sábado, 30 de mayo de 2020

Solemnidad de Pentecostés. Ciclo A – 31 de mayo de 2020 «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»


Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-11): Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar.

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: - «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»

Salmo 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. R./

Bendice, alma mía, al Señor: // ¡Dios mío, qué grande eres! // Cuántas son tus obras, Señor; // la tierra está llena de tus criaturas. R./

Les retiras el aliento, y expiran // y vuelven a ser polvo; // envías tu aliento, y los creas, // y repueblas la faz de la tierra. R./

Gloria a Dios para siempre, // goce el Señor con sus obras. // Que le sea agradable mi poema, // y yo me alegraré con el Señor. R./

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (12, 3b-7.12-13): Hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para formar un solo cuerpo.

Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Antes del Evangelio se recita la Secuencia del Espíritu Santo (Veni Creator)

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20, 19-23): Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»


& Pautas para la reflexión personal

z El vínculo entre las lecturas

El Espíritu Santo que el Señor había prometido reiteradamente a sus apóstoles, se derrama hoy abundantemente sobre ellos y los llena de un santo ardor para anunciar la «Buena Noticia» de la Resurrección del Señor. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra el evento de Pentecostés donde vemos a los discípulos, que reunidos en oración, en torno a Santa María, son iluminados por la acción del Espíritu Santificador e inician su heroica actividad evangelizadora. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, subraya que sólo gracias a la acción del Espíritu podemos llamar a Jesús: el Señor; es decir, sólo siendo dóciles a las mociones del Espíritu Santo podemos reconocer y proclamar su divinidad (Segunda Lectura). El Evangelio nos presenta a Jesús resucitado que envía a sus apóstoles y les confiere el poder para perdonar los pecados por la recepción del Espíritu Santo. En la predicación, en la proclamación de la fe así como en la administración de los sacramentos; es el Espíritu Santo quien obra y da fuerzas.

K ¿Qué estamos celebrando?

Desde tiempo inmemorial la Solemnidad que celebra la Iglesia este Domingo se llama «Pentecostés». Pero este nombre en realidad no dice el motivo de la celebración. Esta palabra de origen griego significa literalmente: «cincuentenario» y solamente dice la «ocasión» en que ocurrió el hecho que se conmemora. Hoy día celebramos la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. Hoy día celebramos el cumplimiento de la promesa que Jesús hiciera a sus Apóstoles antes de ascender al cielo: «Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos».

Sin embargo, los judíos la llamaban también «fiesta de las semanas» o «fiesta de las primicias» (Ver Ex 23,16; 34,22), pues en ella, siete semanas o cincuenta días después de haberse iniciado la siega, se presentaba a Dios los primeros frutos de la cosecha. Era una fiesta de acción de gracias por las bendiciones recibidas de manos de Dios a través de los frutos del campo y se caracterizaba por la alegría y el regocijo (Ver Is 9,2). Origi¬nalmente era una fiesta agrícola de la siega; pero, visto que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto, pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud se transmite la sentencia del Rabí Eleazar: «Pente¬costés es el día en que fue dada la Torah (la ley)».Esta fiesta era celebrada anualmente en Jerusalén con gran participación del pueblo. A ella hace referencia san Lucas cuando dice: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos...» (Hch 2,1).

K «Vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso...»

La imagen que todos tenemos de lo que ocurrió ese día está sugerida por lo que allí se narra: «Vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y quedaron todos llenos del Espíritu Santo». Es claro que la efusión del Espíritu Santo está relacio¬nada con el viento. Esta relación resulta más evidente si se considera que en las lenguas bíblicas la misma palabra dice «viento» y «espíritu», en hebreo «rúaj» y en griego «pnéuma». Y lo mismo llama la atención en el Evangelio. Allí Jesús usa un gesto expresivo: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». Está nuevamente haciendo alusión a la realidad del viento, que es la que da nombre a la tercera Persona divina. Si logramos comprender por qué se llama «viento» a esta Persona divina habremos comprendido algo sobre su acción. Para un hombre primitivo el viento era una fuerza misteriosa. Ellos veían que los árboles se doblaban, los techos de las casas volaban, el agua se encrespaba, etc. pero no se «veía» ninguna causa que produjera estos efectos, que eran completamente imprevisibles. Era una fuerza análoga a la que puede generar un hombre soplando, pero infinitamente mayor. El paso obvio fue considerar el viento como el soplo de Dios, el «espíritu » de Dios. Se trata de una fuerza invisible e imprevisible -y por eso misteriosa- que logra efectos superiores a los que puede alcanzar cualquier poder humano.

