domingo, 23 de abril de 2017

lecturas de la Misa del Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo A. DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA


 «Porque me has visto has creído»

Lectura del libro de  los Hechos de los Apóstoles (2,42- 47): Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común.

Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los após­toles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían to­dos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno.
A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

Sal 117,2-4.13-15.22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. R/.
Diga la casa de Israel: // eterna es su misericordia. // Diga la casa de Aarón: // eterna es su misericordia. // Digan los fieles del Señor: // eterna es su misericordia. // Empujaban y empujaban para derribarme, // pero el Señor me ayudó; // el Señor es mi fuerza y mi energía, //
él es mi salvación R/.

Escuchad: hay cantos de victoria // en las tiendas de los justos. La piedra que desecharon los arquitectos II es ahora la piedra angular. // Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. // Éste // es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. R/.

Lectura de la Primera carta de San Pedro (1,3 – 9): Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva.

(Paso neogótico de la Urna de Nuestro Señor Jesucristo )

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una he­rencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final.
Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más pre­cio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llega­rá a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo.
No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19 – 31): A los ocho días, llegó Jesús.
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo: ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.


&Pautas para la reflexión personal  


(Paso de la Sagrada Lanzada de Ntro. Señor Jesucristo)
z El vínculo entre las lecturas

El ambiente que descubrimos en los seguidores de Jesús después de los trágicos hechos de la Pasión y Muerte es de temor, desconfianza y, hasta podemos afirmar, de cobardía. Esto cambia radicalmente tras el encuentro con el Resucitado. Uno de ellos, sin embargo, Tomás, no estuvo presente. A pesar de dudar de la palabra de sus hermanos; Jesucristo es indulgente, paciente y reserva una palabra de consuelo alentándolo a vivir una fe más viva y profunda.

A partir de aquellas experiencias y fortalecidos con la acción del Espíritu Santo, los apóstoles inician un período de «conversión» que los conducirá al misterio de Pentecostés. La vida de la Iglesia naciente nos muestra hasta qué punto aquellos hombres cumplieron a plenitud la misión encomendada (Hechos de los Apóstoles 2,42- 47). En ellos había un modo nuevo de vivir que causaba admiración: la enseñanza, la unidad, la fracción del pan y la oración. Sin embargo, la Iglesia pronto tendría que enfrentar las adversidades propias de los discípulos de Cristo. La Primera carta de San Pedro es una exhortación a permanecer fieles a la fe recibida produciendo así frutos de vida eterna (Primera carta de San Pedro 1,3 - 9).

K La incredulidad de los apóstoles y la fe de Tomás

La mañana del «primer día de la semana» tuvo lugar la primera apari­ción de Jesús resucitado. Se apareció a María Magdalena y le dijo: «Vete donde mis hermanos y diles: 'Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios'. Fue María Magda­lena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras». ¿Creye­ron los apósto­les su testimo­nio? ¿Creye­ron que Jesús estaba vivo? Obviamente no creyeron, porque si hubieran creído, su conducta no habría sido la de permane­cer «a puertas cerradas por miedo a los judíos».

En esta situación estaban los discípulos cuando se presentó Jesús mismo en medio de ellos. Y para identifi­carse, «les mostró las manos y el costado»[1]. Cualquiera que leyera este relato sin referencia a todo lo que antecede, y a lo que seguirá, consideraría que éste es un modo extraño de identifi­carse. ¿Por qué no les mostró más bien su rostro, como sería lo normal? Este modo de identificar­se -podemos imaginar- responde a la increduli­dad de los apóstoles. Ellos cierta­mente deben de haber respondido al testimo­nio de María Magdalena de la misma manera que lo hace más tarde Tomás: «Si no vemos las señas de los clavos en sus manos y la herida de la lanzada en su costado, no creeremos que el hombre que tú viste sea el mismo Jesús ya que Él ha muerto crucificado». Jesús entonces se identificó de esa manera, y los apóstoles lo vieron: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor».

Cuando los apóstoles dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor», él ciertamente creyó que habían tenido una aparición de algún ser trascendente; pero que éste fuera el mismo Jesús que él vio crucificado y muerto, eso era más que lo que podía aceptar. Como anteriormente había sucedido con los otros apóstoles, también Tomás necesitaba ver para verificar la identidad del aparecido con Jesús: «Si no veo en sus manos el signo de los clavos y no meto el dedo en el lugar de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». ¿«No creeré» qué cosa? Que el mismo que estaba muerto ahora está vivo. Pero una vez que vio esto, Tomás tuvo un acto de fe que trasciende infinitamente lo que vio y verificó. Tomás ve a Jesús vivo y verifica las señas de su Pasión y ya no niega que haya resucitado. En esto es igual que los demás após­toles y no es más incrédulo que ellos. Pero resulta más creyente que ellos, porque cree la divinidad de Jesucristo y la profesa exclamando: «Señor mío y Dios mío»[2].

