sábado, 16 de febrero de 2019
Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 17 de febrero de 2019 «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»
Lectura del libro del profeta Jeremías (17, 5-8): Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor.
Así dice el Señor: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su cora-zón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de se-quía no se inquieta, no deja de dar fruto.
Salmo 1,1-2.3.4.6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. R./
Dichoso el hombre // que no sigue el consejo de los impíos; // ni entra por la senda de los pecadores, // ni se sienta en la reunión de los cínicos, // sino que su gozo es la ley del Señor, // y medita su ley día y noche. R./
Será como un árbol // plantado al borde de la acequia: // da fruto en su sazón, // y no se marchitan sus hojas; // y cuanto emprende tiene buen fin. R./
No así los impíos, no así: // serán paja que arrebata el viento, // porque el Señor protege el camino de los justos, // pero el camino de los impíos acaba mal. R./
Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 12.16-20): Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido.
Hermanos: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que decía alguno que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucita-do, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo, se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 17.20-26): Dichosos los pobres; ¡ay de vosotros, los ricos!
En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano con un grupo grande de discí-pulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, le dijo:
-Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.
-Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
-Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
-Dichosos vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profe-tas.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas de este Domingo nos muestran el único y el auténtico camino para la verdadera felicidad que el hombre busca infatigablemente alo largo de toda su vida. La ruta, que no es la que el “mundo” ofre-ce, sigue este itinerario: las bienaventuranzas de Jesús (San Lucas 6, 17.20-26). Ellas proclaman la dicha del Reino para aquellos que son pobres porque han puesto en Dios su única riqueza confiando plenamente en Él (Jeremías 17, 5-8) y confirman así su esperanza en Jesucristo resucitado (primera carta de San Pablo a los Corintios 15, 12.16-20).
Las bienaventuranzas
Las bienaventuranzas son una de las enseñanzas más cono¬ci¬das del Evangelio de Jesucristo, y también una de las más impactantes. Nadie que se ponga sinceramente ante estas sentencias puede dejar de sen-tirse interpe¬lado¬, más aún si el que las lee es un cristiano y, por tanto, cree que el Evan¬gelio es la misma Pala¬bra de Dios. Hay sólo dos reacciones posibles: o se da crédito a estas palabras y se toman actitudes consecuentes que cambien nuestra vida; o se despachan con cinismo, como hicieron los oyen¬tes de San Pablo en el areópago de Ate¬nas: «Sobre esto ya te oiremos otra vez» (Hech 17,32).
Las bienaventuranzas se encuentran en los Evangelios de Mateo y Lucas. Pero ambas versiones difie-ren. En Mateo las bienaventuranzas son nueve, están dichas en tercera persona (salvo la última) y tienen la finalidad de exponer un progra¬ma de vida conforme con el Reino de los cielos (ver Mt 5,3.10). En Lucas, en cambio, son sólo cuatro, están dichas en segunda perso¬na («bienaventurados voso¬tros») y, sobre todo, Lucas transmi¬te además las correspondientes cuatro maldiciones.
¿A quiénes se dirige Jesús con el pronombre «voso¬tros»? En el episodio precedente Jesús ha elegido los doce apóstoles. Bajando con ellos, se detuvo en un paraje llano donde estaba una multitud de discípulos suyos y una gran muchedumbre del pueblo, que habían venido para oírlo y ser curados de sus enfermeda-des. Era cierto que la fama de Jesús y de sus milagros se había difundido como el fuego. Lo escuchaban, entonces, tres catego¬rías de personas: los doce, los demás discípulos y el pueblo. Entre estos últimos había todo tipo de personas, rico y pobre; hambriento y satisfecho; afligido y gozador. Todos nos podemos reco-nocer en este heterogéneo auditorio.
¡Un mensaje paradojal!
Si en el tiempo de Jesús esta enseñanza ya tenía toda su fuerza paradojal, ¡qué decir hoy día en que es-tamos sumidos y agobiados por el consumismo y en que la felici¬dad de una persona se mide por su poder adquisitivo! Hoy día todo parece decir: «Dichosos los que pueden comprar muchos bienes y gozar mucho de los placeres que ofrece este mundo». Toda la publici¬dad nos quiere convencer de que en eso consiste la felicidad. Y desde pequeños vamos poco a poco cediendo a estos “falsos criterios”.Jesús, en cambio, nos ad¬vierte: «¡Ay de ellos!, porque ya han recibido su consue¬lo». No se nos dice qué les espera después, pero su desti¬no será tal, que hay que compadecerse de ellos, a pesar de sus efímeras alegrías actuales: «¡Ay de ellos!».
