sábado, 30 de julio de 2016
Lecturas y reflexiones de la Misa del Domingo de la Semana 18ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
«La vida de uno no está asegurada por sus bienes»
Lectura del libro del Eclesiastés (1,2; 2¸21-23): ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
¡Vanidad de vanidades, - dice Qohelet - . ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha traba-jado. También esto es vanidad y grave dolencia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar; de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.
Salmo 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17
R./ Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Tú reduces el hombre a polvo, / diciendo: «Retornad, hijos de Adán». / Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; / una vela nocturna. R./
Si tú los retiras / son como un sueño, / como hierba que se renueva / que florece y se renueva por la mañana, / y por la tarde la siegan y se seca. R./
Enséñanos a calcular nuestros años, / para que adquiramos un corazón sensato. / Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? / Ten compasión de tus siervos. R./
Por la mañana sácianos de tu misericordia, / y toda nuestra vida será alegría y júbilo. / Baje a nosotros la bondad del Señor / y haga prósperas las obras de nuestras manos. / Sí, haga prosperas las obras de nuestras manos. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Colosenses (3,1-5.9-11): Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo
Hermanos: Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él.
En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pa-sión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría.
¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 12, 13-21: ¿De quién será lo que has preparado?
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros? ». Y les dijo: «Mirad: guar-daos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola: « Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.” Y se dijo: “Haré lo si-guiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mi mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, co-me, bebe, banquetea alegremente”.
Pero Dios le dijo: ”Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”
Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas dominicales nos muestran dos formas concretas de vivir y de entender la propia existencia en el mundo. Existe el modo de vivir del hombre que olvida el fundamento de su existencia: «¿qué le queda a aquel hombre de toda su fatiga y esfuerzo con que se fatigó bajo el sol?» (Primera Lectura). La respuesta a esta incómoda pregunta la encontramos en la carta de San Pablo a los Colosenses. Existe el hombre que busca el fundamento en «las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Segunda Lectura).
El Evangelio, por su parte, opone la vida de quien cifra toda su realización en el tener, en el poder y el dejarse llevar por los placeres; y atesora malsanamente riquezas para sí; y la vida de quien funda su exis-tencia en el ser, y atesora así riquezas delante de Dios.
«¡Vanidad de vanidades...todo es vanidad!»
La Primera Lectura pertenece al libro del Eclesiastés (o Qohélet que significa «el predicador») fue escrito alrededor del siglo III a.C. El libro, que pertenece a la literatura sapiencial , empieza y acaba con la sen-tencia que es el tema central de este escrito: «todo es vaciedad sin sentido». El término vaciedad o vanidad se repite hasta 64 veces en un libro que es breve (consta de 12 capítulos cortos). El texto puede dar la impresión de un nihilismo o pesimismo que menosprecia todo cuanto constituye el mundo y la vida del hombre. Pero es más exacto decir que, al relativizar o desmitificar con realismo los valores terrenos y ca-ducos (amor y trabajo, placer y sabiduría, éxito y prestigio, etc.); afirma con claridad meridiana que este mundo no puede ser el descanso final del afán y el esfuerzo humano. La verdadera sabiduría proviene «de lo alto» y nos ayuda a entender cómo todo esfuerzo en este «breve peregrinar» se prolonga en la eternidad a la que todos estamos llamados.
«Buscad las cosas de arriba...»
En la Segunda Lectura, que es el inicio de la parte exhortativa de la carta a los Colosenses (3,1ss), San Pablo expone las motivaciones profundas de la moral cristiana, a partir de la nueva condición del bautizado. Lo primero es la vida de hijos de Dios que nos es regalada por el bautismo. Lo segundo, necesariamente unido a lo primero, es una existencia acorde con tal vida en Cristo. Lo que somos fundamenta y posibilita lo que debemos ser, incompatible con la vieja condición del hombre terreno. La vida cristiana debe de estar centrada en la persona de Cristo y en la tensión y esperanza escatológicas: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él».
En la tensión escatológica entre el «ya» y el «todavía no», necesitamos remitirnos continuamente a los valores evangélicos para que sopesando los bienes aquí abajo, no perdamos de vista los valores verdade-ramente valiosos: los eternos. Debemos de entender que es mucho más valioso e importante «el ser» y «las personas» que «el tener» y que las cosas valen «en cuanto» son medios para vivir de acuerdo a nuestra dignidad de hijos de Dios. De lo que se trata en esta vida es de «ser más» y no de «tener más»
Un problema judicial
El Evangelio de hoy nos narra un episodio real de la vida de Jesús y nos hace ver que los litigios entre herma¬nos por cuestiones de herencia son tan antiguos como el hombre mismo ya que se daban también en el tiempo de Jesús. En esta ocasión la multitud que se había reunido para escuchar a Jesús era particular-mente numerosa: «Se habían reunido miles de personas, hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1) y Jesús les enseñaba su doctrina. Entonces, al¬guien, considerando que Jesús podría ser un buen árbitro en el litigio con su hermano, alza la voz entre la gente: «Maestro, di a mi herma¬no que reparta la herencia conmi¬go». El hombre quiere exponer el conflicto para escuchar el juicio de Jesús y tener a todos los presentes como testi¬gos de lo que él senten¬cie. Pero su intervención es inoportuna e imper¬tinente. Interrum¬pe las «Palabras de vida eterna» que Jesús pronunciaba y que la multitud escuchaba maravillada, para hacer prevalecer su propio interés material.
De esa manera deja en evidencia que no escuchaba la Palabra de Jesús, sino que su atención estaba concentrada en los bienes caducos de esta tierra. Jesús rehúsa entrar en este asunto respondiéndole de manera cortante: «¡Hombre!¿quién me ha consti¬tuido juez o repartidor entre vosotros?». Vemos en este episodio cómo se realiza uno de los destinos que puede tener la Palabra de Dios cuando es proclamada: «Una parte de la semilla cayó en medio de abrojos, y creciendo los abrojos, la ahogaron... éstos son los que han oído la Palabra, pero es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llega a madurez» (Lc 8,7.14). Este hombre hizo morir la Palabra en su raíz porque su corazón estaba en otro lugar.
Las enseñanzas sobre los bienes
Aunque Jesús no se interesa por las circunstancias del litigio sobre la herencia, sin embargo, toma pie de este hecho para exponer su propia enseñanza sobre la relación con los bienes de este mundo. Así Jesús se revela como el «Maestro» que realmente es. Cuando la atención de todos ha sido atraída sobre el asunto de la herencia y ya todos están metidos en este tema, Jesús aprovecha para hacer una advertencia: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes». Y para corroborar esta enseñanza expone la parábola del hombre cuyos campos dieron una cosecha abun-dante.
Es un cuadro que no se puede reproducir sino con las mismas palabras: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: '¿Qué haré, pues no tengo dónde reunir mi cosecha?' Y dijo: 'Voy a hacer esto: Voy a demoler mis grane¬ros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí mi trigo y mis bienes'». Hasta aquí el razonamiento es impecable. Es una medida de pru¬dencia económica irreprensible.
Pero lo que sigue revela un egoísmo cerrado: «Entonces diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea». Para darle mayor dramatismo, Jesús describe la reflexión del hombre rico como un diálogo con su propia alma. No asoma por ningún lado la preocupación por el prójimo; todo es disfrutar de su propio bienestar, y esto, sin molestias de ningún tipo y ¡por muchos años! Jesús había enseñado que toda la ley y los profetas, toda la verdad acerca del hombre se resumía en el mandamiento del amor, uno de cuyos versos dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y aquí el rico, en medio de tanta abun¬dancia, no piensa más que en regalarse a sí mismo; no ama más que a sí mismo.
Por eso, sigue esta conclusión terrible: «Dios le dijo: '¡Necio ! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?'». ¡Terrible ser llamado «necio» por Dios mismo! No toleramos que algún hombre nos llame «necio» y lo consideramos una afrenta inaceptable. Pero cuando actuamos como el hombre rico pensando sólo en nuestro propio bien, es Dios mismo quien nos da ese calificativo. Y tiene razón. Mien¬tras el hombre trazaba planes de placeres mundanos para muchos años, su vida terminaría esa misma noche.
Error total de cálculo, necedad total. Esa alma a la cual se le proponía disfru¬tar por muchos años, sería llamada a dar cuenta ante Dios esa misma noche. Por eso la pregunta es válida: «¿Para quién serán las cosas que preparaste? ¿Quién va a disfrutar de lo que trabajaste con tanto esfuerzo y dedicación?» Obviamente la respuesta es ésta: «para otros». Es decir, para aquellos en quienes ni siquiera había pensado.
«Enriquecerse en orden a Dios»
Hasta aquí la parábola. Ahora sigue la conclusión de Jesús: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Enriquecerse en orden a Dios; ¿cómo se hace esto? Ya el Eclesiastés había observado que «Él da (Dios) sabiduría, ciencia y alegría a quien le agrada; más al pecador da la tarea de amontonar y atesorar para dejárselo a quien agrada a Dios» (Ecle 2,26). También lo sabemos de boca del mismo Jesús cuando le dice a otro hombre rico: «Cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos: luego, ven y sígueme» (Lc 18,22). Todo dinero dado a los pobres es dinero acumulado en el cielo, «donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben» (Mt 6,20).
El secularismo actual tiene que dar una respuesta a este juicio de Jesús. En efecto, el secularismo es la doctrina formulada o la mentalidad difusa que sostiene que todo el destino del hombre acaba en esta tierra y que no hay una vida eterna más allá de este tiempo, más allá del «siglo presente» . Por eso se busca gozar al máximo en esta tierra, literal¬mente como el hombre necio de la parábola. La advertencia de Jesús contra esa mentalidad es contundente. Los bienes de esta tierra no nos pueden asegurar la vida. No nos pueden asegurar la vida terrena, pero mucho menos la vida eterna. Consciente del peligro que encierran las riquezas de este mundo, San Pablo nos exhorta a desapegar el corazón de ellas: «Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3,1-2) ya que «donde está nuestro tesoro ahí estará nuestro corazón» (ver Mt 6, 21).
Una palabra del Santo Padre:
«Desearía pediros que recéis conmigo a fin de que los jóvenes que participaron en la Jornada mundial de la juventud puedan traducir esta experiencia en su camino cotidiano, en los comportamientos de todos los días; y que puedan traducirlos también en las opciones importantes de vida, respondiendo a la llamada personal del Señor. Hoy en la liturgia resuena la palabra provocadora de Qoèlet: «¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!» (1, 2).
Los jóvenes son particularmente sensibles al vacío de significado y de valores que a menudo les rodea. Y lamentablemente pagan las consecuencias. En cambio, el encuentro con Jesús vivo, en su gran familia que es la Iglesia, colma el corazón de alegría, porque lo llena de vida auténtica, de un bien profundo, que no pasa y no se marchita: lo hemos visto en los rostros de los jóvenes en Río. Pero esta experiencia debe afrontar la vanidad cotidiana, el veneno del vacío que se insinúa en nuestras sociedades basadas en la ganancia y en el tener, que engañan a los jóvenes con el consumismo.
El Evangelio de este domingo nos alerta precisamente de la absurdidad de fundar la propia felicidad en el tener. El rico dice a sí mismo: Alma mía, tienes a disposición muchos bienes... descansa, come, bebe y diviértete. Pero Dios le dice: Necio, esta noche te van a reclamar la vida. Y lo que has acumulado, ¿de quién será? (cf. Lc 12, 19-20).
Queridos hermanos y hermanas, la verdadera riqueza es el amor de Dios compartido con los hermanos. Ese amor que viene de Dios y que hace que lo compartamos entre nosotros y nos ayudemos. Quien expe-rimenta esto no teme la muerte, y recibe la paz del corazón. Confiemos esta intención, la intención de recibir el amor de Dios y compartirlo con los hermanos, a la intercesión de la Virgen María».
