sábado, 25 de enero de 2020

Domingo de la Semana 3ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 26 de enero de 2020 «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres»


Lectura del libro del profeta Isaías (8,23b-9,3): En la Galilea de los gentiles, el pueblo vio una luz grande.


En otro tiempo el Señor humilló el país de Zabulón y el país de Neftalí; ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló.
Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.

Salmo 26,1.4.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación. R./

El Señor es mi luz y mi salvación, // ¿a quién temeré? // El Señor es la defensa de mi vida, // ¿quién me hará temblar? R./

Una cosa pido al Señor, // eso buscaré: // habitar en la casa del Señor // por los días de mi vida; // gozar de la dulzura del Señor // contemplando su templo. R./

Espero gozar de la dicha del Señor // en el país de la vida. // Espera en el Señor, sé valiente, // ten ánimo, espera en el Señor. R./

Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (1,10-13.17): Poneos de acuerdo y no andéis divididos.

Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: po¬neos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mis¬mo pensar y sentir.
Hermanos, me he enterado por los de Cloe que hay discordias en¬tre vosotros. Y por eso os hablo así, porque andáis divididos, dicien¬do: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo.» ¿Está dividido Cristo? ¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros? ¿Habéis sido bautizados en nombre de Pablo? Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evange¬lio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (4,12-23): Se estableció en Cafarnaúm. Así se cumplió lo que había dicho Isaías.

Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: -«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos: a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -«Venid y seguidme, y os, haré pescadores de hombres.» Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.


& Pautas para la reflexión personal

z El vínculo entre las lecturas

El pueblo que andaba en tinieblas, ve una gran luz…una luz brilla sobre ellos (Primera Lectura). Estas palabras tomadas del profeta Isaías nos ofrecen un tema unificador para la liturgia de este Domingo. San Mateo aplicará a Jesús el oráculo de Isaías refiriéndose a las regiones de Zabulón y Neftalí (tierra de gentiles). Jesús es la luz del mundo que ilumina las tinieblas; es el Reconciliador que sana las rupturas que tenían postrado al hombre. Jesús invita a Simón y Andrés, a Santiago y a Juan para que colaboren con Él en la misión de ser «pescadores de hombres» ya que el Reino de los Cielos ya ha sido inaugurado. En la primera carta a los Corintios, San Pablo insiste en la unidad de los cristianos: ellos no pueden estar divididos porque Jesucristo ha muerto por todos. Todos, por tanto, se deben dejar penetrar por el amor de Jesús hacia la humanidad y hacerse apóstoles de esa luz que ilumina el corazón de los hombres.

J «Yo soy la luz del mundo»

Un dato constante en el Evangelio es que Jesús usó la imagen de la luz para definir su identidad. La luz es el predicado de una de sus importantes afirmaciones en: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Esto es lo que dijo de Él el anciano Simeón cuando tomó al Niño Jesús en sus brazos en el momento en que era presentado al templo por sus padres: «Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32). Era natural que en el viaje de Jesús, después de ser bautizado por Juan Bautista a la altura de Jerusalén, desde Nazaret a Cafarnaúm, siguiendo el confín entre los territorios de las tribus de Zabulón y Neftalí ; San Mateo viera el cumpli¬miento de una antigua profecía de Isaías acerca de esas tierras: «El pueblo que habitaba en las tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amane¬cido».

Jesús vuelve a la «Galilea de los gentiles»; así llamada por hallarse en el norte de Palestina colindante con las naciones paganas. Es aquí donde va a comenzar su anuncio de la Buena Nueva, cumpliendo así las profecías acerca de la restauración de estas regiones norteñas saqueadas por los asirios (año 734 A.C.). Podemos ver aquí una intención universalista en el anuncio de la Buena Nueva ya que Jesús comienza su actividad apostólica precisamente por tierras «paganas», si bien habitadas por judíos en su mayoría, a quienes Cristo se dedicó casi exclusivamente.

J «Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado»

El Evangelio dice que «desde entonces Jesús comenzó a predicar». Y predicaba precisamente eso: «Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado». Este es el resumen de su predicación, el núcleo de buena nueva. Si honestamente queremos acoger su palabra y cumplir¬la, aquí tenemos un «imperativo» de Jesús, que expresa claramente su voluntad. Interesa entonces saber qué quiere decir «convertirse». La palabra griega que está en la base significa literalmente: cambiar de mente, cambiar nuestros valores. Lo que yo antes consideraba importante, verdadero y firme de manera que eso guiaba mi vida; ahora ya no lo es, han entrado otros valores, mi vida ha cambiado radicalmente. Eso quiere decir convertirse. ¡Pero esto es algo imposible a los hombres!