Tomás ve a un hombre resucitado y confiesa a su Dios. El encuentro con Jesús  resucitado fue para Tomás un «signo» que lo llevó a la plenitud de la fe. Por eso Jesús dice: «Porque me has visto has creído». No es que el «signo» sea causa de la fe. La fe siempre es un don de Dios que Él conce­de libremente; pero Dios quiere concederla con ocasión de algo que se ve, de algo que opera como signo y al cual uno se abre. La fe de Tomás fue tan firme, que lo llevó a dar testimonio de Cristo con el martirio.

J «Biena­venturados los que no han visto y han creí­do»

Jesús llama biena­ventu­rados a los que «no vieron y, sin embargo, creyeron»; creyeron por el testi­monio de otros. Y esta sí que es nuestra situación. Noso­tros creemos en la Resurrección del Señor por el testi­monio de la Iglesia y de sus apósto­les. Por eso es que en los discursos de Pedro al pueblo es constante esta frase: «A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32). Lo mismo repite en el segundo discur­so: «Voso­tros renegasteis del Santo y del Justo... y matas­teis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios lo resu­citó de entre los muertos, y noso­tros somos testi­gos de ello» (Hch 3,14-15). Y lo mismo repite ante el Sanedrín: «El Dios de nuestros padres resu­citó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándolo de un madero... Noso­tros somos testigos de estas cosas» (Hch 5,30.32).Sobre este testimonio de los apóstoles se funda nues­tra fe.

Es verdad que en la bienaventuranza de Jesús estamos implicados nosotros, pues por la bondad divina ocurrió que Tomás estu­viera ausen­te, dudara y exigiera verificar la resurrección de Cristo, palpando sus heridas. Así lo interpreta el Papa San Gregorio Magno (590-604 d.C.): «Esto no ocurrió por casualidad, sino por disposición divina. En efecto, la clemencia divina actuó de modo admirable, de manera que, habiendo dudado aquel discípu­lo, mientras palpaba en su maestro las heridas de la carne sanara en nosotros las heridas de la incredulidad. Es así que más aprovechó a nosotros la incredulidad de Tomás que la fe de los demás apóstoles. Él palpando fue devuelto a la fe para que nuestra mente, alejada toda duda, se consolide en la fe. Dudando y palpando aquel discípulo fue un verdadero testigo de la resurrección».

J «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común»

Leemos en el relato de los «Hechos de los Apóstoles» de San Lucas, un bellísimo retrato de la vida íntima de la comunidad cristiana de Jerusalén. Con términos muy parecidos lo leemos también en 4,32-37 y en 5,12-16. Son los llamados «sumarios» y presentan las características fundamentales de la comunidad: asistencia asidua a la enseñanza de los Apóstoles, unión o «koinonía»[3], fracción del pan y oraciones. Podemos decir que ya aparecen aquí en acción los tres elementos más característicos de la vida de la Iglesia: enseñanza jerárquica, unión en la caridad, culto público y sacramental.

+ Una palabra del Santo Padre:

«Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso. A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé –, los Salmos, la Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magníficat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50).

Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana, nos sentimos a veces abatidos, y nos preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos: vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos abismos? Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre en nuestro corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió en la cruz, quien llena el abismo del pecado con el abismo de su misericordia.

San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares (Disc. 61,3-5; Opera omnia 2,150-151), se detiene justamente en el misterio de las llagas del Señor, usando expresiones fuertes, atrevidas, que nos hace bien recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios».

Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha abierto para que podamos salir, finalmente, de la esclavitud del mal y de la muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este Camino es Él, Jesús, Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de misericordia.

Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de la conversión de nuestros corazones, y esto es posible gracias a la misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las grandes tragedias del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, “fue traspasado por nuestras rebeliones” (Is 53,5). ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?» (ibíd.).

Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado, cantemos con la Iglesia: «Eterna es su misericordia» (Sal 117,2). Y con estas palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la historia, de la mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza».

Papa Francisco. Homilía del II Domingo de Pascua, 12 de abril de 2015.







'Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. ¿Qué medios voy a poner para vivir la alegría de la Pascua en mi familia?

2. Tomemos conciencia de la importancia al decir «Señor mío y Dios mío» en el sacrificio eucarístico. 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 727-730. 1166-1167. 1341- 1344. 










[1] El mismo pasaje en el Evangelio de San Lucas nos ayuda a entender mejor las palabras de Jesús. «Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: ... Mirad mis manos y mis pies, soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como véis que yo tengo. Y diciendo esto les mostró las manos y los pies" (Lc 24,37-40).
[2] «Kuriosmou, o Theosmou»,«¡Señor mío y Dios mío!».Tanto la frase griega como su significado hebreo indican una profesión decidida de la divinidad. No es una exclamación, sino una profesión de fe en dos palabras exactas.
[3] El término «koinonia» es una expresión que en el segundo sumario de Hechos de los Apóstoles se sustituye por la frase «tenían un corazón y una alma sola» (4,32) y que algunos traducen por «vida en común».

Documento facilitado por D. Juan R. Pulido, presidente diocesano de la Adoración Nocturna Española en Toledo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario