No hay esfuerzo
más baldío y estéril que el desplegado con el propósito de ignorar y, más aún,
reprimir las genuinas intenciones del alma. Sería algo así como intentar
ocultar el sol con nuestra propia mano. Por otra parte, es necesario que
alguien nos ayude a encontrar los cauces por los que nuestro espíritu se atreva
a lanzarse hacia Aquel que se perfila como centro de las intuiciones sonoras de
su alma, digo sonoras porque se hacen oír. Tenemos necesidad de samaritanos que
nos ayuden a activar lo que los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo,
san Agustín, llaman los sentidos del alma. Estos samaritanos-ayudadores tienen
su nombre en la Escritura, Dios mismo los llama: “Pastores según mi corazón”
(Jr3,15). También son conocidos como aquellos que revelan el Misterio, el de
Dios.
Las intuiciones
del alma -llamémoslas también impulsos internos que, traspasando lo visible se
adentran en el Invisible- se hacen notar en todos los hombres, los de ayer y
los de hoy, sea cual sea su cultura, religión o condición social. Sin embargo,
la experiencia que, en este sentido, nos ofrece como legado de incalculable
valor el pueblo santo de Israel, es cualitativamente excepcional y única.
El pueblo santo
de Dios no es un pueblo que le busque en el vacío del cosmos ni en el caos, hoy
le llamaríamos en el absurdo existencial: “Yo soy Yahveh, no existe ningún
otro. No te he hablado en lo oculto ni en lugar tenebroso. No he dicho al
linaje de Israel: Buscadme en el caos” (Is 45,18b-19). El testimonio del
profeta nos da a conocer que Dios es Alguien que salió al encuentro de su
pueblo; Alguien que fijó su mirada en él cuando no era más que un amasijo de
esclavos sin ningún futuro y casi sin historia en Egipto. Sometidos a la
tiranía de la maldad, encarnada en sus dominadores, ni Abrahán, ni Isaac, ni
Jacob eran ya creíbles.
Dios les
suscita un libertador: Moisés. Es tal su cercanía e intimidad con él que, a un
cierto momento y sin duda movido por la infinita belleza del Misterio del
Invisible, su propio espíritu estalló en intuiciones que dieron paso a una
súplica excepcional: “Déjame ver tu rostro” (Éx 33,18).
No dejamos de
lado a Israel, es más, nos servimos de él, y damos un salto en la historia para
situarnos frente a Pablo de Tarso, quien nos hablará de la plenitud de los
tiempos (Gá 4,6). El apóstol se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios, a su
vivir con nosotros, plenitud de la historia porque Dios se hizo Emmanuel. Sí,
tomó un cuerpo y un nombre: Jesús de Nazaret. En torno a Él, durante la última
cena, Felipe, representando a todo el cuerpo apostólico y como recogiendo las
intuiciones del espíritu del hombre de todos los tiempos, repitió la súplica de
Moisés: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14,8).
La pregunta de
Felipe no queda sin respuesta. Es posible que ésta no fuera realmente la que
ellos esperaban o la que pedía su curiosidad religiosa. De hecho, la respuesta
de Jesús va a medio camino entre negativa y enigmática para estos hombres en el
momento concreto que están viviendo. Más adelante y a partir de la experiencia de
la Resurrección de su Señor, pudieron comprobar que esta respuesta fue clara y
diáfana. Se podrá ver al Padre en la medida en que seamos testigos de lo que
hizo a favor de su Hijo: rescatarle de la muerte. El Hijo es vencedor y hace
partícipes de su victoria a todos los que creen en Él; esta experiencia de fe
les hace ver el rostro del Padre en la glorificación de su Hijo. Ahora sí,
oigamos la respuesta que Jesús dio a Felipe: “¿Tanto tiempo hace que estoy con
vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Entendemos
mejor esta respuesta a la luz de la relación que existe en la espiritualidad
bíblica entre los verbos ver y creer. Son correlativos e interdependientes,
creer implica ver y viceversa. Estamos hablando de un creer desde las
intuiciones del alma -como diría Henry Bergson- las mismas que nos hacen llegar
a ver. Quizá podríamos hablar más de un contemplar desde el alma, al que el
mismo Jesús da mucho más valor que la visión propia de los ojos del cuerpo. Tanto
es así que Jesús llama a éstos que ven desde el alma, bienaventurados, dando a
entender que estos hombres encierran en su seno el tesoro riquísimo de las
bienaventuranzas. Oigamos lo que dijo nuestro Maestro y Señor a Tomás después
de que sus ojos vieron y sus manos palparon su Resurrección: “Porque me has
visto has creído. Bienaventurados los que no han visto y han creído” (Jn
20,29).