La principal de las bienaventuranzas es la primera, con su opuesta maldición. En ellas se establece un claro contraste entre los pobres y los ricos: «Bienaventurados vosotros, los pobres... ¡Ay de vosotros, los ricos!». No se puede negar que ésta es una afirmación insólita y muy opuesta, como ya hemos dicho a los criterios que hoy rigen. Si Jesús se hubiera detenido allí, su afirma¬ción habría sido inexplicable; pero Él si-gue adelante indicando por qué unos son dichosos y otros desgraciados.
Igualmente descubrimos en la Primera Lectura del profeta Jeremías una contraposición de sabor sa-piencial que plantea la antítesis entre el hombre que confía totalmente en Dios y el que se fía solamente de los hombres, apartando su corazón de Dios. El primero es árbol fecundo, plantado junto al agua, y el se-gundo es cardo árido en la estepa del desierto. Estas ideas también las tenemos presentes en el bello salmo responsorial: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, más se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche! Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace sale bien» (Salmo 1, 1- 3).
¿Cuándo cambiará la situación presente?
Muchas veces, viendo el mal que va ganando espacio en el mundo, nos hemos preguntado: ¿Cuándo cambiará esta situación? ¿Es que Dios cierra su oído y su vista al mal en el mundo? La respuesta la encon-tramos en la última bienaventuranza: «Grande será vuestra recompensa en el cielo». La situación futura tendrá lugar después de la muerte y será eterna. Esta enseñanza es formulada aquí por medio de propo¬si-ciones univer¬sa¬les; pero Jesús tam¬bién la expuso de manera más viva y dramática por medio de una pará-bola: la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (ver Lc 16,19-31). Esto es exactamente lo que promete Dios a los hombres. Esta es la promesa que nosotros debemos de acoger. ¡Y no nos hagamos vanas ilusio-nes!
Esto queda más claro en las dos siguien¬tes bienaventuranzas -sobre los que padecen hambre y los que lloran- que son una formu¬lación más concreta de la primera, pues aquí resuena como un campa¬nazo el adver¬bio de tiempo «ahora»: los que padecen hambre y lloran ahora, por este breve tiempo presente, serán saciados y reirán por toda la eternidad; en cambio, los que están saciados y ríen ahora, por este breve tiem-po presente, pade¬ce¬rán hambre y llora¬rán por toda la eternidad ¡y sin reme¬dio! Por eso los primeros son dicho¬sos y los segundos desgraciados.
San Pablo estaba bien asentado en esta enseñanza de las bienaventuranzas de Jesús como lo revela es-ta certeza que expresa en su segunda carta a los Corin¬tios: «No desfallece¬mos, aún cuando nuestro hom-bre exte¬rior se va desmoronan¬do... En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2Cor 4,16-17). La tribulación presente es leve y dura un mo-mento; la gloria futura es un pesado caudal que supera toda medida y dura eternamente. Esta certeza se fundamenta, justamente, en la resurrección de Jesucristo ya que: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana» (1Cor 15,17).
¿La pobreza es querida por Dios?
Hay que enfrentar un problema y deshacer una crítica que muchos en la historia superficial¬mente han hecho al cristia¬nis¬mo. Se le acusa de que con esta doctrina los cristianos se evaden de la realidad histórica actual y piensan solamente en el cielo. Alguno se preguntará: ¿En qué quedan todos los esfuerzos por su-pe¬rar la pobreza si Cristo enseña: «biena¬venturados los pobres»?
En realidad, el cristianismo es la única religión que no se evade de la historia y por lo tanto no es «esca-pista»; justamente porque su Dios, siendo eterno e inmutable, entró en la historia y se hizo hombre, dando a la dignidad del hombre toda su gran¬deza. Y para responder a la segunda pregunta, debemos reconocer que no hay un camino más seguro para superar la pobreza que, precisamente, amar la pobreza. Éste es el úni-co camino efi¬caz. Si todos, escu¬chando la ense¬ñanza de Cristo, amáramos la pobreza siendo Dios nuestra única y verdadera riqueza, entonces habría, tal vez, una mejor y más justa distribución de los bienes mate-riales entre los hombres.
La Iglesia desde su Enseñanza Social nos enseña, nos guía y nos ilumina de manera clara y concreta sobre la postura que debemos tener ante los problemas sociales que ciertamente existen y ante los cuales hay que tener una clara postura: ser solidarios, buscar el bien común, buscar y respetar a la persona huma-na (desde la concepción hasta su muerte natural) y vivir la subsidiariedad. El cristiano no es el que cree en «fuerzas cósmicas», en «piedras filosofales», en «otras vidas»; no. El cristiano es el que vive el amor y ca-ridad aquí y ahora. El que entendió esto más profun¬damente fue San Francisco de Asís, que en su testa-men¬to breve escribía: «Que los hermanos se amen siempre entre sí como yo los he amado y los amo; que siempre amen y obser¬ven a nuestra Señora de la Santa Pobreza y que sean siempre fieles súbditos de los prelados de la santa Madre Iglesia».
