viernes, 25 de febrero de 2022
Domingo de la Semana 8ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «Cada árbol se conoce por su fruto»
Lectura del libro del Eclesiástico (27, 4-7):: No elogies a nadie antes de oírlo hablar.
Cuando se agita la criba, quedan los desechos; así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos. El horno prueba las vasijas del alfarero, y la persona es probada en su conversación. El fruto revela el culti-vo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona.
No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona.
Salmo 91,2-3.13-14.15-16: Es bueno darte gracias, Señor. R./
Es bueno dar gracias al Señor // y tocar para tu nombre, oh Altísimo; // proclamar por la mañana tu misericordia // y de noche tu fidelidad. R./
El justo crecerá como una palmera, // se alzará como un cedro del Líbano: // plantado en la casa del Señor, // crecerá en los atrios de nuestro Dios. R./
En la vejez seguirá dando fruto // y estará lozano y frondoso, // para proclamar que el Señor es justo, // mi Roca, en quien no existe la maldad. R./
Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 54-58): Nos da la victoria por medio de Jesucristo.
Hermanos: Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, en-tonces se cumplirá la palabra que está escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?».
El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley.
¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles.
Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 39-45): De lo que rebosa el corazón habla la boca.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendi-zaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mo-ta del ojo de tu hermano. Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Uno de los títulos que tanto los discípulos como sus enemigos solían dar a Jesús es el de Maestro . En la lectura del Evangelio veremos claramente cómo Jesús se hace merecedor de este título ya que conoce profundamente el corazón del hombre. Podríamos decir que penetra en las honduras más recónditas del alma y del espíritu para explicar de manera sencilla una verdad difícil de negar: es más fácil reconocer los defectos del otro que los propios y «de lo que rebosa el corazón habla la boca». El libro del Eclesiástico, en su milenaria sabiduría, nos hablará del mismo tema: la palabra manifiesta el pensamiento del hombre. La carta a los Corintios es una exhortación a mantenerse firmes en la Palabra de Dios que ha tenido pleno cumplimiento en Jesucristo: vencedor del pecado y de la muerte.
La brizna y la viga
El Evangelio de este Domingo debemos de ubicarlo en lo que se llama «el sermón de la llanura» ya que hace parte del ministerio de Jesús en Galilea. Este pasaje es eminentemente kerigmático y nos revela la agudeza, profundidad y claridad del «Maestro Bueno». Jesús conoce y observa la conducta del hombre y descubre la incoherencia cuando se trata de juzgar las accio¬nes del prójimo en relación a las propias. Hacia el otro usamos una medida estricta y rígida; pero cuando se trata de juzgar las propias acciones sacamos un metro flexible y elástico. Y esto resulta tan evidente que a menudo raya en lo ridículo. Somos severos para juzgar a los demás y benevolentes para juzgar nuestra propia con¬ducta. Cualquier pequeña falta del prójimo la declaramos grave e imperdo¬nable y hasta nos horrori¬zamos de su maldad; pero cuando nosotros hacemos lo mismo, podemos citar inmediata¬mente mil disculpas de manera que nos resulta siempre expli-cable y comprensi¬ble.
Cambiar esta aproximación hacia nosotros y hacia el prójimo es lo que se llama «convertirse». En efec-to, el Evangelio nos enseña a ser severos en juzgar nuestras propias faltas y pecados; y nos invita a reco-nocerlos con humildad y sin atenuantes en el sacramento de la Reconciliación. Por otro lado, nos llama a ser tolerantes y comprensi¬vos con las faltas del prójimo. ¿Quién no recuerda la bella descripción que hace Pablo de la cari¬dad, como la virtud fundamental cristiana? «La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cr 13,7).
Esta enseñanza la presenta Jesús de manera viva e imagina¬tiva por medio de una parábola. Jesús sabe que en pocas palabras puede desnudar lo más profundo que existe en el corazón del hombre. «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Có-mo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo' no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?».Antes de entrar a juzgar una pequeña falta en la conducta de nues¬tro prójimo -una brizna- conviene examinarse a sí mismo para corregir nuestros graves pecados -sacar la viga- que nos impiden ver la verdad. Y «el que dice que no tiene pecado -nos advierte San Juan- se engaña y la verdad no está en él» (1Jn 1,8). Precisamen¬te el que dice que no tiene peca¬do, es porque la inmensa viga que tie-ne en su ojo le impide ver y se cree libre de culpa.