Papa Francisco. Ángelus 4 de agosto de 2013.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. Vive como si fuera el último día de tu vida. ¿Qué harías? ¿Qué dejarías de hacer? ¿Por qué no vivir sopesando el peso de cada uno de nuestros actos a la luz del texto evangélico? Vivamos con humildad el horizonte de eternidad que el Señor nos invita a vivir.
2. Lee y medita el texto del libro de la Sabiduría 15, 9-13. ¿Qué conclusiones puedes sacar?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2534- 2557.
texto recibido de Juan Ramón Pulido, Presidente diocesano de A.N.E. TOLEDO
domingo, 24 de julio de 2016
PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN (II edición ) Catequesis Vocacional del Rvdo. D. ANTONIO PAVIA
Fascículo 5
En medio de vosotros
Numerosas son las profecías que a lo largo del Antiguo Testamento anuncian al Mesías bajo la figura del Buen Pastor, el que apacentará a sus ovejas con hierba tierna recién brotada de la tierra, y las conducirá hacia el Manantial de Aguas vivas, hacia el Padre. En esta catequesis vamos a fijarnos en la bellísima intuición profética que el Espíritu Santo suscitó a Miqueas acerca del Mesías: “Él se alzará y pastoreará con la fuerza de Dios, con la majestad del nombre de Yahveh su Dios” (Mi 5,3a).
Pastoreará con la fuerza de Dios. No estamos hablando de un poder o fuerza sobrehumana, como la que se atribuye a los héroes mitológicos de las religiones del ámbito geográfico grecorromano; tampoco tiene semejanza alguna con personajes épicos que encontramos en las leyendas de todas las culturas. Hablamos de la misma fuerza de Dios, fuerza con la que reviste a su Hijo gracias a su capacidad de escucharle, de tener el oído abierto a su Palabra. “Mañana tras mañana despierta Dios mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído” (Is 50,4b-5).
Con la Fuerza de la Palabra, es decir, de Dios en su alma, podrá el Mesías levantar al caído, recibirá lengua de discípulo para hacer llegar a los abatidos el aliento de Dios, su propia Palabra. “El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (Is 50,4a).
¡Dios es nuestra fuerza, nuestro auxilio ante el peligro, nuestro alcázar y refugio frente a los que nos atacan!, proclamará Israel a lo largo de su historia tan plagada de conflictos. Incluso cuando la mayoría del pueblo es tentado por el desánimo, que le lleva a rozar casi el escepticismo y la desconfianza en las promesas de Dios transmitidas de padres a hijos, surgirán profetas que, movidos por el Espíritu de Dios, les recordará que Él sigue siendo su Pastor; que, aunque estén sometidos bajo el poder de otro pueblo como es en el caso de su estancia en Babilonia, Dios continúa estando en medio de ellos.
¡Dios está en medio de su pueblo santo! He ahí el grito que los profetas repiten una y otra vez. Ante esta proclamación, todo Israel se siente protegido y seguro, pues todos se consideran hijos de la elección, y a todos pertenece la gloria de Dios que un día descendió y se hospedó en el Templo Santo. Aun en el destierro, Israel sabe que Dios continúa estando en medio de ellos porque su elección es irrevocable.
Como todas las profecías, también éstas que nos hablan de Dios que habita en medio de su pueblo, alcanzan su cumplimiento pleno en Jesucristo. Su Iglesia no será destruida, pues Él mismo es su piedra angular, su cimiento inconmovible. Podrán caer muros y baluartes, mas nunca su piedra angular; por eso ningún pecado, ningún escándalo, ninguna persecución, ningún odio, ninguna alianza satánica, podrán derribarla. La Iglesia, la nueva Jerusalén, permanecerá por siempre porque así lo prometió el Hijo de Dios. “…Yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
A nuestro servicio
“En medio de nosotros está nuestro Dios”, proclama -como ya he dicho- una y otra vez Israel a lo largo de su historia. Si dejáramos hablar a sus cronistas, les oiríamos decir que lo estuvo cuando les visitó en Egipto y se compadeció de su esclavitud; también cuando llamó a Moisés para librarlos de la terrible opresión del Faraón; en medio de ellos cuando ya desfallecían exhaustos, les abrió el mar Rojo; a su lado en el desierto les alimentó y sostuvo… Y añadirían: Incluso cuando quisimos desentendernos de Él dando rienda suelta a nuestra infidelidad, permaneció fiel a su Palabra.
Si no fuera porque conocemos profundamente nuestra debilidad como hombres, nos costaría mucho trabajo entender la terquedad de Israel, los desaires que hace a Dios. Llega un momento en que incluso dirá a sus profetas que les dejen en paz, que no les vuelvan a hablar más de Él: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta, dejadnos en paz del Santo de Israel” (Is 30,11b).
A pesar de tanta obstinación que raya en el desprecio, Dios sigue en medio de su pueblo atento y solícito. Los mismos profetas a quienes desprecian son los portadores de los consuelos de su Dios: “Será la luz de la luna como la luz del sol meridiano, y la luz del sol meridiano será siete veces mayor -con luz de siete días- el día que vende Yahveh la herida de su pueblo y cure la contusión de su golpe” (Is 30,26).
Ante esta forma de ser de Dios en cuyos planes no entra el cansarse de su pueblo, nos quedamos sin habla. Por otra parte, estas profecías no tendrían ningún valor para nosotros si no las hubiésemos visto cumplidas, si no hubiésemos sido testigos de ello. Me explico: Si estas profecías hubiesen tenido su punto final en Israel, si su culmen hubiera sido solamente la vuelta del pueblo desde Babilonia a Jerusalén, seríamos ajenos a ellas.
El hecho es que el Hijo de Dios, como recogiendo el testigo de su Padre que nunca dejó de estar en medio de Israel, nos sorprende a todos provocando un asombro que raya en la estupefacción, al decirnos no solamente que está en medio de nosotros, sino la forma en que está: a nuestro servicio. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27).
Sí, en medio de vosotros, a vuestro servicio, al servicio de los que he llamado para pastorear al mundo. Y porque estoy en medio de vosotros, pastoreáis desde mí, con mi Fuerza, a fin de que se cumpla también en vosotros la profecía de Miqueas. Pastorearéis no sólo con mi Fuerza, sino también con mi Sabiduría. Así haréis llegar a los cansados y agobiados mi Palabra, el Evangelio que salva al hombre.
Así, con la Fuerza y Sabiduría de Dios, se presenta el Buen Pastor ante sus discípulos después de su resurrección: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros… Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,19-21).
Tengamos en cuenta cómo encontró Jesús a los suyos: desorientados y, más aún, amedrentados. Le habían seguido respondiendo a su llamada hasta que sus fuerzas les pudieron sostener. Llevado su Maestro a juicio, escarnecido y ajusticiado, se desmoronan. Entumecidos por el dolor, el sentimiento de fracaso y la sensación de no haber estado a la altura de la llamada recibida, su Señor se les presenta -como acabamos de leer- “en medio de ellos”. Y como el sol extiende sus rayos de luz y calor a su alrededor, el Buen Pastor les infunde la Paz que nace de lo alto.
A continuación, y como haciendo caso omiso a sus debilidades que les llevaron a dejarle solo ante la muerte, les da la buena noticia, la que les levanta sobre sus propios miedos: Así como mi Padre me envió –con su Fuerza, recordemos la profecía de Miqueas- así os envío yo a vosotros. Así es como Jesús envía a sus pastores al mundo: con su misma Fuerza, la recibida del Padre. Fuerza que, como ya hemos visto, va implícitamente acompañada de la Sabiduría.
Esa fuerza que tienes
Seguimos dejando hablar a Jesús: Os envío como me envió mi Padre, por lo que así cómo Él nunca me dejó solo a lo largo de la misión que me confió, yo también estaré con vosotros. Mi padre siempre estuvo conmigo, en mí, en medio de mí; yo también estaré siempre con y en medio de vosotros, afirmándoos en mi Evangelio; es así como conoceréis la verdad, la libertad y, sobre todo, como llegaréis a ser mis discípulos: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Este envío de Jesús a sus discípulos -recordemos que les envía como pastores- después de su victoria sobre la muerte, recalcando el “como mi Padre me envió”, es decir, con su Fuerza, nos recuerda la llamada de Gedeón a liberar a los israelitas de los hijos de Madián. Fue tal la opresión que los madianitas ejercieron sobre el pueblo elegido, que tuvo que refugiarse en “las hendiduras de las montañas, de las cuevas y de las cumbres escarpadas” (Jc 6,2b).
En esta dramática situación y sin ninguna perspectiva de que Israel pudiese levantar la cabeza, Dios fue al encuentro de Gedeón a quien dijo: “Vete con esa fuerza que tienes y salvarás a Israel de la mano de Madian. ¿No soy yo el que te envía?” (Jc 6,14). Gedeón no da crédito a lo que Dios le está proponiendo, casi le da por pensar que se está riendo de él al confiar el éxito de su misión en “esa fuerza que tienes”. De sus labios sale un torrente de excusas, mezcla de incredulidad y de amargura; es evidente que no se siente muy a gusto con la visita de Dios, menos aún con la misión que le confía.
Dios pone freno a su disgusto. Lo hace sacando a relucir una promesa: “Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jc 6,16). Nuestro hombre entendió. Si Dios que me envía está conmigo, “en medio de mí”, estará también su fuerza. Ahora entiendo por qué me dijo: “vete con esa fuerza que tienes”. Era la suya, la ha puesto en mis manos.
Id con la fuerza que tenéis, dirá Jesús a sus discípulos que, acobardados, se habían refugiado en el cenáculo. Id porque yo estoy en medio de vosotros, yo soy vuestra fuerza. Id porque seréis uno en mí como yo soy uno con el Padre. Id porque compartimos fuerza y sabiduría; compartimos pasión y misión: pasión por Dios y pasión por los hombres; y, sobre todo, compartimos el pastoreo. También vosotros, desde mí, pastorearéis las ovejas que os confíe dándoles lo mejor de vuestro corazón que será semejante al mío. Además, compartimos corazón porque compartimos al mismo Padre (Jn 20,17). Todo esto comparten los pastores según el corazón de Dios con su Hijo. Son pastores desde Él, el que en medio de ellos está y estará siempre.
La imagen más bella y profunda que refleja a Jesucristo en medio de sus discípulos pastoreándoles y enviándoles a pastorear, nos la da Él mismo al identificarse con la vid, al tiempo que identifica a sus discípulos con los sarmientos. Oigámosle: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
Yo os doy la savia de mi Padre: “Todo lo que le he oído a Él os lo he dado a conocer” (Jn 15,15b). Os he llamado, os he unido a mí para enviaros a pastorear en mi nombre a los hombres del mundo entero. Estáis en mí y yo en vosotros en una relación semejante a la de la vid con los sarmientos. Y daréis fruto, no el esplendoroso de la hierba que se marchita con el tiempo, sino el que nace de mi Palabra que permanece para siempre. Así fue profetizado: “La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre” (Is 40,8).
Lo profetizó Isaías y os lo confirmo yo. Desde vuestro estar en mí y yo en vosotros, daréis fruto eterno, y así daréis gloria a mi Padre porque esos son los frutos de los pastores según su corazón. Además hay una relación entre dar este fruto y ser mis discípulos: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Jn 15,8).
En medio de vosotros
Numerosas son las profecías que a lo largo del Antiguo Testamento anuncian al Mesías bajo la figura del Buen Pastor, el que apacentará a sus ovejas con hierba tierna recién brotada de la tierra, y las conducirá hacia el Manantial de Aguas vivas, hacia el Padre. En esta catequesis vamos a fijarnos en la bellísima intuición profética que el Espíritu Santo suscitó a Miqueas acerca del Mesías: “Él se alzará y pastoreará con la fuerza de Dios, con la majestad del nombre de Yahveh su Dios” (Mi 5,3a).