El poder creador del Espíritu de Dios está afirmado en la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión... y un viento (espíritu) de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1-2). Por la acción de este espíritu se opera el ordenamiento del mundo: la luz, el firmamento, el retroceso de las aguas y la aparición de la tierra seca, la generación de los vegetales, plantas y árboles, los astros, el hombre. Entre todos los seres, el hombre posee algo que lo pone por encima de todos los demás, que lo hace irreductible a la materia y es fundamento de su dignidad inviolable. Esto lo expresa la Biblia afirmando que posee el «soplo de Dios»: «Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gen 2,7).

J El «otro Paráclito» prometido por Jesús

La revelación plena del Espíritu Santo, como Persona divina consustancial al Padre y al Hijo, fue obra de Jesucristo. Pero Él mismo, para ilustrar la acción del Espíritu, emplea el origen de este nombre, cuando dice: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8). El Espíritu Santo opera en el hombre efectos maravillosos, imposibles para las solas fuerzas humanas. El más grande de estos efectos es la salvación del pecado y de toda esclavitud que somete al hombre. San Pablo nos entrega un elenco de esas cosas que son imposibles a las solas fuerzas humanas y que son obra del Espíritu: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, pacien¬cia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,25). Por tanto, cuando en una persona encontramos estas actitudes, podemos discernir la presencia del Espíritu Santo en ella. Si tales son los frutos del Espíritu Santo con razón hoy día la Iglesia exclama: «Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor».

J El perdón de los pecados

En el Evangelio de hoy Jesús indica una de esas obras maravillosas del Espíritu: el perdón de los pecados. El pecado es una ofensa del hombre a Dios. Si el pecado es mortal, destruye el amor en el corazón del hombre, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El perdón del pecado no es solamente una declaración de que Dios no considera el pecado, sino que transforma radicalmente el corazón del hombre infundién¬dole el amor. Pero esto, sólo el Espíritu puede hacerlo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

El poder de perdonar los pecados y de retenerlos fue entregado por Cristo resucitado a sus discípulos cuando les comunicó el Espíritu Santo y les dijo: «A quienes perdonéis los pecados les quedan perdona¬dos y a quienes se los retengáis les quedan retenidos». Es el poder que ejercen hoy los sacerdotes de la Iglesia por medio del sacramento de la Penitencia. El gesto de Jesús, exhalando su aliento sobre los discípulos, recuerda el gesto creador de Dios sobre Adán (ver Gn 2,7), y el espíritu de vida que infunde sobre los huesos que llenan el valle descrito por el profeta Ezequiel (ver Ez 37, 1-14). Estamos ante una nueva creación; obra, como la primera, del Verbo de Dios (Jn 1,1-3). Y el Salmo responsorial de hoy expresa el anhelo de una nueva creación: «Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra» (Salmo 103).Ahora, todo es nuevo...

+Una palabra del Santo Padre:

