sábado, 30 de marzo de 2019
Domingo de la Semana 4ª de Cuaresma. Ciclo C «Padre he pecado contra el cielo y contra ti»
Lectura del libro de Josué (5, 9a.10-12): El pueblo de Dios celebra la Pascua, después de entrar en la tierra prometida.
En aquellos días, el Señor dijo a Josué: -Hoy os he despojado del oprobio de Egipto.
Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ácimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Sal 33,2-3.4-5.6-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento, // su alabanza está siempre en mi boca; // mi alma se gloría en el Señor: // que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, // ensalcemos juntos su nombre. // Yo consulté al Señor y me respondió, // me libró de todas mis ansias. R./
Contempladlo y quedaréis radiantes, // vuestro rostro no se avergonzará. // Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha // y lo salva de sus angustias. R./
Lectura de la Segunda carta de San Pablo a los Corintios (5, 17-21): Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo.
Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio.
En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (15, 1-3.11-32): «Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido».
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: -«Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: -«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna." El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud." Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. "El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
«Dejaos reconciliar con Dios», he aquí una clave de lectura de las lecturas de este cuarto Domingo de Cuaresma. En la Primera Lectura (Josué 5, 9a.10-12) Dios ofrece su reconciliación a su pueblo, concediéndole entrar en la tierra prometida, después de cuarenta años de vagar sin rumbo por el desierto. En la parábola evangélica (San Lucas 15, 1-3.11-32) el padre se reconcilia con el hijo menor, y, aunque no tan claramente, también con el hijo mayor. Finalmente, en la Segunda Lectura (Segunda carta de San Pablo a los Corintios 5, 17-21), San Pablo nos enseña que Dios nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación.
«Hoy nos ha quitado la deshonra de Egipto»
Josué es el sucesor de Moisés como caudillo de los israelitas. Su nombre era Hoseas hasta que Moisés le cambió de nombre a Josué que significa «Dios es salvación» (ver Nm 13,16). Josué fue elegido para comandar el ejército mientras el pueblo atravesaba el desierto. El «libro de Josué» nos refiere a la invasión de Canaán y la distribución de la tierra entre las doce tribus.
El oprobio (vergüenza, deshonra) de Egipto termina al entrar el pueblo elegido en la tierra prometida y al renovar la circuncisión (Jos 5,2-3). La circuncisión era el signo externo de la alianza de Abraham con Dios (ver Eclo 44,20). La palabra «Guilgal» significa «círculo de piedra» y se ha convertido en el nombre propio de varias localidades. El Guilgal de Josué se encuentra entre el Jordán y Jericó pero su lugar exacto es desconocido. El maná será la comida del desierto, alimento maravilloso que Dios ha dado a su pueblo hasta entregarle la tierra prometida (ver Ex 16).
¿A quiénes dirige esta parábola?
Para entender la intención de la parábola del padre misericordioso y descubrir quiénes son sus destinatarios, es necesario tener en cuenta la ocasión en que Jesús la dijo. En este caso la situación concreta de los oyentes está indicada en los primeros versículos del capítulo 15 de Lucas: «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: 'Éste acoge a los pecadores y come con ellos'. Entonces les dijo esta parábola...». El auditorio está compuesto por dos grupos depersonas bien caracterizadas: por un lado, los publicanos y pecadores, que se acercan a Jesús y son acogidos por Él, hasta el punto que come con ellos; por otro lado, los fariseos y escribas que censuraban la actuación de Jesús.
Antes que nada hay que decir que, si los pecadores se acercaban a Jesús y querían oírlo, es porque estaban bien dispuestos hacia Él y esto significa que ya habían emprendido el camino de la conversión. En efecto, nadie se acerca a la «fuente de toda santidad» y escucha con ánimo positivo sus «palabras de vida eterna», si a continuación quiere seguir pecando. En ese caso no se habrían acercado a Jesús, pues «todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras» (Jn 3,20). Podemos imaginar entonces que Jesús estaba contento de verse rodeado de todas esas personas que estaban dispuestas a cambiar de vida. Los fariseos, en cambio, «que se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9), no creen que sea posible la conversión de los pecadores y reprochan a Jesús que, acogiéndolos y comiendo con ellos, está aprobando su pecado.
El hijo más joven se va de la casa...
El hijo menor despreciando abiertamente el amor del padre toma la parte de la herencia que le perte¬nece y se va a un país lejano donde derrocha toda su fortuna vivien¬do como un libertino. El Siervo de Dios Juan Pablo II nos explica cómo «el hombre - todo hombre - es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre» .
La parábola se detiene a describir con detalles la miseria en que cayó el hijo lejos de su padre. Dos rasgos interesantes «país (o región) lejano» a un judío le podía sonar como región pagana. De hecho así se deduce por la finca donde se criaban puercos, prohibido entre los judíos. Los cerdos eran considerados impuros y comer su carne era censurado como odiosa abominación idolátrica (ver Lv11,7. Dt 14,8. Is 65,4). La carne del cerdo simbolizaba suciedad y corrupción oponiéndola a lo santo y puro (ver Prv 11,22. Mt 7,6).
Para este hijo pródigo era imposible no comparar la miseria que sufría, aun siendo hijo, con la felicidad de que gozaba el último de los jornale¬ros en la casa de su padre. Comienza así su proceso de conversión: «entrando en sí mismo...» Era plenamente consciente de haber faltado al amor del padre y tenía listo el discurso que le diría para implorar su misericordia. Con tal de estar de nuevo en la casa del padre, le bastaba con ser tratado como uno de sus jornaleros. Es cierto que quiere volver al padre; pero algo no nos agrada. Es que este hijo está movido por el interés y no por el amor. Lo que lo hace volver es el recuerdo de la vida regala¬da que tenía junto a su padre -«pan en abundancia»-, y no el dolor de haberlo ofendi¬do. Si, en lugar de haberle ido mal, hubiera tenido éxito, no habría vuelto a su padre. Está movido por una motivación imperfecta. Y, sin embargo, hay que ver cómo lo recibe el padre; a él ¿qué le importa la motivación? El padre está movido por puro amor hacia el hijo y no hay en él nada de amor pro¬pio ofendido; está movido por pura miseri¬cordia: «Estando el hijo toda¬vía lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió hacia él, se echó a su cuello y lo besó efusivamente». Y ordena: «Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta».
El hijo mayor
La parábola ya habría estado completa hasta aquí sin embargo se prolonga en un segundo acto a causa de la difi¬cultad del hombre para comprender la misericordia divina. Entra ahora en escena el hijo mayor. No comprende al padre y no acepta que goce por la vuelta de su hermano. Cuando oyó el sonido de la música y las danzas «el hijo mayor se irritó y no quería entrar». Reprocha la actitud del padre sin embargo él se muestra grande también con este hijo. Esperaba de él plena adhesión en su alegría, y se encuentra con la murmu¬ración. Pero no repara en sus propios sentimientos, sino en el malestar del hijo. Por eso, olvidado de sí mismo, «sale a suplicarle». Le dice: «Hijo, tú estás siempre conmigo». Tiene la esperanza de que esto le baste. Si el hijo hubiera estado movido por el amor, la compañía del padre le habría bastado. Se habría alegrado con lo que se alegra el padre y se habría adherido plenamente también a la decisión de celebrar la vuelta del hermano. Pero no estaba movido por el amor. La pará¬bola termina aquí. No nos dice cuál fue la reac¬ción del hermano mayor: ¿Entró a la fiesta, o se obstinó en su rechazo?
