viernes, 17 de abril de 2020

Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo A – 19 de abril de 2020 «Dichosos los que no han visto y han creído»



Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (2,42-47): Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común.

Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los após¬toles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían to¬dos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repar-tían entre todos, según la necesidad de cada uno.
A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

Salmo 117,2-4.13-15.22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. R./

Diga la casa de Israel: // eterna es su misericordia. // Diga la casa de Aarón: // eterna es su misericordia. // Digan los fieles del Señor: // eterna es su misericordia. R./

Empujaban y empujaban para derribarme, // pero el Señor me ayudó; // el Señor es mi fuerza y mi energía, // él es mi salvación. // Escuchad: hay cantos de victoria // en las tiendas de los justos. R./

La piedra que desecharon los arquitectos // es ahora la piedra angular. // Es el Señor quien lo ha hecho, // ha sido un milagro patente. // Éste es el día en que actuó el Señor: // sea nuestra alegría y nuestro gozo. R./

Lectura de la Primera carta de San Pedro (1,3-9): Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una he¬rencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final.
Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más pre¬cio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llega¬rá a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo.
No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19-31): A los ocho días, llegó Jesús.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros-. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: -Paz a vosotros- . Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

& Pautas para la reflexión personal

z El vínculo entre las lecturas

Sin duda el tema que va marcar las lecturas dominicales es la fe en el Señor Resucitado que disipa toda duda, incredulidad, incertidumbre o miedo. El ambiente que descubrimos en los seguidores de Jesús después de los trágicos hechos de la Pasión y Muerte es de temor y desconfianza. Esto cambia radicalmente tras el encuentro con el Maestro Resucitado. Sin embargo, Tomás, no estuvo presente y a pesar de dudar de la palabra de sus hermanos; Jesús es indulgente, paciente y reserva una palabra de consuelo y lo alienta a vivir una fe más viva y profunda.

A partir de aquellas experiencias y fortalecidos con la acción del Espíritu Santo, los apóstoles inician un período de «conversión» que los conducirá al misterio de Pentecostés. La vida de la Iglesia naciente nos muestra hasta qué punto aquellos hombres cumplieron a plenitud la misión encomendada (Primera Lectura). En ellos había un modo nuevo de vivir que causaba admiración: la enseñanza, la unidad, la fracción del pan y la oración. Sin embargo, la Iglesia pronto tendría que enfrentar las adversidades propias de los discípulos de Cristo. La Primera carta de San Pedro es una exhortación a permanecer fieles a la fe recibida produciendo así frutos de vida eterna (Segunda Lectura).

J El «Día del Señor»

Nos llama la atención que los relatos evangélicos son parcos dando indicaciones cronológicas. En efecto, nadie puede decir en qué día de la semana fueron las bodas de Caná, o en qué día de la semana fue la curación del ciego de nacimiento o la resurrección de Lázaro. Todos son eventos importantes que merecerían poder ubicarse mejor en el tiempo. ¿Por qué, en cambio, aquí el evangelista Juan considera necesario precisar que las dos primeras apariciones de Cristo resucitado a sus discípulos reunidos fueron ambas el primer día de la semana? Hay una intención en esto. Así como en el Antiguo Testamento los judíos tenían en el relato de la creación el fundamento para la norma del sábado, así también el evangelista quiere que los cristianos encuentren en este relato un fundamento para la norma del «día del Señor». El día del Señor («dominica dies», Domingo) es el día de su Resurrección, el primer día de la semana. «Este es el día en que actuó el Señor» (Sal 118,24): resucitando a Jesús, nos dio vida nueva; es el día de su actuación salvífica definitiva.

K La incredulidad de los apóstoles y la fe de Tomás

La mañana del «primer día de la semana» tuvo lugar la primera apari¬ción de Jesús resucitado. Se apareció a María Magdalena y le dijo: «Vete donde mis hermanos y diles: 'Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios'. Fue María Magda¬lena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras». ¿Creye¬ron los apósto¬les su testimo¬nio? ¿Creye¬ron que Jesús estaba vivo? Obviamente no creyeron, porque si hubieran creído, su conducta no habría sido la de permane¬cer «a puertas cerradas por miedo a los judíos». En esta situación estaban los discípulos cuando se presentó Jesús mismo en medio de ellos. Y para identifi¬carse, «les mostró las manos y el costado» . Cualquiera que leyera este relato sin referencia a todo lo que antecede, y a lo que seguirá, consideraría que éste es un modo extraño de identifi-carse. ¿Por qué no les mostró más bien su rostro, como sería lo normal? Este modo de identificar¬se -podemos imaginar- responde a la increduli¬dad de los apóstoles. Ellos cierta¬mente deben de haber respondido al testimo-nio de María Magdalena de la misma manera que lo hace más tarde Tomás: «Si no vemos las señas de los clavos en sus manos y la herida de la lanzada en su costado, no creeremos que el hombre que tú viste sea el mismo Jesús ya que Él ha muerto crucificado». Jesús entonces se identificó de esa manera, y los apóstoles lo vieron: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor».

Cuando los apóstoles dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor», él ciertamente creyó que habían tenido una aparición de algún ser trascendente; pero que éste fuera el mismo Jesús que él vio crucificado y muerto, eso era más que lo que podía aceptar. Como anteriormente había sucedido con los otros apóstoles, también Tomás necesitaba ver para verificar la identidad del aparecido con Jesús: «Si no veo en sus manos el signo de los clavos y no meto el dedo en el lugar de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». ¿«No creeré» qué cosa? Que el mismo que estaba muerto ahora está vivo. Pero una vez que vio esto, Tomás tuvo un acto de fe que trasciende infinitamente lo que vio y verificó. Tomás ve a Jesús vivo y verifica las señas de su Pasión y ya no niega que haya resucitado. En esto es igual que los demás após¬toles y no es más incrédulo que ellos. Pero resulta más creyente que ellos, porque cree la divinidad de Jesucristo y la profesa exclamando: «Señor mío y Dios mío» .

