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La
Voz que salva
Nada abate más
al hombre que no encontrar respuesta ante la desgracia y la calamidad cuando es
visitado una y otra vez por ellas. Desamparado, desvalido e inerte ante el
cúmulo de adversidades que se ceban en él, le parece estar a merced del mal y
su autor, Satanás; Jesús le llama “el Maligno” (Jn 17 15).
La Escritura
sitúa al Maligno en las profundidades de las aguas. Éstas, a su vez, por su
permeabilidad, simbolizan la inseguridad del hombre. Desde sus profundidades,
Satanás agita violentamente su existencia sumergiéndole en un mar de angustias
a causa del mal que le sobreviene. Dicho esto, podemos afirmar que el Maligno
tiene su propia voz. Es tal el desajuste interno que nos produce esta voz, que
nos hace creer que para solventar las pruebas no hay mejor salida que la de
desobedecer a la Voz, la de Dios. Preso de la angustia, el hombre da crédito a
estas voces que le llevan a ninguna parte, a una soledad sin caminos como
frecuentemente leemos en las Escrituras.
De estas dos
voces, la de Dios y la de Satanás, nos habla el Salmo 93; voz del seno de las
aguas –recordemos que en ellas tiene su morada Satanás-. Proclama el salmista:
“Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su
bramido…” El miedo está servido; son
voces tenebrosas que buscan asustar y someter. Así parece que va a discurrir la
existencia del hombre cuando, como de pronto, el salmista da un giro portentoso
al himno y se erige como confesor de la fe en Dios cuya Voz se impone hasta
acallar por completo el rugido que brota de las aguas impetuosas. “…pero más
que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más
potente en el cielo es el Señor”.
Aun así, hemos
de volver a las primeras voces, las de las aguas, las de nuestro Adversario,
recordemos que Satán significa adversario. La intención de éste cuando, ante el
mal o, mejor dicho, sirviéndose de él, se allega a nosotros con su voz, no es
otra que la de descolocarnos y someternos. Sí, someternos al fruto amargo de su
voz: la muerte, como dice Pablo (Rm 6,23a). Más adelante, una vez que por su
sometimiento nos ha llevado a conformarnos a ser hijos de la muerte, el Maligno
nos impele a “morir matando”: a maldecir a Dios. A este conformismo suicida
quiso llevar la mujer de Job cuando, ante la terrible secuencia de males que
habían caído sobre él, le dijo: “¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a
Dios y muere!” (Jb 2,9).
Lo dicho, morir
matando, abrazarse a la voz maldita del adversario y, desde ella, maldecir a Dios. He ahí el
combate del hombre. En sus oídos resuenan la voz y la Voz; una te abraza a la
muerte, la otra a la Vida; una te
desampara, la otra te levanta; una te empobrece hasta aceptar el absurdo, la
otra te abre al asombro que te sobrepasa y te introduce en la fiesta de saber
estar con Dios. Por último, una que te desata las entrañas esparciéndolas por
tierra, como hizo con Judas (Hch 1,18), y la otra que te dice: “No tengáis
miedo: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33b).
¡Escuchad a mi Hijo!
Marcos nos relata
un episodio de Jesús con sus apóstoles en el que se hicieron presentes las dos
voces. Están en alta mar y “en esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas
irrumpían en la barca, de suerte que ésta ya se anegaba” (Mc 4,37). Por una
parte, resuenan las voces destructoras simbolizadas en el estruendo terrible de
la tempestad; son voces que abanderan el miedo, hacen mella en los apóstoles
quienes, en el colmo de su desesperación, piden ayuda a Jesús y no muy delicadamente
por cierto; señal evidente de su desajuste interno: “Maestro, ¿no te importa
que perezcamos?” (Mc 4,38b). Jesús no es, en absoluto, ajeno a las voces que
quieren envolver al hombre en una espiral interminable de desesperación, y
porque no es ajeno, da cumplimiento a la profecía del salmista levantándose e
imponiendo su autoridad sobre el rugido de la tempestad. Dice Marcos que
increpó al viento y dijo al mar: “¡Calla, enmudece! El viento se calmó y
sobrevino una gran bonanza” (Mc 4,39).
¿Quién es éste
que hasta el viento y el mar obedecen?, se dijeron entre sí los apóstoles. Pues
ese tal no era ni más ni menos que ¡la Voz hecha Emmanuel! La Voz que se
levanta majestuosa sobre las aguas, sobre todo poder, sobre toda desesperanza y
mentira; es la Voz tantas veces anunciada por los profetas. Los apóstoles la
oyeron, y también, como es propio de la Palabra, “la vieron”; sí, vieron que se
cumplía, que la morada del Maligno había sido invadida y sometida ante el
resonar de la Voz, la Palabra del Padre, el Señor Jesús.
La fe no es
algo que se recibe de golpe como en una sola entrega y que hemos de guardar y
administrar, sino que tiene sus fases de crecimiento. Digo esto porque esta
experiencia de los apóstoles en el mar en la que, con sus propios ojos, fueron
testigos de la majestad de la Voz de Dios sobre las aguas, les preparó –hablo
de Pedro, Juan y Santiago- a comprender mejor, diría casi en su real dimensión,
la Voz que tronó gloriosa desde lo alto en la Transfiguración de su Señor.
Recordemos los hechos. Ahí están los tres junto al Hijo de Dios revestido de gloria junto a Moisés y Elías,
cuando, de pronto, escucharon la Voz del Padre testificando acerca de su Hijo.
Les dijo: “escuchadle” (Lc 9,35).