Pastoreará con la fuerza de Dios. No estamos hablando de un poder o fuerza sobrehumana, como la que se atribuye a los héroes mitológicos de las religiones del ámbito geográfico grecorromano; tampoco tiene semejanza alguna con personajes épicos que encontramos en las leyendas de todas las culturas. Hablamos de la misma fuerza de Dios, fuerza con la que reviste a su Hijo gracias a su capacidad de escucharle, de tener el oído abierto a su Palabra. “Mañana tras mañana despierta Dios mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído” (Is 50,4b-5).
Con la Fuerza de la Palabra, es decir, de Dios en su alma, podrá el Mesías levantar al caído, recibirá lengua de discípulo para hacer llegar a los abatidos el aliento de Dios, su propia Palabra. “El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (Is 50,4a).
¡Dios es nuestra fuerza, nuestro auxilio ante el peligro, nuestro alcázar y refugio frente a los que nos atacan!, proclamará Israel a lo largo de su historia tan plagada de conflictos. Incluso cuando la mayoría del pueblo es tentado por el desánimo, que le lleva a rozar casi el escepticismo y la desconfianza en las promesas de Dios transmitidas de padres a hijos, surgirán profetas que, movidos por el Espíritu de Dios, les recordará que Él sigue siendo su Pastor; que, aunque estén sometidos bajo el poder de otro pueblo como es en el caso de su estancia en Babilonia, Dios continúa estando en medio de ellos.
¡Dios está en medio de su pueblo santo! He ahí el grito que los profetas repiten una y otra vez. Ante esta proclamación, todo Israel se siente protegido y seguro, pues todos se consideran hijos de la elección, y a todos pertenece la gloria de Dios que un día descendió y se hospedó en el Templo Santo. Aun en el destierro, Israel sabe que Dios continúa estando en medio de ellos porque su elección es irrevocable.
Como todas las profecías, también éstas que nos hablan de Dios que habita en medio de su pueblo, alcanzan su cumplimiento pleno en Jesucristo. Su Iglesia no será destruida, pues Él mismo es su piedra angular, su cimiento inconmovible. Podrán caer muros y baluartes, mas nunca su piedra angular; por eso ningún pecado, ningún escándalo, ninguna persecución, ningún odio, ninguna alianza satánica, podrán derribarla. La Iglesia, la nueva Jerusalén, permanecerá por siempre porque así lo prometió el Hijo de Dios. “…Yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
A nuestro servicio
“En medio de nosotros está nuestro Dios”, proclama -como ya he dicho- una y otra vez Israel a lo largo de su historia. Si dejáramos hablar a sus cronistas, les oiríamos decir que lo estuvo cuando les visitó en Egipto y se compadeció de su esclavitud; también cuando llamó a Moisés para librarlos de la terrible opresión del Faraón; en medio de ellos cuando ya desfallecían exhaustos, les abrió el mar Rojo; a su lado en el desierto les alimentó y sostuvo… Y añadirían: Incluso cuando quisimos desentendernos de Él dando rienda suelta a nuestra infidelidad, permaneció fiel a su Palabra.
Si no fuera porque conocemos profundamente nuestra debilidad como hombres, nos costaría mucho trabajo entender la terquedad de Israel, los desaires que hace a Dios. Llega un momento en que incluso dirá a sus profetas que les dejen en paz, que no les vuelvan a hablar más de Él: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta, dejadnos en paz del Santo de Israel” (Is 30,11b).
A pesar de tanta obstinación que raya en el desprecio, Dios sigue en medio de su pueblo atento y solícito. Los mismos profetas a quienes desprecian son los portadores de los consuelos de su Dios: “Será la luz de la luna como la luz del sol meridiano, y la luz del sol meridiano será siete veces mayor -con luz de siete días- el día que vende Yahveh la herida de su pueblo y cure la contusión de su golpe” (Is 30,26).
Ante esta forma de ser de Dios en cuyos planes no entra el cansarse de su pueblo, nos quedamos sin habla. Por otra parte, estas profecías no tendrían ningún valor para nosotros si no las hubiésemos visto cumplidas, si no hubiésemos sido testigos de ello. Me explico: Si estas profecías hubiesen tenido su punto final en Israel, si su culmen hubiera sido solamente la vuelta del pueblo desde Babilonia a Jerusalén, seríamos ajenos a ellas.
El hecho es que el Hijo de Dios, como recogiendo el testigo de su Padre que nunca dejó de estar en medio de Israel, nos sorprende a todos provocando un asombro que raya en la estupefacción, al decirnos no solamente que está en medio de nosotros, sino la forma en que está: a nuestro servicio. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27).
Sí, en medio de vosotros, a vuestro servicio, al servicio de los que he llamado para pastorear al mundo. Y porque estoy en medio de vosotros, pastoreáis desde mí, con mi Fuerza, a fin de que se cumpla también en vosotros la profecía de Miqueas. Pastorearéis no sólo con mi Fuerza, sino también con mi Sabiduría. Así haréis llegar a los cansados y agobiados mi Palabra, el Evangelio que salva al hombre.
Así, con la Fuerza y Sabiduría de Dios, se presenta el Buen Pastor ante sus discípulos después de su resurrección: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros… Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,19-21).
Tengamos en cuenta cómo encontró Jesús a los suyos: desorientados y, más aún, amedrentados. Le habían seguido respondiendo a su llamada hasta que sus fuerzas les pudieron sostener. Llevado su Maestro a juicio, escarnecido y ajusticiado, se desmoronan. Entumecidos por el dolor, el sentimiento de fracaso y la sensación de no haber estado a la altura de la llamada recibida, su Señor se les presenta -como acabamos de leer- “en medio de ellos”. Y como el sol extiende sus rayos de luz y calor a su alrededor, el Buen Pastor les infunde la Paz que nace de lo alto.
A continuación, y como haciendo caso omiso a sus debilidades que les llevaron a dejarle solo ante la muerte, les da la buena noticia, la que les levanta sobre sus propios miedos: Así como mi Padre me envió –con su Fuerza, recordemos la profecía de Miqueas- así os envío yo a vosotros. Así es como Jesús envía a sus pastores al mundo: con su misma Fuerza, la recibida del Padre. Fuerza que, como ya hemos visto, va implícitamente acompañada de la Sabiduría.
Esa fuerza que tienes
Seguimos dejando hablar a Jesús: Os envío como me envió mi Padre, por lo que así cómo Él nunca me dejó solo a lo largo de la misión que me confió, yo también estaré con vosotros. Mi padre siempre estuvo conmigo, en mí, en medio de mí; yo también estaré siempre con y en medio de vosotros, afirmándoos en mi Evangelio; es así como conoceréis la verdad, la libertad y, sobre todo, como llegaréis a ser mis discípulos: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Este envío de Jesús a sus discípulos -recordemos que les envía como pastores- después de su victoria sobre la muerte, recalcando el “como mi Padre me envió”, es decir, con su Fuerza, nos recuerda la llamada de Gedeón a liberar a los israelitas de los hijos de Madián. Fue tal la opresión que los madianitas ejercieron sobre el pueblo elegido, que tuvo que refugiarse en “las hendiduras de las montañas, de las cuevas y de las cumbres escarpadas” (Jc 6,2b).
En esta dramática situación y sin ninguna perspectiva de que Israel pudiese levantar la cabeza, Dios fue al encuentro de Gedeón a quien dijo: “Vete con esa fuerza que tienes y salvarás a Israel de la mano de Madian. ¿No soy yo el que te envía?” (Jc 6,14). Gedeón no da crédito a lo que Dios le está proponiendo, casi le da por pensar que se está riendo de él al confiar el éxito de su misión en “esa fuerza que tienes”. De sus labios sale un torrente de excusas, mezcla de incredulidad y de amargura; es evidente que no se siente muy a gusto con la visita de Dios, menos aún con la misión que le confía.
Dios pone freno a su disgusto. Lo hace sacando a relucir una promesa: “Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jc 6,16). Nuestro hombre entendió. Si Dios que me envía está conmigo, “en medio de mí”, estará también su fuerza. Ahora entiendo por qué me dijo: “vete con esa fuerza que tienes”. Era la suya, la ha puesto en mis manos.
Id con la fuerza que tenéis, dirá Jesús a sus discípulos que, acobardados, se habían refugiado en el cenáculo. Id porque yo estoy en medio de vosotros, yo soy vuestra fuerza. Id porque seréis uno en mí como yo soy uno con el Padre. Id porque compartimos fuerza y sabiduría; compartimos pasión y misión: pasión por Dios y pasión por los hombres; y, sobre todo, compartimos el pastoreo. También vosotros, desde mí, pastorearéis las ovejas que os confíe dándoles lo mejor de vuestro corazón que será semejante al mío. Además, compartimos corazón porque compartimos al mismo Padre (Jn 20,17). Todo esto comparten los pastores según el corazón de Dios con su Hijo. Son pastores desde Él, el que en medio de ellos está y estará siempre.
La imagen más bella y profunda que refleja a Jesucristo en medio de sus discípulos pastoreándoles y enviándoles a pastorear, nos la da Él mismo al identificarse con la vid, al tiempo que identifica a sus discípulos con los sarmientos. Oigámosle: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
Yo os doy la savia de mi Padre: “Todo lo que le he oído a Él os lo he dado a conocer” (Jn 15,15b). Os he llamado, os he unido a mí para enviaros a pastorear en mi nombre a los hombres del mundo entero. Estáis en mí y yo en vosotros en una relación semejante a la de la vid con los sarmientos. Y daréis fruto, no el esplendoroso de la hierba que se marchita con el tiempo, sino el que nace de mi Palabra que permanece para siempre. Así fue profetizado: “La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre” (Is 40,8).
Lo profetizó Isaías y os lo confirmo yo. Desde vuestro estar en mí y yo en vosotros, daréis fruto eterno, y así daréis gloria a mi Padre porque esos son los frutos de los pastores según su corazón. Además hay una relación entre dar este fruto y ser mis discípulos: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Jn 15,8).
Textos y comentarios de la Misa del domingo XVII del Tiempo ordinario, Ciclo C
Domingo de la Semana 17ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis»
Lectura del libro del Génesis (18, 20- 32): No se enfade mi Señor si sigo hablando.
En aquellos días, el Señor dijo: «El clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte, y su pecado es grave; voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí; y si no, lo sabré».
Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor.
Abrahán se acercó y dijo: «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?».
El Señor contestó: -«Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos».
Abrahán respondió: «Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?».
Respondió el Señor: «No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco».
Abrahán insistió: «Quizá no se encuentren más que cuarenta».
El dijo: «En atención a los cuarenta, no lo haré».
Abrahán siguió hablando: «Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?».
Él contestó: «No lo haré, si encuentro allí treinta».
Insistió Abrahán: «Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor. ¿Y si se encuentran allí veinte?».
Respondió el Señor: «En atención a los veinte, no la destruiré».
Abrahán continuó: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?»
Contestó el Señor: «En atención a los diez, no la destruiré».
Salmo 137, 1-2a. 2bc-3. 6-7ab. 7c-8
R./ Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; / porque escuchaste las palabras de mi boca; / delante de los ángeles tañeré para ti, / me postraré hacia tu santuario. R./
Daré gracias a tu nombre: / por tu misericordia y tu lealtad, / porque tu promesa supera tu fama / Cuando te invoqué, me escuchaste, / acreciste el valor en mi alma. R./
El Señor es sublime, se fija en el humilde, / y de lejos conoce al soberbio. / Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; / extiendes tu mano contra la ira de mi enemigo. R./
Y tu derecha me salva. / El Señor completará sus favores conmigo: / Señor, tu misericordia es eterna, / no abandones la obra de tus manos. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Colosenses (2,12-14): Os vivificó con él, perdonándoos todos los pecados.
Hermanos: Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, y habéis resucitado con él, por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó con él. Canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándolo en la cruz.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (11, 1-13): Pedid y se os dará.