Llegado a este punto de su discurso, Jesús parece dejar la parábola para dirigirse a su auditorio y, por qué no decirlo, a nosotros mismos, para decir: «¡Hipócrita !, saca primero la viga de tu ojo, y entonces po-drás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano». Hipócrita es una califica¬ción muy fuerte pero fue usada por Jesús con aquellos que aparentan lo que no son para usurpar la admiración y la alaban-za de los hombres. A continuación, Jesús nos da un criterio para no dejarnos engañar por las apariencias y conocer el fondo de una persona. Lo hace también a través de una comparación irrefutable: «Cada árbol se conoce por su fruto». Si queremos conocer el fondo bueno o malo de una persona o de una obra hay que examinar los frutos: «Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno». Y como si fuera poco, Jesús todavía agrega: «No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas».
El corazón del hombre
En las Sagradas Escrituras el fondo de una persona, ese núcleo íntimo de donde nacen sus decisiones y se fraguan sus proyectos y acciones, es el corazón. Allí están sus valo¬res, sus intereses, sus motivaciones ocultas, sus tesoros. El corazón del hombre lo ve sólo Dios; ante Dios el cora¬zón del hombre está al descu-bier¬to. Ya desde antiguo la Escritura nos enseña que «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, porque el hombre mira las aparien¬cias, pero Dios mira el corazón» (1S 16,7). Sabemos que ante Dios no podemos aparentar, que Él nos juzga según lo que somos. Cada uno es lo que es ante Dios, por más que los hombres tengan acerca de uno un concepto distin¬to. La persona es buena o mala según como sea su corazón. De ahí brotan los pecados y los malos deseos.
Por eso Jesús concluye: «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del tesoro malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca». La conversión del hombre será cambiar su corazón. El Espíritu Santo se derrama en el corazón y allí lo transfor¬ma. Por eso San Pablo nos propone este criterio: «Los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, pacien¬cia, afabilidad, bondad, fide-lidad, manse¬dumbre, dominio de sí» (Ga 5,22). Esta es la radiogra¬fía infalible de un corazón bueno. Con manifiesto aburri¬miento Pablo enumera también los frutos del árbol malo: «Los obras de la carne son cono-cidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, odios, discordias, celos, iras, divisiones, embria¬gueces, orgías y cosas semejantes» (Ga 5,19-20). Por los frutos se conoce el árbol, sobre todo, de esta manera nos podemos conocer ¬a nosotros mismos, que es lo más difícil.
La palabra manifiesta el pensamiento del hombre
El libro del Eclesiástico se denomina también Siracida por su autor «Jesús, hijo de Sirá, hijo de Eleazar, de Jerusalén» (Eclo 50,27). Por la misma razón se le conoce también como el libro de Ben Sirá o del hijo de Sirá. El nombre de «Eclesiástico» deriva de la tradición latina y son las enseñanzas de un maestro de sabiduría que enseñó en Jerusalén a finales del siglo III y principios del II A.C.
Los consejos del libro del Eclesiástico en relación a las habladurías, no por elementales, dejan de ser va-liosos, más aún teniendo en cuenta que todo el mundo ha prestado atención a lo que puedan haber dicho terceras personas en relación a un ser querido. Por otro lado debemos de preguntarnos con sinceridad: «¿quién no ha pecado con su lengua?» (Eclo 19,16). Justamente la senda que nos coloca la lectura es la pedagogía del silencio y de la escucha; para así poder conocer de verdad al otro. San Juan Crisóstomo nos dice: «No juzguéis por las sospechas; no juzguéis antes de estar seguros si lo que se refiere es real; no condenéis a nadie antes de imitar a Dios, que dice ‘bajaré y veré’ (Gn 18,21)».
Una palabra del Santo Padre:
Quien juzga «se equivoca siempre». Y se equivoca, afirmó, «porque se pone en el lugar de Dios, que es el único juez: ocupa precisamente ese puesto y se equivoca de lugar». En práctica, cree tener «el poder de juzgar todo: las personas, la vida, todo». Y «con la capacidad de juzgar» considera que tiene «también la capacidad de condenar». El Evangelio refiere que «juzgar a los demás era una de las actitudes de esos doctores de la ley a quienes Jesús llama «hipócritas». Se trata de personas que «juzgaban todo». Pero lo más «grave» es que obrando así, «ocupan el lugar de Dios, que es el único juez». Y «Dios, para juzgar, se toma tiempo, espera». En cambio estos hombres «lo hacen inmediatamente: por eso el que juzga se equi-voca, simplemente porque toma un lugar que no es para él».
Pero, precisó el Papa, «no sólo se equivoca; también se confunde». Y «está tan obsesionado de eso que quiere juzgar, de esa persona —tan, tan obsesionado— que esa pajilla no le deja dormir». Y repite: «Pero yo quiero quitarte esa pajilla». Sin darse cuenta, sin embargo, de la viga que tiene él» en su propio ojo. En este sentido se «confunde» y «cree que la viga sea esa pajilla». Así que quien juzga es un hombre que «confunde la realidad», es un iluso.