Dios es Amor
Que Dios es omnipotente y puede hacerlo todo, esto todos lo comprenden; que Dios es infinitamente sabio y todo lo sabe, también lo aceptan todos; pero que «Dios es Amor» y que es misericordioso, esto difícilmente lo comprende el hombre. Y, sin embargo, es en esto que debemos imitarlo y no en aquello. En efecto, Jesús nos dice: «Sed vosotros misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36). Este es el núcleo de la revelación bíblica: Dios es Amor.
San Pablo nos dice en la carta a los Corintios, que todo hombre muerto y resucitado con Cristo adquiere ontológica y espiritualmente un nuevo ser, es una «nueva criatura» en Cristo, en cuanto que el hombre viejo desaparece. Una renovación o transformación no puede ser el resultado del esfuerzo humano. Dios, mediante el don de la reconciliación, abre de par en par la puerta para que el hombre pueda reconciliarse con Dios Padre, consigo mismo y con sus hermanos. Dios confía a sus apóstoles el deber de continuar la obra de Jesucristo: ser artesanos de la reconciliación.
Una palabra del Santo Padre:
«Empezamos por el final, es decir por la alegría del corazón del Padre, que dice: “Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (vv. 23-24). Con estas palabras el padre ha interrumpido al hijo menor en el momento en el que estaba confesando su culpa “ya no merezco ser llamado hijo tuyo…” (v. 19).
Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que sin embargo se apresura para restituir al hijo los signos de su dignidad: el vestido, el anillo, las sandalias. Jesús no describe un padre ofendido o resentido, un padre que por ejemplo dice “me la pagarás”, no, el padre lo abraza, lo espera con amor; al contrario, la única cosa que el padre tiene en el corazón es que este hijo está delante de él sano y salvo. Y esto le hace feliz y hace fiesta.
La recepción del hijo que vuelve está descrita de forma conmovedora: “Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (v. 20). Cuánta ternura, lo vio desde lejos, ¿qué significa esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo volvía. Lo esperaba, ese hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. Es algo bonito la ternura del padre. La misericordia del padre es desbordante y se manifiesta incluso antes de que el hijo hable.
Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: “trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 19). Pero estas palabras se disuelven delante del perdón del padre. El abrazo y el beso de su padre le han hecho entender que ha sido siempre considerado hijo, a pesar de todo, pero es siempre su hijo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de los hijos de Dios es fruto del amor del corazón del padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por tanto nadie puede quitárnosla. Nadie puede quitarnos esta dignidad, ¡ni siquiera el diablo! Nadie puede quitarnos esta dignidad.
Esta palabra de Jesús nos anima a no desesperar nunca. Pienso en las madres y a los padres aprensivos cuando ven a los hijos alejarse tomando caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien está en la cárcel, y les parece que su vida ha terminado; en los que han tomado decisiones equivocadas y no consiguen mirar al futuro; a todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen que no lo merecen… En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, de un Padre que me ama y espera mi regreso. También en la situación más fea en mi vida Dios me espera, quiere abrazarme.
En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la misericordia del padre. Él siempre se ha quedado en casa, ¡pero es muy distinto al padre! A sus palabras les falta ternura: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes… Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto…” (vv. 29-30). Habla con desprecio. No dice nunca “padre”, “hermano”. Presume de haberse quedado siempre junto al padre y haberle servido; y aún así no ha vivido nunca con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado nunca un ternero para hacer fiesta. ¡Pobre padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro no ha estado nunca cercano realmente! El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios y de Jesús, cuando nos alejamos o cuando pensamos estar cerca y sin embargo no lo estamos.
El hijo mayor, también él tiene necesidad de misericordia. Los justos, esos que se creen justos, tienen también necesidad de misericordia. Este hijo nos representa cuando nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para recibir una recompensa, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de canjear con Dios, sino de seguir a Jesús que se ha donado a sí mismo en la cruz y esto sin medidas».
Papa Francisco. Audiencia del miércoles 11 de mayo de 2016.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Todos somos pecadores y tenemos algo de ambos hijos. ¿Actualmente, con qué hijo me identifico más? ¿Por qué?
2. Acerquémonos confiadamente, en estos días de Cuaresma, al sacramento del «amor misericordioso del Padre»: el sacramento de la reconciliación.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1425 -1426. 1440 -1470
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de A.N.E. Toledo
fotografia: NUESTRA SEÑORA DEL VALLE. foto de la Archicofradía de nazarenos del Santísimo Cristo de la Coronación de espinas, Nuestro Padre Jesús de la Cruz al Hombro, Nuestra Señora del Valle y Santa Mujer Verónica
sábado, 23 de marzo de 2019
Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo C – 24 de marzo de 2019 «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo»
Lectura del libro del Éxodo (3,1-8a 13-15): «Yo soy» me envía a vosotros.
En aquellos días, pastoreaba Moisés el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián; llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, el monte de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.
Moisés se dijo: -Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza.
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: -Moisés, Moisés. Respondió él: -Aquí estoy.
Dijo Dios: -No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado.
Y añadió: -Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. Moisés se tapó la cara, temeroso de ver a Dios.
El Señor le dijo: -He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para lle-varlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel. Moisés replicó a Dios: -Mira, Yo iré a los israelitas y les diré: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama este Dios, ¿qué les respondo?
Dios dijo a Moisés: -«Soy el que soy». Esto dirás a los israelitas: «Yo-soy» me envía a vosotros.
Dios añadió: -Esto dirás a los israelitas: el Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de genera-ción en generación.
Salmo 102,1-2.3-4.6-7.8.11: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
El perdona todas tus culpas, // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor hace justicia // y defiende a todos los oprimidos; // enseñó sus caminos a Moisés // y sus ha-zañas a los hijos de Israel. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia; // como se levanta el cie-lo sobre la tierra, // se levanta su bondad sobre sus fieles. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (10,1-6.10-12): La vida del pueblo con Moi-sés en el desierto fue escrita para escarmiento nuestro.
Hermanos: No quiero que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres. No protestéis como protestaron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador.
Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (13,1-9): Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
En aquella ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: –¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Y les dijo esta parábola: Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: –Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?
Pero el viñador contestó: –Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
A partir de este tercer Domingo de Cuaresma la liturgia de la Palabra se centra abiertamente en el tema de la conversión de vida como preparación para la renovación de nuestras promesas bautismales. La con-versión, antes que sea demasiado tarde, es la respuesta adecuada al amor de Dios (San Lucas 13,1-9). Así habremos aprendido la lección del pueblo de Israel (Primera carta de San Pablo a los Corintios 10,1-6.10-12), a quien Dios reveló su nombre y lo liberó de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés (Éxodo 3,1-8a 13- 15).
¡El que se crea estar de pie...cuidado que no se caiga!
El posible error de leer el Evangelio de este Domingo es creernos seguros, condenando fácilmente la conducta del pueblo judío. Pero San Pablo en su carta a los Corintios nos avisa: «¡cuidado no te caigas!» Y desarrolla todo un análisis del Antiguo Testamento iluminado por la luz del Nuevo Testamento. Es decir, la historia del pueblo de Israel sucedió como ejemplo y fue escrita para escarmiento nuestro. Sin embargo, leemos en el siguiente versículo: «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de po-derla resistir con éxito» (1 Cor 10,13).
Recordemos que la ciudad de Corinto era una ciudad griega abarrotada de gentes de muy distintas na-cionalidades y era famosa por su comercio, su cultura, por las numerosas religiones que en ella se practi-caban y, lamentablemente famosa, por su bajo nivel moral. La iglesia en Corinto había sido fundada por el mismo Pablo en su segundo viaje misionero (entre los años 50- 52) y ahora recibía malas noticias sobre ella. Al encontrarse con algunos miembros de la iglesia de Corintio que habían venido a verlo para pedirle consejo sobre la comunidad, Pablo escribe esta importante carta.
