domingo, 19 de marzo de 2017

Lecturas de la Misal del Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo A «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed»






Lectura del libro del Éxodo (17,3-7): Danos agua de beber.

En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?»
Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.»
Respondió el Señor a Moisés: «Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpea­rás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.»
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?»

Salmo 94,1-2.6-7.8-9: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón». R./

Venid, aclamemos al Señor, // demos vítores a la Roca que nos salva; //  entremos a su presencia dándole gracias, // aclamándolo con cantos. R./

Entrad, postrémonos por tierra, // bendiciendo al Señor, creador nuestro. // Porque él es nuestro Dios, // y nosotros su pueblo, // el rebaño que él guía. R./

Ojalá escuchéis hoy su voz: // «No endurezcáis el corazón como en Meribá, // como el día de Masá en el desierto; // cuando vuestros padres me pusieron a prueba // y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R./

Lectura de la carta de San Pablo a los romanos (5,1-2.5-8): El amor de Dios ha sido derramado en nosotros con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que esta­mos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.
Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (4, 5-42): Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Si­car, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el ma­nantial de Jacob.
Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.»
Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? » Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. » La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.» La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que ve­nir aquí a sacarla.» Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.» La mujer le contesta: «No tengo marido.» Jesús le dice: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.» La mujer le dice: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron cul­to en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.» Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salva­ción viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.» La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo. » Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera ha­blando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas? » La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?» Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él.
Mientras tanto sus discípulos le insistían: «Maestro, come.» Él les dijo: «Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis.»
Los discípulos comentaban entre ellos: «¿Le habrá traído alguien de comer?» Jesús les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cose­cha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo sala­rio y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mis­mo sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: Uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron, y vosotros recogéis el fruto de sus sudores.»
En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testi­monio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho.» Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se que­dara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»


&Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

A la medida que vamos caminando hacia el corazón de la Cuaresma, aflora con fuerza el tema bautismal que se acentúa particularmente este Domingo. La elección del Evangelio para este Domingo y los dos siguientes[1] responde al esquema de los formularios utilizados desde el siglo IV y que fueron dando cuerpo a la primitiva liturgia cuaresmal. El pasaje evangélico de este Domingo describe la auto revelación de Jesús a través del símbolo del agua. En relación con la Primera Lectura, el humilde «dame de beber» dirigido por Jesús a la mujer samaritana, recuerda la sed del pueblo israelita en el desierto del Sinaí y su queja airada contra Moisés: «danos agua para beber» (Ex 17,2). En la Segunda Lectura, cuyo tema central es la justificación y la salvación del hombre: el don de Dios se nos ofrece gratuitamente en Jesucristo. El agua que se nos da en abundancia, fundamento de nuestra esperanza, es el amor Padre derramado en el Hijo, es decir el Espíritu Santo. 

K «Dame de beber...»

En el transcurso de esta extensa lectura se produce un progreso en cuanto al descubrimiento de la identidad de Jesús. El relato comienza con un encuentro casual. Jesús llega por el camino junto al pozo mientras sus discípulos van a la ciudad a comprar víveres, y comien­za el diálogo con la peti­ción: «Dame de beber». Jesús cansado y sediento tiene necesidad del auxilio de esta afortunada mujer. Es una expre­sión poderosa y clara de su condición humana. Apenas Jesús le habla, ella lo reconoce por su modo de hablar, y le pre­gunta: «¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? (Los judíos y los samaritanos no se habla­ban)», nos aclara San Juan. Jesús no resulta mejor identificado por la mujer que por su con­dición de «judío»: «¿Cómo tú siendo judío?»

K Pero... ¿quiénes son los samaritanos?

Por el Segundo libro de los Reyes (17,24-41) conocemos el origen de los Samaritanos y de su culto a Yahveh. Los samaritanos descendían de las tribus orientales con que Sargón II, rey de Asiria (720 - 705 a.C.) repobló Samaría, que era el reino del norte o Israel, cuando deportó a sus habitantes a Babilonia, Siria y Asiria a finales del siglo VIII a.C. Estos se habían mezclado con algunos de los israelitas que quedaron allí. Su religión, que al principio fuera idolátrica, con una leve tintura de yahveísmo, se fue purificando sucesivamente, y al declinar del siglo IV (a.C.), los samaritanos tenían su templo propio construido sobre el monte Garizim.

Para ellos, natural­mente, el Garizim era el único lugar donde se rendía culto auténtico al Dios Yahveh, por contraposición al templo judío de Jerusalén, y se conside­raban como los genuinos descendientes de los antiguos patriarcas hebreos y los verdaderos depositarios de su fe religiosa. De aquí las rabiosas y con­tinuas hostilidades entre samaritanos y judíos, tanto más cuanto que Sa­maría era lugar de tránsito forzoso entre la septentrional Galilea y la meridional Judea.

Estas hostilidades, frecuentemente atestiguadas en los docu­mentos antiguos, lamentablemente no han cesado, y aún hoy se perpetúan en un pequeño grupo de samaritanos que habitan en Nablus y en Jaffa y todavía adoran a Dios a los pies del monte Garizim.

J«Veo que eres un profeta...» 

