Lectura del segundo libro de los Reyes
(5,14-17): Volvió Naamán al profeta y alabó
al Señor.
En aquellos
días, el sirio Naamán bajó y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la
palabra de Elíseo, el hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un
niño: quedó limpio de su lepra.
Naamán y su
comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios. Al llegar,
se detuvo ante él exclamando: «Ahora reconozco que no hay en toda la tierra
otro Dios que el de Israel. Recibe, pues, un presente de tu servidor.» Pero
Eliseo respondió: «¡Vive el Señor ante quien sirvo, que no he de aceptar nada».
Y le insistió en que aceptase, pero él rehusó.
Naamán dijo
entonces: «Que al menos le den a tu siervo tierra del país, la carga de un par
de mulos, porque tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros
dioses más que al Señor».
Salmo 97, 1. 2-3ab. 3cd-4: El
Señor revela a las naciones su salvación. R./
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha
hecho maravillas. // Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. R./
El Señor da a conocer su victoria, revela a
las naciones su justicia. // Se acordó de su misericordia y su fidelidad en
favor de la casa de Israel. R./
Los confines de la tierra han contemplado
la salvación de nuestro Dios. // Aclama al Señor, tierra entera, gritad,
vitoread, tocad. R./
Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo
(2,8-13): Si perseveramos, reinaremos con
Cristo.
Querido
hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del
linaje de David, según mi Evangelio, por el que padezco hasta llevar cadenas,
como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo
aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y
la gloria eterna en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito: Pues si morimos
con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él;
si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel,
porque no puede negarse a sí mismo.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
(17, 11-19): ¿No ha habido quien volviera a dar
gloria a Dios más que este extranjero?
Una vez,
yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a
entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se
pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de
nosotros». Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes».
Y sucedió
que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba
curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de
Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó
la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este
extranjero?».
Y le dijo: «Levántate,
vete; tu fe te ha salvado».
&
Pautas para la reflexión personal
z El vínculo entre las lecturas
La obediencia de la
fe y la gratitud ante los dones de Dios nos ayudan a leer unitariamente los
textos de este Domingo. Los diez leprosos se fían de la palabra de Jesús y se
ponen en camino para presentarse a los sacerdotes, a fin de que reconocieran
que están curados de la lepra y sólo uno se volvió para agradecer el milagro
(Evangelio). Naamán, el sirio, obedece las palabras del profeta Eliseo, a
instancias de sus siervos, sumergiéndose siete veces en el Jordán, con lo que
quedó curado de la lepra.
En acto de gratitud
promete ofrecer solamente a Yahvé holocaustos y sacrificios (Primera Lectura).
La obediencia de la fe y su gratitud ante la salvación que proviene de Jesús
hacen que San Pablo termine en cadenas y tenga que sufrir no pocos
padecimientos (Segunda lectura).
K ¡Jesús, Maestro,
ten compasión de nosotros!
El relato
evangélico de este Domingo relata un episodio real de la vida de Jesús que
refleja la conducta humana en general: sólo una de cada diez personas que han
recibido un beneficio lo reconoce y agradece. Y esta conducta, lamentablemente,
es aún más evidente cuando se refiere a los beneficios recibidos de parte de
Dios.
Mientras Jesús iba de camino a
Jerusalén, salen a su encuentro diez leprosos. Dada su condición de segregados,
sólo desde una prudente distancia se atreven a gritar: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»[1].
La ley exigía que los sacerdotes certificaran la mejoría de quien había sido
afecto de lepra.
Jesús los manda a presentarse a
los sacerdotes y, por el camino, quedan curados. Viéndose curados, nueve de
ellos seguramente empezaron a pensar en la restitución a sus hogares, a sus
amigos, a la vida social normal, etc.; y se olvidaron que habían recibido un
beneficio; no reconocieron que alguien había tenido compasión de ellos.
Uno sólo de los diez leprosos
tiene la actitud justa: «Viéndose curado,
se volvió glorificando a Dios en alta voz; y, postrándose rostro en tierra a
los pies de Jesús, le daba gracias». El Evangelio recalca la nacionalidad del
único que volvió a dar gracias a Jesús: «Éste
era un samaritano». También Jesús lo nota y pregunta: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este
extranjero?». Podemos concluir que los otros nueve leprosos eran judíos.