¿Pensáis que ellos eran más culpables que los demás?
El Evangelio de hoy nos revela el método que tenía Jesús para exponer su enseñanza. A partir de una si-tuación real concreta que está viviendo el pueblo lo instruye en las verdades de la fe. En ese momento to-dos estaban impacta¬dos por dos hechos sangrientos y fuera de lo común. El primero se refiere a la extrema crueldad de Pilato, agravada por la profana¬ción del culto. El incidente debe de haber transcurrido en la Pas-cua, cuando los laicos podían tomar parte del sacrificio. Pilato los mandó matar cuando ofrecían los sacrifi-cios, así pudo mezclar la sangre humana con la de las víctimas. El hecho de que ahora le den la noticia a Jesús, prueba que no distaba mucho del suceso. El segundo, es un hecho fortuito: en esos días se había desplomado la torre de Siloé y había aplastado a dieciocho personas inocentes. Reducidos a escala, estos hechos se asemejan a los que diariamente golpean al mundo de hoy y de los cuales tenemos noti¬cia a dia-rio. Con su enseñanza Jesús nos ayuda a leer e interpre¬tar esos hechos.
Ante ambos hechos Jesús repite el mismo comentario: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecado-res que todos los demás galileos porque padecieron estas cosas?... ¿pensáis que esos dieciocho eran más culpables que los demás habitan¬tes de Jerusalén?» La mentalidad primitiva, presente también hoy en algunas personas, habría afirmado que ellos habían sufrido esa muerte tan trágica como castigo por su ex-cesiva maldad. «Eso te lo ha mandado Dios, ¡algo habrás hecho!», solemos escuchar ante una enferme-dad o una desgracia. Pero Jesús rechaza esa mentalidad y responde Él mismo a su pregunta: «No, os lo aseguro». Las víctimas de los desas¬tres natura¬les, de los accidentes y de la maldad del hombre mismo no han padecido eso porque sean «más pecadores que los demás». Esta es la primera enseñanza de Jesús. Su pregunta contiene, sin embargo, la afirma¬ción del pecado de todos los hom¬bres; es decir, «las víctimas son tan pecadores como los demás». Así resulta reafirmada la enseñanza de que todos los males son siem-pre conse¬cuen¬cia del pecado y de la ruptura del hombre, de todos los hombres. No existe ningún mal, ni natural, ni acciden¬tal, ni intencio¬nal, que no sea conse¬cuencia del pecado del hombre.
«Si no os convertís...todos pereceréis del mismo modo»
La atención ahora es trasladada desde las víctimas a los oyentes y, en último término, a cada uno de no-sotros. En otras palabras, Jesús nos dice: «Vosotros sois igualmente pecadores, o más pecadores, que esos galileos y que esos diecio¬cho que murieron aplastados, y si no os convertís -lo repite dos veces-, todos pereceréis del mismo modo». El único modo de escapar a un fin tan trági¬co es convertirse. Muchas veces pensamos: ¿De qué tengo que convertirme yo? ¿Qué tengo que cambiar…si no soy malo? Y esta pregunta nos lleva a formularnos la siguiente pregunta... ¿en qué consiste la conver¬sión?
Las facultades superiores del ser humano son la inteligencia y la voluntad. Estas son las facultades que lo distinguen como ser racional y libre, es decir, dueño de sus actos. El término «conversión» toca a ambas facul¬tades, pero más directamente a la inteligencia. Lo dice claramente el término griego «metanóia». El prefijo «meta» significa «cambio», y el sustantivo «nous» significa «inteligencia, mente». El concepto se traduce por «cambio de mente, cambio de percepción de las cosas». Y en esto consiste principal¬mente la conversión. Nosotros, en cam¬bio, cuando nos preguntamos de qué tenemos que convertir¬nos, examinamos a menudo nuestra voluntad, es decir, las culpas cometidas por debilidad, por falta de una voluntad más fir-me. ¡Y muchas veces no descubrimos ninguna falta en este rubro! Por eso, aunque hace diez años que uno no se confie¬sa, se pregunta: ¿de qué me voy a confesar? ¿Yo no he hecho cosas tan malas? No he mata-do...no he robado...no he sido infiel a mi pareja... Sin embargo, si examináramos nuestros criterios y nuestro modo de ver las cosas y la conduc¬ta conse¬cuente a ellos, y la comparamos con los criterios de Cris¬to, en-contraríamos muchas cosas de qué confesarnos.
Cuando alguien cambia de modo de pensar y adopta los criterios de Cristo, entonces ha tenido una ver-dadera conversión. Entonces entra el segundo aspecto del concepto de «meta¬noia»: el dolor por la conduc-ta anterior y el arrepenti¬miento. El apóstol San Pablo ofrece un ejemplo magnífico de auténtica y profunda conversión. Mientras vivía en el judaísmo, en lo que respecta al cumplimiento, es decir, a la voluntad, era irreprochable. El mismo lo dice: «Yo era hebreo e hijo de hebreos... en cuanto al cumplimiento de la ley, intachable» (Fil 3,5-6). En cuanto a la voluntad, no tenía nada que reprochar¬se. Pero luego agrega: «Todo lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pér-dida ante la sublimidad del conoci¬miento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). Ahora puede asegurar: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16). La conversión verdadera consiste en buscar tener los mismos criterios de Cristo.
La parábola de la viña estéril
En su primera predicación Jesús había agregado una nota de urgencia: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: Convertíos...». Esta misma urgencia es la que imprime Jesús a su llamado a la conversión con la parábola que consti¬tuye la segunda parte del Evangelio de hoy. Accediendo a los ruegos del viñador, el Señor consien¬te en tener paciencia y esperar aún otro año para que la viña dé su fruto. Que-da así fijado un día perentorio: «Si dentro de ese plazo no da fruto, la cortas». Esta parábo¬la está ciertamen-te dirigida al pueblo de Israel al cual Dios había mandado sin cesar sus profetas sin embargo también en la predica¬ción a los gentiles se les advierte que se ha acabado ya el tiempo de la conversión. Recorda¬mos la predicación de Pablo ante los intelec¬tua¬les griegos cuando fue invita¬do a hablar en el Areópago de Atenas: «Dios, pasando por alto los tiempos de la ignoran¬cia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justi¬cia...» (Hech 17,30-31).
Una palabra del Santo Padre:
«En el período de la Cuaresma, la Iglesia, en nombre de Dios, renueva la llamada a la conversión. Es la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un período del año, es un com-promiso que dura toda la vida. ¿Quién entre nosotros puede presumir de no ser pecador? Nadie. Todos lo somos. Escribe el apóstol Juan: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Es lo que sucede también en esta celebración y en toda esta jornada penitencial. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos introduce en dos elementos esenciales de la vida cristiana.
El primero: Revestirnos del hombre nuevo. El hombre nuevo, «creado a imagen de Dios» (Ef 4, 24), na-ce en el Bautismo, donde se recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y a su Iglesia. Esta vida nueva permite mirar la realidad con ojos distintos, sin dejarse distraer por las co-sas que no cuentan y que no pueden durar mucho, por las cosas que se acaban con el tiempo. Por eso estamos llamados a abandonar los comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial. «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35). He aquí la diferencia entre la vida de-formada por el pecado y la vida iluminada de la gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios pro-ceden los comportamientos buenos: hablar siempre con verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más bien compartir lo que se posee con los demás, especialmente con quien pasa necesidad; no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser dóciles, magnánimos y dispuestos al perdón; no caer en la murmuración que arruina la buena fama de las personas, sino mirar en mayor medida el lado positivo de cada uno. Se trata de revestirnos del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas.