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos»
Él les dijo: «Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en la tentación”».
Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Jesús enseñó a sus discípulos a orar, primero con su ejemplo, pero también con su palabra. El Evangelio de hoy es un verdadero tratado sobre la oración y el Maestro es Jesús mismo. Este hecho debe despertar toda nuestra aten¬ción y cuidado. Si ya en el antiguo Israel los sabios atraían la aten¬ción de sus discípulos diciendo: «Escucha, hijo, la instrucción de tu padre» (Prov 1,8). ¡Cuánto más debemos prestar atención a la Sabiduría misma de Dios que nos instruye! Abraham en la Primera Lectura va a recurrir a la intercesión ante Yahveh por el pueblo de Sodoma. En la Segunda Lectura vemos a Dios que nos ha dado la vida eterna en Cristo, perdonándonos los pecados o deudas, como rezamos en el Padre nuestro.
Negociándole a Dios...
En la Primera Lectura vemos al patriarca Abraham regateando con Dios, como el amigo importuno de la Lectura del Evangelio. Abraham intercede por Sodoma y se nuestra un excelente regateador que consigue rebajar la cifra inicial de cincuenta justos a diez, como condición para el perdón de la ciudad pecadora. Pero lamentablemente Dios no encuentra a esos diez justos: Sodoma y Gomorra serán destruidas sin remedio. El texto deja patente la eficacia de la súplica pertinaz y, sobre todo, la misericordia del Señor, dispuesto siempre a perdonar.
El perdón también es el tema de la Segunda Lectura. San Pablo, en su carta a los colosenses, nos recuerda que Dios nos ha dado la vida nueva en Jesucristo y que nos ha borrado todos los pecados, es decir, se han cancelado todas las deudas adquiridas o heredadas. Todo ha sido restituido a su estado original. Si Dios atendió la mediación de Abrahám, cuánto más nos escuchará a nosotros, que somos sus hijos, cuando le pedimos algo en nombre de Jesucristo su Hijo y nuestro Mediador ante el Padre.
«Señor, enséñanos a orar...»
Es significativo que la instrucción que Jesús nos ha dejado en la lectura del Evangelio de este Domingo, siga inmediata¬mente al episodio de Marta y María, que concluye con la sentencia de Jesús: «Hay necesidad de pocas cosas, o mejor, de una sola». Esa única cosa necesaria es la ora¬ción. Jesús nos enseña personalmente que la oración debe ser perseveran¬te y confiada. Las palabras y las instrucciones de Jesús están motivadas por la petición de uno de sus discípulos. Pero esta petición no habría sido formulada si sus discípulos no hubieran visto antes a Jesús mismo orando. En efecto, el Evangelio dice: «Sucedió que, estando él orando en cierto lugar...».
Ver orar a un santo cual¬quiera o a un hombre de Dios es un espectáculo maravillo¬so; pero ver orar a Cristo mismo debió ser sobrecogedor. Viendo orar a Jesús, este discípulo ha comprendido algo muy importante: la oración es algo que se aprende y, para hacer progresos en ella, es necesario tener un maestro que tenga experiencia en el tema. Todos hemos oído que multitudes seguían a Santa Ber¬nardita cuando ella, movida por un impulso interior irresistible, corría a la gruta cercana a Lourdes a la cita con la celes¬tial Señora. La gente no veía nada. Pero valía la pena levantarse al alba con lluvia y frío tan solo para verla a ella orar.
Cuando Jesús oraba nadie se habría atrevido a interrumpir su diálogo con el Padre. Pero «cuando terminó», los discípulos le expresan su anhelo de compartir esa misma experiencia: «Enséñanos a orar». Y Jesús satisface este deseo enseñándonos su oración: «Cuando oréis, decid: Padre, santi¬ficado sea tu Nombre, venga tu Reino...». Muchos santos y místicos han compuesto hermosas oraciones. Para comprender la suprema belleza de ésta, bastaría detener¬se en la primera palabra: «Padre». Aquí está contenida toda la experiencia de Cristo y toda su enseñanza.
Padre Nuestro...
Jesús ora a Dios llamándolo «Padre», como en la oración sacerdotal: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti»" (Jn 17,1). Y nos enseña a nosotros a llamar a Dios de la misma manera: «Padre, santi¬ficado sea tu nombre...». El es Hijo de Dios por naturaleza, porque es de la misma sustancia divina que el Padre; pero nos enseña que también nosotros somos hijos de Dios, lo somos por adopción, por gracia. ¡Qué sorpresa para los discípu¬los! Ellos se esperaban cualquier cosa menos esta enseñan¬za. Nadie podía enseñar a dirigirse a Dios con ese dulce nombre, sino el Hijo único de Dios, el único que sabe por experien¬cia que Dios es Padre.
Jesús nos enseña que su discípulo también es adoptado como hijo de Dios y que, cuando ora, llamando a Dios «Padre», es incor¬porado a Cristo, de manera que es Cristo mismo quien ora en él. Esta unión del cristia¬no con Cristo en la oración la expresa magníficamente San Agustín: «Cristo ora por noso¬tros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra; es orado por nosotros como Dios nuestro. Reconoz¬camos, pues, en Él nuestra voz, y su voz en nosotros» (Ep. 85,1). Si esto es verdad en toda oración cristiana, lo es, sobre todo, en la oración que nos enseñó Jesús.
Además de reconocer nuestra filiación (ser hijos en el Hijo) debemos reconocer la santidad de Dios como expresión de su infinita perfección: «Santificado sea tu Nombre». Debemos anhelar la presencia en el mundo de la acción salvífica de Dios: «Venga tu Reino». Debemos confiar en la Providencia divina: «Danos cada día nuestro pan cotidiano». Debemos reconocernos pecadores ante Dios, pero confiar en su misericordia divina: «Perdónanos nuestros pecados». Debemos tener una actitud de misericordia con el prójimo: «Porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe». Finalmente, debemos confiar en que Dios no permitirá que suframos una tentación que, con la gracia divina, no podamos resistir: «No nos dejes caer en la tentación».
El amigo inoportuno
Jesús propone dos parábolas cuya clave de com¬pren¬sión es precisamente que Dios es Padre. En la parábola del amigo importuno, la conclusión está insinuada: si el dueño de casa accede a la súplica del que acude a él a medianoche, no por ser su amigo, sino por su importunidad, ¡cuánto más responderá Dios, que es Padre! Y si un padre de esta tierra, que siendo hombre es siempre malo, sabe dar cosas buenas a su hijo, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo, que es la suma de todo lo bueno, al que se lo pida! Jesús mediante la parábola del amigo importuno nos enseña que la oración dirigida a Dios con la actitud interior antes descrita debe ser perseverante. La parábola tiene esta conclusión: «Os aseguro que, si no se levanta a dárselos (los tres panes) por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite».
Siguiendo esta enseñanza, San Pablo exhorta: «Orad constantemente» (1Tes 5,17). Si aquel hombre se levanta y da a su importuno amigo «los tres panes» pedidos, Dios «le dará todo cuanto necesite». Así lo asegura el mismo Jesús: «Y todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis» (Mt 21,22). La condición «con fe» resume aquella actitud interior expresada en la oración enseñada por Jesús.
La segunda parábola está introducida por estas breves sentencias: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, golpead y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que golpea se le abrirá». Ya está afloran¬do en nuestros labios esta objeción: ¿Por qué, entonces, yo he pedido a Dios algunas cosas y Él no me las ha conce¬di¬do? Es porque hemos pedido a Dios cosas que Él sabe que no nos convienen. «Si un hijo le pide a su padre un pez ¿le dará acaso una culebra?» ¡Obviamente no!
Pero, ¿y si le pide una culebra? Si le pide una culebra, porque el padre lo ama, no le da lo que le pide, sino que le da un pez, que es lo que le conviene. Jesús concluye: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»". En esta petición no hay engaño, esta peti¬ción es irresis¬tible para Dios, porque esta petición es siempre buena para sus hijos.
En la última parte de la lectura Jesús asegura que la oración hecha con actitud de amor filial obtiene siempre de Dios el don óptimo: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíri¬tu Santo a los que se lo pidan»". El Espíritu Santo es el bien máximo al que se puede aspirar. En efecto, «fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,22-23).
Una palabra del Santo Padre:
Al rezar al “Padre Nuestro” sentimos su mirada sobre nosotros. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Misa de la mañana celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta. El Santo Padre subrayó que para un cristiano, las oraciones no son “palabras mágicas” y recordó que “Padre” es la palabra que Jesús pronuncia siempre en los momentos fuertes de su vida.
No desperdiciar palabras como los paganos, no pensar que las oraciones sean “palabras mágicas”. El Papa Francisco se inspiró en el Evangelio del día, en el que el Señor enseña la oración del “Padre Nuestro” a sus discípulos, para detenerse en el valor que tiene rezar al Padre en la vida del cristiano. Jesús – dijo el Pontífice – “indica precisamente el espacio de la oración en una palabra: Padre”.
Este Padre – observó Francisco – “que sabe de qué cosas tenemos necesidad antes de que se las pidamos”. Un Padre que “nos escucha en lo secreto, como Él, Jesús, nos aconseja rezar: en lo secreto”.
“Este Padre que nos da precisamente la identidad de hijos. Y cuando digo ‘Padre’ llego hasta las raíces de mi identidad: mi identidad cristiana es ser hijo y ésta es una gracia del Espíritu. Nadie puede decir ‘Padre’ sin la gracia del Espíritu. ‘Padre’ que es la palabra que Jesús usaba en los momentos más fuertes: cuando estaba lleno de alegría, de emoción: ‘Padre, te alabo, porque tú revelas estas cosas a los pequeños’; o llorando, ante la tumba de su amigo Lázaro: ‘Padre, te doy gracias porque me has escuchado’; o también después, en los momentos finales de su vida, al final”.
El Obispo de Roma evidenció que “en los momentos más fuertes”, Jesús dice: Padre. “Es la palabra que más usa”, “Él habla con el Padre. Es el camino de la oración y, por esta razón – reafirmó – me permito decir que es el espacio de la oración”. “Sin sentir que somos hijos, sin sentirse hijo, sin decir Padre – añadió – nuestra oración es pagana, es una oración de palabras”.
Ciertamente – agregó el Pontífice – se puede rezar a la Virgen, a los Ángeles y a los Santos. Pero recordó que la piedra angular de la oración es “Padre”. Si no somos capaces de comenzar la oración con esta palabra – dijo – “la oración no irá bien”:
“Padre. Es sentir la mirada del Padre sobre mí, sentir que aquella palabra ‘Padre’ no es un derroche como las palabras de las oraciones de los paganos: es una llamada a Aquel que me ha dado la identidad de hijo. Éste es el espacio de la oración cristiana – ‘Padre’ – y después rezamos a todos los Santos, a los Ángeles, hacemos también procesiones, peregrinaciones… Todo bello, pero siempre comenzando con ‘Padre’ y con la conciencia de que somos hijos y que tenemos un Padre que nos ama y que conoce nuestras necesidades, todas. Éste es el espacio”.
Francisco dirigió un pensamiento a la parte en que en la oración del “Padre Nuestro”, Jesús hace referencia al perdón del prójimo, y a cómo Dios nos perdona a nosotros. “Si el espacio de la oración es decir Padre – afirmó – el clima de la oración es decir ‘nuestro’: somos hermanos, somos familia”. Y recordó lo que sucedió con Caín que ha odiado al hijo del Padre, ha odiado a su hermano. El Padre – reafirmó – nos da la identidad y la familia. “Por eso es tan importante – dijo – tener capacidad de perdón, olvidar, olvidar las ofensas, ese sano hábito de decir ‘dejemos pasar… que haga él, el Señor’ y no tener rencor, resentimiento ni ganas de venganza”.