Tomás ve a un hombre resucitado y confiesa a su Dios. El encuentro con Jesús resucitado fue para Tomás un «signo» que lo llevó a la plenitud de la fe. Por eso Jesús dice: «Porque me has visto has creído». No es que el «signo» sea causa de la fe. La fe siempre es un don de Dios que Él conce¬de libremente; pero Dios quiere concederla con ocasión de algo que se ve, de algo que opera como signo y al cual uno se abre. La fe de Tomás fue tan firme, que lo llevó a dar testimonio de Cristo con el martirio. Por eso no conviene apresurarse en atribuirse la bienaventuranza de Jesús a uno mismo,ya que si bien es cierto que nosotros no hemos visto a Jesús resucitado, pero no está dicho que «hayamos creído» en Cristo resucitado tanto como Tomás.

J «Biena¬venturados los que no han visto y han creí¬do»

Jesús llama biena¬ventu¬rados a los que «no vieron y, sin embargo, creyeron»; creyeron por el testi¬monio de otros. Y esta sí que es nuestra situación. Noso¬tros creemos en la Resurrección del Señor por el testi¬monio de la Iglesia y de sus apósto¬les. Por eso es que en los discursos de Pedro al pueblo es constante esta frase: «A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32). Lo mismo repite en el segundo discur¬so: «Voso¬tros renegasteis del Santo y del Justo... y matas¬teis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios lo resu¬citó de entre los muertos, y noso¬tros somos testi¬gos de ello» (Hch 3,14-15). Y lo mismo repite ante el Sanedrín: «El Dios de nuestros padres resu¬citó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándolo de un madero... Noso¬tros somos testigos de estas cosas» (Hch 5,30.32).Sobre este testimonio de los apóstoles se funda nues¬tra fe. Es verdad que en la bienaventuranza de Jesús estamos implicados nosotros, pues por la bondad divina ocurrió que Tomás estu¬viera ausen¬te, dudara y exigiera verificar la resurrección de Cristo, palpando sus heridas. Así lo interpreta el Papa San Gregorio Magno (590-604 d.C.): «Esto no ocurrió por casualidad, sino por disposición divina. En efecto, la clemencia divina actuó de modo admirable, de manera que, habiendo dudado aquel discípu¬lo, mientras palpaba en su maestro las heridas de la carne sanara en nosotros las heridas de la incredulidad. Es así que más aprovechó a nosotros la incredulidad de Tomás que la fe de los demás apóstoles. Él palpando fue devuelto a la fe para que nuestra mente, alejada toda duda, se consolide en la fe. Dudando y palpando aquel discípulo fue un verdadero testigo de la resurrección».

J «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común»

Leemos en el relato de los «Hechos de los Apóstoles» de San Lucas, un bellísimo retrato de la vida íntima de la comunidad cristiana de Jerusalén. Con términos muy parecidos lo leemos también en 4,32-37 y en 5,12-16. Son los llamados «sumarios» y presentan las características fundamentales de la comunidad: asistencia asidua a la enseñanza de los Apóstoles, unión o «koinonía» , fracción del pan y oraciones. Podemos decir que ya aparecen aquí en acción los tres elementos más característicos de la vida de la Iglesia: enseñanza jerárquica, unión en la caridad, culto público y sacramental.

+ Una palabra del Santo Padre:

«Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en una historia de amor, le decimos: “Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado”.

Dios no se ofende de ser “nuestro”, porque el amor pide intimidad, la misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los diez mandamientos ya decía: «Yo soy el Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba: «Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del corazón conmovido de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Entrando hoy en el misterio de Dios a través de las llagas, comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor. No tengamos miedo a esta palabra: enamorados del Señor.

¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar. Dejarse perdonar. Me pregunto a mí, y a cada uno de vosotros: ¿Me dejo perdonar? Para experimentar ese amor, se necesita pasar por esto: ¿Me dejo perdonar? “Pero, Padre, ir a confesarse parece difícil…”, porque nos viene la tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio: atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro. Cuando sentimos vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón. No tengáis miedo de sentir vergüenza. No tengáis miedo.

Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la resignación. La resignación es siempre una puerta cerrada. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén, desalentados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y después de tanto tiempo con él nada había cambiado, se resignaron. También nosotros podemos pensar: “Soy cristiano desde hace mucho tiempo y, sin embargo, en mí no cambia nada, cometo siempre los mismos pecados”. Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero el Señor nos interpela: “¿No crees que mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana”. Además —quien conoce el sacramento del perdón lo sabe—, no es cierto que todo sigue como antes. En cada perdón somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados, más abrazados por el Padre. Y cuando siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón. Así es la vida: de vergüenza en vergüenza, de perdón en perdón. Esta es la vida cristiana.

Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado, el mismo pecado. Cuando cometo un pecado grande, si yo —con toda honestidad— no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable. A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con las puertas cerradas” —lo hemos escuchado—, cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él. Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Existe una transformación: mi llaga miserable se parece a sus llagas gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias. Pidamos hoy como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón nuestra alegría, de encontrar en su misericordia nuestra esperanza».

(Papa Francisco. Homilía II Domingo de Pascua, 8 de abril de 2018)

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Qué medios puedo poner para vivir la alegría de la Pascua en mi familia en las circunstancias que vivo?

2. Tomemos conciencia de la importancia al decir «Señor mío y Dios mío» ante Jesús en la eucaristía.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 727-730. 1166-1167. 1341- 1344.



texto facilitado JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA, Toledo

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