sábado, 11 de julio de 2020
15ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 1-23
El evangelio de hoy nos habla de la parábola de “el sembrador”. Es la primera de las grandes parábolas en que, por medio de una escena de la vida cuotidiana, Jesús nos va descubriendo los misterios del Reino de Dios. Jesús nos habla de la palabra de Dios y de la disposición que deben tener las personas para acoger dicha palabra. Esta explicación se une con la primera lectura del profeta Isaías en que dice que la palabra de Dios es como la lluvia que fecunda hasta los terrenos áridos. Pero lo mismo que para que un terreno fructifique debe estar “cultivado”, así el alma debe prepararse para recibir la palabra de Dios. Fructificará según la actitud de las personas.
La parábola nos habla de un sembrador que, al sembrar a voleo según era el estilo antiguo, su semilla cae en terrenos diversos. Señala cuatro clases de tierra. La primera es infructuosa porque es parte del camino. Estos son los que no entienden o no quieren entender la palabra de Dios, los que no tienen interés en aceptar el “Reino”, porque exige cambios en la vida, los que creen que lo que hacen está ya bien y no quieren molestias. Son los que tienen el corazón duro para Dios y para los demás. También aquellos que fácilmente admiten pájaros que se llevan la semilla buena, como pueden ser profetas falsos o ideologías modernas engañosas. Al fin están vacíos.
La segunda clase de tierra parece buena, pero debajo está llena de piedras que no dejan ahondar la raíz. Son los inconstantes, los que no tienen fundamento. Hay personas que se entusiasman enseguida, pero por poco tiempo; buscan en la religión y en el culto sólo lo sensiblero, lo afectivo, sin contenido y sin base, sin una adhesión profunda de su fe, que les ayude a resistir tantas tentaciones que hay en la vida. No son personas de principios recios cristianos; por eso vemos tantos matrimonios que no perduran o vocaciones que no se tienen por verdaderas para toda la vida. Son entusiasmos efímeros, faltos de consistencia en sus buenos propósitos, que ante las pequeñas dificultades, siempre retroceden.
La tercera clase es buena tierra, con hondura, pero con muchas zarzas y espinas. Son los que tienen demasiadas “preocupaciones de la vida”: que si el sueldo no llega porque quieren tener tantas cosas, que si viajes, fiestas, etc. Son los que están en manos de las riquezas, o porque son ricos o porque lo quieren ser y no son capaces de sacrificar nada del bienestar conseguido o deseado.
Parecería que la parábola fuese pesimista; pero la cuarta clase de tierra llena el corazón de Jesús, y lo llenará más si nosotros nos esforzamos para pertenecer a esta clase. Son aquellos que oyen la palabra, procuran entenderla y la acogen con amor en su corazón. No sólo la acogen con humildad y con deseo de progreso en el bien, sino que perseveran y piden gracia para perseverar. Entre estos hay mucha diferencia; pero siempre ha habido y continúa habiendo muchos santos que aceptan plenamente la palabra y la ponen en práctica. A ellos (y espero que a nosotros) les dice Jesús: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”.
Jesús nos hace hoy reflexionar que no es lo mismo oír que comprender, no es lo mismo ver que conocer. En este mundo hay muchas palabras interesadas, propaganda egoísta, y se puede correr el peligro de escuchar la palabra de Dios como otra cualquiera palabra interesada; pero Jesús empeñó su vida en sus palabras. Murió por sus palabras o sus mensajes, que son vida que promueve nueva vida.
Cuando vamos a misa, especialmente los domingos, debemos preparar el alma para que la palabra de Dios y su explicación penetren en nosotros y nos estimulen a ser mejores. Para ello hay que ir en paz, si es posible con anterioridad, para que con la oración preparemos el espíritu. De esta manera los “pájaros” de esta vida no se llevarán la semilla, podremos ahondar y evitaremos preocupaciones externas que nos priven del bien que Dios quiere darnos continuamente.
Texto ANÓNIMO
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