sábado, 4 de agosto de 2018
LA VIDA DE ORACIÓN . "Me alimento de un pan y una bebida invisibles a los hombres". (Tob. 12, 19).
"Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo depende, en primer lugar, de la alimenta¬ción; cual es la comida, tal la salud; depende en segundo lugar del ejercicio que desarrolla y da fuerzas, y, por último, del descanso, donde se rehacen las fuerzas cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas leyes es, en mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del alma en el orden sobrenatural son las mis¬mas, de las cuales no debe apartarse, como tampoco el cuerpo de las suyas.
Ahora bien: la comida, el manjar del alma, así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios conocido, amado y servido por la fe; en el Cielo, Dios visto, poseído y amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se alimenta de Dios meditando su pa¬labra, con la gracia, con la súplica, que es el fondo de la ora¬ción y el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma manera que en la naturaleza cada tempera¬mento necesita alimentación diferente según la edad, los trabajos y las fuerzas que gasta, así también cada alma nece¬sita una dosis particular de oración. Notad que no es la vir¬tud la que sostiene la vida divina, sino la oración, pues la virtud es un sacrificio y resta fuerzas en lugar de alimentar. En cambio, quien sabe orar según sus necesidades cumple con su ley de vida, que no es igual para todos, pues unos no necesitan de mucha oración para sostenerse en estado de gra¬cia, en tanto que otros necesitan larga. Esta observación es absolutamente segura: es un dato de la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no vo¬lará muy alto.
A otra, al contrario, le cuesta mucho conservarse en Él con mucha oración y siente que le es necesario darse de lleno a ella. ¡Ore esa alma, que ore siempre, pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan comer con mayor fre¬cuencia, so pena de caer enfermas! ¬
Mas hay oraciones de estado que son obligatorias. El sacerdote tiene que rezar el Oficio y el religioso sus oraciones de regla. Estas nunca es lícito omitirlas ni disminuirlas por sí mismo, de propia autoridad.
La piedad hace que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia de Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de otro modo.
Sabéis muy bien que hay dos clases de oración; la vocal, de la que hemos venido hablando, y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora, cuando la intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las palabras nada producen: la única virtud que tienen se la presta la in¬tención, el corazón.
¿Será necesaria la oración mental considerada en su acep¬ción más restringida de meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos los santos la han prac¬ticado y recomendado; es muy útil, porque es difícil llegar sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de perfección.
¡Sí; estáis estrictamente obligados, bajo pena de conde¬nación, a orar! Abrid el Evangelio y al, punto veréis el pre¬cepto de la oración. Claro que no está indicada la medida, porque ésta tiene que ser proporcionada a la necesidad de cada uno. Debéis, sin embargo, orar lo bastante para manteneros en estado de gracia, lo suficiente para estar a la altura de vuestros deberes.
Si no, os parecéis a un nadador que no mueve bastante los brazos; seguro que va a perderse. Que redoble sus es¬fuerzos, que si no, su propio peso le arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados por, las tentaciones, doblad, las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas; cada cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de proporcionar la oración a nuestras necesidades. ¡En ello va nuestra salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no oráis bastante. ¡Pero si os condenáis! Clamad a Dios. Moveos. La humana miseria ha disminuido vuestra marcha y acabará de echaros completamente por tie¬rra, si no resistís fuertemente. Orad, por consiguiente, cuanto os haga falta para ser cristianos cabales.
La segunda oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar en su cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este estado son muy es¬trechas. Así como en una amistad más íntima son más frecuentes las visitas y las conversaciones, así también quien quiera vivir en la intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más. ¿Queréis seguir al Salvador? Hartos mayores combates tendréis que sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores gracias; pedidlas para alcanzarlas.
La tercera oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de Jesús, que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de Dios. Entra en fami¬liaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y para Dios. Así es la vida religiosa, vida de perfección para quienes la comprenden, en la cual nos damos a Dios para que Él sea nuestra ley, fin, centro y felicidad. Todo el contento de seme¬jante alma consiste en la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta alas a la imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero las hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer en este estado? Orando convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro en el mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades. Sí, todo el poder de los santos estaba en su oración; ¡y vaya si era grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en la práctica que oro lo bastante para mi estado? Os basta la oración que hacéis, si adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la alimentación es suficiente, cuando se ve que se digiere fácilmente y que nos proporcio¬na salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene vuestra oración en la gracia de vuestro estado y os hace crecer? Señal que digerís bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la alimentación es suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si, al contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra medita¬ción os hacen volar a ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento, señal que no basta para dominar las mi¬serias del hombre viejo. Eso prueba que oráis mal e insuficientemente. Merecéis este reproche del Salvador: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Mt. 15).
¿Qué sucederá? Una tremenda desdicha; ¡que nos mo¬riremos de hambre ante la regia mesa del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca de la muerte. El pan de vida ha venido a ser para nosotros de muerte, y el buen vino un veneno mortal. ¿Qué queda para volvemos al esta¬do anterior? Quitad al cuerpo el alimento, y muere. Quita a un alma su oración, a un adorador su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será esto posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros. Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una confesión sin contrición? Y ¿qué otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os servirá la Comunión. ¿Qué puede obrar la Comunión en un cadáver, que no sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos atontados?
Y aun caso que Dios quiera obrar un milagro de misericordia, cuanto pueda hacer se reducirá a inspiraros de nuevo afición a la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado la vida pia¬dosa, comenzó por abandonar la oración. Como le arremetie¬ron tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como, por otra parte, había arrojado las ar¬mas, no pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de descuidarnos en la oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin ella tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto, ¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por cobrar mejor y en corregiros de vuestros de¬fectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os sen¬tís con fuerzas para trabajar.
Mas si, al contrario, os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el momento de salir de la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y os compadezco!
Se dice que, a fuerza de alimentarse bien, acaba uno por perder el gusto de las mejores cosas, que se vuelven insípidas y no nos inspiran más que asco y provocan náuseas.
He aquí lo que hemos de evitar a toda costa en el servicio de Dios y en la mesa del Rey de los reyes. No nos dejemos nunca atolondrar por la costumbre, sino tengamos siem¬pre un nuevo sentimiento que nos conmueva, nos recoja, nos caliente y nos haga orar. ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia! Siempre hay que tener apetito, excitarse a tener hambre, tomar buen cuidado para no per¬der el gusto espiritual. Porque, lo repito, nunca podrá Dios salvamos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre nuestras oraciones.
San Pedro Julián Eymard"
el R.P. Don Agustin Gil Fernández me remitía el fascículo que publico; hoy que la Iglesia celebra la Memoria del patrón de los sacerdotes.
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