“Rezar al Padre perdonando a todos, olvidando las ofensas – dijo Francisco – es la mejor oración que puedes hacer”:
Papa Francisco. Homilía Santa Marta 16 de junio 2016
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo vivo mi relación con Dios Padre? ¿Es algo cotidiano el rezarle a Dios?
2. Familia que reza unida...permanece unida ¿Cómo vivo la oración en mi familia? ¿Promuevo el rezar en familia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2777- 2801
Texto facilitado por Juan R. Pulido. Presidente diocesano de ANE Toledo
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis»
Lectura del libro del Génesis (18, 20- 32): No se enfade mi Señor si sigo hablando.
En aquellos días, el Señor dijo: «El clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte, y su pecado es grave; voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí; y si no, lo sabré».
Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor.
Abrahán se acercó y dijo: «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?».
El Señor contestó: -«Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos».
Abrahán respondió: «Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?».
Respondió el Señor: «No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco».
Abrahán insistió: «Quizá no se encuentren más que cuarenta».
El dijo: «En atención a los cuarenta, no lo haré».
Abrahán siguió hablando: «Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?».
Él contestó: «No lo haré, si encuentro allí treinta».
Insistió Abrahán: «Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor. ¿Y si se encuentran allí veinte?».
Respondió el Señor: «En atención a los veinte, no la destruiré».
Abrahán continuó: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?»
Contestó el Señor: «En atención a los diez, no la destruiré».
Salmo 137, 1-2a. 2bc-3. 6-7ab. 7c-8
R./ Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; / porque escuchaste las palabras de mi boca; / delante de los ángeles tañeré para ti, / me postraré hacia tu santuario. R./
Daré gracias a tu nombre: / por tu misericordia y tu lealtad, / porque tu promesa supera tu fama / Cuando te invoqué, me escuchaste, / acreciste el valor en mi alma. R./
El Señor es sublime, se fija en el humilde, / y de lejos conoce al soberbio. / Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; / extiendes tu mano contra la ira de mi enemigo. R./
Y tu derecha me salva. / El Señor completará sus favores conmigo: / Señor, tu misericordia es eterna, / no abandones la obra de tus manos. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Colosenses (2,12-14): Os vivificó con él, perdonándoos todos los pecados.
Hermanos: Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, y habéis resucitado con él, por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó con él. Canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándolo en la cruz.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (11, 1-13): Pedid y se os dará.
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos»
Él les dijo: «Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en la tentación”».
Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Jesús enseñó a sus discípulos a orar, primero con su ejemplo, pero también con su palabra. El Evangelio de hoy es un verdadero tratado sobre la oración y el Maestro es Jesús mismo. Este hecho debe despertar toda nuestra aten¬ción y cuidado. Si ya en el antiguo Israel los sabios atraían la aten¬ción de sus discípulos diciendo: «Escucha, hijo, la instrucción de tu padre» (Prov 1,8). ¡Cuánto más debemos prestar atención a la Sabiduría misma de Dios que nos instruye! Abraham en la Primera Lectura va a recurrir a la intercesión ante Yahveh por el pueblo de Sodoma. En la Segunda Lectura vemos a Dios que nos ha dado la vida eterna en Cristo, perdonándonos los pecados o deudas, como rezamos en el Padre nuestro.
Negociándole a Dios...
En la Primera Lectura vemos al patriarca Abraham regateando con Dios, como el amigo importuno de la Lectura del Evangelio. Abraham intercede por Sodoma y se nuestra un excelente regateador que consigue rebajar la cifra inicial de cincuenta justos a diez, como condición para el perdón de la ciudad pecadora. Pero lamentablemente Dios no encuentra a esos diez justos: Sodoma y Gomorra serán destruidas sin remedio. El texto deja patente la eficacia de la súplica pertinaz y, sobre todo, la misericordia del Señor, dispuesto siempre a perdonar.
El perdón también es el tema de la Segunda Lectura. San Pablo, en su carta a los colosenses, nos recuerda que Dios nos ha dado la vida nueva en Jesucristo y que nos ha borrado todos los pecados, es decir, se han cancelado todas las deudas adquiridas o heredadas. Todo ha sido restituido a su estado original. Si Dios atendió la mediación de Abrahám, cuánto más nos escuchará a nosotros, que somos sus hijos, cuando le pedimos algo en nombre de Jesucristo su Hijo y nuestro Mediador ante el Padre.
«Señor, enséñanos a orar...»
Es significativo que la instrucción que Jesús nos ha dejado en la lectura del Evangelio de este Domingo, siga inmediata¬mente al episodio de Marta y María, que concluye con la sentencia de Jesús: «Hay necesidad de pocas cosas, o mejor, de una sola». Esa única cosa necesaria es la ora¬ción. Jesús nos enseña personalmente que la oración debe ser perseveran¬te y confiada. Las palabras y las instrucciones de Jesús están motivadas por la petición de uno de sus discípulos. Pero esta petición no habría sido formulada si sus discípulos no hubieran visto antes a Jesús mismo orando. En efecto, el Evangelio dice: «Sucedió que, estando él orando en cierto lugar...».
Ver orar a un santo cual¬quiera o a un hombre de Dios es un espectáculo maravillo¬so; pero ver orar a Cristo mismo debió ser sobrecogedor. Viendo orar a Jesús, este discípulo ha comprendido algo muy importante: la oración es algo que se aprende y, para hacer progresos en ella, es necesario tener un maestro que tenga experiencia en el tema. Todos hemos oído que multitudes seguían a Santa Ber¬nardita cuando ella, movida por un impulso interior irresistible, corría a la gruta cercana a Lourdes a la cita con la celes¬tial Señora. La gente no veía nada. Pero valía la pena levantarse al alba con lluvia y frío tan solo para verla a ella orar.
Cuando Jesús oraba nadie se habría atrevido a interrumpir su diálogo con el Padre. Pero «cuando terminó», los discípulos le expresan su anhelo de compartir esa misma experiencia: «Enséñanos a orar». Y Jesús satisface este deseo enseñándonos su oración: «Cuando oréis, decid: Padre, santi¬ficado sea tu Nombre, venga tu Reino...». Muchos santos y místicos han compuesto hermosas oraciones. Para comprender la suprema belleza de ésta, bastaría detener¬se en la primera palabra: «Padre». Aquí está contenida toda la experiencia de Cristo y toda su enseñanza.
Padre Nuestro...
Jesús ora a Dios llamándolo «Padre», como en la oración sacerdotal: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti»" (Jn 17,1). Y nos enseña a nosotros a llamar a Dios de la misma manera: «Padre, santi¬ficado sea tu nombre...». El es Hijo de Dios por naturaleza, porque es de la misma sustancia divina que el Padre; pero nos enseña que también nosotros somos hijos de Dios, lo somos por adopción, por gracia. ¡Qué sorpresa para los discípu¬los! Ellos se esperaban cualquier cosa menos esta enseñan¬za. Nadie podía enseñar a dirigirse a Dios con ese dulce nombre, sino el Hijo único de Dios, el único que sabe por experien¬cia que Dios es Padre.
Jesús nos enseña que su discípulo también es adoptado como hijo de Dios y que, cuando ora, llamando a Dios «Padre», es incor¬porado a Cristo, de manera que es Cristo mismo quien ora en él. Esta unión del cristia¬no con Cristo en la oración la expresa magníficamente San Agustín: «Cristo ora por noso¬tros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra; es orado por nosotros como Dios nuestro. Reconoz¬camos, pues, en Él nuestra voz, y su voz en nosotros» (Ep. 85,1). Si esto es verdad en toda oración cristiana, lo es, sobre todo, en la oración que nos enseñó Jesús.
Además de reconocer nuestra filiación (ser hijos en el Hijo) debemos reconocer la santidad de Dios como expresión de su infinita perfección: «Santificado sea tu Nombre». Debemos anhelar la presencia en el mundo de la acción salvífica de Dios: «Venga tu Reino». Debemos confiar en la Providencia divina: «Danos cada día nuestro pan cotidiano». Debemos reconocernos pecadores ante Dios, pero confiar en su misericordia divina: «Perdónanos nuestros pecados». Debemos tener una actitud de misericordia con el prójimo: «Porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe». Finalmente, debemos confiar en que Dios no permitirá que suframos una tentación que, con la gracia divina, no podamos resistir: «No nos dejes caer en la tentación».
El amigo inoportuno
Jesús propone dos parábolas cuya clave de com¬pren¬sión es precisamente que Dios es Padre. En la parábola del amigo importuno, la conclusión está insinuada: si el dueño de casa accede a la súplica del que acude a él a medianoche, no por ser su amigo, sino por su importunidad, ¡cuánto más responderá Dios, que es Padre! Y si un padre de esta tierra, que siendo hombre es siempre malo, sabe dar cosas buenas a su hijo, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo, que es la suma de todo lo bueno, al que se lo pida! Jesús mediante la parábola del amigo importuno nos enseña que la oración dirigida a Dios con la actitud interior antes descrita debe ser perseverante. La parábola tiene esta conclusión: «Os aseguro que, si no se levanta a dárselos (los tres panes) por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite».
Siguiendo esta enseñanza, San Pablo exhorta: «Orad constantemente» (1Tes 5,17). Si aquel hombre se levanta y da a su importuno amigo «los tres panes» pedidos, Dios «le dará todo cuanto necesite». Así lo asegura el mismo Jesús: «Y todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis» (Mt 21,22). La condición «con fe» resume aquella actitud interior expresada en la oración enseñada por Jesús.
La segunda parábola está introducida por estas breves sentencias: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, golpead y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que golpea se le abrirá». Ya está afloran¬do en nuestros labios esta objeción: ¿Por qué, entonces, yo he pedido a Dios algunas cosas y Él no me las ha conce¬di¬do? Es porque hemos pedido a Dios cosas que Él sabe que no nos convienen. «Si un hijo le pide a su padre un pez ¿le dará acaso una culebra?» ¡Obviamente no!
Pero, ¿y si le pide una culebra? Si le pide una culebra, porque el padre lo ama, no le da lo que le pide, sino que le da un pez, que es lo que le conviene. Jesús concluye: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»". En esta petición no hay engaño, esta peti¬ción es irresis¬tible para Dios, porque esta petición es siempre buena para sus hijos.
En la última parte de la lectura Jesús asegura que la oración hecha con actitud de amor filial obtiene siempre de Dios el don óptimo: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíri¬tu Santo a los que se lo pidan»". El Espíritu Santo es el bien máximo al que se puede aspirar. En efecto, «fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,22-23).
Una palabra del Santo Padre:
Al rezar al “Padre Nuestro” sentimos su mirada sobre nosotros. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Misa de la mañana celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta. El Santo Padre subrayó que para un cristiano, las oraciones no son “palabras mágicas” y recordó que “Padre” es la palabra que Jesús pronuncia siempre en los momentos fuertes de su vida.
No desperdiciar palabras como los paganos, no pensar que las oraciones sean “palabras mágicas”. El Papa Francisco se inspiró en el Evangelio del día, en el que el Señor enseña la oración del “Padre Nuestro” a sus discípulos, para detenerse en el valor que tiene rezar al Padre en la vida del cristiano. Jesús – dijo el Pontífice – “indica precisamente el espacio de la oración en una palabra: Padre”.
Este Padre – observó Francisco – “que sabe de qué cosas tenemos necesidad antes de que se las pidamos”. Un Padre que “nos escucha en lo secreto, como Él, Jesús, nos aconseja rezar: en lo secreto”.
“Este Padre que nos da precisamente la identidad de hijos. Y cuando digo ‘Padre’ llego hasta las raíces de mi identidad: mi identidad cristiana es ser hijo y ésta es una gracia del Espíritu. Nadie puede decir ‘Padre’ sin la gracia del Espíritu. ‘Padre’ que es la palabra que Jesús usaba en los momentos más fuertes: cuando estaba lleno de alegría, de emoción: ‘Padre, te alabo, porque tú revelas estas cosas a los pequeños’; o llorando, ante la tumba de su amigo Lázaro: ‘Padre, te doy gracias porque me has escuchado’; o también después, en los momentos finales de su vida, al final”.
