domingo, 28 de junio de 2020
Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A «El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí»
Lectura del Segundo libro de los Reyes (4, 8-11.14-16a): Ese hombre de Dios es un santo; se quedará aquí.
Un día pasaba Eliseo por Sunem y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y siempre que pasaba por allí iba a comer a su casa. Ella dijo a su marido: —Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil y así cuando venga a visitarnos se quedará aquí.
Un día llegó allí, entró en la habitación y se acostó. Dijo a su criado Guiezi: —¿Qué podemos hacer por ella? Contestó Guiezi: —No tiene hijos y su marido ya es viejo. El le dijo: —Llama a la Sunamita. La llamó y ella se presentó a él. Eliseo dijo: —El año que viene, por estas mismas fechas abrazarás a un hijo.
Salmo 88,2-3.16-17.18-19: Cantaré eternamente las misericordias del Señor. R./
Cantaré eternamente las misericordias del Señor, // anunciaré tu fidelidad por todas las edades. // Porque dije: «tu misericordia es un edificio eterno, // más que el cielo has afianzado tu fidelidad.» R./
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: // caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro; // tu nombre es su gozo cada día, // tu justicia es su orgullo. R./
Porque tú eres su honor y su fuerza, // y con tu favor realzas nuestro poder. // Porque el Señor es nuestro escudo, // y el santo de Israel, nuestro rey. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (6, 3-4.8-11) Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que andemos en una nueva vida.
Hermanos: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte.
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.
Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios.
Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor Nuestro.
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (10, 37-42): El que no toma su cruz no es digno de mí. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: —El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El texto de la carta de San Pablo a los Romanos constituye una de las exposiciones más bellas y profundas del sacramento del bautismo. En ella se subraya el binomio muerte-nueva vida y nos ofrece una clave de lectura para comprender y profundizar mejor las lecturas. San Pablo explica que el bautismo nos incorpora a la muerte de Cristo para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos, así también nosotros - bautizados en Cristo - caminemos por una vida nueva (Segunda Lectura). En el Evangelio vemos como el tema de la vida nueva en Cristo se presenta de modo claro y excluyente: el que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. Cristo nos pide que no antepongamos nada a su amor, sobre todo, que no antepongamos nuestro egoísmo y amor propio (Evangelio). La Primera Lectura nos recuerda que toda fecundidad en la vida es una bendición de Dios. La nueva vida que concibe la mujer sunamita, que era estéril y tenía un esposo anciano, es un don de Dios en respuesta a su apertura ante el Plan de Dios.
Eliseo y el milagro de la fecundidad de la mujer de Sunem
Eliseo (“Dios es mi salvación”) continuó la labor de Elías durante más de 50 años como profeta de Israel. Antes de que Elías fuese arrebatado al cielo, Eliseo le pidió que le hiciera partícipe de su poder y que pudiera sucederle. Esta petición le fue concedida en abundancia. Eliseo, que vivió alrededor del siglo IX a.C., realizó varios milagros llegando a superar a su mentor y terminó la obra de Elías destruyendo, en esa época, el culto a Baal. Morirá durante el reinado de Joás siendo lamentado por el pueblo y por el propio Rey (2 Re 13, 4 -20).
El episodio narrado sucede en el Poblado de Sunem o Sunam que se encuentra cerca del monte Tabor al norte de Israel. Eliseo es acogido por «una mujer principal». Ciertamente hospedar a un profeta, «un santo hombre de Dios» es un honor y fuente de bendición para toda la familia. La mujer sunamita, en un acto de generosidad, le pide al marido la construcción de una pequeña alcoba para acoger así al profeta itinerante. Para albergar a los huéspedes se solía habilitar un cuarto sobre el techo de la casa la cual por regla general no tenía más que un piso. A este aposento se le llamaba «cenáculo». El colocar en la habitación una mesa, una silla y una lámpara es considerado, en ese tiempo, todo un lujo. Eliseo, ante la generosa hospitalidad, primero le ofrece una recomendación política que no parece interesarle a la mujer (leer los versículos 12 y 13); sin embargo, después le promete una bendición maravillosa y no esperada a causa de la avanzada edad de su marido.