Se dejará ver y oír
Ya el profeta
Isaías anunció que vendría un tiempo –el del Mesías- en el que “oirán aquel día
los sordos palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los
ojos de los ciegos las verán” (Is 29,18). El Señor Jesús visibilizó, dio
cumplimiento a esta incomparable promesa-profecía de Dios en su Resurrección
cuando abrió el espíritu de sus discípulos para que pudiesen ver, oír, gustar y
palpar a Dios en las Escrituras. “…Y,
entonces, abrió sus espíritus para que comprendieran las Escrituras” (Lc
24,45). Dicen los exegetas que al abrir sus espíritus abrió también los
sentidos que son propios del alma; recordemos lo que dice san Agustín: “Si el
cuerpo humano tiene sus propios sentidos, ¿no los va también a tener el alma?”
A partir de la
victoria del Hijo de Dios sobre la muerte y su abrir nuestros espíritus, la
Palabra cobra vida en nuestras almas, es como si diera cuerpo a esas
intuiciones de las que hemos hablado. Todo ello resuena en las entrañas de los
buscadores de Dios dando lugar a la predicación en espíritu y en verdad, como
en espíritu y verdad es la adoración de los discípulos del Buen Pastor (Jn
4,24).
Esta era sin
duda la predicación de los pastores de la Iglesia primitiva; ésta y no otra es
también la genuina predicación de los pastores según el corazón de Dios de generación
en generación. Estos son los pastores que ansían y anhelan encontrar los
buscadores de Dios, los hambrientos del Espíritu.
Sabios según
Dios e intuidoresde lo eterno se encuentran. Los sabios según Dios hacen de la Palabra su Pan de Vida y, por
amor, parten este su Pan a los hombres por medio del anuncio del Evangelio a
sus ovejas. A su vez, los intuidores de lo eterno, verdaderos buscadores de
Dios, distinguen entre el Pan recién salido del horno del Espíritu –hierba
fresca lo llama el salmista (Sl 23,2)- y el pan cocinado en el horno de la
propia sabiduría, que no alimenta ni siquiera al mismo predicador. Por supuesto
que estos buscadores escogen el Pan verdadero.
Cuando una
persona tiene una profunda relación con la Palabra hasta el punto de que ésta
se convierte en su Manantial de aguas vivas (Jr 2,13), podemos decir que ha
encontrado el descanso de su alma prometido por el Hijo de Dios. “Venid a mí
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad
sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29).
No estamos
hablando de un descanso puntual, fruto de un plan programado que, a la postre,
es más evasión que asentamiento. Hablamos de una especie de fuerza interior que
nos impulsa tanto al descanso como al crecimiento. Hablamos del descanso de
quien, siguiendo las intuiciones de su alma, se ha apropiado de la heredad que
Dios ha dispuesto para él. Tuvo acceso a ella por medio de los sentidos de su
alma y la encontró impresionantemente bella, todo un torrente de delicias y,
por si fuera poco, la serena y cierta intuición de saber que puede poner su
vida en buenas manos, las de Dios. Todo esto fue profetizado por el salmista y
se cumplió en el Hijo de Dios. A partir de Él sigue cumpliéndose en todos y
cada uno de sus discípulos: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi
suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad”
(Sl 16,5-6).