Una palabra del Santo Padre:
«El Evangelio de Mateo coloca el texto del «Padre nuestro» en un punto estratégico, en el centro del discurso de la montaña (cf. 6, 9-13). Mientras tanto, observemos la escena: Jesús sube la colina, cerca del lago, se sienta; a su alrededor tiene a su círculo de sus discípulos más íntimos y después una gran multitud de rostros anónimos. Es esta asamblea heterogénea la que recibe por primera vez la consigna del «Padre nuestro».
La colocación, como se ha mencionado, es muy significativa; porque en esta larga enseñanza, que lleva el nombre de «discurso de la montaña» (cf. Mateo 5, 1-7, 27), Jesús condensa los aspectos fundamentales de su mensaje. La introducción es como un arco decorado para la fiesta: las Bienaventuranzas. Jesús co-rona con felicidad una serie de categorías de personas que en su tiempo, —¡pero también en el nuestro!— no fueron muy considerados. Bienaventurados los pobres, los mansos, los misericordiosos, los humildes del corazón... Esta es la revolución del Evangelio. Donde está el Evangelio, hay revolución. El Evangelio no deja quietud, nos empuja: es revolucionario. Todas las personas capaces de amor, los operadores de paz que hasta entonces habían terminado en los márgenes de la historia, son, en cambio, los constructores del Reino de Dios. Es como si Jesús dijera: adelante vosotros, que lleváis en el corazón el misterio de un Dios que ha revelado su omnipotencia en el amor y en el perdón.
Desde este portal de entrada, que revierte los valores de la historia, surge la novedad del Evangelio. La Ley no debe ser abolida, sino que necesita una nueva interpretación, lo que lo lleva de nuevo a su significa-do original. Si una persona tiene un buen corazón, predispuesto al amor, entonces entiende que cada pala-bra de Dios debe encarnarse hasta sus últimas consecuencias. La ley no debe abolirse, pero necesita una nueva interpretación que la reconduzca a su sentido original. Si una persona tiene un buen corazón, predis-puesto al amor, entonces comprende que cada palabra de Dios debe estar encarnada hasta sus últimas consecuencias. El amor no tiene confines: se puede amar al propio cónyuge, al propio amigo y hasta al propio enemigo con una perspectiva completamente nueva. Dice Jesús: «Pues yo os digo: Amad a vues-tros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mateo 5, 44-45)
He aquí el gran secreto que está en la base de todo el discurso de la montaña: sed hijos del Padre vues-tro que está en los cielos. Aparentemente estos capítulos del Evangelio de Mateo parecen ser un discurso moral, parecen evocar una ética tan exigente que parece impracticable, y, en cambio, descubrimos que son sobre todo un discurso teológico. El cristiano no es alguien que se compromete a ser mejor que los demás: sabe que es pecador como todos. El cristiano sencillamente es el hombre que descansa frente al nuevo Arbusto Ardiente, a la revelación de un Dios que lo lleva el enigma de un nombre impronunciable, sino que pide a sus hijos que lo invoquen con el nombre de «Padre», que se dejen renovar por su poder y que refle-jen un rayo de su bondad para este mundo tan sediento de bien, así en espera de buenas noticias.
He aquí, por lo tanto, cómo Jesús introduce la enseñanza de la oración del «Padre nuestro». Lo hace distanciándose de dos grupos de su tiempo. En primer lugar, los hipócritas: «No seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados, para ser vistos de los hombres» (Mateo 6, 5). Hay personas que pueden tejer oraciones ateas, sin Dios y lo hacen para ser admi-rados por los hombres. Y cuántas veces vemos el escándalo de aquellas personas que van a la iglesia y se quedan allí todo el día o van todos los días y luego viven odiando a los demás o hablando mal de la gen-te. ¡Esto es un escándalo! Mejor no ir a la Iglesia: vive así, como si fueras ateo. Pero si tú vas a la iglesia, vive como hijo de Dios, como hermano y da un verdadero testimonio, no un contratestimonio. La oración cristiana, en cambio, no tiene otro testigo más creíble que la propia conciencia, donde se entrecruza, inten-so, un diálogo continuo con el Padre: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y después de cerrar la puerta, ora a tu padre, que está allí en lo secreto» (Mateo 6, 6)».
Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 2 de enero de 2019.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo vivo el mensaje de las bienaventuranzas en mi vida cotidiana?
2. ¿Vivo realmente el espíritu de pobreza? ¿Cuáles son mis riquezas, ya que «dónde está mi tesoro ahí estará mi corazón» (ver Mt 6,21)?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1716- 1724.
Texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de la Adoración Nocturna de Toledo
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