El segundo elemento: Permanecer en el amor. El amor de Jesucristo dura para siempre, jamás tendrá fin porque es la vida misma de Dios. Este amor vence el pecado y dona la fuerza de volver a levantarse y re-comenzar, porque con el perdón el corazón se renueva y rejuvenece. Todos lo sabemos: nuestro Padre no se cansa jamás de amar y sus ojos no se cansan de mirar el camino que conduce a casa, para ver si re-gresa el hijo que se marchó y se perdió. Podemos hablar de la esperanza de Dios: nuestro Padre nos es-pera siempre, no nos deja sólo la puerta abierta, sino que nos espera. Él está implicado en este esperar a los hijos. Y este Padre no se cansa ni siquiera de amar al otro hijo que, incluso permaneciendo siempre en casa con él, no es partícipe, sin embargo, de su misericordia, de su compasión. Dios no está solamente en el origen del amor, sino que en Jesucristo nos llama a imitar su modo mismo de amar: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). En la medida en que los cristianos viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo. El amor no puede soportar el hecho de permane-cer encerrado en sí mismo. Por su misma naturaleza es abierto, se difunde y es fecundo, genera siempre nuevo amor».
Papa Francisco. Celebración de la Penitencia y Reconciliación. Viernes 28 de marzo de 2014.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. «En la oración tiene lugar la conversión del alma hacia Dios, y la purificación del corazón», nos di-ce San Agustín. ¿He buscado al Señor en la oración diaria?
2. ¿Cuáles son los criterios que debo de cambiar? ¿Qué criterios tiene Jesús que yo no tengo? Haz una lista.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1427 – 1433.
texto facilitado por JUAN R. PULIDO; presidente diocesano de A.N.E. Toledo
sábado, 16 de marzo de 2019
Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo C – 17 de marzo de 2019 «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió»
Lectura del libro del Génesis (15, 5-12.17-18): Dios hace alianza con Abrahán, el creyente.
En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu descendencia. Abrán creyó al Señor y se le contó en su haber.
El Señor le dijo: Yo soy el Señor que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta tierra.
El replicó: Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla? Respondió el Señor: Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón.
Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no escuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba. Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos: A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río.
Salmo 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación. R./
El Señor es mi luz y mi salvación, // ¿a quién temeré? // El Señor es la defensa de mi vida, // ¿quién me hará temblar? R./
Escúchame, Señor, que te llamo, // ten piedad, respóndeme. // Oigo en mi corazón: // «Buscad mi rostro.» R./
Tu rostro buscaré, Señor, // no me escondas tu rostro; // no rechaces con ira a tu siervo, // que tú eres mi auxilio. R./
Espero gozar de la dicha del Señor // en el país de la vida. // Espera en el Señor, sé valiente, // ten ánimo, espera en el Señor. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (3, 17-4,1): Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo glorioso.
Hermanos: Seguid mi ejemplo y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en mí. Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre, su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas.
Nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (9, 28b-36): Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió.
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle.
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Jesucristo en el Evangelio revela la plenitud de la Ley y de la Profecía apareciendo a los discípulos entre Moisés y Elías. Revela igualmente su propia plenitud que resplandece en su ser resplandeciente y transfigurado. En Jesucristo llega también a su plenitud el pacto, la promesa extraordinaria, hecha a Abraham (Primera Lectura). En la carta a los Filipenses , San Pablo nos enseña que la plenitud de Cristo es comunicada a los cristianos, ciudadanos del cielo, que «transformará nuestro miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo».
La fe de Abraham
«Muchas obras buenas había hecho Abraham más no por ellas fue llamado amigo de Dios, sino después que creyó, y que toda su obra fue perfeccionada por la fe», nos dice San Cirilo. Tan grande fue su fe, que Abraham creyó contra toda esperanza que Dios le daría una descendencia numerosa. Por la fe había abandonado su patria, por la fe había soportado las más grandes aflicciones y penalidades; por la fe estaría dispuesto a renunciar a todo y hasta de sacrificar su único hijo. Por eso es llamado, como leemos en el Catecismo, de «padre de todos los creyentes» .
El singular ritual que hemos leído en la Primera Lectura se trata de un rito común entre los pueblos antiguos (ver Jer 34,18s). Al celebrar un pacto, los contrayentes pasaban por entre los animales sacrificados, dando con ello a entender que en caso de quebrantar uno el pacto, merecía la suerte de aquellos animales. Este rito era común también en Roma y en Grecia. «La antorcha de fuego» que recorre el espacio intermedio entre las víctimas es símbolo de la presencia de Dios que cumple y sella el pacto.
Ante todo...¿qué significa «transfiguración»?
La palabra «transfiguración», que da el nombre a este episodio, es la traducción de la palabra griega «metamorfo¬sis», que significa «transformación». Los relatos que leemos en los Evangelios de San Marcos y San Mateo, no sabiendo cómo expresar lo que ocurrió, dicen literalmente que Jesús «se metamorfoseó ante ellos». Pero San Lucas prefiere evitar la expresión para que no se piense que Jesús se transformó en otro; es lo que podría sugerir la palabra «metamorfosis». Lucas dice simplemente que «el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos se volvieron de un blanco fulgurante». Por ese mismo motivo, cuando traducimos esa expresión de los relatos de Marcos y Mateo, decimos que Jesús «se transfiguró ante ellos». De aquí el nombre Transfiguración.
«Ocho días después de estas palabras...»
Lo primero que nos llama la atención es que la lectura comience con la segunda parte del versículo 28, y se nos despierta la curiosidad por saber qué dice la primera parte. El versículo completo dice: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar». Ahora mayor es nuestra curiosidad por saber qué ocurrió ocho días antes y cuáles fueron las palabras que dijo Jesús en esa ocasión. Por medio de esta cronología tan precisa, el mismo evangelista sugiere vincular la Transfiguración con lo ocurrido antes.
Ocho días antes había tenido lugar el episodio de la profesión de fe de Pedro (ver Lc 9, 18-21). Es interesante ver cómo el relato mencionado es introducido por San Lucas de manera análoga: «Sucedió que mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y Él les preguntó: '¿Quién dice la gente que soy yo?». Los apóstoles citan diversas opiniones que flotaban en el ambiente; sin embargo Pedro, en representación de todos dice: «El Cristo de Dios». Dicho en castellano habría que leerlo: «El Ungido de Dios». Lo que Pedro quiere decir es que, según ellos, Jesús es el «Ungido » (Mesías), el hijo de David prometido por Dios a Israel para salvar al pueblo.
«Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle»
Sin embargo esa noción era insuficiente ya que «ocho días después...» los apóstoles van a escuchar ¡qué dice Dios mismo sobre Jesús! Esta es la idea central de la Transfiguración. «Y vino una voz desde la nube que decía: 'Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle'». Con estas palabras -corroboradas por el hecho mismo de la Transfiguración de Jesús- Dios nos revela la identidad de Jesús. La nube nos hace recordar otra gran manifestación de Dios a su pueblo, esa vez en el monte Sinaí cuando les dio el decálogo. Dios dijo a Moisés: «Mira: voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo, y así te dé crédito para siempre» (Ex 19,9).