No sólo. Para el Pontífice el que juzga, «se convierte en un derrotado» y no puede no terminar mal, «porque la misma medida se usará para juzgarle a él», como dice Jesús en el Evangelio de Mateo. Por lo tanto, «el juez soberbio y suficiente que se equivoca de lugar, porque toma el lugar de Dios, apuesta por una derrota». Y ¿cuál es la derrota? «La de ser juzgado con la misma medida con la que él juzga», recalcó el obispo de Roma. Porque el único que juzga es Dios y aquellos a quienes Dios les da el poder de hacerlo. Los demás no tienen derecho de juzgar: por eso hay confusión, por eso existe la derrota».
Aún más, prosiguió el Pontífice, «también la derrota va más allá, porque quien juzga acusa siempre». En el «juicio contra los demás —el ejemplo que pone el Señor es la «pajilla en tu ojo»— siempre hay una acu-sación». Exactamente lo opuesto de lo que «Jesús hace ante el Padre». En efecto, Jesús «jamás acusa» sino que, al contrario, defiende. Él «es el primer Paráclito. Después nos envía al segundo, que es el Espíri-tu». Jesús es «el defensor: está ante el Padre para defendernos de las acusaciones».
Pero si existe un defensor, hay también un acusador. «En la Biblia —explicó el Pontífice— el acusador se llama demonio, satanás». Jesús «juzgará al final de los tiempos, pero en el ínterin intercede, defiende». Juan, señaló el Papa, «lo dice muy bien en su Evangelio: no pequéis, por favor, pero si alguno peca, piense que tenemos a uno que abogue ante el Padre». Así, afirmó, «si queremos seguir el camino de Jesús, más que acusadores debemos ser defensores de los demás ante el Padre». De aquí la invitación a defender a quien sufre «algo malo»: sin pensarlo demasiado, aconsejó, «ve a rezar y defiéndelo delante del Padre, como hace Jesús. Reza por él».
Pero, sobre todo, repitió el Papa, «no juzgues, porque si lo haces, cuando tú hagas algo malo, serás juz-gado». Es una verdad, sugirió, que es bueno recordar «en la vida de cada día, cuando nos vienen las ga-nas de juzgar a los demás, de criticar a los demás, que es una forma de juzgar».
Papa Francisco. Misa en la capilla DOMUS SANCTAE MARTHAE. Lunes 23 de junio de 2014
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, PRESIDENTE DIOCESANO de ADORACION NOCTURNO ESPAÑOLA, TOLEDO
domingo, 20 de febrero de 2022
Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022 «Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»
Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
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David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845
Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022
«Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»
Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
¬
David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845
Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022
«Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»
Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
¬
David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845
Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 20 de febrero de 2022 «Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente»
Lectura del primer libro de Samuel (26, 2.7-9.12-13.22-23): El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Is-rael, para buscar a David allí.
David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hin-cada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: «Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Da-vid respondió: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha que-dado impune?». David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: «Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores. Y que el Señor pague a cada uno según su justicia y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor».
Salmo 102, 1-2.3-4.8.10.12-13: El Señor es compasivo y misericordioso. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa, // y te colma de gracia y de ternura. R./
El Señor es compasivo y misericordioso, // lento a la ira y rico en clemencia. // No nos trata como me-recen nuestros pecados // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. // Como un padre siente ter-nura por sus hijos, // siente el Señor ternura por los que lo temen. R./
Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 45-49): Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Hermanos: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante.
Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo.
Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 27-38): Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vues-tra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no conde-néis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El discurso de Jesús en la montaña es profundo y novedoso: invita a sus discípulos a amar a los enemi-gos (Evangelio). Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el profundo amor con el que Dios ama a los hombres. La Primera Lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos. Por su parte San Pablo, en la Segun-da Lectura, nos habla del primer Adán (el hombre creado) y el último Adán (Cristo). Aquí se revela la gran vocación del hombre a ser un hombre nuevo, una nueva criatura, en Cristo Jesús.
Perdonar a los enemigos
Samuel era hijo de Elcaná y Ana y fue el último gran juez que tuvo Israel y uno de los primeros profetas. Ya anciano nombró jueces a sus hijos y les encargó que continuaran su labor, pero el pueblo no estaba con-tento y quería tener un rey. Al principio Samuel se opuso. Pero Dios le dio instrucciones para que ungiera a Saúl. Después que Saúl hubo desobedecido a Dios, Samuel ungió a David como siguiente Rey. Todos en Israel lloraron la muerte de Samuel (ver 1sam 1-4). Los dos libros de Samuel narran justamente la historia de Israel; desde el último de los jueces hasta los postreros años del rey David. El primer libro nos cuenta cómo Israel pasó a ser regido por reyes.
