es en este sentido que Jesús, Señor y
Maestro de sus discípulos, también pastores, les enseña a pedir humilde y
confiadamente a Dios, a quien conocen como Padre, la ración de Palabra viva de
cada día para poder mantener vibrante el amor hacia ella y acrecentarlo como
corresponde a su propia y natural expansión. Repito, es el Señor y Maestro
quien nos enseña a hablar así con nuestro Padre, que es también el suyo:
“Padre, danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt 6,11).
Esta andadura
relacional, tejida entre búsquedas, hallazgos y asombros, provoca la fe adulta
y, con ella, el delirio tierno y amoroso del Padre hacia los discípulos de su
Hijo, como Él mismo nos certifica: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis
a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27).
Establecida
esta relación, tan original por una parte, y tan natural por otra ya que la
piden a gritos los anhelos del alma y el corazón, tenemos la confianza de que
el Hijo de Dios nos dará la pauta para fortalecerla, pues de ella depende la
calidad o, mejor dicho, la autenticidad de nuestro discipulado; no en vano
oímos decir a Jesús: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Jesús, Señor y
Maestro, exhorta a los suyos a mantenerse en su Evangelio, lo que les garantiza
la conquista de la verdad y la libertad; a lo que podríamos añadir la
fidelidad, la cual no se forja tanto a base de compromisos, reglas o
propósitos, sino que es fruto de la sabiduría del corazón. Dicho de otra forma,
podemos afirmar que el que se mantiene en la Palabra es mantenido por ella en
el amor a Dios.
De esta
exhortación se deduce con meridiana claridad que la espiritualidad de la
Palabra no es una más en la Iglesia; de hecho, es la única propuesta por el
Hijo de Dios para llegar a conocer al Padre. Decimos sin ambages que es la
única porque fue la suya, ya que en cuanto hombre también tuvo que crecer en la
fe y la fidelidad
.
Leche y miel
Es un
crecimiento del que se hace eco el Evangelio (Lc 2,52), y que explicita
fuertemente Isaías en su profecía sobre el Emmanuel: “He aquí que una doncella
está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Cuajada
y miel comerá hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno” (Is 7,14b-15).
Entendemos mejor esta profecía mesiánica si tenemos en cuenta que la leche y la
miel simbolizan en la espiritualidad bíblica, el alimento que la Palabra supone
para el creyente. La leche aporta el crecimiento de la fe (1P 2,2), y la miel
sería como el gran manjar que colma de delicias el –como dicen los santos
Padres de la Iglesia- paladar del alma: “¡Qué dulce al paladar me es tu
Palabra, más que miel a mi boca!” (Sl 119,103).
Analicemos
ahora con detenimiento el texto profético. Isaías nos ha dado a conocer que el
Emmanuel se alimentará de cuajada de leche y de miel hasta que sepa rechazar el
mal y escoger el bien. Siguiendo de la mano de las Escrituras nos dejamos
asombrar por la puntualización que nos hace el autor del Cantar de los Cantares
acerca de la esposa, que representa a toda alma enamorada de Dios: “Miel virgen
destilan tus labios, esposa mía. Hay miel y leche debajo de tu lengua…” (Ct
4,11).
Los exegetas
que, con la indispensable iluminación del Espíritu Santo, han sondeado el
Cantar de los Cantares, nos comentan que la lengua de la esposa rebosante de
leche y miel, simboliza la imagen de un perenne manantial de las aguas vivas de
Dios: su Palabra y su Sabiduría. Imagen bellísima que nos traslada a Jesucristo
cuya boca es un manantial perenne de la gracia, y que fue profetizado por el
salmista: “En tus labios se derrama la gracia” (Sl 45,3b). Profecía que vemos
cumplida a lo largo de su ministerio, como atestiguan los primeros judíos que
le oyeron predicar en la sinagoga de Nazaret: “… Y todos daban testimonio de él
y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc
4,22).
Las palabras de
gracia que fluyen de la boca del Señor Jesús fluyen también de las de sus
pastores; más aún, es lo que les identifica a los ojos tanto de Dios como de
los hombres que le buscan. Bien cierto es, y bien lo sabemos, que los
verdaderos buscadores de Dios van al encuentro de los pastores que les hablan
desde la Sabiduría. Estamos hablando de hombres y mujeres que tienen demasiados
problemas, interrogantes y anhelos como para conformarse o perder el tiempo con
sabidurías humanas. De hecho cuando han tenido la posibilidad de degustar la
leche y la miel de la Palabra se han sentido saciados.