El Obispo de Roma evidenció que “en los momentos más fuertes”, Jesús dice: Padre. “Es la palabra que más usa”, “Él habla con el Padre. Es el camino de la oración y, por esta razón – reafirmó – me permito decir que es el espacio de la oración”. “Sin sentir que somos hijos, sin sentirse hijo, sin decir Padre – añadió – nuestra oración es pagana, es una oración de palabras”.
Ciertamente – agregó el Pontífice – se puede rezar a la Virgen, a los Ángeles y a los Santos. Pero recordó que la piedra angular de la oración es “Padre”. Si no somos capaces de comenzar la oración con esta palabra – dijo – “la oración no irá bien”:
“Padre. Es sentir la mirada del Padre sobre mí, sentir que aquella palabra ‘Padre’ no es un derroche como las palabras de las oraciones de los paganos: es una llamada a Aquel que me ha dado la identidad de hijo. Éste es el espacio de la oración cristiana – ‘Padre’ – y después rezamos a todos los Santos, a los Ángeles, hacemos también procesiones, peregrinaciones… Todo bello, pero siempre comenzando con ‘Padre’ y con la conciencia de que somos hijos y que tenemos un Padre que nos ama y que conoce nuestras necesidades, todas. Éste es el espacio”.
Francisco dirigió un pensamiento a la parte en que en la oración del “Padre Nuestro”, Jesús hace referencia al perdón del prójimo, y a cómo Dios nos perdona a nosotros. “Si el espacio de la oración es decir Padre – afirmó – el clima de la oración es decir ‘nuestro’: somos hermanos, somos familia”. Y recordó lo que sucedió con Caín que ha odiado al hijo del Padre, ha odiado a su hermano. El Padre – reafirmó – nos da la identidad y la familia. “Por eso es tan importante – dijo – tener capacidad de perdón, olvidar, olvidar las ofensas, ese sano hábito de decir ‘dejemos pasar… que haga él, el Señor’ y no tener rencor, resentimiento ni ganas de venganza”.
“Rezar al Padre perdonando a todos, olvidando las ofensas – dijo Francisco – es la mejor oración que puedes hacer”:
Papa Francisco. Homilía Santa Marta 16 de junio 2016
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo vivo mi relación con Dios Padre? ¿Es algo cotidiano el rezarle a Dios?
2. Familia que reza unida...permanece unida ¿Cómo vivo la oración en mi familia? ¿Promuevo el rezar en familia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2777- 2801
Texto facilitado por Juan R. Pulido. Presidente diocesano de ANE Toledo
domingo, 17 de julio de 2016
PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. Catequesis Vocacional del Reverendo D. Antonio Pavía
Fascículo 4
Todo lo mío es tuyo
Dicen los exegetas que el Prólogo del evangelio de Juan encierra de hecho su profesión de fe, profesión única, paradigma de todas las confesiones y testimonios de Jesús como Señor. Sabemos de confesiones de fe hechas por innumerables hombres y mujeres a lo largo de los siglos; unas ante reyes y gobernadores, otras ante los foros más diversos.
La de Juan es una confesión gestada por obra y gracia del Espíritu Santo. La podemos ver como el pórtico de la gloria del Hijo de Dios. Sólo un hombre tan profundamente lleno de Jesús podía confesar así. Al hablar de Juan hemos de hablar de un gran pastor, de un hombre que vivió de y desde el Evangelio que su Señor le confió. Las vetas catequéticas que nos brinda el evangelista en lo que se ha llamado su confesión de fe, son innumerables, se podrían escribir miles de páginas sobre la insondable riqueza de este texto y, aun así, quedarían miles y miles por escribir. Dicho de otra forma, nunca habría tinta suficiente para escribir los incontables tesoros del Prólogo del evangelio de san Juan.
Voy a centrarme solamente en la apreciación que nos hace acerca del Hijo de Dios encarnado; dice que está lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14b). Que rebose de gracia y de verdad indica que es el resplandor inmarcesible de la gloria del Padre; y que, al hacerse Emmanuel, derrama en el espíritu de los que acogen su Evangelio, su gracia y su verdad en el sentido más pleno de su significado.
Juan habla de este don que Dios da al hombre por medio de su Hijo; y no lo hace académicamente, sino como acontecimiento vivido no sólo por él, sino también por las primeras comunidades cristianas con sus pastores al frente: “Pues de su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,16-17).
Dios es Gloria, es Gracia y es Verdad y, a partir de la Encarnación de su Hijo, también lo es el hombre. Juan puntualiza suavemente, como si estuviera sintiendo el soplo creador de Dios, que recibimos esta su plenitud progresivamente: gracia tras gracia. Todo lo que somos está sujeto a crecimiento hasta llegar a su altura natural. En nuestro desarrollo como discípulos del Hijo de Dios no hay ningún “hasta”, tendemos -como nos dice Pablo- hacia la plenitud del mismo Señor Jesús: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo”. (Ef 4,13)
En definitiva, podemos afirmar que Dios abre al hombre su divinidad, la plenitud de su ser, por medio de su Hijo; y, como dice Pablo, un día, vencida nuestra muerte, apareceremos gloriosos con Él (Col 3,1-4). Así, Gracia tras Gracia, Palabra tras Palabra, somos reengendrados, como nos dice el apóstol Pedro: “Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente… Y ésta es la Palabra: el Evangelio anunciado a vosotros” (1P 1,23-25).
Cuando el Anuncio apremia
Esto es lo que no fue capaz de comprender el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Obcecado como estaba por guardar simplemente las formas, respetaba e incluso obedecía a su padre hasta donde llegaban sus órdenes; a partir de ahí, pasarlo bien con él no entraba en sus planes. De hecho, a la hora de festejar algo, su compañía natural no podía ser otra que sus amigos: “Pero él replicó a su padre: Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos…” (Lc 15,29).
El pobre hombre, tan cumplidor, tan pendiente de una recompensa muy a lo lejos en el tiempo, nunca tuvo corazón para entender que no era siervo de los bienes de su padre, sino dueño y señor. Así se lo hizo saber su padre: “Pero él le dijo: hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).
“Todo lo mío es tuyo”. He ahí la Palabra viva que brilla con luz propia a lo largo de toda la misión del Señor Jesús desde la Encarnación hasta su Resurrección. Parece que todo su Evangelio se resume en lo siguiente: Todo lo que Soy, Dios y Señor, es tuyo. Lo es, lo es en la medida en que lo acogemos en el corazón; y así, Gracia tras Gracia, Palabra tras Palabra, el hombre recibe el poder de ser hijo de Dios (Jn 1,12).
Todo lo mío es tuyo. Esto es lo que resuena en el oído de quien escucha el Evangelio. Podemos imaginarnos el gozo que invadió el espíritu y el cuerpo de Jesús cuando pudo decir al Padre refiriéndose a sus discípulos: ¡Todo lo nuestro es suyo! Es suyo “porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,8).
El Gran Pastor, como le llama Pedro (1P 5,4), ha abierto las infinitas riquezas de sus entrañas y ha alimentado a sus pastores. Las palabras de vida eterna, las mismas que Él ha recibido del Padre, corren como ríos por los innumerables surcos y concavidades del seno de aquellos a quienes ha llamado a anunciar su Evangelio (Jn 7,38). Se han empapado de Dios, de Vida, sólo así surge natural la imperiosa necesidad del Anuncio.
No es un anuncio cualquiera, es El Anuncio. No necesitan pensarlo mucho ni hacer un listado de generosidades y renuncias; no necesitan nada de esto porque, como le pasó a Pablo, se ven imperiosamente apremiados por el amor de Cristo (2Co 5,14). Podríamos incluso hablar de la violenta necesidad de compartir tanto Fuego. Empleo el término violencia porque no hay duda de que son conscientes de que si no lo comparten es como si se estuviesen perjudicando a sí mismos, como si estuvieran atentando contra lo más real, genuino, divino y humano que el Hijo de Dios ha depositado en ellos, Gracia tras Gracia, Palabra de Vida tras Palabra de Vida.
En este contexto, volvemos a Juan y nos ponemos en su piel intentando adivinar la fuerza del torrente de Vida que se abrió en su alma; comprendemos por qué a un cierto momento pudo proclamar: ¡Dios es amor! (1Jn 4,8 y 16). El apóstol no está dando una definición teológica de Dios, ni un enunciado o tratado sobre su Ser. Lo que pasa es que Juan está respirando con el alma, habla de Dios desde su propia morada: le tiene como Huésped, tal y como Jesús prometió. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Dice de Dios lo que Dios le habla a él; más aún, lo que le dice y le hace, porque así es Dios. Al igual que el salmista, su anuncio nace de una constación empírica: “Venid a oír y os contaré, vosotros todos los que buscáis a Dios, lo que Él ha hecho por mí” (Sl 66,16).
Son hechura de Dios
Constación, experiencia parecida a la de Pablo, que queda como trastornado al conocer el amor de Jesucristo por él, un amor que hizo saltar en pedazos toda su lógica; tan descolocado quedó nuestro amigo que apenas acertó a balbucir “me amó y se entregó por mí” (Gá 2,20). Si entrásemos en la mente de Pablo, le oiríamos susurrar: Era yo quien tenía que haber sido entregado a causa de mis violencias y sangre derramada. Mas no, vino Él y ocupó mi lugar, se hizo cargo de mi culpabilidad.
Por estas y tantas cosas, los pastores según el corazón de su Pastor son especialistas del y en el amor. No lo aprenden en dinámicas de grupos, sesiones de capacitación humana, ni nada parecido. No lo aprenden de nadie, lo aprenden de su Maestro y Señor. Es tal la fuerza creadora que actúa en ellos que, al igual que Juan a quien le estalló el alma al grito de ¡Dios es amor!, también, al igual que Juan, pueden proclamarlo por sus propias y personales experiencias.
Desde esta plenitud, desde su ser “hechura de Dios” (Ef 2,10), salen de sí mismos hacia el mundo entero; se dejan llevar por el Espíritu como Felipe (Hch 8,26-29), para hacerse los encontradizos con los hombres como Dios se hizo el encontradizo con ellos. Al encontrarse con sus hermanos llevan en el corazón un único programa pastoral, el mismo que tuvo su Maestro y Señor: Todo lo mío es tuyo.
Todo lo mío es tuyo, y es por ello que de sus bocas manan palabras llenas de gracia (Lc 4,22), palabras llenas de vida. El Padre las puso en el Hijo, y éste en sus pastores. Esto tiene un nombre: el Anuncio. Todo lo mío es tuyo, he ahí la vida eterna, la plenitud de Dios al servicio del hombre. Es tan divino lo que el pastor recibe de Jesucristo y que a su vez entrega a sus hermanos, que ya no se pertenece a sí mismo ni a nadie: pertenece a Dios, a su santo Evangelio y al mundo entero.
“Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio” (Mc 16,15). Estas palabras de Jesús son mucho más que una exhortación; es la Palabra que, acogida, les configura y les lleva al encuentro de los pobres de espíritu. Codo a codo con ellos, se pondrán a su nivel, pues saben bien de debilidades. Llenos del Dios vivo, pondrán en sus manos sus riquezas; de esta forma, gracia tras gracia, verán a estos sus nuevos hermanos crecer hasta ver a Jesucristo formado en ellos como dice Pablo “… ¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gá 4,19).
No, estos pastores según el corazón de Dios no se pertenecen a sí mismos, pertenecen a Jesucristo, como confiesa Pablo, (Rm 27,23), y a su Evangelio. Es tal su sentido de pertenencia total al Señor que -seguimos con Pablo- son conscientes de que cada vez que anuncian su Evangelio están ofreciendo a Dios un culto espiritual. “Porque Dios, a quien doy culto en mi espíritu predicando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros” (Rm 1,9).