Todos tenemos experiencia de cuán difícil es hacer cambiar de idea a alguien, incluso sobre temas secundarios y aunque se presenten argumentos convincentes. Todos tenemos la imagen de los enfrentamientos públicos entre posturas opuestas, en que cada parte esgrime sus mejores argumentos, pero al final todos quedan con su misma idea y nadie ha cambiado ni siquiera un milímetro su postura. ¿Qué decir entonces del cambio radical de la persona, es decir, de las bases mismas de su existencia, de sus opciones más fundamentales? ¿Qué cosa es capaz de provocar este cambio que se llama la «conversión»? Hay una sola cosa capaz, más bien una sola persona. La conversión entonces consiste en encontrarse con Jesús y acogerlo en nuestra vida.

Tal vez el que ha expresado la realidad de la conversión en términos más elocuentes ha sido San Pablo. Es que la suya ha sido una de las conversiones más célebres: de perseguidor de la Iglesia, gracias a su encuentro con Cristo, en un instante, pasó a ser su más celoso apóstol. Él afirma: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,7-8). Y este cambio de mentalidad hace decir a Pablo en su carta a la comunidad de Corinto ahora somos uno «unidos en una misma mentalidad y en un mismo juicio».

J «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres...»

La segunda parte del Evangelio de hoy nos relata la vocación de los primeros cuatro discípulos. No puede leerse este episodio sin experimentar una fuerte impre¬sión. Cuando en la vida de una persona aparece Jesús en escena, todo cambia. La diferencia es total: como las tinieblas y la luz. Esto es algo que no puede comprenderlo quien no lo ha experimentado. Así como no puede comprender la luz quien permanece en las tinieblas. Pero todos estamos llamados a vivir algún día lo mismo que esos simples pescadores: «Caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés... y les dice: 'Venid conmigo...' Y ellos al instante, dejando las redes, lo siguieron».

La iniciativa es siempre de Jesús: él los ve, los elige y los llama. Pero a ellos toca responder a esta llamada. Para motivarlos Jesús les indica una misión, que se presenta como un cambio de oficio: «Os haré pescadores de hombres». Pero esto no les sirvió de mucho, porque en ese momento no podían comprender a qué se refería Jesús. Si esta frase de Jesús se conservó debió ser porque, después de muchos años, cuando ellos, constituidos ya en apóstoles y columnas de la Iglesia, comprendieron y recordaron que Jesús se lo había predicho en el momento de su vocación, cuando todo estaba sólo en germen. Y, sin embargo, la respuesta de ellos fue inmediata. Si el relato se conserva en esta forma, insistiendo en la prontitud y decisión de la respuesta, es porque de ese acto generoso de entrega de la vida, dependió todo lo que ellos llegaron a ser después: uno, la piedra sobre la cual Jesús fundó su Iglesia; los otros, las tres grandes columnas Andrés, Juan y Santiago. Si ellos hubieran rechazado la llamada –como hace el joven rico- habrían quedado para siempre como anónimos e intrascendentes pescadores de un pequeño lago de la Galilea. La respuesta de los primeros apóstoles nos enseña que la generosidad en responder a lo que Dios nos pide en un determinado momento puede traer una cadena de gracias insospechadas.

+ Una palabra del Santo Padre:

Demos gracias al Señor por su presencia y por la fuerza que nos comunica en nuestra vida diaria, cuando experimentamos el sufrimiento físico o moral, la pena, el luto; por los gestos de solidaridad y de generosidad que nos ayuda a realizar; por las alegrías y el amor que hace resplandecer en nuestras familias, en nuestras comunidades, a pesar de la miseria, la violencia que, a veces, nos rodea o del miedo al futuro; por el deseo que pone en nuestras almas de querer tejer lazos de amistad, de dialogar con el que es diferente, de perdonar al que nos ha hecho daño, de comprometernos a construir una sociedad más justa y fraterna en la que ninguno se sienta abandonado. En todo esto, Cristo resucitado nos toma de la mano y nos lleva a seguirlo. Quiero agradecer con ustedes al Señor de la misericordia todo lo que de hermoso, generoso y valeroso les ha permitido realizar en sus familias y comunidades, durante las vicisitudes que su país ha sufrido desde hace muchos años.