El manantial de
gracia que sobreabunda en los pastores según el corazón de su Maestro y Señor
se eleva hacia sus labios desde la abundancia del corazón, lo dijo el mismo
Jesús: “De lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12,34b). Ya
anteriormente el Espíritu Santo se lo había inspirado al salmista: “La boca del
justo susurra sabiduría, su lengua habla rectitud; la ley –Palabra- de su Dios
está en su corazón, sus pasos no vacilan” (Sl 37,30-31) Inspiración y profecía
cumplida en plenitud en Jesucristo y, por don suyo, en sus pastores, aquellos
que Él llama y que, por supuesto, acogen su llamada.
El sabor del Evangelio
Nos acercamos a
Pablo quien con su experiencia nos iluminará acerca de la sabiduría y
discernimiento que el hombre de Dios necesita para rechazar el mal y escoger el
bien. Isaías con su profecía nos dio a conocer las armas con que Dios nos
provee ante el poder seductor que tienen el mal y la mentira; poder que llega
hasta el punto de considerar el mal como algo bueno y provechoso para el
hombre. El relato catequético de la desobediencia de Adán y Eva a Dios da fe de
la enorme capacidad de seducción y engaño del mal y su príncipe –satán- sobre
el hombre (Gé 3,16).
Pablo conoce en
su propia carne esta seducción fuerte y persistente hasta el punto de
dar la vuelta a
sus principios. Nos cuenta su drama, también su combate que aparentemente lo
tiene perdido: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que
quiero, sino que hago lo que aborrezco… Pues bien sé yo que nada bueno habita
en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance,
mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el
mal que no quiero” (Rm 7,15-19).
Nada podríamos
hacer si la experiencia del apóstol se redujese a este lamentarse ante su
impotencia. Mas no. La descarnada descripción de su debilidad culmina con un
canto de victoria y gratitud a Jesucristo, el vencedor de todo mal, de la
mentira y su príncipe (Jn 8,44) con todas sus artes seductoras. Oigamos a
Pablo: “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la
muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24-25).
Gracias a
Jesucristo el Señor. El que se alimentó de la Palabra y Sabiduría del Padre (Jn
4,34), alimento por medio del cual pudo rechazar el mal con sus insidias y
seducciones, y acoger el bien. Gracias a Jesucristo porque nos hace partícipes
de su Sabiduría con la cual discernimos en nuestras decisiones y opciones. Como
pueden ver, nos estamos uniendo a la acción de gracias de Pablo.
Cuando Jesús dice a los suyos que es el único Maestro, les y
nos está indicando que sólo Él es la Sabiduría del Padre (1Co 1,24). Sabiduría
que le da autoridad para enseñarnos a
partir la Palabra como Él la partía. Una enseñanza por la que la Escritura deja
de ser un libro de estudio para convertirse en el alimento por excelencia:
palabras que son espíritu y vida (Jn
63b). Este es
justamente el discernimiento que necesitamos para rechazar el mal y escoger el
bien. Cuando falta esta sabiduría y discernimiento, existe la posibilidad real
de que, como denuncian los profetas de Israel, los pastores, en el colmo de su
insensatez, terminen por llamar mal al bien y bien al mal: “¡Ay, los que llaman
al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad…!”
(Is 5,20).
Los pastores
según la rectitud y la verdad son en primer lugar hombres que se han dejado
enseñar por su Maestro. Él les ha dado el don de entresacar de la Escritura
palabras de vida eterna (Jn 6,68). Con ellas se alimentan a sí mismos y a sus
ovejas. Lo que marca la diferencia entre las palabras humanas, las simplemente
académicas, y las palabras de vida recogidas como maná escondido (Ap 2,17), es
que éstas contienen el sabor de Dios, se saborean, son deliciosas para el
paladar del alma.
Cuando un
pastor ha llegado a saborear las
palabras de vida que es capaz de recoger en las Escrituras bajo la amorosa
tutela de su Maestro, experimenta la atracción natural hacia Dios que le permite mantenerse en su Evangelio (Jn
8,31-32). Atracción que se convierte en ancla de su permanencia en el amor que
Dios le da: “Si guardáis mis mandamientos –Palabras-, permaneceréis en mi amor,
como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn
15,10).
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