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David, el más joven de los ocho hijos de Jesé, andaba cuidando de los rebaños cuando el profeta Sa-muel lo ungió como «elegido». La destreza de David en tocar el arpa lo lleva a la corte de Saúl para tranqui-lizar los ataques de nervios del rey. Más tarde aceptó el reto de desafiar y matar al filisteo Goliat. Desde ese momento Saúl se llenó de envidia e intentó matarlo varias veces. Jonathan, hijo de Saúl e íntimo amigo de David le advirtió que escapara. David se convierte entonces en un proscrito. Saúl lo persigue despiadada-mente y David le perdonará dos veces la vida. La Primera Lectura nos narra el pasaje cuando David le per-dona, por segunda vez, la vida al rey Saúl. Llama la atención, por un lado, la generosidad de David y, por otro, su profundo respeto religioso por el carácter sagrado del rey: «el ungido de Yahveh».
Un Evangelio sublime pero incómodo…casi imposible...
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio...»
Honestamente, ¿quién ha visto a alguien cumplir lo que Señor nos pide? Desgraciadamente lo que ve-mos a diario en las calles, en los medios de comunicación, en los nego¬cios, en la política, es exactamente lo contrario: combatir a los enemigos, hacer el mal a los que nos odian, maldecir a los que nos maldicen, di-famar a los que nos difaman, devolver el doble al que se atreva a golpear¬nos en una mejilla, pelearnos con el que quiera quitarnos algo que nos pertenece, nos vengarnos ante cualquier agravio. Cuando vemos este modo de actuar no nos llama la atención; es lo que se espera. Es el comportamiento al que ya estamos acostumbrados y sabemos que “todo el mundo” va a reaccionar de esa manera. Pero si sucediera, en cambio, ver a alguien practicar alguno de aquellos preceptos de la ley de Cris¬to, podemos estar seguros de que estaríamos ante un santo, ¡y no uno cualquiera, sino uno de los grandes!
Sin embargo, creo que todos recordamos un hecho verdaderamente singular, del cual todo el mundo fue testigo a través de los medios de comunicación. La actitud de San Juan Pablo II en amiga¬ble conver¬sación con Ali Agca en su misma celda es un testimonio de este precepto de Cristo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien». Después de disparar sobre el Santo Padre a quemarropa, cuando fue dete-nido y debió reconocer el hecho, Ali Agca preguntó sorprendido: «¿Cómo?, ¿no lo maté?» No sabemos lo que conversaron en ese encuentro en que el Papa fue hasta su celda, pero ciertamente San Juan Pablo II le habrá dicho que lo perdonaba y que lo amaba. No estaremos lejos de la verdad si suponemos que el San-to Padre habrá orado muchas veces: «Perdónalo, Padre, porque no sabe lo que hace». Justamente es la gracia de Dios la que nos concede la fuerza para poder amar a los enemigos y practicar los preceptos que el mismo Cristo nos ha dejado.
La verdadera ley y la verdadera felicidad
Las máximas o criterios que rigen entre nosotros y que consi¬de¬ramos normales son muy diferentes a las que nos ha dejado Jesús: «perdonar, sí; pero olvi¬dar, jamás»; «está bien ser humilde, pero no perder la dig-nidad»; «ser bueno, pero no tanto...»; etc. Compara¬das con la ley de Cristo, estas máximas resultan per-fec¬tamente antievan¬géli¬cas. La objeción que a todos nos asalta, se puede formular así: «Si yo vivo según la ley de Cristo, entonces todos se aprovecharán de mí» o como se dice popularmente «me agarrarán de bo-bo». Y eso a nadie le gusta. Ese es nuestro modo de razonar, porque no creemos suficientemente en la Palabra de Dios. Según la Palabra de Dios el resultado sería este otro: «vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísi¬mo». Nadie puede negar la verdad de esta promesa, si no ha hecho la prueba de cum-plir los preceptos de Cristo al pie de la letra.
El espectáculo normal es ver que la gente sirve por interés. Los establecimientos comerciales, las agen-cias de turismo, los grifos, los bancos sirven a sus clientes con exquisita y delicada atención; pero es porque esperan de ellos un beneficio comer¬cial. Ese servicio no nos impresiona, porque no tiene nada de extraordi-nario. Era así también en el tiempo de Cristo: «Si prestáis a aquellos de quie¬nes esperáis reci¬bir, ¿qué méri-to tenéis? También los pecado¬res prestan a los pecado¬res para recibir lo corres¬pondien¬te». La recom¬pensa de ese servicio es algo cuantificable, tiene un precio de esta tierra y, por tanto, es limitado.
