(Interesantes reflexiones que nos ha remitido el Sacerdote
Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía que nos recomendó su lectura y
meditación, en la convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el
Consejo nacional de la Adoración Nocturna Española.)
Pastores según mi
corazón – XI
Te basta mi gracia
Te basta mi
gracia, dijo Jesús a Pablo cuando un sinnúmero de tribulaciones, pruebas y
sufrimientos a causa de su misión, se abatían sobre todo su ser dejándole al
filo del desmayo anímico, psicológico y físico. No fueron pocas las veces que
el apóstol se sintió al límite de sus fuerzas o, como diría el salmista, “a
punto de resbalar” (Sl 38,18). Tantas otras veces el Señor le habló, le
confortó y, sobre todo, le levantó de sus tristezas y debilidades en los
términos a los que ya hemos hecho alusión: “te basta mi gracia”.
Volveremos más
adelante sobre esta experiencia de Pablo, de incalculable riqueza para él y
también para los que vemos, en su discipulado y ministerio pastoral, un espejo
en el que mirarnos. Decimos que es un espejo no tanto para que le imitemos tal
y como es, pues el Señor Jesús es totalmente original y no
forma –como Maestro que es- ningún
discípulo igual a otro, cuanto para tener en cuenta las líneas maestras que diseñó
en él en vistas a su seguimiento y pastoreo.
Partimos de la
confesión de su llamada, la misión recibida para anunciar el Evangelio a los
gentiles y que le llevó a romper todas sus fronteras, no sólo las geográficas
sino también las culturales, étnicas e incluso el sustrato más que milenario
propio de su pertenencia al pueblo elegido; ninguna frontera fue lo
suficientemente inexpugnable como para frenar su impulso misionero. Oigamos su
testimonio: “…Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a
bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase a los gentiles… me fui a
Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco…” (Gá 1,15-17).
El apóstol
testifica que Dios se fijó en él, le llamó por su gracia. Pablo ha hallado
gracia a los ojos de Dios. Ésta no es un don estático: lleva consigo la
revelación progresiva del misterio del Hijo de Dios. Analizamos el verbo
revelar en su más genuino sentido, que apunta a un manifestar, hacer partícipe
a otro, desvelar, un secreto. Este significado, en nuestro ámbito cultural,
alcanza una dimensión inimaginable si tenemos en cuenta que es Dios quien se
revela, es decir, quien manifiesta, hace partícipe o desvela a alguien su
secreto: ¡su Misterio! En realidad estamos hablando de Dios-Palabra que se
confidencia con los suyos abriendo sus oídos interiores, sembrando en sus
corazones su Sabiduría, a fin de que puedan anunciar, como pastores que son:
“lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que
Dios preparó para los que le aman” (1Co 2,9).
Ya hemos dicho
que la gracia de Dios no es estática, y que, en el mismo sentido, tampoco lo es
su revelación, la que nos ofrece por medio de su Palabra. En realidad estamos
hablando del mismo hacer, actuar, de Dios en el hombre. Juan, en el Prólogo de
su Evangelio, nos dice que el Hijo de Dios es la plenitud de la gracia y la
verdad (Jn 1,14b). Plenitud que se vierte en nosotros “gracia tras gracia” (Jn
1,16).
Gracia tras
gracia, así es como Pablo fue creciendo como discípulo y como apóstol. Sabe que
la experiencia de crecimiento en la fe y en el amor que se está operando en él
por medio de la gracia es tan personalizante que es como si fuera una entidad
propia que convive con él haciendo parte
de su ser: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha
sido estéril en mí” (1Co 15,10a).
Fuertes en el Señor
Esta vivencia
tan personal de Pablo no es una excepción, sino lo realmente normal en todo
discípulo del Señor Jesús; basta con hacer nuestras las exhortaciones que Pablo
hace a sus ovejas a fin de que alcancen en su crecimiento la madurez de la
plenitud de Jesucristo: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del
conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la madurez
de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).
La relación
entre gracia y misión-pastoreo en Pablo no fue, en absoluto, algo teórico.
Nunca le dio por explicarnos las cualidades o virtudes que han de adornar la
misión de un apóstol y pastor. Lo suyo fue una relación vital, a veces
trágicamente existencial, y que llegó a adquirir tintes dramáticos. Algo que,
por otra parte, no nos tiene que extrañar en absoluto: la gracia implica al
mismo Dios; le implica llevándole a sostener a sus pastores, fortaleciéndoles,
consolándoles y amándoles, ya que no hay pastor ni apóstol sin persecución y
odio por parte del mundo. Odio y persecución que estuvieron presentes casi
ininterrumpidamente en Pablo a lo largo de su vida de seguimiento.
Numerosos son
los pasajes en que el apóstol nos hace confidentes de sus sufrimientos a causa
del Evangelio que anuncia. Sufrimientos, humillaciones, penalidades de todo
tipo, son como barreras que se interponen en su actividad misionera. Sin
embargo, nuestro amigo puede con todo, evidentemente, no por sí mismo sino
fortalecido por su Señor: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13).
Entre tantos
pasajes que Pablo narra sobre las penalidades que acompañan su anuncio
evangélico, nos detenemos en uno que creo puede ayudar a todo aquel que, o bien
ya es pastor, o bien está discerniendo acerca de su posible llamada. Es un
pasaje que creo puede ayudar a unos y a otros. En él nos da la impresión de que
el apóstol está al límite de sus fuerzas, de su resistencia. Su clamor, más
bien gemidos, al Señor, nos estremecen. El hombre, altivo cuando actuaba como
doctor –en realidad esclavo- de la Ley, se nos muestra ahora extremadamente
vulnerable, necesitado de fuerza y de cariño; está como hundido, se siente
abofeteado por Satanás que es quien mueve a sus perseguidores: “… para que no
me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi
carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría” (2Co 12,7).