Lo testificó Pablo y, al igual que él, los pastores de las primeras comunidades cristianas. Y juntamente con ellos, los pastores según el corazón de Dios a lo largo de todos los siglos, también los de hoy. Son pastores que ofrecen al hombre gracia tras gracia, actualizando así en cada uno de ellos el “todo lo mío es tuyo” que recibieron del Señor Jesús.
Todo lo mío es tuyo
Dicen los exegetas que el Prólogo del evangelio de Juan encierra de hecho su profesión de fe, profesión única, paradigma de todas las confesiones y testimonios de Jesús como Señor. Sabemos de confesiones de fe hechas por innumerables hombres y mujeres a lo largo de los siglos; unas ante reyes y gobernadores, otras ante los foros más diversos.
La de Juan es una confesión gestada por obra y gracia del Espíritu Santo. La podemos ver como el pórtico de la gloria del Hijo de Dios. Sólo un hombre tan profundamente lleno de Jesús podía confesar así. Al hablar de Juan hemos de hablar de un gran pastor, de un hombre que vivió de y desde el Evangelio que su Señor le confió. Las vetas catequéticas que nos brinda el evangelista en lo que se ha llamado su confesión de fe, son innumerables, se podrían escribir miles de páginas sobre la insondable riqueza de este texto y, aun así, quedarían miles y miles por escribir. Dicho de otra forma, nunca habría tinta suficiente para escribir los incontables tesoros del Prólogo del evangelio de san Juan.
Voy a centrarme solamente en la apreciación que nos hace acerca del Hijo de Dios encarnado; dice que está lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14b). Que rebose de gracia y de verdad indica que es el resplandor inmarcesible de la gloria del Padre; y que, al hacerse Emmanuel, derrama en el espíritu de los que acogen su Evangelio, su gracia y su verdad en el sentido más pleno de su significado.
Juan habla de este don que Dios da al hombre por medio de su Hijo; y no lo hace académicamente, sino como acontecimiento vivido no sólo por él, sino también por las primeras comunidades cristianas con sus pastores al frente: “Pues de su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,16-17).
Dios es Gloria, es Gracia y es Verdad y, a partir de la Encarnación de su Hijo, también lo es el hombre. Juan puntualiza suavemente, como si estuviera sintiendo el soplo creador de Dios, que recibimos esta su plenitud progresivamente: gracia tras gracia. Todo lo que somos está sujeto a crecimiento hasta llegar a su altura natural. En nuestro desarrollo como discípulos del Hijo de Dios no hay ningún “hasta”, tendemos -como nos dice Pablo- hacia la plenitud del mismo Señor Jesús: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo”. (Ef 4,13)
En definitiva, podemos afirmar que Dios abre al hombre su divinidad, la plenitud de su ser, por medio de su Hijo; y, como dice Pablo, un día, vencida nuestra muerte, apareceremos gloriosos con Él (Col 3,1-4). Así, Gracia tras Gracia, Palabra tras Palabra, somos reengendrados, como nos dice el apóstol Pedro: “Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente… Y ésta es la Palabra: el Evangelio anunciado a vosotros” (1P 1,23-25).
Cuando el Anuncio apremia
Esto es lo que no fue capaz de comprender el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Obcecado como estaba por guardar simplemente las formas, respetaba e incluso obedecía a su padre hasta donde llegaban sus órdenes; a partir de ahí, pasarlo bien con él no entraba en sus planes. De hecho, a la hora de festejar algo, su compañía natural no podía ser otra que sus amigos: “Pero él replicó a su padre: Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos…” (Lc 15,29).
El pobre hombre, tan cumplidor, tan pendiente de una recompensa muy a lo lejos en el tiempo, nunca tuvo corazón para entender que no era siervo de los bienes de su padre, sino dueño y señor. Así se lo hizo saber su padre: “Pero él le dijo: hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).
“Todo lo mío es tuyo”. He ahí la Palabra viva que brilla con luz propia a lo largo de toda la misión del Señor Jesús desde la Encarnación hasta su Resurrección. Parece que todo su Evangelio se resume en lo siguiente: Todo lo que Soy, Dios y Señor, es tuyo. Lo es, lo es en la medida en que lo acogemos en el corazón; y así, Gracia tras Gracia, Palabra tras Palabra, el hombre recibe el poder de ser hijo de Dios (Jn 1,12).
Todo lo mío es tuyo. Esto es lo que resuena en el oído de quien escucha el Evangelio. Podemos imaginarnos el gozo que invadió el espíritu y el cuerpo de Jesús cuando pudo decir al Padre refiriéndose a sus discípulos: ¡Todo lo nuestro es suyo! Es suyo “porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,8).
El Gran Pastor, como le llama Pedro (1P 5,4), ha abierto las infinitas riquezas de sus entrañas y ha alimentado a sus pastores. Las palabras de vida eterna, las mismas que Él ha recibido del Padre, corren como ríos por los innumerables surcos y concavidades del seno de aquellos a quienes ha llamado a anunciar su Evangelio (Jn 7,38). Se han empapado de Dios, de Vida, sólo así surge natural la imperiosa necesidad del Anuncio.
No es un anuncio cualquiera, es El Anuncio. No necesitan pensarlo mucho ni hacer un listado de generosidades y renuncias; no necesitan nada de esto porque, como le pasó a Pablo, se ven imperiosamente apremiados por el amor de Cristo (2Co 5,14). Podríamos incluso hablar de la violenta necesidad de compartir tanto Fuego. Empleo el término violencia porque no hay duda de que son conscientes de que si no lo comparten es como si se estuviesen perjudicando a sí mismos, como si estuvieran atentando contra lo más real, genuino, divino y humano que el Hijo de Dios ha depositado en ellos, Gracia tras Gracia, Palabra de Vida tras Palabra de Vida.
En este contexto, volvemos a Juan y nos ponemos en su piel intentando adivinar la fuerza del torrente de Vida que se abrió en su alma; comprendemos por qué a un cierto momento pudo proclamar: ¡Dios es amor! (1Jn 4,8 y 16). El apóstol no está dando una definición teológica de Dios, ni un enunciado o tratado sobre su Ser. Lo que pasa es que Juan está respirando con el alma, habla de Dios desde su propia morada: le tiene como Huésped, tal y como Jesús prometió. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Dice de Dios lo que Dios le habla a él; más aún, lo que le dice y le hace, porque así es Dios. Al igual que el salmista, su anuncio nace de una constación empírica: “Venid a oír y os contaré, vosotros todos los que buscáis a Dios, lo que Él ha hecho por mí” (Sl 66,16).
Son hechura de Dios
Constación, experiencia parecida a la de Pablo, que queda como trastornado al conocer el amor de Jesucristo por él, un amor que hizo saltar en pedazos toda su lógica; tan descolocado quedó nuestro amigo que apenas acertó a balbucir “me amó y se entregó por mí” (Gá 2,20). Si entrásemos en la mente de Pablo, le oiríamos susurrar: Era yo quien tenía que haber sido entregado a causa de mis violencias y sangre derramada. Mas no, vino Él y ocupó mi lugar, se hizo cargo de mi culpabilidad.
Por estas y tantas cosas, los pastores según el corazón de su Pastor son especialistas del y en el amor. No lo aprenden en dinámicas de grupos, sesiones de capacitación humana, ni nada parecido. No lo aprenden de nadie, lo aprenden de su Maestro y Señor. Es tal la fuerza creadora que actúa en ellos que, al igual que Juan a quien le estalló el alma al grito de ¡Dios es amor!, también, al igual que Juan, pueden proclamarlo por sus propias y personales experiencias.
Desde esta plenitud, desde su ser “hechura de Dios” (Ef 2,10), salen de sí mismos hacia el mundo entero; se dejan llevar por el Espíritu como Felipe (Hch 8,26-29), para hacerse los encontradizos con los hombres como Dios se hizo el encontradizo con ellos. Al encontrarse con sus hermanos llevan en el corazón un único programa pastoral, el mismo que tuvo su Maestro y Señor: Todo lo mío es tuyo.
Todo lo mío es tuyo, y es por ello que de sus bocas manan palabras llenas de gracia (Lc 4,22), palabras llenas de vida. El Padre las puso en el Hijo, y éste en sus pastores. Esto tiene un nombre: el Anuncio. Todo lo mío es tuyo, he ahí la vida eterna, la plenitud de Dios al servicio del hombre. Es tan divino lo que el pastor recibe de Jesucristo y que a su vez entrega a sus hermanos, que ya no se pertenece a sí mismo ni a nadie: pertenece a Dios, a su santo Evangelio y al mundo entero.
“Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio” (Mc 16,15). Estas palabras de Jesús son mucho más que una exhortación; es la Palabra que, acogida, les configura y les lleva al encuentro de los pobres de espíritu. Codo a codo con ellos, se pondrán a su nivel, pues saben bien de debilidades. Llenos del Dios vivo, pondrán en sus manos sus riquezas; de esta forma, gracia tras gracia, verán a estos sus nuevos hermanos crecer hasta ver a Jesucristo formado en ellos como dice Pablo “… ¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gá 4,19).
No, estos pastores según el corazón de Dios no se pertenecen a sí mismos, pertenecen a Jesucristo, como confiesa Pablo, (Rm 27,23), y a su Evangelio. Es tal su sentido de pertenencia total al Señor que -seguimos con Pablo- son conscientes de que cada vez que anuncian su Evangelio están ofreciendo a Dios un culto espiritual. “Porque Dios, a quien doy culto en mi espíritu predicando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros” (Rm 1,9).
Lo testificó Pablo y, al igual que él, los pastores de las primeras comunidades cristianas. Y juntamente con ellos, los pastores según el corazón de Dios a lo largo de todos los siglos, también los de hoy. Son pastores que ofrecen al hombre gracia tras gracia, actualizando así en cada uno de ellos el “todo lo mío es tuyo” que recibieron del Señor Jesús.
Textos y comentarios de las lecturas de la Misa del domingo de la Semana 16ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
«María ha elegido la parte buena, que no le será quitada»
Lectura del libro del Génesis (18,1-10a): Señor, no pases de largo junto a tu siervo
En aquellos días, el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, en lo más caluroso del día. Alzó la vista y vio tres hombres frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda, se postró en tierra y dijo: «Señor, mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un bocado de pan para que recobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a vuestro siervo».
Contestaron: «Bien, haz lo que dices».
Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: «Aprisa, prepara tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz unas tortas».
Abrahán corrió enseguida a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase de inmediato. Tomó también cuajada, leche y el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba bajo el árbol, ellos comían.
Después le dijeron: «¿Dónde está Sara, tu mujer?».
Contestó: «Aquí, en la tienda».
Y uno añadió: «Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo».
Salmo 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5
R./ Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente / y practica la justicia, / el que tiene intenciones leales / y no calumnia con su lengua. R./
El que no hace mal a su prójimo / ni difama al vecino. / El que considera despreciable al impío / y honra a los que temen al Señor. R./
El que no presta dinero a usura / ni acepta soborno contra el inocente. / El que así obra nunca fallará. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Colosenses (1, 24-28): El misterio escondido desde siglos, revelado ahora a los santos
Hermanos: Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado servidor, conforme al encargo que me ha sido encomendado en orden a vosotros: llevar a plenitud la palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios ha querido dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria.
Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para presentarlos a todos perfectos en Cristo.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (10, 38- 42): Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano».
Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; sólo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Partiendo de un humilde gesto de hospitalidad, común a la Primera Lectura y al Evangelio, se trasciende en ambos casos la escena en cuestión para alcanzar el nivel de la fe que acoge al Señor que está de paso.
