sábado, 23 de mayo de 2020
7ª semana de Pascua. Domingo Ascensión del Señor A: Mt 28, 16-20
Hoy celebramos la glorificación de Jesús. Dios había venido del cielo haciéndose hombre para salvarnos, muriendo en la cruz. Ese Dios hecho hombre, que es Jesús, había resucitado y debía volver glorificado al cielo. Es lo que llamamos Ascensión. Para ello no necesitaba de hechos externos ni visuales, porque su cuerpo ya no estaba en nuestra esfera material y visible. Por eso podemos decir que, desde el momento de su resurrección, ya subió o estaba en el cielo. Pero los apóstoles sí necesitaban algo externo, algo sensible, que les iluminara la mente y les diera impulso en su ánimo. De ahí que Jesús, durante cierto tiempo, les siguió adoctrinando, hasta que tuvieron esa experiencia de que Jesús ya no iba a estar más con ellos, sino que ellos eran los que debían ir por el mundo a enseñar los mensajes de Jesús y hacer discípulos.
Hoy encontramos en la primera lectura de los “Hechos” la descripción que san Lucas hace detallada del suceso. Se lee todos los años en esta fiesta. Es posible que en parte o quizá la mayoría sea como una parábola para indicarnos grandes enseñanzas. San Lucas es el evangelista más instruido y que escribe mejor literariamente. Por eso termina su libro del evangelio y comienza el de los “Hechos” con la exaltación del gran personaje, que es Jesús. Nos recuerda un poco las grandes exaltaciones que en la literatura se hace de grandes personajes, que desaparecen de modo sobrenatural, como en el Ant. Testamento, cuando Elías es arrebatado al cielo. Siempre lo hacen después de unas solemnes palabras. También Jesús da su gran mensaje, como hoy vemos al final del evangelio de san Mateo. El mensaje es que vayan por el mundo a predicar el Evangelio, al mismo tiempo que les trasmite el poder que Él ha recibido de su Padre y la promesa de que nunca les abandonará.
Nosotros en este día debemos impulsar nuestra esperanza en cuanto a nuestro final y para el presente. Si Jesús, que es nuestra cabeza, subió y está en el cielo, nosotros, que somos miembros de su Cuerpo, esperamos seguirle. Es lo que pedimos hoy en la principal oración de la Misa. Y por eso debemos mirar un poco más hacia el cielo. Ciertamente que los ángeles les dijeron a los apóstoles que no tanto miraran al cielo, sino que pensasen en la tierra, en lo que debían hacer aquí. Pero la realidad es que la mayoría de las personas están tan atadas a las realidades mundanas, que no se les ocurre mirar hacia el cielo, donde está Jesús, donde está la Virgen María con todos los santos, esperándonos con Dios en la absoluta perfección, en el amor, la luz, la gloria, la plena felicidad. Ese es nuestro destino: la glorificación con Cristo.
Pero mientras llegamos allí, debemos trabajar aquí en la tierra. Debemos ser testigos, como los apóstoles, de las enseñanzas de Jesús. Sabemos que la principal enseñanza es el amor. Por eso, aunque pensemos en la ciudad futura, en el cielo, no podemos descuidar el mejoramiento de todo lo relacionado con nuestra tierra. Y por eso debemos buscar el bien del prójimo.
Jesús, aunque subió al cielo, no nos abandona. En primer lugar, les dijo a los apóstoles que esperasen la efusión del Espíritu, como así sucedió el día de Pentecostés. El Espíritu Santo está en nuestra alma para ayudarnos a que seamos testigos con nuestras palabras y con el ejemplo de la vida. Pero Jesús mismo está y estará siempre “hasta la consumación de los siglos”. Está sobre todo en la Eucaristía.
Jesús, al terminar su enseñanza en la tierra, proclama ante los apóstoles su señorío recibido del Padre. Este poder lo trasmite a la Iglesia para convocar nuevos discípulos mediante el bautismo y la enseñanza. Y promete su permanencia espiritual. Esta asistencia suministra el coraje necesario para superar todos los temores y tempestades y confiere un ámbito ilimitado, que es todo el mundo, para la actuación de la salvación.
El triunfo de Jesús es diferente de los humanos. Cuando aquí se triunfa, es porque otros pierden. Cuando triunfa Jesús, todos salimos ganando.
Texto: Anónimo
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