Pablo utiliza
el término abofetear con la connotación humillante que tenía, tiene y tendrá
siempre. Un hombre abofeteado, sobre todo si es en público, es alguien que
queda de por vida estigmatizado ante la sociedad y, sobre todo, ante los más
cercanos: familia, hijos, amigos, vecinos, etc. Un hombre así abofeteado ya ni
es persona, ha sido despojado de su dignidad; en realidad ha llegado a ser lo
que se dice un don nadie. A esto, a un don nadie quedó reducido el Hijo de Dios
inmediatamente después de ser condenado a muerte por el Sanedrín; fue objeto de
burlas sin cuento y reiteradamente abofeteado: “Entonces se pusieron a
escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: Adivina,
Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?” (Mt 26,67-68).
Así es como se
siente Pablo, así es como le vemos en este su testimonio: abofeteado por unos y
por otros, en público y en privado, por gentiles, por los judíos -su propio
pueblo con todo lo que esto significa- y hasta, como él mismo señala, por
falsos hermanos. Él, que lo ha sido todo en Jerusalén, se ve reducido a la más
absoluta indignidad, como si fuera un apestado; muchos son los que quieren
apagar su voz. No nos parece que inventemos nada si dijéramos que más de una
vez tendría la tentación de abandonar la misión, el discipulado y el pastoreo,
de renunciar a ser la voz que hace resonar la Palabra, en definitiva, renunciar
a ser pastor según el corazón de su Maestro y Señor. Solo que ¿cómo intentar
apagar la Voz? Porque esa es la cuestión: que no era su voz, sino la del Hijo
de Dios la que resonaba atravesando fronteras en búsqueda de hombres que
quieran volver a la vida: “En verdad, en verdad digo: llega la hora, ya estamos
en ella, en que los muertos oirán la voz
de Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Jn 5,25).
Además, en el
caso, más que improbable, de que renunciase al anuncio del Evangelio, ¿qué
haría con su corazón y su alma, tan irresistiblemente atraídos y enamorados de
Jesús, el que le amó hasta el extremo, hasta el punto de entregar su vida por
él? “…y no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó a así mismo por mí” (Gá 2,20).
Te presento mi súplica
Nuestro buen
amigo Pablo se encuentra entre la espada y la pared. Por una parte, no resiste
más, está al límite de sus fuerzas; y por la otra, no puede dejar de anunciar
lo que a él mismo le da la vida. Está en la misma situación en la que su propio
pueblo se encontró al salir de Egipto: con el ejército del faraón a sus
espaldas, y por delante el mar Rojo cerrándole el paso (Éx 14). Bien sabe que,
así como la salida que se le abrió a Israel fue obra de Dios, el mismo Dios se
la abrirá a él. A Él, pues, recurre; a sus manos se acoge, como única
posibilidad de mantener la fidelidad a su llamada. Oigamos su recurso al Señor
Jesús, cómo se abandonó a Él: “Por este motivo tres veces rogué al Señor que se
alejase –el Satanás que le abofeteaba- de mí. Pero él me dijo: Mi gracia te
basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad. Por tanto, con sumo
gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis debilidades, para que habite en mí
la fuerza de Cristo” (2Co 12,8-9).
Por tres veces
supliqué al Señor, nos dice confidencialmente con una limpieza de alma que nos
estremece. En la cultura de Israel tres es un número simbólico que indica
pluralidad. No se está, pues, refiriendo a tres ocasiones concretas, sino a
unas súplicas constantes, habituales. Habitual y constante es también la
respuesta de Dios. Nos parece ver en Pablo al salmista que, cada mañana, acudía
a Dios con la absoluta confianza de que le iría a responder: “Atiende a la voz
de mi clamor, Dios mío. Porque a ti te suplico; ya de mañana oyes mi voz, de
mañana te presento mi súplica, y me quedo a la espera” (Sl 5,3-5).
Pablo recurre,
ora, gime, suplica al Señor, por quien está recibiendo en las mejillas de su
alma las bofetadas ininterrumpidas del odio del mundo. Jesús, su Señor y
Maestro, le oye –de hecho había profetizado este odio- (Jn 15,18-19); recoge en
su espíritu su dolor y consuela su corazón asegurándole: ¡Te basta mi gracia!
Te basta con mi
gracia, la misma que hice descender sobre ti y con la que te envié a los
gentiles para que, con tu predicación, les abrieses los ojos y se convirtieran
de las tinieblas a la luz (Hch 26,1-18). La misma gracia que se hizo voz y te
dijo: “No tengas miedo, sigue hablando, no te calles, porque yo estoy contigo”
(Hch 18,9). Así, con estas palabras, le confortó Jesús cuando los judíos de
Corinto quisieron obstaculizar su anuncio del Evangelio.
Así fue cómo
Pablo fue comprendiendo que su fe y su amor sólo podían crecer bajo la gracia.
Gracia que se hace más patente y fuerte cuanto más las fuerzas del mal se
confabulan contra él y, por supuesto, contra su misión. Tanto y tan bien lo
entendió que nos dejó este legado de incalculable valor para todo aquel que
haya sido o sea llamado al pastoreo: “Por eso me complazco en mis debilidades,
en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias
sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte”
(2Co 12,10).
fotografía: Venerada y milagrosa Imagén de Jesus abatido que se halla en el atrio del Convento de PP Capuchinos en Antequera ( Málaga )
No hay comentarios:
Publicar un comentario