JL
La gratitud y la ingratitud
¿Es real esta proporción: uno
de diez? ¿Es tan común la ingratitud? La gratitud es parte de la justicia;
tiene por objeto reconocer y recompensar de algún modo al bienhechor por el
beneficio recibido. En este caso, el único que lo hizo, no pudiendo recompensar
de otra manera, «postrándose a los pies
de Jesús, le daba gracias». Conviene aquí citar un texto clásico de Santo
Tomás de Aquino acerca de esta virtud: «La
gratitud tiene diversos grados. El primero es que el hombre reconozca que ha
recibido un beneficio; el segundo es que alabe el beneficio recibido y dé
gracias por él; el tercero es que retribuya, a su debido tiempo y lugar, según
sus posibilidades. Pero, dado que lo último en la ejecución es lo primero en
la decisión, el primer grado de ingratitud es que el hombre no retribuya el
beneficio; el segundo es que lo disimule, como restándole valor; el tercero y
más grave es que no reconozca haber recibido beneficio alguno, sea por olvido o
por alguna otra razón» (Suma Teológica, II-II, q. 107, a . 2 c.).
La ingratitud es entonces una
injusticia, más o menos grave, según su grado. El que sufre esta injusticia
siente dolor. Muchas veces es el pago de las personas que más se ama. ¡Cuántos
padres hay que sufren en silencio este dolor causado por la ingratitud de sus
hijos! Pues mayor es el dolor cuanto mayor es el beneficio que no se reconoce y
retribuye. Este dolor también lo sintió Jesús. Jesús no se queja de la
injusticia sufrida de parte de los nueve; Él es «varón de dolores y habituado a padecer» (Is 53,3), y estaba
destinado a sufrir injusticias mucho mayores. Pero, para educación nuestra,
expresa su incredulidad por la ingratitud de los nueve: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha
habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?».
Este es
nuestro comportamiento más frecuente con Dios. De Él lo hemos recibido
absolutamente todo, comenzando por el invalorable don de la vida; pero,
difícilmente lo reconocemos y tanto menos le agradecemos como es debido. Un antiguo
poema citado por San Pablo, dice: «En Él
vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17,28). Y en otra ocasión San
Pablo pregunta: «¿Qué tienes que no hayas
recibido?» (1Cor 4,7). Por eso
resulta ejemplar y proverbial la actitud del justo Job cuando, al verse privado
de sus hijos y de todos sus bienes, reconoce: «Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá retornaré. El Señor
dio, el Señor quitó: ¡Sea bendito el nombre del Señor!» (Job 1,21).
J ¡Tu fe te ha salvado!
Hemos
recibido de Dios la existencia y todos nuestros bienes; pero sin duda el mayor
beneficio que hemos recibido es la salvación, es decir, la posibilidad de
compartir su vida divina y gozar de su eternidad feliz. Este es un don tan
absolutamente gratuito que se llama precisamente «gracia». Para obtenernos este don el precio que se debió pagar fue
la muerte de Cristo en la cruz. «Habéis
sido rescatados no con oro o plata, sino al precio de la sangre preciosa de
Cristo» (ver 1Ped 1,19). A este
elevado precio se nos concedió la salvación y ella llegó a nosotros a través de
la predicación del Evangelio y de los sacramentos de vida. Es justo que quienes
reconocemos este beneficio de valor infinito, expresemos nuestra gratitud, «glorificando a Dios en voz alta... y dando
gracias a Jesús».
Jesús no se queja por la
ingratitud hacia Él, como si esperara un reconocimiento o estuviera resentido,
porque no se le dio. Jesús lo lamenta por ellos, por los nueve que no volvieron
«a dar gloria a Dios»; lo lamenta
porque de esa manera se privaron de un don infinitamente mayor que la curación
de la lepra; se privaron del don de la salvación que Él quería concederles. Por
eso, sólo al que volvió pudo hacerle este don: «Le dijo: 'Levántate y vete; tu fe te ha salvado»". Este don
de la salvación, que es el único que interesa verdaderamente a Jesús, Él
quería dárselo a los diez, sobre todo, a los otros nueve que eran judíos; lo
pudo dar, gracias a su fe, sólo a un buen samaritano.
J La curación de Naamán
La curación del sirio Naamán es un milagro que podría haberse
convertido en un asunto de política internacional ya que sirios, arameos e
israelitas mantenían una paz muy inestable que podía ser aprovechada por las
bandas de guerrillas para sus propios fines. La enfermedad que vemos en este
pasaje no debe de haber sido propiamente lepra: si lo fuera, el contagio lo
apartaría de todo cargo público así como de acompañar al rey al templo. Se
trata, sin duda, de una enfermedad crónica de la piel que, a juzgar por 2Re 5,
27; podría ser leucodermia o vitíligo (ver Lev 13). El asunto comienza con una
ocurrencia de una criada que habían traído de Israel: «Ah, si mi señor
pudiera presentarse ante el profeta que hay en Samaría, él le curaría la lepra»
(2Re 5, 3). De ésta sube a la señora, de ella a su marido, del marido al
rey de Siria, de éste al rey de Israel, de éste al profeta.
