Interesantes reflexiones
que nos ha remitido el Sacerdote Misionero Comboniano, D. Antonio Pavía
recomendándonos su lectura y meditación, y sobre las que se refirió en la
convivencia que mantuvo con los Delegados de Zona y el Consejo nacional de la
Adoración Nocturna Española.)
Pastores según mi
corazón – XVII
Mi vida por mi rebaño
El libro de los
Hechos de los Apóstoles nos ofrece a lo largo de uno de sus pasajes (Hch
20,17-38), lo que no pocos grandes exegetas de la Escritura han considerado
como el testimonio fidedigno de lo que constituye una relación genuinamente
evangélica entre un pastor según Dios y el rebaño confiado.
En este pasaje
Lucas nos relata la despedida de Pablo de la comunidad de los discípulos de
Éfeso representada por sus presbíteros. Si bien su exposición está dirigida
preferentemente a éstos, adivinamos a todos los cristianos de la ciudad como
receptores de su exhortación. El tono, la desbordante afectividad de las
palabras del apóstol, sobrecogen intensamente a todos los que las leemos
sosegadamente. Es como si Pablo se despojase de su corazón con el vivo deseo de
entregar a todos y cada uno de los discípulos que han abrazado la fe, la
bellísima historia de amor y comunión que se ha creado entre ellos; digo creado
porque un amor- comunión de
esta índole solamente puede ser obra de Dios.
Pablo va
desgranando su catequesis de despedida. Toda ella rezuma amor, pasión,
solicitud, misericordia, preocupación, libertad… sí, libertad para amar
entrañablemente a sus ovejas, y libertad también para entrar en obediencia al
soplo del Espíritu Santo que le impulsa a otras tierras, otras patrias, para
darse, con el Evangelio de su Señor, a las multitudes. Libre para abrirse a
otras historias de amor, aquellas que sólo el Gran Poeta –Dios- es capaz de
escribir.
Hemos hablado
también de solicitud, de preocupación por el rebaño. Tiene el suficiente
discernimiento y experiencia para intuir que el rebaño va a ser envestido
despiadadamente por las fuerzas del mal. Nos imaginamos al apóstol con sus ojos
cargados de lágrimas y ensangrentada el alma al advertirles de estos peligros:
“Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles
que no perdonarán al rebaño…” (Hch 20,29).
Al hacernos eco
de la amorosa cercanía de Pablo a su rebaño, así como de su sufrimiento y
desvelo porque sabe que, precisamente por haber abrazado la fe, está expuesto a todo tipo de prueba y
persecución, nos estremecemos al evaluar la enorme grandeza del corazón de este
hombre. Es como si Dios, salvando la distancia, lo hubiese recreado a su
medida. Tenemos razones para sustentar esta comparación. El corazón
intransigente, rebosante de maldad del perseguidor (Hch 26,11), ha dado paso a
otro corazón; éste extremadamente tierno que le lleva a fortalecer con su
palabra a las ovejas más débiles del rebaño de Éfeso.
Hemos medido el
corazón de Pablo a la altura del de Dios, por supuesto, en una comparación
sumamente atrevida. Sin embargo, podemos apoyarla comprobando que esta profecía
de Isaías acerca de Jesucristo, el Buen Pastor, se cumple también en él: “Como
pastor pastorea su rebaño, recoge en sus brazos los corderillos –los más
débiles-, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las que van a dar a luz”
(Is 40,11).
Por supuesto
que no es el momento de desentrañar exhaustivamente la catequesis que el
apóstol impartió a los presbíteros de Éfeso. Harían falta no uno sino varios
libros para extraer la inescrutable riqueza que el Espíritu Santo puso en la
boca de este pastor de Jesús. Sí creo conveniente detenerme en este pasaje que
considero eje fundamental de toda su exposición: “Mirad que ahora yo,
encadenado en el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me
sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me
esperan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de
estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido
del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch
20,22-24).