El título «mi Elegido», dado por Dios, informa a los apóstoles que Jesús es el hijo de David, el Salvador que esperaban. En efecto, Dios usa los términos del Salmo 89 que, aunque dichos en tiempos verbales pretéritos, se entendían referidos a un David futuro, a un Ungido (Mesías) por venir (ver Sal 89,4.21). La voz de la nube declara que ese Elegido es Jesús. Por otro lado, la voz ha declarado que éste mismo es su Hijo. Quiere decir que ha sido engendrado por Dios y posee en plenitud su misma naturaleza divina, es decir, que es Dios verdadero. Por tanto, sólo en Jesús todo otro hombre o mujer puede ser «elegido» y sólo en él puede ser adoptado como hijo de Dios. Nosotros estamos llamados a ser hijos de Dios en el Hijo; somos hijos de Dios en la medida en que estemos incor¬porados a Cristo por el Bautismo y los demás sacramentos, sobre todo, por nuestra participación en la Eucaristía
La alegría de la oración
El relato se abre diciendo que «Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Y sucedió que mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió...». El evangelista quiere subrayar que el hecho ocurrió dentro de la oración de Jesús. Él subió al monte para orar. Y en medio de la oración fue rodeado de una luz fulgurante. Viendo los apóstoles a Jesús orar y revelar ante ellos su gloria exclaman: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para tí, otra para Moisés y otra para Elías». El Evangelio agrega que Pedro «no sabía lo que decía». Pero una cosa él sabía bien: que era bueno estar allí ante esa visión de Cristo. Podemos concluir que, si al revelar Jesús un rayo de su divinidad nos entusiasma de esa manera y nos llena de una alegría tan total, ¡qué será cuando lo veamos cara a cara! (ver 1Cor 13,12; 1Jn 3,2).
«Ciertas palabras...»
No nos hemos olvidado que hemos mencionado que la Transfiguración ocurrió ocho días después de la profesión de Pedro y de «ciertas palabras...» de Jesús. Esas palabras fueron el primer anuncio de su pa¬sión. Inmediatamente después de la profesión de Pedro, Jesús comenzó a decir: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado... ser matado, y al tercer día resucitar» (Lc 9,22). Estas palabras tienen relación estrecha con la Transfiguración, pues enuncian el tema que trataban Moisés y Elías con Jesús: «Conversa-ban con él... Moisés y Elías, los cuales aparecían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén». Los após¬toles eran reacios a en¬frentar el tema de la pasión, pues no concebían que Jesús, reconocido como «la fuerza salvadora» suscitada por Dios, tuviera que sufrir y ser muerto; Moisés y Elías, en cambio, hablaban del desenlace que tendría el camino de Jesús en Jerusalén como de su mayor título de gloria. Ellos comprendían que por medio de su pasión Jesús llevaría hasta el extremo el amor a su Padre y a los hombres, pues por su muerte en la cruz daría la gloria debida a su Padre y obtendría para los hombres la redención del pecado.
Una palabra del Santo Padre:
«La ascensión de los discípulos al monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios. En esta ascensión espiritual, en esta separación de las cosas mundanas, estamos llamados a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación del Evangelio, de la lectura de la Biblia, que conduce hacia una meta rica de belleza, de esplendor y de alegría. Y cuando nosotros nos ponemos así, con la Biblia en la mano, en silencio, comenzamos a escuchar esta belleza interior, esta alegría que genera la Palabra de Dios en nosotros. En esta perspectiva, el tiempo estivo es momento providencial para acrecentar nuestro esfuerzo de búsqueda y de encuentro con el Señor. En este periodo, los estudiantes están libres de compromisos escolares y muchas familias se van de vacaciones; es importante que en el periodo de descanso y desconexión de las ocupaciones cotidianas, se puedan restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando el camino espiritual.
Al finalizar la experiencia maravillosa de la Transfiguración, los discípulos bajaron del monte (cf v. 9) con ojos y corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer también nosotros. El redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es fin en sí mismo, pero nos lleva a «bajar del monte», cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos, especialmente para quien sufre, para los que se encuentran en soledad y abandono, para los enfermos y para la multitud de hombres y de mujeres que, en distintas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia.
En la Transfiguración se oye la voz del Padre celeste que dice: «Este es mi hijo amado, ¡escuchadle!» (v. 5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre preparada a acoger y custodiar en el corazón cada palabra del Hijo divino (cf. Lucas 1, 51). Quiera nuestra Madre y Madre de Dios ayudarnos a entrar en sintonía con la Palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. A Ella encomendamos las vacaciones de todos, para que sean serenas y provechosas, pero sobre todo el verano de los que no pueden tener vacaciones porque se lo impide la edad, por motivos de salud o de trabajo, las limitaciones económicas u otros problemas, para que aun así sea un tiempo de distensión, animado por las amistades y momentos felices».
Papa Francisco. Ángelus. Domingo 6 de agosto de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo estoy viviendo mi vida de oración en esta Cuaresma? ¿Qué medio he colocado para mejorarla?
2. ¿Qué voy hacer para acoger la invitación del Santo Padre a ser «hombres y mujeres transfigurados»?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 551 - 556.
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de Adoración Nocturna de Toledo
sábado, 9 de marzo de 2019
Domingo de la Semana 1ª de Cuaresma. Ciclo C – 10 de marzo de 2019 «El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras fue tentado»
Lectura del libro del Deuteronomio (26, 4-10): Profesión de fe del pueblo escogido.
Dijo Moisés al pueblo: El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y la pondrá ante el al-tar del Señor, tu Dios. Entonces tú dirás ante el Señor, tu Dios: «Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa.
Los Egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces cla-mamos al Señor, Dios de nuestros padres; y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos.
Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo, que tú, Señor, me has dado.»
Lo pondrás ante el Señor, tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor, tu Dios.
Salmo 90,1-2.10-11.12-13.14-15: Está conmigo, Señor, en la tribulación. R./
Tú que habitas al amparo del Altísimo, // que vives a la sombra del Omnipotente, // di al Señor: «Refu-gio mío, alcázar mío, // Dios mío, confío en ti.» R./
No se te acercará la desgracia, // ni la plaga llegará hasta tu tienda, // porque a sus ángeles ha dado ór-denes // para que te guarden en tus caminos. R./
Te llevarán en sus palmas, // para que tu pie no tropiece en la piedra; // caminarás sobre áspides y víbo-ras, // pisotearás leones y dragones. R./
Se puso junto a mí: lo libraré; // lo protegeré porque conoce mi nombre, // me invocará y lo escucharé. // Con él estaré en la tribulación, // lo defenderé, lo glorificaré. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (10,8-13): Profesión de fe del que cree en Jesucrito.
Hermanos: La Escritura dice: «La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón.»
Se refiere al mensaje de la fe que os anunciamos. Porque si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás.
Por la fe del corazón llegamos a la justicia, y por la profesión de los labios, a la salvación.
Dice la Escritura: «Nadie que cree en él quedará defraudado.»
Porque no hay distinción entre Judío y Griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.»
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (4,1-13): El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado.
En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.
Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: -Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: -Está escrito: «No sólo de pan vive el hombre.»
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo, y le dijo: -Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodi-llas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: -Está escrito: «Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto.»
Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: -Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti», y también: «te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras.» Jesús le contestó: -Está mandado: «No tentarás al Señor tu Dios.»
Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
La mejor (y por qué no decir la única) manera de superar la prueba del desierto de la vida y las tenta-ciones del demonio es no apartarse de Dios (San Lucas 4, 1-13). Es confesar y creer en Jesús con el cora-zón y con los labios, en nuestro interior y en nuestra vida cotidiana (Romanos 10, 8-13). Jesucristo es la imagen fiel del Padre e Hijo del único Dios verdadero que liberó de la esclavitud a su pueblo (Deuteronomio 26, 4-10), y que salva a todo aquel que invoca su nombre. Pues: «con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rom 10,10).
