domingo, 28 de junio de 2020
13ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 10, 37-42
Hoy nos encontramos en el evangelio con una doctrina de Jesús expresada en frases que quizá nos parecen demasiado tajantes. La razón es que, cuando Jesús no predicaba en parábolas, lo solía hacer con estas frases algo chocantes, porque lo hacía en lo que se llama cultura oral. Hoy pertenecemos más a la cultura escrita donde el profesor lo deja todo escrito o se basa en un escrito. En los tiempos de Jesús, para que la doctrina se quedase más grabada, había que decir frases que impresionasen algo. Nosotros podemos saberlas interpretar por otros momentos de la palabra de Dios.
El evangelio de hoy podemos dividirlo en dos partes: Uno sería el tema del “seguir” a Jesús; el otro, el acogimiento con hospitalidad porque Cristo está en el hermano.
El seguimiento a Jesús no es lo mismo que ir detrás. El seguimiento es una experiencia personal de amar y ser amado. Cuando Jesús dice a uno: “Sígueme”, es una invitación cargada de amor, de un amor que pide una correspondencia radical, que encierra en sí todos los aspectos de la vida. Por eso seguir a Jesús no es sólo una aventura intelectual o una adhesión a una ideología interesante, que me gusta, ni es sólo cuestión de sentimiento. Una idea importante es la centralidad de Jesucristo en la vida de un cristiano. Cuando Jesús dice que su amor está por encima del amor al padre o a la madre o a los hijos, no está anulando el amor familiar, sino que el amor al Señor debe ser la fuente de todo otro amor. Por eso seguir a Jesús exige la entrega de todo nuestro ser, una entrega total, sin reservas ni condiciones. Eso indica que hay que librarse de toda atadora y dependencia. No suele haber obstáculos en la familia; pero si se opusiera, tendría que prevalecer el seguimiento a Jesús y a sus mensajes.
Este liberarse de toda dependencia muchas veces llevará al conflicto con todos los agentes de represión, que a veces están en nosotros y muchas veces son otras personas que intentan la represión. Todo ello nos puede llevar a la cruz. No quiere decir que nos maten, como a los mártires; pero sí encontraremos cruces continuas en la vida de cada día de saber renunciar al egoísmo, en la renuncia a la propia seguridad, a la dignidad, a la fama. El cristiano prolonga en cada momento el significado del bautismo, que es morir para resucitar: morir al pecado, al egoísmo, al hombre viejo, para surgir a la vida nueva de amor, de gracia, al hombre nuevo. Hay una continua tensión entre el sí a la gracia y el no a la seducción del mal. Esto es la cruz.
La segunda parte habla del acogimiento o la hospitalidad. No son los enviados los que pretenden identificarse con Jesús, sino que es Él quien se identifica con los enviados. En este mundo actual bastante deshumanizado, Jesús nos invita a acoger a los demás, porque es como hacérselo a Él mismo. Esto es porque, si fundamentamos nuestra existencia sólo en otro ser humano, tendemos hacia el fracaso, porque todos nosotros somos seres limitados en el tiempo y en las posibilidades. Otra cosa es si lo hacemos tendiendo hacia el Señor. Así lo expresó Jesús cuando nos habló de lo que pasará en el Juicio final. Acoger a los otros con generosa hospitalidad es signo de fidelidad al mandamiento del amor fraterno, que debe ser sin fronteras. Porque esta acogida fraterna no es sólo para los amigos o familiares, sino para el forastero, lejano, el pobre, enfermo o prisionero. Es acoger a Jesús, que “no tuvo dónde reclinar la cabeza”. Para una acogida así, es necesaria la renuncia, la disponibilidad, la gratuidad. Este acogimiento la mayoría de las veces estará en las atenciones pequeñas de cada día, en la capacidad de diálogo, en el esfuerzo de comprender las razones del otro. Es acoger con bondad, aunque muchas veces palpemos el rechazo del otro.
San Pablo nos dice que por el bautismo “andamos en una vida nueva”. De esta vida nueva se habla hoy. De hecho la experiencia nos dice que solemos cambiar muy poco. No es fácil manifestarlo por palabras. Debe ser una vivencia continua, que se haga creíble ante todos por la gracia del Espíritu Santo, porque se hace con alegría.
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