El contrapunto lo descubrimos en el movimiento de humillación: Naamán
el magnate tiene que bajar del rey al profeta, de éste a un criado, después
baja al Jordán; y una vez curado y convertido, pedirá tierra para postrarse en
Siria confesando a Yahveh. La curación está expresada en dos formas: una es «librar
de»; es una forma precisa y es empleada por la criada, el rey de Siria, el
rey de Israel y Naamán. La otra es «limpiar», fórmula típica del culto
(ver Lev 13-16) y ésta es empleada por Eliseo, Naamán con desprecio, los
criados y el narrador. La distinción es significativa: Naamán parece tomarla en
sentido profano para lavarse y limpiarse no necesita ni Jordán ni profeta, lo
que él quiere es curarse de una enfermedad. Eliseo subraya la visión sacra al
mandar que se bañe siete veces: el río de Israel con la palabra profética devolverán
la «verdadera limpieza». De hecho Naamán termina proclamando admirablemente
que: «Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de
Israel».
K Los milagros de Jesús
La estadística narrativa de los milagros[2]
de Jesús es muy amplia: unos treinta y cinco en total, de los cuales treinta se
encuentran en los tres evangelistas sinópticos y cinco en Juan: La mayor parte
de los milagros de Jesús son curaciones de enfermos y endemoniados, hay también
de resurrecciones de muertos como el hijo de la viuda de Naim, Lázaro y la hija
de Jairo; asimismo, algunos portentos sobre la naturaleza: tempestad calmada,
caminar sobre las aguas, pesca milagrosa, agua convertida en vino, multiplicación
de los panes. Hacer milagros no fue algo exclusivo de Jesús, si bien Él los
realiza con potestad propia y no vicaria.
Pero también los apóstoles realizaron milagros a
partir de la potestad delegada por Jesús a ellos. Asimismo en el Antiguo
Testamento vemos, entre otros, los impresionantes prodigios obrados por Elías y
Eliseo. Los milagros no sustituyen ni sustentan nuestra fe, sino que la hacen
entrar en un orden de exigencia más elevado. En el Nuevo Testamento las
circunstancias y las lecciones a partir de los milagros son tan interesantes
como los milagros mismos. El Evangelio de este Domingo es un claro ejemplo de
esto.
L ¿Somos mal agradecidos?
Nosotros tenemos una forma muy
especial de poder agradecerle a Dios el don de la vida eterna. Lo podemos hacer
ofreciéndole en retribución algo que Él mismo ha puesto en nuestras manos: se
trata de la participación en la Eucaristía dominical, que literalmente
significa «acción de gracias». Pero, precisamente en ella, no participa más o
menos el 10% de los católicos. Ese 10% parece escuchar la suave queja del
Señor: «¿No he muerto yo en la cruz por todos? ¿El otro 90% dónde está?» Esta
vez sí le debe doler nuestra ingratitud, porque el beneficio que Él nos hizo es
infinito. Por eso nuestra indiferencia es ofensiva. ¡Hagamos de la misa el corazón
de nuestro Domingo «día del Señor»!
+ Una
palabra del Santo Padre:
«Aquí en Roma ha habido un poeta, Trilussa, que también
quiso hablar de la fe. En una de sus poesías ha dicho: “Aquella ancianita ciega
que encontré la noche que me perdí en medio del bosque, me dijo: Si no conoces
el camino, te acompaño yo que lo conozco. Si tienes el valor de seguirme, te
iré dando voces de vez en cuando hasta el fondo, allí donde hay un ciprés,
hasta la cima donde hay una cruz. Yo contesté: Puede ser... pero encuentro
extraño que me pueda guiar quien no ve... Entonces la ciega me cogió de la mano
y suspirando me dijo: ¡Anda!... Era la fe”.
Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es
defectuosa. Porque cuando se trata de la fe el gran director de escena es Dios;
pues Jesús ha dicho: ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae. San Pablo
no tenía la fe; es más, perseguía a los fieles. Dios le espera en el camino de
Damasco: “Pablo —le dice— no pienses en encabritarte y dar coces como caballo
desbocado. Yo soy Jesús a quien tú persigues. Tengo mis planes sobre ti. Es
necesario que cambies”. Se rindió Pablo; cambió de arriba a abajo la propia
vida. Después de algunos años escribirá a los filipenses: “Aquella vez, en el
camino de Damasco, Dios me aferró; desde entonces no hago sino correr tras Él
para ver si soy capaz de aferrarle yo también, imitándole y amándole cada vez
más”.