La Cuaresma
En el Evangelio de este Domingo, Lucas nos relata las tentaciones de Jesús en el desierto. La figura de Jesús que vuelve de su bautismo en el Jordán y durante cuarenta días es conducido por el Espíritu a través del desierto inhóspito sin probar alimento, abre el pórtico del tiempo litúrgico de la Cuaresma o cuarentena que hemos iniciado el miércoles de Ceniza. El número cuarenta (40) tiene un fuerte significado simbólico ya que sirve para expresar un periodo (días, noches o años) de presencia, de acción y revelación de Dios en la vida y en el mundo de los hombres.
Así vemos en algunos pasajes como: la duración del diluvio, permanencia de Moisés antes de recibir las tablas de la Ley, la marcha de Israel por el desierto, el camino de Elías hasta el Horeb, el plazo de Jonás a los ninivitas para su conversión, el lapso para las apariciones de Jesús Resucitado antes de su Ascensión y, ahora, ayuno y tentaciones de Jesús en el desierto.
Al iniciarse la Cuaresma, nuevamente nos concede Dios un tiempo de gracia y de con¬versión. La Cua-resma es uno de los tiempos fuertes de la vida de un cristiano; es un tiempo que se nos ofrece para dete-nernos a consi¬derar cuáles son los valores que mueven nuestra vida, cuáles son las cosas que nos afanan. El precepto principal del cristiano, el que resume toda la ley de Dios, dice: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (Mt 22,37); y Jesús nos dio un criterio claro para examinar el cumplimiento de ese precep-to principal: «Donde está tu tesoro allí está tu cora¬zón» (Mt 6,21). Debemos preguntar¬nos enton¬ces dónde está nuestro tesoro, qué es lo que acapara nuestra atención, lo que consume nuestro tiempo y nuestras energías; y si, como consecuen¬cia de este examen, descubriéramos que esa realidad es algo distinto que Jesucristo entonces debe¬mos iniciar un proceso de conversión, de cambio de rumbo.
Las obras cuaresmales (limosna, ayuno y oración) son las que demuestran que nuestro corazón es to-do de Dios; pues consisten en rechazar la seducción de las riquezas por medio de la limosna, en rechazar los placeres ilícitos y comodidades de esta vida por medio del ayuno y de la moderación en el uso de los bienes materiales, y en rechazar nuestro espíritu de suficiencia y autonomía por medio de la oración. Así demostramos que amamos a Dios más que el dinero, más que nuestra propia vida y que Él ocupa todo nuestro pensamien¬to y mundo interior.
Las tres tentaciones
Observemos más de cerca cada una de las tenta¬cio¬nes y veamos en qué forma nos enseña Jesús a ven¬cer nuestras propias tentaciones. Pero...¿qué tentación podía sufrir Jesús? No necesitamos hacer pro-fundas elucubraciones para respon¬der a esta pregunta, pues la respuesta está explícita en el Evangelio. Al cabo de los cuarenta días sin comer nada, tuvo hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que esta piedra se convierta en pan». Jesús es el Hijo de Dios y tenía poder para convertir esa piedra en pan; pero si lo hubiera hecho, habría sido infiel a su misión de abrazar verdaderamente la condición humana con sus carencias y limitaciones, siendo una de las más evidentes precisamente el hambre. Jesús sentía el grito de su natu¬raleza humana que lo urgía a apagar el hambre.
Pero en esa circunstancia no había más modo de hacerlo que faltar a la misión encomendada por su Padre. Y esto fue lo que le sugirió el diablo. Dejando en evidencia que ama a Dios con todo su corazón de hombre, Jesús acepta padecer el hambre antes que desobedecer a Dios. Hace propia la voluntad de Dios y rechaza la sugerencia del diablo, citando la Escri¬tu¬ra: «No sólo de pan vive el hombre».
En seguida el diablo tienta a Jesús con la posesión de las riquezas. Le muestra todos los reinos de esta tierra y le dice: «...porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si me adoras todo será tuyo». En algo tiene razón el diablo - como en toda seducción- en que la gloria de este mundo es suya. Quien ambiciona la gloria de este mundo, para poseerla, tiene que, olvidándose de Dios, abrirse a la acción del diablo, pues a él pertenece esta gloria y él la da a quien él quiere. Por eso Jesús lo llama el «príncipe de este mun¬do». Jesús rechazó la tenta¬ción citando el primer mandamiento de la ley de Dios: «Adora¬rás al Señor tu Dios y sólo a El darás culto». ¡El diablo quiere hacerse adorar por Jesús! ¡Hay que ser muy atre-vido para esto!
En la tercera tentación nuevamente el diablo sugiere a Jesús hacer alarde de su condición divina. Lo lleva al alero del templo y le dice que se tire porque «...A sus ángeles te encomendará para que te guar-den...». Jesús rechaza la tentación, pero deja en claro, de todas maneras, que Él es el Señor Dios. En efec-to, responde al diablo: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios».
Jesús nos enseña el modo de resistir las tentacio¬nes y de cum¬plir con el Plan de Dios. Si somos dóci-les, como fue Jesús, y nos dejamos conducir por el Espíritu de Dios, seremos verdade¬ra¬mente «hijos de Dios». San Pablo ciertamente tenía en mente este episodio cuando escribe: «Todos lo que se dejan condu-cir por el Espíritu de Dios son hijos de Dios». Y agrega: «Si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados» (Rom 8,14.17).
¿Quién es el tentador y que puede hacernos?
Tal vez una de las verdades de fe que confunde a mucha gente es la existencia del demonio y su ac-ción en el mundo. El demonio es un ser real y concreto, creado bueno por Dios, de naturaleza real y espiri-tual e invisible, que por su pecado se apartó de Dios y se convirtió en un ser «perverso y pervertidor» en su misma esencia.
¿Qué nos puede hacer el demonio? Lo primero que hay que tener en cuenta es que el demonio puede perturbarnos con las limitaciones (y capacidades) que tiene por ser una criatura angelical. Como dice San Agustín, el demonio es como un gran perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que so-lamente muerde a quienes se le acercan demasiado. Sin embargo, el demonio sí puede tener un cierto po-der sobre nosotros que puede ser fatal. No puede alcanzar directamente nuestra inteligencia y voluntad, facultades completamente espirituales y accesible sólo a Dios, pero puede, con sus poderes, afectar nues-tros sentidos externos como la vista, el tacto, el oído, y nuestros sentidos internos como la memoria, la fan-tasía y la imaginación.
Ninguna muralla, ninguna puerta blindada, ningún guardaespaldas es capaz de impedir la influencia de Satanás sobre la memoria o la fantasía de un hombre. Sin embargo, la sugestión del demonio nunca alcan-zará, solamente de modo indirecto, nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Es decir tener dominio y control sobre la memoria e imaginación es guardar «la puerta y la entrada del alma» . Es tener en jaque al demo-nio.
Una palabra del Santo Padre:
«La Iglesia nos hace recordar ese misterio al inicio de la Cuaresma, porque nos da la perspectiva y el sentido de este tiempo, que es un tiempo de combate —en Cuaresma se debe combatir—, un tiempo de combate espiritual contra el espíritu del mal (cf. Oración colecta del Miércoles de Ceniza). Y mientras atra-vesamos el «desierto» cuaresmal, mantengamos la mirada dirigida a la Pascua, que es la victoria definitiva de Jesús contra el Maligno, contra el pecado y contra la muerte. He aquí entonces el significado de este primer domingo de Cuaresma: volver a situarnos decididamente en la senda de Jesús, la senda que con-duce a la vida. Mirar a Jesús, lo que hizo Jesús, e ir con Él.