Amado hasta el extremo
Si
anteriormente me permití el atrevimiento de comparar el corazón de Pablo con el
de su Señor, más atrevimiento, si cabe todavía, voy a necesitar para sumergirme
en la belleza, tesoro inagotable, de estas palabras ¡tan llenas de Dios! Abordo
esta empresa con el fin de hacer ver la grandeza de alma del apóstol. Puesto
que son palabras -como he dicho- tan llenas de Dios, sólo desde Él me atrevo a
partir con temor sagrado este Pan de Vida que el Espíritu Santo puso en su
pluma. Repito, con temor sagrado, que es el principio de la Sabiduría (Pr 1,7).
Pablo se abre
totalmente a los suyos. Su alma irradia con meridiano esplendor una confesión
de fe, amor y confianza en Dios que embarga sobremanera tanto a los que
entonces lo escucharon como a los que le seguimos escuchando a lo largo de la
historia. En la misma línea de mis atrevimientos, afirmo que la confesión de
este pastor llenó de orgullo a Aquel que Pedro llama el Mayoral, el Pastor de
pastores (1P 5,4), el que tuvo la sabiduría y paciencia de formar su corazón. A
este respecto hemos de decir que también el Gran Pastor llenó de orgullo y
complacencia a su Padre, quien lo atestiguó
públicamente: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17b).
Podemos
hablar de Jesucristo como modelador,
formador del corazón de Pablo. Él es el Formador por excelencia porque lleva en
sus entrañas “el arte de amar”. Efectivamente, sólo Él ama sin pedir currículo
ni historias; sin mirar esos pasados de aquellos que, hasta que no son
visitados por el perdón, lastran y socavan su alma. Jesús es Señor, por eso
puede y sabe empezar de cero; cuando entabla relación con una persona y ésta se
abre a ella, es como si le dijera: ¡ha llegado el momento de crearte un corazón
nuevo!
Así es como
Pablo se sintió: primero, encontrado; y después, vencido, amorosamente vencido
por su Redentor quien, al llamarle, no le dijo ¿qué has hecho hasta ahora de tu
vida?, sino: ¡vamos a rehacerla juntos! Mi Padre me envió para ser luz de los
gentiles (Is 42,6), y Yo te envío a ti para que prolongues mi Luz entre ellos
(Hch 26,16-17).
Una vez que
estas palabras se posaron en su corazón, y dentro de los límites normales que
todos tenemos, Pablo alcanzó a comprender, al menos en parte, el don gratuito
-sin mérito alguno que le precediera, más bien todo lo contrario- que había
recibido. Es por ello que considera que llevar a cabo la misión confiada por su
Señor, se erige como la mayor y más completa realización personal que nunca
jamás, ni en la más disparatada de sus imaginaciones, hubiese podido soñar; y
menos aún, por inalcanzable, ambicionar.
Siente incluso
la impotencia de poder agradecer a Jesús la misión recibida; es como si tuviese
la impresión de que nunca vivirá lo suficiente para, como dice el salmista,
“pagar al Señor el bien que le ha hecho” (Sl 116,12). En su amor incontenible
por su Pastor y Señor, se deja llevar por su capacidad de asombro y se sumerge
en un misterio, el suyo, el que está viviendo por el hecho de tener en sus
labios el Evangelio de la Gracia por el que murió Jesús. Se sabe receptor de
sus palabras, las de vida eterna que confieren al hombre su genuina y auténtica
dimensión: ser hijo de Dios (Rm 8,14-17).
La verdadera autoestima
Vamos a jugar
un poco con la imaginación e intentaremos adivinar los pensamientos que, más de
una vez, navegaron por el corazón y la mente de Pablo al recordar su antes y
después de su encuentro con Jesucristo. Se acordaría de su vida, la que tenía
tan sistemáticamente estructurada, asentada sobre la arena, antes de conocer la
Roca (Mt 7,24…) Algo de esto nos dio a conocer en su confesión a los filipenses
(Flp 3,4…). Mirándola de lejos, es decir, desde el Señor Jesús que es ahora su
vida (Flp 1,20), le parece insultantemente ridícula.
Ha recibido de Jesucristo un tesoro de
incalculable valor, un corazón de pastor semejante al suyo que le impele a
cargar sobre sus espaldas las vejaciones, debilidades y abatimientos de sus
rebaños, el de Éfeso y el de tantos otros pastoreados por él. Sus ojos de pastor
ven a multitud de hombres dispersos saltando intermitentemente de sus pequeñas
vidas a otras, por falta de pastores que les anuncien y ofrezcan la Vida. Su mirada se posa sobre
estas ingentes muchedumbres sin ninguna censura condenatoria; por el contrario,
desborda compasión entrañable, como la de su Pastor: “Jesús recorría todas las
ciudades y aldeas… Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque
estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,35-36).