La ley de Cristo en cambio es: «Haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio». Y el que hace esto recibe una recompensa que no tiene precio, porque no es de esta tierra. Es lo que relata Santa Teresa del Niño Jesús en su «Historia de un Alma» (Ms. C; Cap. XI). Cuenta que cuando era aún novicia -ella entró a un convento de clausura a los quince años- se ofrecía para conducir a una hermana anciana lisiada, a la cual no era fácil contentar. Pero lo hacía con tanta caridad que Dios le dio la recompensa prometida. Un día de invierno en que cumplía esta misión, escuchó a lo lejos una música bailable y se imaginó «un salón muy bien iluminado, todo resplandecien¬te de ricos dorados; y en él jóvenes elegante¬mente vestidas, prodigán-dose mutua¬mente cumplidos y delica¬dezas mundanas». El contraste con su situación era total. Pero allí Dios le hizo sentir la verdadera felicidad: «No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fies-tas de la tierra, que no podía creer en mi felici¬dad. ¡Ah! No habría cambiado los diez minutos empleados en cumplir mi humilde tarea por gozar mil años de fiestas mundanas». Para gozar de esta misma felicidad en esta tierra no hay otro medio que cumplir los preceptos de Cristo.
La vocación del hombre
El amor que es la esencia de Dioses también el principio de vida de la actuación de quien ha aceptado vivir las bienaventuranzas del Reino, la impronta del hombre nuevo en Cristo, del «hombre celeste» del que se habla en la Segunda Lectura. En ella San Pablo continúa el tema de la Resurrección corporal contrapo-niendo el orden de la creación (Adán) al nuevo orden inaugurado por Jesucristo. «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno (Adán), seremos también imagen del hombre celestial (Cristo)».
Una palabra del Santo Padre:
El Pontífice recordó cómo Jesús nos dio la «ley del amor: amar a Dios y amarnos como hermanos». El Señor, añadió el Papa, no dejó de explicarla «un poco más con las Bienaventuranzas» que resumen bien «la actitud del cristiano». Sin embargo, en el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 8 27-28), «Jesús nos muestra el camino que debemos seguir, un camino de generosidad». Nos pide ante todo «amar». Y nosotros nos preguntamos «pero ¿a quién tengo que amar?», Él nos responde: «a vuestros enemigos». Así nosotros, sorprendidos, pedimos una confirmación: pero ¿precisamente a nuestros enemigos? «Sí», nos dice el Se-ñor, precisamente «a nuestros enemigos».
Pero el Señor nos pide además «hacer el bien». Y si le preguntamos «¿a quién?» Él nos responde in-mediatamente «a los que nos odian». Y también esta vez volvemos a pedir al Señor la confirmación: «Pero, ¿tengo que hacer el bien al que me odia?». Y la respuesta del Señor es siempre «sí». Después nos pide también «bendecir a los que nos maldicen» y «orar» no sólo «por mi mamá, mi papá, mis hijos, la familia», sino «por aquellos que nos tratan mal». «Y no rechazar a quien te pide» algo. La «novedad del Evangelio», explicó el Pontífice, consiste en «darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos causan daño, a los enemigos». Pero Jesús nos recuerda que «también los pecadores —y cuando dice pecadores se refiere a los paganos— aman a los que les aman». Por eso, destacó el Papa Francisco, «¡no tiene mérito!».
Prosigue todavía el pasaje evangélico: «Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito te-néis? También los pecadores hacen lo mismo». De nuevo, dijo el Papa, se trata, afirmó el Pontífice, de un simple «intercambio: yo te hago el bien, tú me haces el bien». Y sigue todavía el Evangelio: «si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis?». Por lo demás, precisa el evangelista, «también los pecadores hacen préstamos a los pecadores para recibir lo mismo».
Todo este razonamiento de Jesús afirmó el Papa Francisco, lleva a una fuerte conclusión: «amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, sin intereses, y será grande vuestra recom-pensa y seréis hijos del Altísimo». Es por ello evidente, prosiguió, que «el Evangelio es una novedad difícil de llevar adelante». En una palabra, significa «ir detrás de Jesús». Seguirlo, imitarlo. Jesús no responde a su Padre «iré y diré cuatro cosas, haré un buen discurso, indicaré el camino y después regreso». No, la respuesta de Jesús al Padre es: «¡Hágase tu voluntad!». Y así, «da su vida no por sus amigos», sino «por sus enemigos».