Todo este episodio tiene cierto parentesco y puntos de contacto con la narración de la promesa de un hijo a Abraham y a su esposa Sara (ver Gn 17-18). Lo más grande que podía aspirar la mujer de Israel era tener un hijo del cual esperaba podría salir el Mesías. Es sobre todo por eso que la esterilidad es mirada como oprobio en Israel (Jc 11,37; Lc 1,25). Después de hacer llamar a la mujer sunamita, Eliseo le promete un vástago: «el año que viene por estas fechas, abrazarás un hijo». Algo parecido prometió el sacerdote Elí a Ana (ver 1Sam 1). La mujer siente miedo de entregarse a la ilusión y a la esperanza de lo que más desea; sería bello, y una desilusión en este punto sería trágica: «Por favor, no, señor, no engañes a tu servidora» (2R 4,16b) le responde al profeta. El profeta enfrenta a la mujer con el sentido último de su vida: la maternidad. En ocasión semejante Sara al escuchar la promesa que Yahveh le hace a su esposo, se rió (ver Gn 18, 11-15). Esta dadivosa familia se verá colmada de bendiciones y no es sino lo que Jesús va a prometer al que recibe a un profeta o a un justo (ver Mt 10, 41-42).
¿Ser dignos de Cristo?
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí». Estas son palabras de Cristo. Dichas por cualquier otro resultarían intolerables. Pero dichas por él son la verdad. En esta afirmación de Cristo todas las pala¬bras son claras, salvo tal vez la expresión «ser digno de él». ¿Qué signi¬fica ser digno de Cristo? Ser digno de una persona signifi¬ca merecer su afecto, su amistad, su amor. Pero ¿quién puede merecer la amistad y el amor de Cristo? En la frase que hemos citado tenemos la res¬puesta: para merecer la amistad de Cristo hay que amarlo a Él más que al padre y a la madre, más que al hijo y a la hija. Y no sólo esto, sino que Jesús agrega: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». «Tomar la cruz y seguir a Jesús» significa amarlo a Él más que la propia vida, más que nuestras comodidades y más que todas nues¬tras posesiones.
Para que no nos engañemos, Jesús nos aclara en qué consis¬te el amor que nos hace dignos de Él: «El que me ama observa mi palabra; y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Y en otra ocasión asegu¬ra: «Vosotros seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Se trata de escuchar la palabra de Cristo y obser¬var¬la por encima de toda otra palabra. En¬tonces seremos dignos del amor del Padre y de la amistad y la compañía de Cristo. ¿En qué caso puede darse un conflicto entre el amor paterno o filial y el amor a Cristo? De parte del padre, amar a Cristo más que al hijo, signi¬fica estar dispuesto a ofrecerlo a Dios, si Él lo llama, como hizo Abraham, nuestro padre en la fe. A él le dijo Dios: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac... y ofrécemelo en holocausto... Construyó Abraham un altar y dispuso la leña; luego ató a Isaac su hijo y lo puso sobre el ara, encima de la leña. Alargó Abraham la mano y tomó el cuchi¬llo para inmolar a su hijo» (Gn 22,2.9-10).Dios detuvo la mano de Abraham, porque no admite sacrificios humanos, pero reco¬noce su amor: «Por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones» (Gn 22,16-17). Por esto Abraham «fue llama¬do amigo de Dios» (St 2,23).
Y de parte del hijo, amar a Cristo más que al padre y más que la madre significa seguirlo a Él, aunque haya que vencer la oposición paterna. Todos conocemos el caso de San Francis¬co de Asís, cuyo padre Bernardone ha pasado a la historia única¬mente porque desheredó a su hijo; esperaba de él glorias humanas, mientras Dios lo llamaba por el camino de la pobre¬za y la santidad. Ante el Obispo de Asís y ante el pueblo, San Francis¬co se despojó de sus vestidos y los devol¬vió a su padre dicien¬do: «Escuchad todos lo que tengo que decir: hasta ahora he llama¬do mi padre a Pedro de Bernardone; pero ahora yo le devuelvo su oro y todos los vestidos que he recibido de él; de manera que en adelante ya no diré más: 'Mi padre Pedro de Bernar¬done' sino solamente: 'Padre nuestro que estás en el cie¬lo'».
Este es un caso extremo; pero también fue extrema la oposi¬ción que sufrió de su padre. Las palabras de Cristo se reve¬lan verdaderas: Fran¬cisco amó más a Cristo y ahora goza de la gloria celes¬tial, la Iglesia lo venera como uno de los más grandes santos y el mundo lo reconoce como un signo de paz. ¿Quién no conoce a San Francisco de Asís? Si hubiera amado más a Pedro Bernardone poseería la gloria humana que podía darle él, es decir, una gloria tenebrosa. El Catecismo de la Iglesia Católica resume esta doc¬trina así: «Los vínculos familiares, aunque son muy impor¬tantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la voca¬ción singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favore¬cer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la voca¬ción primera del cristiano es seguir a Jesús» .