Volvamos al Evangelio donde prosigue el diálogo entre Jesús y la mujer. Cuando Jesús demuestra conocer detalles de la vida privada de la mujer, ella le dice: «Señor, veo que eres un profeta». Ha dado así un paso inmenso en el reconocimiento de Jesús. Los  profetas eran hombres de Dios y el pueblo los veneraba; pero no es suficien­te para expresar quién es Jesús. Era la opi­nión común de mucha gente: «Unos dicen que eres Juan el Bautis­ta, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profe­tas» (Mt 16,14).Reconocido como profeta, la mujer inmediatamente le plantea un problema «teológico»: ¿Cuál es el lugar donde Dios quiere que se le ofrezcan sacrifi­cios? Jesús aclara que en adelante el culto verdadero será espiri­tual y no estará vinculado a un lugar físico único. Es una respuesta que la mujer no puede comprender y para evitar entrar en mayor profundidad, dice: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga nos lo explicará todo».

Sigue una afirmación impresionante de Jesús, en la cual revela toda su identidad: «YO SOY, el que te habla». Toda la tradición cristiana se ha admi­rado de que haya sido esta mujer la beneficiaria de esta primicia de revela­ción. La senten­cia de Jesús, como ocurre a menudo en el Evangelio de San Juan, tiene un doble sentido ambos igual­mente válidos. Un primer sentido es el inmediato: «Yo, el que te está hablando, soy el Mesías». Pero otro, tam­bién insinuado por Juan, es la clara alusión al nombre divino revelado a Moisés. Dios, enviando a Moisés, le había dicho: «Así dirás a los israeli­tas: 'YO SOY' me ha enviado a voso­tros... Este es mi nombre para siempre» (Ex 3,14.15). No está de más notar que todo el relato evoca poderosamente los temas presentes en el Éxodo que leemos en la Primera Lectura: el desierto, la sed, el agua viva.

La mujer corre a la ciudad y anuncia: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». En la consideración de la samaritana, Jesús ha pasado de ser un simple judío, a un «profeta» y a la sospe­cha de que pueda ser el Cristo. Pero no basta. Para que sea un encuentro con Jesús, que capte su identidad verdadera, es necesaria la fe. Es nece­sa­rio creer que El es el Hijo de Dios, que El es YO SOY. En el mismo Evangelio de Juan, más adelan­te, Jesús dice a los judíos: «Si no creéis que YO SOY moriréis en vuestro peca­do» (Jn 8,24). En la conclusión del relato se llega a este punto: «Fueron muchos los que creye­ron por sus palabras». Y decían: «Noso­tros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo». Esta es la expe­riencia que debemos hacer todos en nuestro encuentro con Jesús y afirmar como San Juan: «Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo» (1Jn 4,14).

K«El agua que brota para la vida eterna»

«Todo el que beba de esta agua (la del pozo), volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna». Es una frase enigmática que tiene un sentido oculto es capaz de suscitar en la mujer este anhelo: «Se­ñor, dame de esa agua». ¡No sabe lo que pide! Solamente «si conociera el don de Dios» entonces sabría lo que pide. Nosotros nos podemos preguntar: esa «agua que brota para vida eterna» ¿de dónde mana?; si la da Jesús, ¿en qué momento de su vida lo hace? Entonces nos llamará la atención que en cierta ocasión, el día más solemne de la fiesta de las tiendas, cuando se realizaba la ceremonia conmemorati­va del agua que Dios dio a su pueblo en el desier­to, Jesús puesto en pie exclama: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí». El Evan­gelista comenta: «Como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva». De nuevo el «agua viva», y brota a ríos del seno de Jesús. El evangelista continúa: «Esto lo decía refirién­dose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,37-39). Ahora ya sabemos que el agua viva a la que se refiere Jesús es el Espíritu que ha sido «derramado en nuestros corazones».

+Una palabra del Santo Padre:

«Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed» (Jn 4, 15). La petición de la samaritana a Jesús manifiesta, en su significado más profundo, la necesi­dad insaciable y el deseo inagotable del hombre. Efectivamente, cada uno de los hombres digno de este nombre se da cuenta inevitablemente de una incapacidad congénita para responder al deseo de verdad, de bien y de belleza que brota de lo profundo de su ser. A medida que avanza en la vida, se descubre, exactamente igual que la samaritana, incapaz de satisfa­cer la sed de plenitud que lleva den­tro de sí...El hombre tiene necesidad de Otro, vive, lo se­pa o no, en espera de Otro, que redima su innata incapacidad de sa­ciar las esperas y esperanzas».

Juan Pablo II. Catequesis del 12 de Octubre de1983.




'Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1. El agua que Jesús nos da es la única que sacia el anhelo de todo hombre: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). ¿Reconozco la sed de Dios que tengo? ¿Qué hago para saciarla? Siguiendo el ejemplo de María, hay que saber escuchar con reverencia nuestras ansias más profundas, y escuchar a Dios.

2. Nuestra sed de Dios no podrá ser saciada nunca por «sucedáneos» que son ofrecidos por un mundo que quiere olvidarse de Dios.  ¿Soy consciente de esta realidad? ¿Cómo busco saciar mis anhelos profundos?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 27- 30;  544; 1093-1094; 2835.



[1] De acuerdo a los antiguos formularios pre-bautismales  leemos en este tercer Domingo el pasaje de la Samaritana (el agua como símbolo de plenitud y vida); en el cuarto, la curación del ciego de nacimiento (la luz es el símbolo de la fe) y en el quinto Domingo la resurrección de Lázaro (la vida nueva de Cristo Resucitado). 

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