Amor y asombro van
enlazados
Si bien esta es
la experiencia que Jesús abre hacia sus discípulos, sus pastores, los que lo
son según su corazón, tiene una relevancia especial, pues es en la heredad de
Dios –recordemos que
se han apropiado de ella- donde los sentidos de su alma alcanzan a ver, oír,
palpar y saborear su Misterio. Atónitos, descubren que Dios les muestra su
rostro. Sí, es en su heredad donde el hombre conoce y reconoce al Dios vivo, a
su Padre.
Con un amor
desconocido, el que nace de las sorpresas ininterrumpidas, van al encuentro del
mundo en la misma línea en la que se
expresa el autor del libro de la Sabiduría. Para entender este texto,
recordemos que la espiritualidad bíblica identifica la Sabiduría con la Palabra:
“…Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para
buscarla, no se fatigará, pues a su puerta la encontrará sentada… Pues ella
misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella; se les muestra
benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos” (Sb
6,13-16).
Con la
Sabiduría de Dios injertada en el alma, al igual que Pablo, desconfiarán y
dejarán de lado los persuasivos discursos de la sabiduría de los hombres, para
que sus oyentes fundamenten su fe en la Sabiduría de Dios “Y mi palabra y mi
predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino
que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se
fundamentase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1Co
2,4-5). Fruto de la experiencia de su estar con Dios, de sacar partido a su
heredad, están en condiciones de darse a sus ovejas para anunciarles -seguimos
de la mano de Pablo- “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios ha preparado para los que le aman. Porque a nosotros
nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea,
incluso las profundidades de Dios” (1Co 2,9-10).
No hay duda de
que lo que el Espíritu Santo suscitó en Pablo al hablar así a sus ovejas de Corinto,
nos deja más que perplejos. Sin embargo, hemos de decir que no escribe bajo el
efecto de ningún éxtasis o arrobamiento místico; está simplemente dándonos a
conocer algo de la riqueza de su alma, hablamos de sus intuiciones acerca de
Dios. Es como si el velo que le separaba de Él se hubiera rasgado. De hecho lo
rasgó su Señor, el Crucificado; recordemos que, al morir, el velo del Templo se
rasgó de arriba abajo (Mc 15,38). Sólo el que vino de lo alto, de arriba (Jn
3,13), podía hacerlo. Abierto el velo desde la cruz, desde el cumplimiento
perfecto de la voluntad del Padre, el Hijo confirmó que la misión con la que le
había enviado al mundo había llegado a su culmen, de ahí su proclamación
victoriosa: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
Todo está
cumplido, y, a causa de ello, cumplidas también todas las promesas hechas por
Dios a los hombres ya desde los inicios del pueblo santo de Israel. Al rasgarse
el velo, el Hijo mostró el rostro del Padre. Él, el Revelador, atrayéndonos a
su intimidad, nos lo mostró. No sólo eso, sino que escogió, y sigue escogiendo,
pastores que, en su Nombre, siguen revelando el rostro del Padre, las entrañas
de su Misterio.
El broche de
oro del ministerio de estos pastores estriba en que sus ovejas lleguen a ser
capaces –por supuesto que desde Dios- de abrir la Palabra y encontrar en ella
el maná escondido, el Pan de Vida, tal y como lo prometió. (Ap 2,17). El maná
escondido, el mismo alimento que el Hijo recibió del Padre para cumplir la
misión que le confió. Él mismo, el Hijo, fue el primer Pastor según el corazón
de Dios. Después de Él, muchos otros llevan su mismo título: pastores y
reveladores del Rostro y del Misterio de Dios. Lo pueden ser por identificación
con su Señor, su Buen Pastor y Maestro; porque cuando el Hijo de Dios proclamó
que Él es el único Maestro (Mt 23,8), sabía bien lo que decía. Él, sólo Él y
únicamente Él es el Revelador del Rostro del Padre.