¡Escuchadle! Él
es mi Voz, la que se sobrepone al Maligno, la que saca a la luz todo engaño y mentira,
la que os levanta y perdona, la que os acompañará día y noche a lo largo del
nuevo éxodo que, junto con Él, haréis hacia mí. Bien sabe Jesús que es la Voz,
la Palabra del Padre; que ha sido enviado por Él como Buen Pastor para
conducirnos a lo largo de este nuevo y definitivo éxodo. De ahí su exhortación
a sus discípulos en la última cena: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).
Escuchadle,
porque su Voz os dará fuerzas para acallar toda violencia de las aguas; no hay
torrente o tempestad por muy estruendosa que sea arremetiendo vuestras almas,
que no termine por ser aplacada. Y es que el amor y la fuerza que nacen de esta
Voz se sobreponen a todo ímpetu de las aguas. Lo testificó la esposa del Cantar
de los Cantares: “Ni las grandes aguas ni los grandes ríos pueden anegar ni
apagar el amor” (Ct 8,7a).
A la luz de la
Teofanía del Tabor, podemos hablar también de Teofonía porque Dios se hizo
audible con su Voz. Nos acercamos con inmensa ternura a la figura de Juan
Bautista, el que se sabía y reconocía como precursor de la Voz. Podríamos hacer
una atrevida interpretación de aquella su confesión de fe cuando le preguntaron
algunos de sus discípulos si él era el Mesías que esperaban. Les dijo que no,
que era solamente una voz, que la Voz venía detrás de él y que era eterna (Jn
1,30).
Hombres para la
eternidad
Precioso, sin
duda, el testimonio, la confesión que hemos puesto en la boca del Bautista
moviendo un poco la forma, mas no el fondo de sus palabras. Seguimos con él y
nos descubrimos ante la sublimidad que alcanza su adhesión al Señor Jesús. Más
adelante, ante la duda que todavía persiste por parte de algunos de si es o no
el Mesías, despeja toda incertidumbre con esta proclamación que sabe mucho a
pastoreo. Se olvida de sí mismo a favor de sus discípulos a fin de que éstos se
encuentren con la Verdad, con el Mesías. Les dice: “…El que tiene a la esposa
es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho
con la voz del esposo” (Jn 3,29a).
Es confesión y
testimonio de amor, sí, mas también resplandece su plenitud como pastor. Sin
pretenderlo, nos acaba de dar las pautas de cómo quiere Dios que sean sus
pastores. Lo son según su corazón porque no miran por su vida, tampoco lo
necesitan pues la tienen recogida en buenas manos, las de Dios; no, no miran
por su vida sino por la de sus ovejas. La mayor alegría de Juan Bautista reside
en que sus ovejas oigan la Voz. Nos estremece la elegancia del precursor de
Jesús, su saber ser y estar. Al “desprenderse” de sus discípulos, no se siente
herido o sacrificado como si fuera una loba a quien arrebatan sus lobeznos.
Todo lo contrario, su alma rebosa, exultante; sensaciones desconocidas la hacen
vibrar, y es que no es para menos. ¿No va el mismo Dios a penetrar el alma de
este hombre que sabe ser y estar, que sabe dar paso a la Voz a fin de que sus
ovejas “tengan vida en abundancia”? (Jn 10,10).
No, no hay
aceptación “sacrificada y melancólica” de la voluntad de Dios, sino plenitud de
gozo, él mismo nos lo hace saber. Después de decirnos que se alegra mucho con
la voz del esposo, testifica: “Ésta es, pues, mi alegría que ha alcanzado su
plenitud” (Jn 3,29b).
Juan Bautista
es imagen del pastor sabio, consecuente, honesto con Dios y con sus ovejas. Sabe
bien que no es el esposo del alma de nadie, tiene en su mente y en su corazón
tantas profecías que recorren el Antiguo Testamento acerca de Dios como único
Esposo del alma del hombre. Con la Encarnación del Hijo estas promesas alcanzan
su cumplimiento. Nuestro amigo se alegra indeciblemente cuando su voz se echa a
un lado para dar paso a la del Hijo de Dios. No sé si tendremos la suficiente
capacidad imaginativa para hacernos una idea de lo que pudo pasar en el
corazón, alma y entrañas del Bautista cuando oyó la Voz dirigiéndose a sus
discípulos en estos términos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores
de hombres” (Mc 1,17…).
La figura de
Juan Bautista, su voz anticipadora de la Voz, nos revela no poca ternura, y
también sensatez y sabiduría; así como -repito una vez más- un saber ser y
estar como pastor. Salvando las infinitas distancias, al igual que Dios Padre
en el Tabor orientó los oídos de los tres discípulos hacia el Pastor
diciéndoles “escuchadle, oídme a mí y seguidle a Él que es mi Palabra”, de la
misma forma, -repito, salvando la distancia infinita- el Hijo de Dios
proclamará solemnemente que todos aquellos que escuchen la voz de los pastores
según su corazón están escuchándole a Él mismo: “Quien a vosotros os escucha, a
mí me escucha” (Lc 10,16a). Siguiendo o, mejor dicho, completando la figura de
Juan Bautista en cuanto pastor según el corazón de Dios, podemos decir que fue
pastor no según su voz sino según la Voz de Dios.
Pastores según
su propia voz los hay. Adhesiones voluntaristas, provocadas en general por el
prurito de estar a la última en cuanto a sabiduría humana se refiere, la
experiencia nos dice que su recorrido es muy corto. Son voces cuyo resonar dura
lo que una radio que se alimenta con pilas y sin repuesto disponible.
Los pastores
según el corazón de Dios son, al igual que Juan Bautista, según su Voz. Son
hombres para la eternidad porque proclaman palabras eternas; son hombres de
eternidad por ser hijos de la Palabra. Por todo ello son conscientes de que su
predicación no es suya sino manantial que fluye de la Voz. Su Buen Pastor les
da palabras que son “espíritu y vida” (Jn 6,63) para sus ovejas.
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