«El que pierda su vida por mí, la hallará»
Asimismo, la propia vida cor¬poral es un bien y se debe cuidar; pero el Evangelio nos enseña que esta vida no es el bien supremo. Hoy día se asiste a un verdadero culto idolátrico al cuer¬po, a la be¬lleza físi¬ca y a la salud corpo¬ral hasta hacer de la vida corporal el bien supremo. La proliferación de gimnasios, los con¬cur-sos de belleza, entre otras manifestaciones; son los santuarios de este culto. Ante la amenaza de la vida por causa de la enfermedad se difunden medios de prevención cuya implicancia parece ser ésta: ¿a quién le preocupa si su uso ofende a Dios? lo que interesa es evitar la enfermedad. De esta manera resulta que se concede a la vida corporal y a su vigor el rango de bien supremo y se considera que ante este bien todo debe ceder en importancia. ¡Pero esto trae consigo la pérdida de la vida eterna! Éste es el sentido de la frase de Cris¬to: «El que encuentre su vida la perderá; el que pier¬da su vida por mí, la encon¬trará».
El único bien supremo, abso¬luto, es Cristo. Perder la vida por Él es gozar de la Vida Eterna. Cristo dijo: «Yo soy la Vida», y la posesión de él es lo único que sacia comple¬tamente todos los anhelos del hombre dándole la felicidad plena y to¬tal. Cristo es el único bien que, una vez poseí¬do, basta. Nada puede amargar la felicidad de quien posee a Cristo ya que: «Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre Él» (Rm 6,8-9).
Una palabra del Santo Padre:
«En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas expresiones evangélicas que parecen contraponer los vínculos de la familia y el hecho de seguir a Jesús. Por ejemplo, esas palabras fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt10, 37-38).
Naturalmente, con esto Jesús no quiere cancelar el cuarto mandamiento, que es el primer gran mandamiento hacia las personas. Los tres primeros son en relación a Dios, y este en relación a las personas. Y tampoco podemos pensar que el Señor, tras realizar su milagro para los esposos de Caná, tras haber consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer, tras haber restituido hijos e hijas a la vida familiar, nos pida ser insensibles a estos vínculos. Esta no es la explicación. Al contrario, cuando Jesús afirma el primado de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que los afectos familiares. Y, por otro lado, estos mismos vínculos familiares, en el seno de la experiencia de la fe y del amor de Dios, se transforman, se «llenan» de un sentido más grande y llegan a ser capaces deir más allá de sí mismos, para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y para acoger como hermanos y hermanas también a los que están al margen de todo vínculo. Un día, en respuesta a quien le dijo que fuera estaban su madre y sus hermanos que lo buscaban, Jesús indicó a sus discípulos: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc3, 34-35).
La sabiduría de los afectos que no se compran y no se venden es la mejor dote del genio familiar. Precisamente en la familia aprendemos a crecer en ese clima de sabiduría de los afectos. Su «gramática» se aprende allí, de otra manera es muy difícil aprenderla. Y es precisamente este el lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.
La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los daña; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo, los custodia de la degradación, los pone a salvo para la vida que no muere. La circulación de un estilo familiar en las relaciones humanases una bendición para los pueblos: vuelve a traer la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir al testimonio del Evangelio, llegan a ser capaces de cosas impensables, que hacen tocar con la mano las obras de Dios, las obras que Dios realiza en la historia, como las que Jesús hizo para los hombres, las mujeres y los niños con los que se encontraba. Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve a vivir, nos explica el obrar de Dios en el mundo más que mil tratados teológicos. Un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgar y sacrificarse por un hijo de otros, y no sólo por el propio, nos explican cosas del amor que muchos científicos ya no comprenden. Y donde están estos afectos familiares, nacen esos gestos del corazón que son más elocuentes que las palabras. El gesto del amor... Esto hace pensar.
La familia que responde a la llamada de Jesús vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios. Pensad en el desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) se entregue —¡por fin!— a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. Los temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, tocarían una música muy distinta».
Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 2 de septiembre de 2015
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». Son muchas las cruces que tenemos que llevar en este tiempo de cuarentena ¿Le pido al Señor que me ayude a poder llevar mi cruz? Él nunca nos dejará solos.
2. ¿Amo mi fe y busco vivirla en la vida cotidiana?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1010-1011. 2015.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA ESPAÑOLA, Toledo
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