Y este camino de Jesús pasa a través del desierto. El desierto es el lugar donde se puede escuchar la voz de Dios y la voz del tentador. En el rumor, en la confusión esto no se puede hacer; se oyen sólo las voces superficiales. En cambio, en el desierto podemos bajar en profundidad, donde se juega verdadera-mente nuestro destino, la vida o la muerte. ¿Y cómo escuchamos la voz de Dios? La escuchamos en su Palabra. Por eso es importante conocer las Escrituras, porque de otro modo no sabremos responder a las asechanzas del maligno. Y aquí quisiera volver a mi consejo de leer cada día el Evangelio: cada día leer el Evangelio, meditarlo, un poco, diez minutos; y llevarlo incluso siempre con nosotros: en el bolsillo, en la cartera... Pero tener el Evangelio al alcance de la mano. El desierto cuaresmal nos ayuda a decir no a la mundanidad, a los «ídolos», nos ayuda a hacer elecciones valientes conformes al Evangelio y a reforzar la solidaridad con los hermanos.
Entonces entramos en el desierto sin miedo, porque no estamos solos: estamos con Jesús, con el Pa-dre y con el Espíritu Santo. Es más, como lo fue para Jesús, es precisamente el Espíritu Santo quien nos guía por el camino cuaresmal, el mismo Espíritu que descendió sobre Jesús y que recibimos en el Bautis-mo. La Cuaresma, por ello, es un tiempo propicio que debe conducirnos a tomar cada vez más conciencia de cuánto el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, obró y puede obrar en nosotros. Y al final del itinerario cuaresmal, en la Vigilia pascual, podremos renovar con mayor consciencia la alianza bautismal y los com-promisos que de ella derivan. Que la Virgen santa, modelo de docilidad al Espíritu, nos ayude a dejarnos conducir por Él, que quiere hacer de cada uno de nosotros una “nueva creatura”».
Papa Francisco. Ángelus 12 de febrero de 2015.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo voy a vivir lo que la Santa Madre Iglesia recomienda para este tiempo: la limosna el ayuno y la oración? Pongamos medios muy concretos.
2. ¿Cómo puedo vivir la Cuaresma en mi familia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 386 - 395. 1168-1173.
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente de Adoracion Nocturna, Toledo
domingo, 3 de marzo de 2019
l Tiempo Ordinario. CDomingo de la Semana 8ª deiclo C – 3 de marzo 2019 «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?».
Lectura del libro del Eclesiástico (27, 4-7): No alabes a nadie antes de que razone.
Se agita la criba y queda el desecho, así el desperdicio del hombre cuando es examinado. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en su razonar. El fruto muestra el cultivo de un árbol, la palabra, la mentalidad del hombre. No alabes a nadie antes de que razone, porque ésa es la prueba del hombre.
Salmo 91,2-3.13-14.15-16: Es bueno darte gracias, Señor. R./
Es bueno dar gracias al Señor // y tocar para tu nombre, oh Altísimo, // proclamar por la mañana tu misericordia // y de noche tu fidelidad. R./
El justo crecerá como una palmera, // se alzará como un cedro del Líbano; // plantado en la casa del Señor, // crecerá en los atrios de nuestro Dios. R./
En la vejez seguirá dando fruto // y estará lozano y frondoso, // para proclamar que el Señor es justo, // que en mi Roca no existe la maldad. R./
Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 54-58): Nos da la victoria por Jesucris-to.
Hermanos: Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, en-tonces se cumplirá la palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?»
El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la Ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!
Así, pues, hermanos míos queridos, manteneos firmes y constantes. Trabajad siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 39-45): Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mo-ta del ojo de tu hermano.
No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Uno de los títulos que tanto los discípulos como sus enemigos solían dar a Jesús es el de Maestro . En la lectura del Evangelio (San Lucas 6, 39 - 45) veremos claramente cómo Jesús se hace merecedor de este título ya que conoce profundamente lo que está dentro del corazón del hombre. Podríamos decir que pene-tra en las honduras más recónditas del alma y del espíritu para explicar de manera sencilla una verdad difícil de negar: es más fácil reconocer los defectos del otro que los propios y «de lo que rebosa el corazón habla la boca». El libro del Eclesiástico (Eclesiástico 27, 4-7), en su milenaria sabiduría, nos hablará del mismo tema: la palabra manifiesta el pensamiento del hombre. La carta a los Corintios es una exhortación a man-tenerse firmes en la Palabra de Dios que ha tenido pleno cumplimiento en Jesucristo: vencedor del pecado y de la muerte (primera carta de San Pablo a los Corintios 15, 54 – 58).
La brizna y la viga
El Evangelio de este Domingo debemos de ubicarlo en lo que se llama «el sermón de la llanura» ya que hace parte del ministerio de Jesús en Galilea. Este pasaje es eminentemente kerigmático y nos revela la agudeza, profundidad y claridad del «Maestro Bueno». Jesús conoce y observa la conducta del hombre y descubre la incoherencia cuando se trata de juzgar las accio¬nes del prójimo en relación a las propias. Hacia el otro usamos una medida estricta y rígida; pero cuando se trata de juzgar las propias acciones sacamos un metro flexible y elástico. Y esto resulta tan evidente que a menudo raya en lo ridículo. Somos severos para juzgar a los demás y benevolentes para juzgar nuestra propia con¬ducta. Cualquier pequeña falta del prójimo la declaramos grave e imperdo¬nable y hasta nos horrori¬zamos de su maldad; pero cuando nosotros hacemos lo mismo, podemos citar inmediata¬mente mil disculpas de manera que nos resulta siempre expli-cable y comprensi¬ble.
Cambiar esta aproximación hacia nosotros y hacia el prójimo es lo que se llama «convertirse». En efec-to, el Evangelio nos enseña a ser severos en juzgar nuestras propias faltas y pecados; y nos invita a reco-nocerlos con humildad y sin atenuantes en el sacramento de la Reconciliación. Por otro lado, nos llama a ser tolerantes y comprensi¬vos con las faltas del prójimo. ¿Quién no recuerda la bella descripción que hace San Pablo de la cari¬dad, como la virtud fundamental cristiana? «La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cr 13,7).
Esta enseñanza la presenta Jesús de manera viva e imagina¬tiva por medio de una parábola. Jesús sabe que en pocas palabras puede desnudar lo más profundo que existe en el corazón del hombre. «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Có-mo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo' no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?».Antes de entrar a juzgar una pequeña falta en la conducta de nues¬tro prójimo -una brizna- conviene examinarse a sí mismo para corregir nuestros graves pecados -sacar la viga- que nos impiden ver la verdad. Y «el que dice que no tiene pecado -nos advierte San Juan- se engaña y la verdad no está en él» (1Jn 1,8). Precisamen¬te el que dice que no tiene peca¬do, es porque la inmensa viga que tie-ne en su ojo le impide ver y se cree libre de culpa.
Llegado a este punto de su discurso, Jesús parece dejar la parábola para dirigirse a su auditorio y, por qué no decirlo, a nosotros mismos, para decir: «¡Hipócrita !, saca primero la viga de tu ojo, y entonces po-drás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano». Hipócrita es una califica¬ción muy fuerte, pero fue usada por Jesús con aquellos que aparentan lo que no son para usurpar la admiración y la alaban-za de los hombres. A continuación, Jesús nos da un criterio para no dejarnos engañar por las apariencias y conocer el fondo de una persona. Lo hace también a través de una comparación irrefutable: «Cada árbol se conoce por su fruto». Si queremos conocer el fondo bueno o malo de una persona o de una obra hay que examinar los frutos: «Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno». Y como si fuera poco, Jesús todavía agrega: «No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas».
