Las obras de misericordia.- IX
“Enterrar a
los muertos”. La muerte
de una persona conocida, de un amigo, es quizá el momento en que el corazón del
hombre manifiesta con más trasparencia su bondad o su mezquindad. Y a la vez,
unos instantes en los que tenemos una oportunidad única de manifestar nuestra
Fe en la resurrección de la carne, y nuestra Esperanza en la vida eterna.
Desde los
primeros vestigios de la civilización, los hombres han enterrado el cadáver de
sus familiares, de sus seres queridos. Esto es un acto de piedad que surge de
lo profundo del alma. Y los han enterrado, y los seguimos enterrando, no
sencillamente para que no sean pasto de animales. Los dejamos en el cementerio
para recordarlos siempre con cariño y poder visitar su tumba algunas veces; y
sobre todo, porque creemos en la vida eterna, en la vida más allá de la muerte
en la tierra, y en espera de la resurrección al final de los tiempos.
Más que en
la acción física de preparar la tumba, de llevar unas flores al nicho donde
dejamos el ataúd con el cadáver de una persona querida, de un amigo, esta obra
de misericordia, a la que nos invita el Espíritu Santo, es la de participar en
el entierro, en los preparativos de los funerales, con verdadera Fe y Esperanza
en la vida eterna, en rezar con Fe y dejar el alma del difunto en las manos de
la Misericordia de Dios. Y transmitir así nuestra Fe y nuestra Esperanza a los
parientes más cercanos del difunto.
“Enterrar a
los muertos”, además,
nos habla de la necesidad de que nos ayudemos los unos a los otros a
prepararnos a ese encuentro definitivo con el Señor, que es la muerte. Cuando
ven cercana la hora final de su vida, las personas conscientes suelen dar las
últimas disposiciones, aconsejar a sus hijos, a sus nietos, despedirse de
alguna manera hasta “la vida eterna”. Nosotros podemos también ayudarles a
prepararse ellos mismos, animándoles a hacer un buen acto de arrepentimiento, y
vivir el Sacramento de Reconciliación para presentarse ante el Señor con un
“corazón contrito y humillado”. Y si es posible, que reciban también al Señor
que quiere acompañarles en el Sacramento de la Unción de los Enfermos, y en la
Eucaristía, si se lo permite su estado.
“Polvo eres
y en polvo te has de convertir”, recuerda el sacerdote el Miércoles de Ceniza
al imponer la ceniza. Enterramos el cadáver o las cenizas, si se ha incinerado,
en la fe y en la esperanza de su Resurrección. El hombre no queda reducido a
“polvo”, y al enterrar a un muerto hemos de rezar por su eterno descanso en el
Señor, y lo enterramos en un lugar conocido donde podamos hacerle una visita de
vez en cuando, y rezar por él, y por las benditas ánimas del Purgatorio.
Reflexión final:
Reflexión final:
Hemos recordado que las obras de misericordia son cauces por los que fluyen las aguas de la caridad cristiana, que riegan todos los campos del vivir humano en la tierra. Son acciones de amor al prójimo que tienen sus raíces en los dones que el Espíritu Santo –el amor de Dios derramado en nuestros corazones- siembra en las almas en gracia, y dan fruto en la manifestación del amor de Dios a cada ser humano, que cada una de estas obras transmite a quienes las viven, y con quienes se viven.
Y son
también el cauce para que, a través de los hombres, el amor de Dios llegue a
todos los rincones de la sociedad, y haga posible que, cada uno a su manera,
los cristianos ayuden a construir una sociedad más justa, más solidaria, más
preocupada por las necesidades de los demás, menos egoísta.
Ya desde los
primeros tiempos de la Iglesia, como testimonia Tertuliano, los paganos al ver
el buen ejemplo de caridad que se daban los cristianos, decían de ellos: “Mirad
cómo se aman”.
Abundan las
proclamas pidiendo una sociedad más justa, más solidaria, más atenta a las
necesidades de todos los que la forman; una sociedad menos egoísta, menos
individualista, etc. Esas proclamas, si no van acompañadas por obras de caridad
y de misericordia, se quedan en la letra del papel. La Fe sin obras es una Fe
muerta.
Día a día,
jornada a jornada, las obras de misericordia van haciendo crecer lazos de
amistad, de comprensión, de cariño, de desinteresada preocupación por los
demás, y van convirtiendo al cristiano en otro Cristo.
Viviendo las
obras de misericordia, el cristiano está haciendo germinar en su alma la gracia
divina, esa “cierta participación en la naturaleza divina”, que hemos recibido
en el Bautismo, y que recibimos en todos los Sacramentos, y se identifica con
Cristo, que ha dicho de Sí mismo: “No he venido a ser servido, sino a servir; y
a dar mi vida en redención por muchos”.
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