En la Primera Lectura, se nos habla de Abraham que, en pleno bochorno producido por el calor del mediodía, ofrece un hospedaje espléndido a tres misteriosos personajes recibiendo la bendición divina de un descendiente. En la lectura del Evangelio, Marta acoge a Jesús y a sus discípulos en su casa. María, su hermana, por otro lado, acoge como discípula atenta la Palabra de Jesús en su corazón. El texto de la carta a los Colosenses presenta a Pablo que acoge en su cuerpo y en su alma a Jesús Crucificado para completar las tribulaciones de Cristo a favor de su cuerpo, que es la Iglesia.
«Señor, no pases de largo junto a tu siervo»
Ninguna de las dos hermanas, cada una a su estilo, dejó de pasar a Jesús, igual que no dejó pasar de largo a Dios el patriarca Abraham, como leemos en el libro del Génesis. Narración hermosa pero ciertamente difícil de entender, en que Abraham cambia del singular al plural para hablar con el Señor, presente en la aparición de los tres misteriosos hombres. La hospitalidad de Abraham es alabada por San Jerónimo ya que trata a los tres desconocidos como si fuesen sus hermanos. Abraham no encomienda el servicio a sus criados o siervos, disminuyendo el bien que les hacía, sino que él mismo y su mujer los servían.
Él mismo lavaba los pies de los peregrinos, él mismo traía sobre sus propios hombros el becerro gordo de la manada. Cuando los huéspedes estaban comiendo, él se mantenía de pie, como uno de sus criados y, sin comer, ponía en la mesa los manjares que Sara había preparado con sus propias manos. Al final de la comida Abraham, que ya tenía de Dios la promesa de una tierra en posesión, recibe ahora ya anciano, como su esposa Sara, la noticia de un futuro descendiente.
Algunos escritores de la antigüedad, entre ellos San Ambrosio y San Agustín han visto en los tres personajes, un anticipo de la Trinidad: «Abrahán vió a tres y adoró a uno sólo» (San Agustín). Inspirados en este pasaje, representa la Iglesia Oriental a la Santísima Trinidad, preferentemente como tres jóvenes de igual figura y aspecto.
«Marta, Marta, estás ansiosa e inquieta por muchas cosas»
Esta observación que Jesús dice a Marta, debería despertar nuestra atención. En efecto, parece dirigida a cada uno de nosotros inmersos en una sociedad donde lo que vale, lo que se aprecia, lo que se entiende es lo eficiente y lo útil. Es signo de importan¬cia estar siem¬pre «muy ocupado» y dar siempre la impresión de que uno dispone de muy poco tiempo porque tiene mucho que hacer. Cuando se saluda a alguien no se le pregunta por la salud o por los suyos; es de buen gusto preguntar¬le: «¿Mucho traba¬jo?». Como Marta, también noso¬tros nos preocupamos e inquietamos por muchas cosas que creemos importantes e imprescindibles.
Pero Jesús agrega: «Y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola». Las palabras que Jesús dirige a Marta encierran un reproche ya que establece un contraste entre las «muchas cosas» que preocupaban a Marta y la «única cosa» necesa¬ria, de la cual, en cambio, ella no se preocupaba. Fuera de esta única cosa necesaria, todo es prescindi¬ble, es menos impor¬tante, es superfluo. ¿Cuál es esta única cosa necesaria? ¿Es necesaria para qué? Para responder a estas preguntas debemos fijarnos en la situación concreta que motivó la afirmación de Jesús.
Los amigos de Jesús
Marta y María, junto con su hermano Lázaro, tenían la suerte de gozar de la amistad de Jesús. Cuando alguien se quiere recomendar co¬mienza a insinuar su relación más o menos cercana con gran¬des personajes; ¿quién puede pretender una recomenda¬ción mayor que la de estos tres hermanos? Acerca de ellos el Evangelio dice: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5). ¡Marta es mencionada en primer lugar, antes que Lázaro! Estando de camino, Jesús entró en Betania; y Marta, lo recibe en su casa. Por otro lado «María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atarea¬da en muchos quehace¬res».
Para Marta Jesús era un huésped al que hay que obse¬quiar con alojamiento y alimen¬to; para María Jesús es «el Señor», el Maestro, al que hay que obse¬quiar con la atención a su Palabra y la adhesión total a ella. Marta entonces reclama: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». ¡Qué lejos está Marta de entender! En realidad, lo que a Jesús le importa es que, estan¬do Él presente y pro¬nunciando esas «palabras de vida eterna» que sólo Él tiene, Marta esté preocupándose de otra cosa, «atareada en muchos quehaceres». ¿Qué hacía Marta? «Mucho que hacer» es la expresión más corriente del hom¬bre moderno; por eso los hombres importan¬tes suelen ser llamados «eje¬cu¬tivos», es decir, que tienen mucho que ejecutar.
Lejos de atender el reclamo de Marta, Jesús defiende la actitud de María. Ella había optado por la única cosa nece¬saria y ésa no le será quitada. Lo único necesario es dete¬ner¬se a escuchar la palabra de Jesús, y acogerla como Pala¬bra de Dios. Y es necesario para alcan¬zar la vida eterna, es decir, el fin para el cual el hombre ha sido creado y puesto en este mundo. Si el hombre alcanza todas las demás cosas, pero pierde la vida eterna, quedará eternamente frustrado. A esto se refiere Jesús cuando pregunta: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida?» (Mc 8,36). María comprendía esta otra afirma¬ción de Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5) y sabía que Él es lo único necesario; que se puede prescin-dir de todo lo demás, con tal de tenerlo a él. ¡Una sola cosa es necesaria!
En el Antiguo Testamento ya se había comprendido esta verdad y se oraba así: «Una sola cosa he pedido al Señor, una sola cosa estoy buscan¬do: habitar en la casa del Señor, todos los días de mi vida, para gustar de la dulzu¬ra del Señor» (Sal 27,4). Pero llega¬da la revelación plena en Jesucristo sabemos que esa única cosa necesaria se prolonga no sólo en el espacio de esta vida, sino por la eternidad. Es la enseñanza que Jesús da a la misma Marta: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11,25-26).
¡No tengo tiempo...!
Se oye decir a menudo a muchas personas que no pueden santificar el Día del Señor y participar de la Santa Misa, porque «tienen mucho que hacer, mucho trabajo...no tienen tiempo». Son un poco como Marta. No entienden que Jesucristo les quiere dar el alimen¬to de vida eterna de su Palabra y de su Santísimo Cuerpo pero prefieren «el alimento» perecible de esta tierra. No sabemos cómo reaccionó Marta ante la suave reprensión de Jesús.
Pero ojalá todos reaccionáramos como aquella samari¬tana a quien Jesús pidió de beber. Jesús la conside¬ró capaz de entender y le dice: «Si conocie¬ras el don de Dios, y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú le habrías pedido a Él, y Él te habría dado agua viva» (Jn 4,10). A esa mujer se le olvidó el jarro y el pozo y todo, y exclamó: «Señor, dame de esa agua» (Jn 4,15). Pidió lo único realmente necesario.
¿Qué nos dice San Agustín de este pasaje?
«Marta y María eran dos hermanas, unidas no sólo por su parentesco de sangre, sino también por sus sen¬timientos de piedad; ambas estaban estrechamente uni¬das al Señor, ambas le servían durante su vida mortal con idéntico fervor. Marta lo hospedó, como se acostumbra a hospedar a un peregrino cualquiera. Pero, en este caso, era una sirvienta que hospedaba a su Señor, una enferma al Salvador, una creatura al Creador. ..Así, pues, el Señor fue recibido en calidad de hués¬ped, Él, que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron dio poder de llegar a ser hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndo¬los en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: «Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa.»...Por lo demás, tú, Marta —dicho sea con tu venia, y bendita seas por tus buenos servicios—, buscas el des¬canso como recompensa de tu trabajo.
Ahora estás ocu¬pada en los mil detalles de tu servicio, quieres alimentar unos cuerpos que son mortales, aunque ciertamente son de santos; pero ¿por ventura, cuando llegues a la patria celestial, hallarás peregrinos a quienes hospedar, ham¬brientos con quienes partir tu pan, sedientos a quienes dar de beber, enfermos a quienes visitar, litigantes a quienes poner en paz, muertos a quienes enterrar? Todo esto allí ya no existirá; allí sólo habrá lo que María ha elegido: allí seremos nosotros alimentados, no tendremos que alimentar a los demás. Por esto, allí al¬canzará su plenitud y perfección lo que aquí ha elegido María, la que recogió las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor. ¿Quieres saber lo que allí ocu¬rrirá? Dice el mismo Señor, refiriéndose a sus siervos: Os aseguro que se pondrá de faena, los hará sentar a la mesa y se prestará a servirlos» (San Agustín, Sermón 103, 1 2. 6).
«Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros...»
Recibir y acoger a Jesucristo, es darle cabida en nuestra vida, es aceptar el misterio de su Persona en su totalidad; y el dolor humano, propio y ajeno, hace parte de ese misterio redentor, pues se asocia uno a la Pasión de Jesucristo, como leemos en la carta a los Colosenses: «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia».
Ciertamente Pablo no pretende añadir nada al valor propiamente redentor de la Cruz de Jesús al que nada le falta; pero se asocia, cómo debemos hacer cada uno de nosotros, a las «tribulaciones» de Jesús; es decir a los dolores propios de la era mesiánica que Él ha inaugurado: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de Dios sufre violencia» (Mt 11, 12) .
Una palabra del Santo Padre:
«El relato de hoy es aquel de Marta y María. ¿Quiénes son estas dos mujeres? Marta y María, hermanas de Lázaro, son parientes y fieles discípulas del Señor, que habitaban en Betania.
San Lucas las describe de esta manera: María, a los pies de Jesús, «escuchaba su palabra», mientras Marta estaba ocupada en muchos servicios (cfr Lc 10, 39-40). Ambas hospedan al Señor de paso, pero lo hacen de diversa forma. María se pone a los pies de Jesús, en escucha, Marta en cambio se deja absorber por los quehaceres, y está tan ocupada que se dirige a Jesús diciendo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me ayude» (v. 40). Y Jesús le responde reprendiéndola con dulzura: «Marta, Marta, tú te afanas y te agitas por muchas cosas, pero de una cosa sola hay necesidad» (v. 41).
¿Qué cosa quiere decir Jesús? ¿Cuál es esta cosa sola de la que tenemos necesidad? Ante todo es importante entender que aquí no se trata de la contraposición entre dos actitudes: la escucha de la palabra del Señor, la contemplación, y el servicio concreto al prójimo. No son dos actitudes opuestas, sino, al contrario, son ambos dos aspectos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que no deben ser jamás separados, sino vividos en profunda unidad y armonía. Pero entonces ¿por qué Marta es reprendida, si bien con dulzura? Porque considero esencial sólo aquello que estaba haciendo, estaba demasiado absorbida y preocupada por las cosas por “hacer”. En un cristiano, las obras de servicio y de caridad no se separan jamás de la fuente principal de cada una de nuestras acciones: o sea la escucha de la Palabra del Señor, el estar – como María – a los pies de Jesús, en la actitud del discípulo. Y por esto Marta es reprendida.
También en nuestra vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, oración y acción estén siempre profundamente unidas. Una oración que no lleva a la acción concreta hace al hermano pobre, enfermo, necesitado de ayuda, el hermano en dificultad, es una oración estéril e incompleta».
Papa Francisco. Ángelus domingo 21 de julio de 2013.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Por qué cosas realmente me inquieto? ¿Son por las cosas del Señor? ¿Dónde está realmente mi corazón?
2. Nuestra acción debe de fundamentarse en el encuentro con el Señor. ¿En qué espacios y tiempos me encuentro con el Señor? ¿Soy atento a su Palabra? ¿Me alimento de ella? ¿Mi actuar responde a mi encuentro con el Señor?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2031.2074. 2180- 2188. 2725 – 2728.
Texto facilitado por J.R. Pulido. Presidente Diocesano de ANE TOLEDO.
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