El amor
misericordioso que fluye del corazón del Hijo de Dios, se ha hecho manantial en
el suyo, lo que le lleva a proclamar ante el rebaño de Éfeso que no se arredra
ante las prisiones y persecuciones que el Espíritu Santo le ha testificado que
le esperan. No hay duda de que en su balanza de valores y prioridades pesa
mucho más la realización del ministerio recibido que su propia vida. De ahí que
diga de ella que “no es digna de estima”.
Quizá hoy día
esto suene un poco raro dada la cantidad de cursos, libros, terapias, que
potencian la autoestima. Nada que decir acerca de todas estas iniciativas. Pero
en el caso de Pablo entendemos que está proyectando su autoestima hacia el
infinito al catapultar su vida hacia la órbita de la causa del Hijo de Dios,
como leemos en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15,26). Nuestro querido amigo y
padre en la fe, como tantos otros pastores, ha desestimado su vida a causa del
Evangelio en el que cree. En su confesión de fe, en realidad se desnuda de todo
ropaje de esplendor, honor y gloria, con el que todos pretendemos impresionar a
todos. Al despojarse de estas vestimentas -hábitat privilegiado de todo tipo de
polillas y roedores- comprueba, entrañablemente agradecido, que el Evangelio
por el que ha desestimado su vida, se convierte en su vestido radiante,
anticipo de su transfiguración gloriosa, herencia que le da su Señor (Flp
3,21).
Arropado por el
Evangelio de Jesús, se enfrenta con toda vehemencia a todo aquello que no es
Dios ni su gloria en el seno de las comunidades. En sus desencuentros y
enfrentamientos, -que no fueron pocos- al igual que David en su combate con
Goliat, prescinde de toda arma comúnmente usada en combate (1S 17,38-39).
Siguiendo el paralelismo con David, las armas que podría usar Pablo serían la
mentira, servirse de influencias, apoyarse en grupos de presión,
manipulaciones…, nada de eso le sirve; tiene suficiente, y volvemos a
remitirnos a David, con su Piedra angular –Jesucristo- a quien lleva envuelto
en la honda del Evangelio.
Así, abrazado
al Evangelio, al que amó con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus
fuerzas, se lanzó al mundo sabiendo que podía ofrecerle el don inherente a su
misión: la Palabra de la Vida (Flp 2,16). Lo hace sin pretensiones, sin
prepotencia; sabe, tiene asumido -no desde la ascesis sino desde la Sabiduría
del Evangelio que anuncia- que Dios ha asignado a los apóstoles el último
lugar: “Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el
último lugar…” (1Co 4,9).
No se
avergüenza de este puesto ínfimo al que ha sido confinado por su condición de
apóstol; está incluso contento ya que es el que ocupó su Señor. Sabe que la
gloria de Dios que reposaba en el Lugar Santo –Templo de Jerusalén- se trasladó
hacia el Calvario donde yacía el Crucificado, quien se llenó de la gloria de la
resurrección. Es su lugar, no espera su glorificación ni su resurrección como
algo del futuro. Ya lo está viviendo. Así lo testifica, como podemos comprobar,
en su exhortación a los cristianos de Colosas: “Así pues, si habéis resucitado
con Cristo, buscad las cosas de arriba…” (Col 3,1). Por su comunión con
Jesucristo se sabe ya crucificado por Él y en Él. En definitiva, se reconoce
portador de la gloria de Dios aunque sea en primicias (2Co 3,18).
No, no está
atentando Pablo contra su vida cuando proclama solemnemente a su rebaño de
Éfeso que la desestima a causa de la misión recibida. Simplemente está
confesando que tiene sus ojos puestos en “el Evangelio de la gloria de Dios que
se le ha confiado” (1Tm 1,11). No, no está desestimando su vida…, todo lo
contrario… ¡Nunca jamás un hombre se amó tanto a sí mismo!