El camino del cristiano no es fácil, reconoció el Papa, pero «es este». Así a los que dicen «yo no me siento capaz de obrar así» la respuesta es «si no te sientes capaz, es un problema tuyo, pero el camino cristiano es este. Este es el camino que Jesús nos enseña. Por eso el Pontífice sugirió «ir por el camino de Jesús, que es la misericordia: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Porque «sola-mente con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja, hasta el final». Resulta por lo tanto evidente, que «la vida cristiana no es una vida autorreferencial» sino que «sale de sí misma para darse a los demás: es un don, es amor, y el amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: ¡se da!».
El pasaje de san Lucas termina con la invitación a no juzgar y a ser misericordiosos. En cambio, dijo el Pontífice, «muchas veces parece que nosotros nos hemos proclamado jueces de los demás: criticando, hablando mal, juzgamos a todos». Pero Jesús nos dice: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados». Por lo demás, «todos los días lo decimos en el Padrenuestro: perdónanos como nosotros perdonamos». En efecto, si yo, en primer lugar, «no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que “me perdone?”».
Papa Francisco. Homilía en la capilla Domus Sanctae Marthae. Jueves 11 de septiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿En qué ocasiones concretas puedo ejercitarme en la vivencia del perdón y del amor misericordio-so? Hagamos una lista de esos momentos.
2. ¿De qué manera puedo educar a mis hijos o nietos en la vivencia del perdón, del amor y del respe-to a la verdad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838-2845xto facilitado
Texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA, en toledp
sábado, 12 de febrero de 2022
Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»
Lectura del libro del profeta Jeremías (17, 5-8): Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor.
Esto dice el Señor: «Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor.
Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto».
Salmo 1,1-2.3.4.6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. R./
Dichoso el hombre // que no sigue el consejo de los impíos, // ni entra por la senda de los pecadores, // ni se sienta en la reunión de los cínicos; // sino que su gozo es la ley del Señor, // y medita su ley día y noche. R./
Será como un árbol // plantado al borde de la acequia: // da fruto en su sazón // y no se marchitan sus hojas; // y cuanto emprende tiene buen fin. R./
No así los impíos, no así; // serán paja que arrebata el viento. // Porque el Señor protege el camino de los justos, // pero el camino de los impíos acaba mal. R./
Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (15, 12.16-20) Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido.
Hermanos: Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resuci-tado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de mo-do que incluso los que murieron en Cristo han perecido.
Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad.
Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (6, 17.20-26): Bienaventurados los pobres. Ay de vo-sotros, los ricos.
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de dis-cípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vues-tro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profe-tas».
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas de este Domingo nos muestran el único y el auténtico camino para la verdadera felicidad que el hombre busca infatigablemente alo largo de toda su vida. La ruta, que no es la que el “mundo” ofre-ce, sigue este itinerario: las bienaventuranzas de Jesús (Evangelio). Ellas proclaman la dicha del Reino para aquellos que son pobres porque han puesto en Dios su única riqueza confiando plenamente en Él (Primera Lectura) y confirman así su esperanza en Jesucristo resucitado (Segunda Lectura).
Las bienaventuranzas
Las bienaventuranzas son una de las enseñanzas más cono¬ci¬das del Evangelio de Jesucristo, y también una de las más impactantes. Nadie que se ponga sinceramente ante estas sentencias puede dejar de sen-tirse interpe¬lado¬, más aun si el que las lee es un cristiano y, por tanto, cree que el Evan¬gelio es la misma Pala¬bra de Dios. Hay sólo dos reacciones posibles: o se da crédito a estas palabras y se toman actitudes consecuentes que cambien nuestra vida; o se despachan con cinismo, como hicieron los oyen¬tes de San Pablo en el areópago de Ate¬nas: «Sobre esto ya te oiremos otra vez» (Hech 17,32).
Las bienaventuranzas se encuentran en dos de los Evangelios: Mateo y Lucas. Pero ambas versiones di-fieren. En Mateo las bienaventuranzas son nueve, están dichas en tercera persona (salvo la última) y tienen la finalidad de exponer un progra¬ma de vida conforme con el Reino de los cielos (ver Mt 5,3.10). En Lucas, en cambio, son sólo cuatro, están dichas en segunda perso¬na («bienaventurados voso¬tros») y, sobre todo, Lucas transmi¬te además las correspondientes cuatro maldiciones.
¿A quiénes se dirige Jesús con el pronombre «voso¬tros»? En el episodio precedente Jesús ha elegido los doce apóstoles. Bajando con ellos, se detuvo en un paraje llano donde estaba una multitud de discípulos suyos y una gran muchedumbre del pueblo, que habían venido para oírlo y ser curados de sus enfermeda-des. Era cierto que la fama de Jesús y de sus milagros se había difundido como el fuego. Lo escuchaban, entonces, tres catego¬rías de personas: los doce, los demás discípulos y el pueblo. Entre estos últimos había todo tipo de personas, rico y pobre; hambriento y satisfecho; afligido y gozador. Todos nos podemos reco-nocer en este heterogéneo auditorio.
