sábado, 11 de diciembre de 2021
Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo»
Lectura del profeta Sofonías (3,14-18a): El Señor se alegra con júbilo en ti.
Alégrate hija de Sion, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén. El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo. El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no te-mas mal alguno.
Aquel día se dirá a Jerusalén: «¡No temas! ¡Sion, no desfallezcas!». El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo
como en día de fiesta.
Salmo: Is 12,2-3.4bed.5-6: Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.» R./
El Señor es mi Dios y salvador; // confiaré y no temeré, // porque mi fuerza y mi poder es el Señor, // él fue mi salvación. // Sacaréis aguas con gozo // de las fuentes de la salvación. R./
Dad gracias al Señor, invocad su nombre, // contad a los pueblos sus hazañas. R./
Tañed para el Señor, que hizo proezas, // anunciadlas a toda la tierra; // gritad jubilosos, habitantes de Sión: // «Qué grande es en medio de ti // el Santo de Israel.» R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (4,4-7): El Señor está cerca.
Hermanos: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca.
Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vues-tras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros cora-zones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (3,10-18): ¿Qué hemos de hacer?
En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: «Entonces, ¿qué debemos hacer?». Él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer noso-tros?». Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Me-sías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas en este tercer Domingo de Adviento son un adelanto a la alegría que vamos a vivir el día de Navidad. Alegría para los habitantes de Jerusalén que verán alejarse el dominio asirio y la idolatría y podrán así rendir culto a Yahveh con libertad (Sofonías 3,14-18ª). Alegría constante y desbordante de los cristianos de Filipo porque la paz de Dios «custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Filipen-ses 4, 4-7). Alegría y esperanza que comunica Juan el Bautista al pueblo mediante la predicación de la Buena Nueva del Mesías Salvador, que instaurará con su venida el reino de justicia y amor prometido al pueblo elegido y a toda la humanidad (San Lucas 3,10-18).
«Como el pueblo estaba a la espera...»
Cuando Juan el Bautista comenzó su predicación se respiraba en el ambiente la convicción de que la Salvación de Dios estaba a punto de revelarse. Lo dice el Evangelio de hoy: «El pueblo estaba a la espe-ra...» (Lc 3, 15). Es más, se pensaba que el Cristo, el Ungido de Dios enviado para salvar a su pueblo, ya estaba vivo en alguna parte y bastaba que comenzara a manifestarse. Lucas anota con precisión un dato que ha determinado toda la cronología: «Jesús, al comenzar, tenía unos trein¬ta años» (Lc 3,23). Los mayo-res tenían que recordar aquel rumor que se había difundido treinta años antes sobre cier¬tos pasto¬res que aseguraban haber oído este anuncio: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). El anciano Simeón debió ser un personaje conocido en los ambientes del templo. Y bien, de él se recordaba que antes de morir había dicho que había visto al Salvador (ver Lc 2,29-30). Había también una profetisa, Ana, que no se apartaba del templo, sir¬viendo a Dios noche y día. Ella tuvo ocasión de ver al niño Jesús, recién nacido, cuando fue presentado por sus padres en el Templo (ver Lc 2,38). Los que la habían oído tenían que recordar a ese niño.
Sin embargo, la situación no podía ser peor ya que Israel estaba bajo dominio extranjero y era obligado a pagar un pesado tributo. Roma entraba en todo y controlaba todo, incluso las finanzas del templo y hasta el culto judío. La fortaleza Antonia estaba edifi¬cada adyacente al templo y desde sus murallas se mantenía estrecha vigilan¬cia de todo lo que ocurría en los atrios del lugar sagrado; en la fortaleza se conservaba bajo custodia del coman¬dan¬te romano la costosa estola del Sumo Sacerdote y su uso era permitido sólo cuatro veces al año en las grandes fiestas; dos veces al día se debía ofrecer en el templo un sacrificio «por el Cé-sar y por la nación Roma¬na». Dios había prometi¬do a Israel un rey ungido como David (Christós), que los salvaría de la situación a que estaban reducidos. Si alguien esperaba el cumplimiento de esa promesa, era éste el momento. En el Evangelio de hoy distinguimos claramente tres partes: la orientación de Juan a tres grupos muy bien diferenciados (10-14); la presentación que Juan hace de sí mismo ante la expectativa del pueblo (15 -16a) y el explícito anuncio del Mesías (16b-18).
«¿Qué debemos hacer?»
La pregunta obvia de la gente que rodeaba al Bautista es: «¿Qué debemos hacer?». Juan da instruccio-nes para cada categoría de personas ya que los intereses eran muy diferentes. La respuesta de Juan no es un altisonante discurso, pero tampoco es una “recetita” de agua tibia para tranquilizar la conciencia. En los tres casos la catequesis tiene un denominador común: el amor solidario y la justicia. Todos estamos llama-dos a practicar la solidaridad: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo». A los publicanos o recaudadores de impuestos les dice: «no exijáis más de lo debido». Por lo tanto, justicia y equidad. A los soldados: «no hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias falsas, sino contentaos con la paga».
Consejos que, sin duda, tienen una tremenda actualidad. Ambas profesiones tenían muy mala fama en Israel y eran objeto del desprecio religioso por parte de los puritanos fariseos. Los publicanos recaudaban los impuestos para los romanos, y tendían a exigir más de lo debido en beneficio propio. Los soldados solían abusar de su poder buscando dinero por medios ilícitos y extorsionando a la gente. Pues bien, sorprenden-temente el Bautista no les dice que, para convertirse, han de abandonar la profesión, sino que la ejerciten honradamente. Para ellos la conversión efectiva será pasar de la injusticia y del dominio al amor a los de-más, expresado en el servicio y la justicia.