«Después de cincuenta días de incertidumbre para los discípulos, llegó Pentecostés. Por una parte, Jesús había resucitado, lo habían visto y escuchado llenos de alegría, y también habían comido con Él. Por otro lado, aún no habían superado las dudas y los temores: estaban con las puertas cerradas (cf. Jn 20,19.26), con pocas perspectivas, incapaces de anunciar al que está Vivo. Luego, llega el Espíritu Santo y las preocupaciones se desvanecen: ahora los apóstoles ya no tienen miedo ni siquiera ante quien los arresta; antes estaban preocupados por salvar sus vidas, ahora ya no tienen miedo de morir; antes permanecían encerrados en el Cenáculo, ahora salen a anunciar a todas las gentes. Hasta la Ascensión de Jesús, esperaban un Reino de Dios para ellos (cf. Hch 1,6), ahora están ansiosos por llegar hasta los confines desconocidos. Antes no habían hablado casi nunca en público y, cuando lo habían hecho, a menudo habían causado problemas, como Pedro negando a Jesús; ahora hablan con parresia a todos. La historia de los discípulos, que parecía haber llegado a su final, es en definitiva renovada por la juventud del Espíritu: aquellos jóvenes que poseídos por la incertidumbre pensaban que habían llegado al final, fueron transformados por una alegría que los hizo renacer. El Espíritu Santo hizo esto. El Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; es la persona más concreta, más cercana, que nos cambia la vida. ¿Cómo lo hace? Fijémonos en los apóstoles. El Espíritu no les facilitó la vida, no realizó milagros espectaculares, no eliminó problemas y adversarios, pero el Espíritu trajo a la vida de los discípulos una armonía que les faltaba, porque Él es armonía.

Armonía dentro del hombre. Los discípulos necesitaban ser cambiados por dentro, en sus corazones. Su historia nos dice que incluso ver al Resucitado no es suficiente si uno no lo recibe en su corazón. No sirve de nada saber que el Resucitado está vivo si no vivimos como resucitados. Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros, el que nos resucita por dentro. Por eso Jesús, encontrándose con los discípulos, repite: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21) y les da el Espíritu. La paz no consiste en solucionar los problemas externos —Dios no quita a los suyos las tribulaciones y persecuciones—, sino en recibir el Espíritu Santo. En eso consiste la paz, esa paz dada a los apóstoles, esa paz que no libera de los problemas sino en los problemas, es ofrecida a cada uno de nosotros. Es una paz que asemeja el corazón al mar profundo, que siempre está tranquilo, aun cuando la superficie esté agitada por las olas. Es una armonía tan profunda que puede transformar incluso las persecuciones en bienaventuranzas. En cambio, cuántas veces nos quedamos en la superficie. En lugar de buscar el Espíritu tratamos de mantenernos a flote, pensando que todo irá mejor si se acaba ese problema, si ya no veo a esa persona, si se mejora esa situación. Pero eso es permanecer en la superficie: una vez que termina un problema, vendrá otro y la inquietud volverá. El camino para tener tranquilidad no está en alejarnos de los que piensan distinto a nosotros, no es resolviendo el problema del momento como tendremos paz. El punto de inflexión es la paz de Jesús, es la armonía del Espíritu.

Hoy, con las prisas que nos impone nuestro tiempo, parece que la armonía está marginada: reclamados por todas partes, corremos el riesgo de estallar, movidos por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar mal a todo. Y se busca la solución rápida, una pastilla detrás de otra para seguir adelante, una emoción detrás de otra para sentirse vivos. Pero lo que necesitamos sobre todo es el Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí. Él es la paz en la inquietud, la confianza en el desánimo, la alegría en la tristeza, la juventud en la vejez, el valor en la prueba. Es Él quien, en medio de las corrientes tormentosas de la vida, fija el ancla de la esperanza. Es el Espíritu el que, como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer en el miedo porque hace que nos sintamos hijos amados (cf. Rm 8,15). Él es el Consolador, que nos transmite la ternura de Dios. Sin el Espíritu, la vida cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo une. Sin el Espíritu, Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el Espíritu es una persona viva hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra muerta, con el Espíritu es Palabra de vida. Un cristianismo sin el Espíritu es un moralismo sin alegría; con el Espíritu es vida».

Papa Francisco. Solemnidad de Pentecostés. Plaza San Pedro. 9 de junio de 2019.


' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres». Recemos por la unidad de la Iglesia y busquemos amar a todos nuestros hermanos especialmente los que más estén sufriendo los embates del Corona Virus.

2. Un tema directamente asociado al Espíritu Santo es el perdón de los pecados. ¿Busco con frecuencia el sacramento de la reconciliación?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 689 - 701. 731- 747

Texto: JUAN RAMON PULIDO, presidente Adoración Nocturna en TOLEDO

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