¡Un mensaje paradojal!
Si en el tiempo de Jesús esta enseñanza ya tenía toda su fuerza paradojal, ¡qué decir hoy día en que es-tamos sumidos y agobiados por el consumismo y en que la felici¬dad de una persona se mide por su poder adquisitivo! Hoy día todo parece decir: «Dichosos los que pueden comprar muchos bienes y gozar mucho de los placeres que ofrece este mundo». Toda la publici¬dad nos quiere convencer de que en eso consiste la felicidad. Y desde pequeños vamos poco a poco cediendo a estos “falsos criterios”.Jesús, en cambio, nos ad¬vierte: «¡Ay de ellos!, porque ya han recibido su consue¬lo». No se nos dice qué les espera después, pero su desti¬no será tal, que hay que compadecerse de ellos, a pesar de sus efímeras alegrías actuales: «¡Ay de ellos!».
La principal de las bienaventuranzas es la primera, con su opuesta maldición. En ellas se establece un claro contraste entre los pobres y los ricos: «Bienaventurados vosotros, los pobres... ¡Ay de vosotros, los ricos!». No se puede negar que ésta es una afirmación insólita y muy opuesta, como ya hemos dicho a los criterios que hoy rigen. Si Jesús se hubiera detenido allí, su afirma¬ción habría sido inexplicable; pero Él si-gue adelante indicando por qué unos son dichosos y otros desgraciados.
Igualmente descubrimos en la Primera Lectura del profeta Jeremías una contraposición de sabor sa-piencial que plantea la antítesis entre el hombre que confía totalmente en Dios y el que se fía solamente de los hombres, apartando su corazón de Dios. El primero es árbol fecundo, plantado junto al agua, y el se-gundo es cardo árido en la estepa del desierto. Estas ideas también las tenemos presentes en el bello salmo responsorial: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, más se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche! Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace sale bien» (Salmo 1, 1- 3).
¿Cuándo cambiará la situación presente?
Con sinceridad muchas veces, viendo el mal que va ganando espacio en el mundo, nos hemos pregun-tado: ¿Cuándo cambiará esta situación? ¿Es que Dios cierra su oído y su vista al mal en el mundo? La res-puesta la encontramos en la última bienaventuranza: «Grande será vuestra recompensa en el cielo». La situación futura tendrá lugar después de la muerte y será eterna. Esta enseñanza es formulada aquí por medio de propo¬si¬ciones univer¬sa¬les; pero Jesús tam¬bién la expuso de manera más viva y dramática por medio de una parábola: la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (ver Lc 16,19-31). Esto es exacta-mente lo que promete Dios a los hombres. Esta es la promesa que nosotros debemos de acoger. ¡Y no nos hagamos vanas ilusiones!
Esto queda más claro en las dos siguien¬tes bienaventuranzas -sobre los que padecen hambre y los que lloran-, que son una formu¬lación más concreta de la primera, pues aquí resuena como un campa¬nazo el adver¬bio de tiempo «ahora»: los que padecen hambre y lloran ahora, por este breve tiempo presente, serán saciados y reirán por toda la eternidad; en cambio, los que están saciados y ríen ahora, por este breve tiem-po presente, pade¬ce¬rán hambre y llora¬rán por toda la eternidad ¡y sin reme¬dio! Por eso los primeros son dicho¬sos y los segundos desgraciados.
San Pablo estaba bien asentado en esta enseñanza de las bienaventuranzas de Jesús como lo revela es-ta certeza que expresa en su segunda carta a los Corin¬tios: «No desfallece¬mos, aún cuando nuestro hom-bre exte¬rior se va desmoronan¬do... En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2Cor 4,16-17). La tribulación presente es leve y dura un mo-mento; la gloria futura es un pesado caudal que supera toda medida y dura eternamente. Esta certeza se fundamenta, justamente, en la resurrección de Jesucristo ya que: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana» (1Cor 15,17).
¿La pobreza es querida por Dios?
Hay que enfrentar un problema y deshacer una crítica que muchos en la historia superficial¬mente han hecho al cristia¬nis¬mo. Se le acusa de que con esta doctrina los cristianos se evaden de la realidad histórica actual y piensan solamente en el cielo. Alguno se preguntará: ¿En qué quedan todos los esfuerzos por su-pe¬rar la pobreza si Cristo enseña: «biena¬venturados los pobres»?