¿Eres tú el Cristo...?
El pueblo estaba realmente expectante y todos se preguntaban si Juan no sería el mesías. La figura «he-terodoxa» del profeta en el desierto, que no frecuentaba el templo de Jerusalén ni la sinagoga en día sába-do; suscitó un fuerte movimiento religioso. Para unos el mesías esperado debía de implantar un nuevo or-denamiento religioso y social; para otros, era el profeta Elías redivivo, quien según la tradición judía volvería al comienzo de los tiempos mesiánicos (ver Mal 3,23; Eclo 48,10); y todavía para unos terceros era el pro-feta por antonomasia, es decir Moisés reencarnado. Pero Juan les declara a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Era propio de los esclavos el quitar y poner el calzado a sus señores. Y así lo que Juan nos dice es que él ni siquiera es digno de desatar la correa de los zapatos al Señor, ni aún como esclavo.
Juan se puso entonces a bautizar invitando a la conversión. Y lo hacía en términos un tanto alarmantes: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego». Esto provocó en los oyentes la reacción que era de espe¬rar y de ahí la pregunta sobre que debe-rían hacer. Notemos que aunque esté en el umbral del Nuevo Testamento, Juan toda¬vía perte¬nece al Anti-guo Testamento y, por tanto, la norma de conducta que enseña no es aún la norma evangélica. Y, sin em-bargo, debemos reconocer que nosotros ni siquiera observamos esa norma, pues aún hay muchos que no tienen con qué vestirse ni qué comer, mientras a otros les sobra. Si no observamos la norma de Juan, ¿qué decir de la norma de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»? Ésta es la norma que tenemos nosotros para que la segunda venida de Cristo nos encuentre velando y prepara¬dos. Para cumplir-la debemos examinar «cómo nos amó Jesús» y vivir de acuerdo a su ejemplo. Pero esto es imposible a las fuer¬zas humanas abandonadas a sí mismas; es necesaria la acción del Espí¬ritu Santo, el mismo que Juan vio descender sobre Jesús y que le permitió reconocerlo como el que ahora iba a bautizar con Espí¬ritu San-to.
¡Alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén!
En la Primera Lectura leemos una invitación al gozo y la alegría mesiánica. Sofonías es un profeta du-rante el reinado del rey Josías que después de los tristes años de decadencia religiosa, bajo el reinado de Manasés (693-639 A.C.), es reconocido como el continuador de las reformas religiosas de su bisabuelo Ezequías. Sin embargo, el rey en su intento de detener las tropas del Faraón, que corría en auxilio de Asiría, fue muerto en el combate. El pueblo, escandalizado por aquel aparente abandono de Dios, vuelve a las prácticas paganas. Sofonías siente acercarse el día de la «gran cólera» pero concluye con una profecía de esperanza y anuncia una edad de oro para Israel. El Señor se hace presente en medio de su pueblo porque lo ama, por eso invita al pueblo que grite de alegría y de júbilo. El texto que hemos leído es aplicado a nues-tra Madre María, la «hija de Sión» por excelencia; cuyo eco repite el saludo del ángel Gabriel en la Anun-ciación: «! Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc 1,28).
Un mandamiento de alegría
En el pasaje de la carta a los filipenses vemos como se une la mesura a la serenidad y a la paz; y como todas ellas se fundamentan en el cercano encuentro con el Señor Jesús. Es probable que, en el momento de escribir y recibir la carta, tanto San Pablo como los filipenses pensasen en una proximidad cronológica, es decir, en que la venida gloriosa de Jesucristo para clausurar la historia, la llamada “parusía” del Señor, estaba realmente cercana. A nosotros, por otro lado, nos bastaría pensar en la real presencia del Señor ya que Él «está con nosotros todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,20); para que de este modo nues-tra existencia esté llena de esperanza y de alegría. La tristeza no nos podrá dominar si sabemos dar razón de nuestra esperanza y vivir de acuerdo a ella. «La alegría es el gigantesco secreto del cristiano» nos decía G.K. Chesterton.
Una palabra del Santo Padre:
«"Alegraos. (...) El Señor está cerca" (Flp 4, 4. 5). Este tercer Domingo de Adviento se caracteriza por la alegría: la alegría de quien espera al Señor que "está cerca", el Dios con nosotros, anunciado por los profe-tas. Es la «gran alegría» de la Navidad, que hoy gustamos anticipadamente; una alegría que «será de todo el pueblo», porque el Salvador ha venido y vendrá de nuevo a visitarnos desde las alturas como el sol que surge (ver Lc 1,78). Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina. Es la alegría de este Año santo, que conmemora los dos mil años transcurridos desde que el Hijo de Dios, Luz de Luz, ilu-minó con el resplandor de su presencia la historia de la humanidad...
"¿Qué debemos hacer?". La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recupe-rar la alegría...Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer para-dójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos aÉl en la fe y en las obras (ver Jn 16,22-23)».
(Juan Pablo II. Homilía del 17 de diciembre de 2000. Jubileo del mundo del Espectáculo)
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Nos dice Santo Tomás de Aquino: «El amor produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, sólo disfruta de veras el que vive la caridad». ¿Soy una persona alegre?
2. El mensaje de Juan el Bautista es muy claro. ¿Soy una persona justa? ¿Soy solidario con mis her-manos o encuentro en mi corazón resquicios de discriminación hacia mis hermanos?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 30. 673-674. 840. 1084-1085. 2853.
Texto JUAN R. PULIDO, presidente de la ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA ESPAÑOLA, Sec-ción TOLEDO
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