Esto es la fe: rendirse a Dios, pero transformando la
propia vida. Cosa no siempre fácil. Agustín ha narrado la trayectoria de su fe;
especialmente las últimas semanas fue algo terrible; al leerlo se siente cómo
su alma casi se estremece y se retuerce en luchas interiores. De este lado,
Dios que lo llama e insiste; y de aquél, las antiguas costumbres, «viejas
amigas—escribe él— que me tiraban suavemente de mi vestido de carne y me
decían: “Agustín, pero ¿cómo?, ¿Tú nos abandonas? Mira que ya no podrás hacer
esto, ni podrás hacer aquello y, ¡para siempre!”». ¡Qué difícil! «Me encontraba
—dice— en la situación de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen:
“¡Fuera, levántate, Agustín!”. Yo, en cambio, decía: “Sí, más tarde, un poquito
más todavía”. Al fin, el Señor me dio un buen empujón y salí». Ahí está, no hay
que decir: Sí, pero; sí, luego. Hay que decir: ¡Señor, sí! ¡Enseguida! Ésta es
la fe. Responder con generosidad al Señor. Pero, ¿quién dice este sí? El que es
humilde y se fía enteramente de Dios.
Mi madre me solía decir cuando empecé a ser mayor: de
pequeño estuviste muy enfermo; tuve que llevarte de médico en médico y pasarme
en vela noches enteras; ¿me crees? ¿Cómo podía contestarle: Mamá, no te creo?
Claro que te creo, creo lo que me dices, y sobre todo te creo a ti. Así es en
la fe. No se trata sólo de creer las cosas que Dios ha revelado, sino creerle a
Él, que merece nuestra fe, que nos ha amado tanto y ha hecho tanto por amor
nuestro.
Claro que es difícil también aceptar algunas verdades,
porque las verdades de la fe son de dos clases: unas, agradables; otras son
duras a nuestro espíritu. Por ejemplo, es agradable oír que Dios tiene mucha
ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como
dice Isaías. Qué agradable es esto y qué acorde con nuestro modo de ser.
Un gran obispo francés, Dupanloup, solía decir a los
rectores de seminarios: Con los futuros sacerdotes sed padres, sed madres. Esto
agrada. En cambio ante otras verdades, sentimos dificultad. Dios debe castigarme
si me obstino. Me sigue, me suplica que me convierta, y yo le digo: ¡no! ; y
así casi le obligo yo mismo a castigarme. Esto no gusta. Pero es verdad de fe».
Juan
Pablo I, Audiencia General. Miércoles 13 de septiembre 1978
' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1.
¿Somos agradecidos con los dones que Dios diariamente nos otorga gratuitamente?
Pensemos con sinceridad y elevemos diariamente una oración de «acción de
gracias» por todos los dones recibidos.
2. «Si
hemos muerto con Él, también viviremos con Él, si nos mantenemos firmes,
también reinaremos con Él », nos dice San Pablo. ¿Soy fiel a mi fe? Pidamos al
Señor el don de la fidelidad a nuestras promesas bautismales de donde proviene
mi fe.
3.
Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 168- 175. 547-550.
1500- 1510.
[1] Los leprosos, en el antiguo Israel,
eran objeto de sumo horror. Excluidos por la Ley Mosaica del trato humano,
tenían la obligación de mantenerse aislados en lugares solitarios y gritar: ¡Apartaos!
¡Hay un impuro! (Lm 4,15) cuando
un viandante se acercaba, sin saberlo, a sus moradas. En premio a este lúgubre
grito se enviaba a su soledad algún alimento; pero fuera de esto, la sociedad
no quería nada con ellos, como si fuesen desechos de la humanidad,
personificaciones de la impureza misma, víctimas de la máxima cólera de Dios
Yahveh. No era raro, sin embargo, que los leprosos violasen el aislamiento
impuesto.
[2]
Milagro viene del Latín miraculum que
quiere decir extrañarse. Es un suceso que, a causa de su carácter
extraordinario, manifiesta al hombre, en forma de signo externo, el amor
personal de Dios. Es la suspensión temporal y verificable de las leyes de la
naturaleza por directa intervención divina.
facilitada la información por JUAN RAMON PULIDO. Presidente Consejo Diocesano ANE Toledo
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