En realidad, el cristianismo es la única religión que no se evade de la historia y por lo tanto no es «esca-pista»; justamente porque su Dios, siendo eterno e inmutable, entró en la historia y se hizo hombre, dando a la dignidad del hombre toda su gran¬deza. Y para responder a la segunda pregunta, debemos reconocer que no hay un camino más seguro para superar la pobreza que, precisamente, amar la pobreza. Éste es el úni-co camino efi¬caz. Si todos, escu¬chando la ense¬ñanza de Cristo, amáramos la pobreza siendo Dios nuestra única y verdadera riqueza, entonces habría, tal vez, una mejor y más justa distribución de los bienes mate-riales entre los hombres.
La Iglesia desde su Enseñanza Social nos enseña, nos guía y nos ilumina de manera clara y concreta sobre la postura que debemos tener ante los problemas sociales que ciertamente existen y ante los cuales hay que tener una clara postura: ser solidarios, buscar el bien común, buscar y respetar a la persona huma-na (desde la concepción hasta su muerte natural) y vivir la subsidiariedad. El cristiano no es el que cree en «fuerzas cósmicas», en «piedras filosofales», en «otras vidas»; no. El cristiano es el que vive el amor y ca-ridad aquí y ahora. El que entendió esto más profun¬damente fue San Francisco de Asís, que en su testa-men¬to breve escribía: «Que los hermanos se amen siempre entre sí como yo los he amado y los amo; que siempre amen y obser¬ven a nuestra Señora de la Santa Pobreza y que sean siempre fieles súbditos de los prelados de la santa Madre Iglesia».
Una palabra del Santo Padre:
«Queridos amigos: El programa evangélico de las bienaventuranzas es trascendental para la vida del cristiano y para la trayectoria de todos los hombres. Para los jóvenes y para las jóvenes es sencillamente un programa fascinante. Bien se puede decir que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuestas por Jesús, ha comprendido y puede hacer realidad todo el Evangelio. En efecto, para sintonizar plena y certeramente con las bienaventuranzas, hay que captar en profundidad y en todas sus dimensiones las esencias del mensaje de Cristo, hay que aceptar sin reserva alguna el Evange-lio entero.
Ciertamente el ideal que el Señor propone en las bienaventuranzas es elevado y exigente. Pero por eso mismo resulta un programa de vida hecho a la medida de los jóvenes, ya que la característica fundamental de la juventud es la generosidad, la abertura a lo sublime y a lo arduo, el compromiso concreto y decidido en cosas que valgan la pena, humana y sobrenaturalmente.
La juventud está siempre en actitud de búsqueda, en marcha hacía las cumbres, hacia los ideales no-bles, tratando de encontrar respuestas a los interrogantes que continuamente plantea la existencia humana y la vida espiritual. Pues bien, ¿hay acaso ideal más alto que el que nos propone Jesucristo?
Por eso yo, Peregrino de la Evangelización, siento el deber de proclamar esta tarde ante vosotros, jóve-nes del Perú, que sólo en Cristo está la respuesta a las ansias más profundas de vuestro corazón, a la plenitud de todas vuestras aspiraciones; sólo en el Evangelio de las bienaventuranzas encontraréis el sen-tido de la vida y la luz plena sobre la dignidad y el misterio del hombre (Cfr. Gaudium et Spes, 22).
Jesús de Nazaret comenzó su misión mesiánica predicando la conversión en el nombre del reino de Dios. Las bienaventuranzas son precisamente el programa concreto de esa conversión. Con la venida de Cristo, Hijo de Dios, el reino se hace presente en medio de nosotros: «Está dentro de nosotros», y al mis-mo tiempo ese reino constituye la escatología, es decir, la meta definitiva de la existencia humana. Pues bien, cada una de las ocho bienaventuranzas señala esa meta ultratemporal.
Pero al mismo tiempo cada una de las bienaventuranzas afecta directa y plenamente al hombre en su existencia terrena y temporal. Todas las situaciones que forman el conjunto del destino humano y del com-portamiento del hombre están comprendidas de forma concreta, con su propio nombre, en las bienaventu-ranzas. Estas señalan y orientan en particular el comportamiento de los discípulos de Cristo, de sus testi-gos. Por eso las ocho bienaventuranzas constituyen el código más conciso de la moral evangélica, del esti-lo de vida del cristiano».
San Juan Pablo II. Hipódromo de Monterrico en Lima. Sábado 2 de Febrero de 1985.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Cómo vivo el mensaje de las bienaventuranzas en mi vida cotidiana?
2. ¿Vivo realmente la pobreza de espíritu? ¿Cuáles son mis riquezas, ya que «dónde está mi tesoro ahí estará mi corazón» (ver Mt 6,21)?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1716- 1724.
Publicación JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA, Sección TOLEDO
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