Es verdad, sin embargo, que todavía no hemos llegado a la meta, estamos como a mitad del río y, con renovado empeño misionero, tenemos que decidirnos a pasar a la otra orilla. Todo bautizado ha de romper continuamente con lo que aún tiene del hombre viejo, del hombre pecador, siempre inclinado a ceder a la tentación del demonio –y cuánto actúa en nuestro mundo y en estos momentos de conflicto, de odio y de guerra–, que lo lleva al egoísmo, a encerrarse en sí mismo y a la desconfianza, a la violencia y al instinto de destrucción, a la venganza, al abandono y a la explotación de los más débiles…

Sabemos también que a nuestras comunidades cristianas, llamadas a la santidad, les queda todavía un largo camino por recorrer. Es evidente que todos tenemos que pedir perdón al Señor por nuestras excesivas resistencias y demoras en dar testimonio del Evangelio. Ojalá que el Año Jubilar de la Misericordia, que acabamos de empezar en su País, nos ayude a ello. Ustedes, queridos centroafricanos, deben mirar sobre todo al futuro y, apoyándose en el camino ya recorrido, decidirse con determinación a abrir una nueva etapa en la historia cristiana de su País, a lanzarse hacia nuevos horizontes, a ir mar adentro, a aguas profundas. El Apóstol Andrés, con su hermano Pedro, al llamado de Jesús, no dudaron ni un instante en dejarlo todo y seguirlo: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4,20). También aquí nos asombra el entusiasmo de los Apóstoles que, atraídos de tal manera por Cristo, se sienten capaces de emprender cualquier cosa y de atreverse, con Él, a todo.

Cada uno en su corazón puede preguntarse sobre su relación personal con Jesús, y examinar lo que ya ha aceptado –o tal vez rechazado– para poder responder a su llamado a seguirlo más de cerca. El grito de los mensajeros resuena hoy más que nunca en nuestros oídos, sobre todo en tiempos difíciles; aquel grito que resuena por «toda la tierra […] y hasta los confines del orbe» (cf. Rm 10,18; Sal 18,5). Y resuena también hoy aquí, en esta tierra de Centroáfrica; resuena en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras parroquias, allá donde quiera que vivamos, y nos invita a perseverar con entusiasmo en la misión, una misión que necesita de nuevos mensajeros, más numerosos todavía, más generosos, más alegres, más santos. Todos y cada uno de nosotros estamos llamados a ser este mensajero que nuestro hermano, de cualquier etnia, religión y cultura, espera a menudo sin saberlo. En efecto, ¿cómo podrá este hermano –se pregunta san Pablo– creer en Cristo si no oye ni se le anuncia la Palabra?

A ejemplo del Apóstol, también nosotros tenemos que estar llenos de esperanza y de entusiasmo ante el futuro. La otra orilla está al alcance de la mano, y Jesús atraviesa el río con nosotros. Él ha resucitado de entre los muertos; desde entonces, las dificultades y sufrimientos que padecemos son ocasiones que nos abren a un futuro nuevo, si nos adherimos a su Persona. Cristianos de Centroáfrica, cada uno de ustedes está llamado a ser, con la perseverancia de su fe y de su compromiso misionero, artífice de la renovación humana y espiritual de su País. Subrayo, artífice de la renovación humana y espiritual».

Papa Francisco. Estadio del Complejo deportivo Barthélém y Boganda, Bangui.30 de noviembre de 2015.

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. ¡Conversión! Tener que cambiar todo aquello que me aleja de Dios, todo aquello que me impide ser realmente feliz. Cristo el único capaz de motivar este cambio. ¿Qué medios concretos voy a poner para encontrarme con Jesús?

2. No hay que temer porque Cristo sigue teniendo necesidad de hombres y mujeres para proclamar el Evangelio a «tiempo y destiempo». ¿Cómo ayudo para que aquellas personas llamadas por Dios, puedan responder a su vocación?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 849-865.


texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA en Toledo.

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