El corazón del hombre
En las Sagradas Escrituras el fondo de una persona, ese núcleo íntimo de donde nacen sus decisiones y se fraguan sus proyectos y acciones, es el corazón. Allí están sus valo¬res, sus intereses, sus motivaciones ocultas, sus tesoros. El corazón del hombre lo ve sólo Dios; ante Dios el cora¬zón del hombre está al descu-bier¬to. Ya desde antiguo la Escritura nos enseña que «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, porque el hombre mira las aparien¬cias, pero Dios mira el corazón» (1S 16,7). Sabemos que ante Dios no podemos aparentar, que Él nos juzga según lo que somos. Cada uno es lo que es ante Dios, por más que los hombres tengan acerca de uno un concepto distin¬to. La persona es buena o mala según como sea su corazón. De ahí brotan los pecados y los malos deseos.
Por eso Jesús concluye: «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del tesoro malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca». La conversión del hombre será cambiar su corazón. El Espíritu Santo se derrama en el corazón y allí lo transfor¬ma. Por eso San Pablo nos propone este criterio: «Los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, pacien¬cia, afabilidad, bondad, fide-lidad, manse¬dumbre, dominio de sí» (Ga 5,22). Esta es la radiogra¬fía infalible de un corazón bueno. Con manifiesto aburri¬miento San Pablo enumera también los frutos del árbol malo: «Los obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, odios, discordias, celos, iras, divisiones, embria-gueces, orgías y cosas semejantes» (Ga 5,19-20). Por los frutos se conoce el árbol, sobre todo, de esta manera nos podemos conocer ¬a nosotros mismos, que es lo más difícil.
La palabra manifiesta el pensamiento del hombre
El libro del Eclesiástico se denomina también Sirácida por su autor «Jesús, hijo de Sirá, hijo de Eleazar, de Jerusalén» (Eclo 50,27). Por la misma razón se le conoce también como el libro de Ben Sirá o del hijo de Sirá. El nombre de «Eclesiástico» deriva de la tradición latina y son las enseñanzas de un maestro de sabiduría que enseñó en Jerusalén a finales del siglo III y principios del II A.C.
Los consejos del libro del Eclesiástico en relación a las habladurías, no por elementales, dejan de ser va-liosos, más aún, teniendo en cuenta que todo el mundo ha prestado atención a lo que puedan haber dicho terceras personas en relación a un ser querido. Por otro lado, debemos de preguntarnos con sinceridad: «¿quién no ha pecado con su lengua?» (Eclo 19,16). Justamente la senda que nos coloca la lectura es la pedagogía del silencio y de la escucha; para así poder conocer de verdad al otro. San Juan Crisóstomo nos dice: «No juzguéis por las sospechas; no juzguéis antes de estar seguros si lo que se refiere es real; no condenéis a nadie antes de imitar a Dios, que dice ‘bajaré y veré’ (Gn 18,21)».
Una palabra del Santo Padre:
El pasaje evangélico de la liturgia (Mateo 7, 1-5), hizo notar el Pontífice, presenta precisamente a Jesús que «quiere convencernos de que no juzguemos»: un mandamiento que repite muchas veces». En efecto, «juzgar a los demás nos lleva a la hipocresía». Y Jesús define precisamente «hipócritas» a quienes se po-nen a juzgar. Porque, explicó el Papa, «la persona que juzga se equivoca, se confunde y se convierte en una persona derrotada».
Quien juzga «se equivoca siempre». Y se equivoca, afirmó, «porque se pone en el lugar de Dios, que es el único juez: ocupa precisamente ese puesto y se equivoca de lugar». En práctica, cree tener «el poder de juzgar todo: las personas, la vida, todo». Y «con la capacidad de juzgar» considera que tiene «también la capacidad de condenar».El Evangelio refiere que «juzgar a los demás era una de las actitudes de esos doctores de la ley a quienes Jesús llama «hipócritas». Se trata de personas que «juzgaban todo». Pero lo más «grave» es que obrando así, «ocupan el lugar de Dios, que es el único juez». Y «Dios, para juzgar, se toma tiempo, espera». En cambio estos hombres «lo hacen inmediatamente: por eso el que juzga se equi-voca, simplemente porque toma un lugar que no es para él».
Pero, precisó el Papa, «no sólo se equivoca; también se confunde». Y «está tan obsesionado de eso que quiere juzgar, de esa persona —tan, tan obsesionado— que esa pajilla no le deja dormir». Y repite: «Pero yo quiero quitarte esa pajilla». Sin darse cuenta, sin embargo, de la viga que tiene él» en su propio ojo. En este sentido se «confunde» y «cree que la viga sea esa pajilla». Así que quien juzga es un hombre que «confunde la realidad», es un iluso.
No sólo. Para el Pontífice el que juzga, «se convierte en un derrotado» y no puede no terminar mal, «porque la misma medida se usará para juzgarle a él», como dice Jesús en el Evangelio de Mateo. Por lo tanto, «el juez soberbio y suficiente que se equivoca de lugar, porque toma el lugar de Dios, apuesta por una derrota». Y ¿cuál es la derrota? «La de ser juzgado con la misma medida con la que él juzga», recalcó el obispo de Roma. Porque el único que juzga es Dios y aquellos a quienes Dios les da el poder de hacerlo. Los demás no tienen derecho de juzgar: por eso hay confusión, por eso existe la derrota».
Aún más, prosiguió el Pontífice, «también la derrota va más allá, porque quien juzga acusa siempre». En el «juicio contra los demás —el ejemplo que pone el Señor es la «pajilla en tu ojo»— siempre hay una acu-sación». Exactamente lo opuesto de lo que «Jesús hace ante el Padre». En efecto, Jesús «jamás acusa» sino que, al contrario, defiende. Él «es el primer Paráclito. Después nos envía al segundo, que es el Espíri-tu». Jesús es «el defensor: está ante el Padre para defendernos de las acusaciones».
Pero si existe un defensor, hay también un acusador. «En la Biblia —explicó el Pontífice— el acusador se llama demonio, satanás». Jesús «juzgará al final de los tiempos, pero en el ínterin intercede, defiende». Juan, señaló el Papa, «lo dice muy bien en su Evangelio: no pequéis, por favor, pero si alguno peca, piense que tenemos a uno que abogue ante el Padre».
Así, afirmó, «si queremos seguir el camino de Jesús, más que acusadores debemos ser defensores de los demás ante el Padre». De aquí la invitación a defender a quien sufre «algo malo»: sin pensarlo dema-siado, aconsejó, «ve a rezar y defiéndelo delante del Padre, como hace Jesús. Reza por él».
Pero sobre todo, repitió el Papa, «no juzgues, porque si lo haces, cuando tú hagas algo malo, serás juz-gado». Es una verdad, sugirió, que es bueno recordar «en la vida de cada día, cuando nos vienen las ga-nas de juzgar a los demás, de criticar a los demás, que es una forma de juzgar».En fin, reafirmó el Pontífi-ce, «quien juzga se equivoca de lugar, se confunde y se convierte en un derrotado». Y obrando así «no imita a Jesús, que siempre defiende ante el Padre: es un abogado defensor». Quien juzga, más bien, «es un imitador del príncipe de este mundo, que va siempre detrás de las personas para acusarlas ante el Pa-dre».
Papa Francisco. Homilía en la Capilla de DomusSantaeMarthae. 23 de junio de 2014.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Que fácil se nos hace juzgar al otro y, por otro lado, difícil juzgarnos objetivamente. Hagamos un sin-cero examen de conciencia sobre este punto. ¿Qué tan rápido soy para juzgar y etiquetar al próji-mo?
2. Sin duda el himno de la caridad es una clara norma para vivir mi relación con el prójimo. Leamos de la primera carta a los Corintios todo el capítulo 13.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1822- 1829.
Txto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de Adoración Nocturna, Toledo
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